“¡James!” Lady Ágata no gritaba a menudo, pero James era su sobrino preferido. En realidad, le gustaba más que cualquiera de sus propios hijos. El, al menos, era lo bastante elegante para no ser cogido con la cabeza encajada entre los barrotes de una cerca de hierro. “¡Qué encantador verte!”
James se inclinó respetuosamente y ofreció su mejilla para un beso. “¿Cuán encantador verme?” preguntó. “Casi pareces sorprendida de mi llegada. Venga ya, sabes que me es imposible ignorar un requerimiento tuyo, mucho más que uno del Príncipe Regente.”
“Oh, eso.”
James entrecerró los ojos ante su evasiva respuesta. “Ágatha, ¿no estarás practicando jueguecitos conmigo, no?”
Ella se enderezó rápidamente en su silla, como un fusil. “¿Eso piensas de mí?”
“De todo corazón,” dijo él, con una fácil sonrisa mientras se sentaba. “Aprendí mis mejores trucos de ti.”
“Si, bueno, alguien tenía que tomarte bajo su ala,” le contestó ella. “Pobre niño. Si yo no hubiera…”
“Ágatha,” dijo James bruscamente. No tenía ningún deseo de involucrarse a sí mismo en una discusión sobre su infancia. Se lo debía todo a su tía -hasta su misma alma, incluso. Pero no quería entrar en eso ahora.
“Da la casualidad”, dijo ella con un desdeñoso resoplido, “de que no estoy jugando. Estoy siendo chantajeada.”
James se inclinó hacia delante. ¿Chantajeada? Ágatha era una taimada anciana, pero honesta por encima de todo, y no podía imaginarla haciendo nada que pudiera justificar un chantaje.
“¿Puedes creerlo?”, exigió ella. “¿Qué alguien se atrevería a chantajearme? Hmmph, ¿dónde está mi gato?”
“¿Dónde está tu gato?” repitió él.
“¡Mallllllllllllllcommmmmmm!”
James parpadeó y vio como un monstruoso felino entraba en el salón. Caminó hasta James, lo olisqueó y le saltó al regazo.
“¿A que es el más amistoso de los gatos?” preguntó Ágatha.
“Odio los gatos.”
“Adoraras a Malcom.”
James decidió que tolerar a Malcom era más fácil que discutir con su tía. “¿Tienes idea de quién puede ser el chantajista?”
“Ninguna.”
“¿Puedo preguntarte porque estás siendo chantajeada?”
“Es muy embarazoso,” dijo ella, sus pálidos ojos azules empezando a brillar de lágrimas.
James empezó a inquietarse. La tía Ágatha nunca lloraba. Había habido pocas cosas en su vida que fueran total y completamente constantes, pero una de ella había sido Ágatha. Era aguda, tenía un incisivo sentido del humor, lo amaba más allá de toda mesura, y nunca lloraba. Nunca.
Hizo ademán de acercarse a ella, pero se detuvo. Ella no querría que la consolara. Lo vería sólo como un reconocimiento de su momentánea exhibición de debilidad. Además, el gato no mostró ninguna inclinación a abandonar su regazo.
“¿Tienes la carta?”, le preguntó suavemente. “Presumo que recibiste una carta.”
Ella asintió, tomó un libro que había en una mesita al lado de ella, y extrajo de entre sus páginas una sola hoja de papel. Silenciosamente se la tendió.
James, con suavidad, empujó al gato hacia la alfombra y se puso en pie. Dio unos pasos en dirección a su tía, y cogió la carta. Aún de pie, miró hacia el papel que tenía en sus manos y lo leyó.
Lady D-
Conozco su secreto. Y conozco el secreto de su hija. Mi silencio le costara dinero.
James levantó la vista. “¿Esto es todo?”. Ágatha sacudió la cabeza y le tendió otra hoja de papel. “También he recibido ésta”. James la cogió.
Lady D-
Quinientas libras por mi silencio. Déjalas en un sobre detrás de “La Bolsa de Clavos”. El viernes a media noche. No se lo diga a nadie. No me decepcione.
“¿La Bolsa de Clavos?” preguntó James arqueando una ceja.
“Es la taberna local.”
“¿Dejaste el dinero?”
Ella asintió, avergonzada. “Pero solamente porque sabía que no estarías aquí para el viernes.”
James hizo una pausa mientras decidía la mejor manera de formular su siguiente pregunta. “Creo,” dijo despacio, “que lo mejor sería que me contaras el secreto.”
Ágatha sacudió la cabeza. “Es demasiado embarazoso. No puedo.”
“Ágatha, sabes que soy discreto. Ya sabes que te quiero como a una madre. Cualquier cosa que me digas no saldrá jamás de entre estas paredes.” Cuando ella no hizo otra cosa, más que morderse el labio, le pregunto. “¿A qué hija afecta el secreto?”
“Melissa,” susurró Ágatha. “Pero ella no lo sabe.”
James cerró los ojos y dejó escapar un largo suspiro. Sabía lo que venía a continuación y decidió ahorrarle a su tía la vergüenza de decirlo ella misma. “¿Es ilegítima, no?”
Ágatha asintió. “Tuve un affair. Solo duró un mes. Oh, era tan joven y tan tonta entonces.”
James luchó para que la conmoción no se reflejara en su rostro. Su tía siempre había sido extremadamente rigurosa con el decoro y la conveniencia; era inconcebible que pudiera coquetear fuera de su matrimonio. Pero, como ella había dicho, había sido joven, y quizás, un poco alocada, y después de todo lo que había hecho por él en su vida, no se sentía con derecho a juzgarla. Ágatha había sido su salvadora, y si se diera la necesidad, daría su vida por ella sin dudarlo ni un segundo.
Ágatha sonrió tristemente. “No sé qué voy a hacer.”
James sopesó sus palabras cuidadosamente antes de hablar. “¿Tu temor, entonces, es que el chantajista revele públicamente esto y avergüence a Melissa?”
“Me importa un higo la sociedad,” dijo Agatha con un resoplido. “La mitad de ellos son bastardos. Y probablemente dos tercios de ellos no son legítimos. Mi temor es por Melissa. Ella está a salvo casada con un conde, así que el escándalo no la salpicará, pero estaba muy unida a Lord Danbury. El siempre decía que ella era su favorita especial. Rompería su corazón el enterarse de que no era su verdadero padre.”
James no recordaba que Lord Danbury estuviera más unido a Melissa que al resto de sus otros hijos. De hecho, no recordaba ningún periodo en que Lord Danbury estuviera cerca de sus hijos. Había sido un hombre cordial, pero distante. Definitivamente uno de los de “los niños deben permanecer en sus habitaciones y deben ser bajados para verlos no más de una vez al día.” No obstante, si Agatha sentía que Melissa era la favorita especial de Lord Danbury, ¿quién era él para discutirlo?
“¿Qué vamos a hacer, James?” preguntó Agatha. “Eres la única persona en quien confío para que me ayude en esta desgracia. Y con tus antecedentes-“
“¿Has recibido más notas?” la interrumpió James. Su tía sabía que había trabajado un tiempo para el Ministerio de Defensa. No había peligro en ello, ahora que ya no estaba en activo, pero Agatha era muy curiosa, y siempre le preguntaba por sus hazañas. Y había ciertas cosas que uno no deseaba discutir con su tía. Por no mencionar el hecho de que James podía ser colgado por divulgar algunas de las informaciones que descubrió durante esos años.
Agatha sacudió la cabeza. “No. Ninguna.”
“Haré un poco de investigación preliminar, pero sospecho que no descubriremos nada útil hasta que no recibas otra carta.”
“¿Crees que habrá más?”
James asintió severamente. “Los chantajistas no saben cuándo parar. Ese es su fatal defecto. Mientras tanto, jugaré a ser tu nuevo administrador de la finca. Pero me pregunto cómo esperas que lo haga sin ser reconocido.”
“Pensaba que no ser reconocido era tu particular talento.”
“Lo es,” replicó rápidamente, “pero a diferencia de Francia, España e incluso la costa sur, yo crecí aquí. O casi, por lo menos.”
Los ojos de Agatha se desenfocaron rápidamente. James sabía que estaba pensando en su infancia, en todas las veces en que se enfrentó silenciosamente a su padre, amargos enfrentamientos, insistiendo en que James estaría mejor permaneciendo con los Danbury. “Nadie te reconocerá,” le aseguró finalmente.
“¿Cribbins?”
“Murió el año pasado.”
“Oh. Lo siento.” Siempre le había gustado el anciano mayordomo.
“El nuevo es adecuado, supongo, aunque el otro día tuvo el descaro de pedirme que lo llamara Wilson.”
James no sabía para qué se molestaba, pero le preguntó. “Puede que porque ese es su nombre, ¿no crees?”
“Supongo,” dijo ella con un pequeño resoplido. “¿Pero cómo voy a recordarlo?”
“Simplemente hazlo.”
Ella lo miró ceñudamente. “Si es mi mayordomo, lo llamaré Cribbins. A mi edad es peligroso hacer muchos cambios.”
“Agatha,” dijo James, con más paciencia de la que sentía, “¿podemos volver al problema que tenemos entre manos?”
“¿Acerca de ser reconocido?”
“Sí.”
“No queda nadie que te reconozca. No me has visitado en casi diez años.”
James ignoró su tono acusador. “Te vi muchas veces en Londres y lo sabes.”
“Eso no cuenta.”
Rechazó preguntar por qué. Sabía que se moría por explicárselo. “¿Hay algo en particular que necesite saber antes de asumir mi papel como administrador?” preguntó.
Ella sacudió la cabeza. “¿Qué puedes necesitar saber? Te crié correctamente. Deberías saber todo lo necesario sobre la administración de una finca.”
Eso era muy cierto, aunque James había preferido dejar a sus administradores la tarea de encargarse de sus propiedades desde que asumió el título. Era más fácil así, puesto que no encontraba particularmente entretenido perder el tiempo en el Castillo de Riverdale. “Muy bien, entonces,” dijo, poniéndose en pie. “Ya que Cribbins Primero no está entre nosotros -Dios tenga en su gloria su paciente alma-“
“¿Qué se supone que significa eso?”
James adelantó la cabeza y la inclinó levemente hacia un lado de un modo extremadamente sarcástico. “Alguien que haya trabajado para ti durante cuarenta años merece ser canonizado.”
“Maldito impertinente,” murmuró ella.
“¡Agatha!”
“¿De qué sirve retener la lengua a mi edad?”
James sacudió la cabeza. “Como intentaba decir antes, ya que Cribbins nos ha abandonado, ser tu administrador es tan buen disfraz como cualquier otro. Además me apetece pasar algún tiempo fuera de la ciudad, mientras tenemos buen tiempo.”
“¿Londres está sofocante?”
“Mucho.”
“¿El aire o la gente?”
James hizo una mueca. “Ambos. Ahora, simplemente dime donde me instalo. Oh, y tía Agatha-“ se inclinó y la besó en la mejilla, “es malditamente agradable verte.”
Ella sonrió. “Yo también te quiero, James.”
Para cuando Elizabeth llegó a su casa, estaba sin respiración y cubierta de barro. Había estado tan ansiosa por marcharse de Danbury House, que prácticamente corrió durante el primer cuarto de milla. Desafortunadamente, había sido un verano particularmente húmedo en Surrey, y Elizabeth nunca había sido muy coordinada. Y en cuanto a esa protuberante raíz de árbol, no hubo forma de evitarla, y así, con un chapoteo, Elizabeth vio su mejor traje arruinado.
No es que su mejor vestido estuviera en condiciones particularmente buenas. No había suficiente dinero en las arcas de los Hotchkiss para comprar ropa nueva, hasta que la vieja estuviera totalmente gastada. Pero, aun así, Elizabeth tenía cierto orgullo, y si bien, no podía vestir a su familia a la ultima moda, por lo menos se aseguraba que todos fueran aseados y limpios.
Ahora había barro apelmazado en su falda de terciopelo y, peor aún, realmente había robado un libro de la biblioteca de Lady Danbury. Y no cualquier libro. Había robado el que tenía que ser el más estúpido y tonto libro de toda la historia de los libros impresos. Y todo porque iba a subastarse al mejor postor.
Se tragó las lágrimas que cuajaban sus ojos. ¿Qué pasaría si no había postores? ¿Qué haría entonces?
Elizabeth golpeó el suelo con los pies frente a la cabaña para sacudirse el barro, y después se apresuró a través de la puerta de su pequeña casa. Intentó escabullirse a través del vestíbulo, escaleras arriba, hasta su habitación sin que nadie la viera, pero Susan era demasiado rápida.
“¡Dios bendito! ¿Qué te ha pasado?”
“Resbalé,” gruñó Elizabeth, sin apartar los ojos de las escaleras.
“¿Otra vez?”
Eso fue suficiente para hacerla girar en redondo y fulminar a su hermana con una sanguinaria mirada. “¿Qué has querido decir con eso?”
Susan tosió. “Nada.”
Elizabeth dio media vuelta con intención de marcharse escaleras arriba, pero se golpeó la mano con una mesita. “Owwwww,” gritó.
“¡Ooh!” dijo Susan, haciendo una mueca de simpatía. “Eso ha tenido que doler.”
Elizabeth tan sólo la miró con fijeza, los ojos convertidos en estrechas rendijas.
“Lo siento muchísimo,” dijo Susan rápidamente, reconociendo de inmediato el mal humor de su hermana.
“Me voy a mi habitación,” dijo Elizabeth, pronunciando espaciadamente cada palabra, como si una cuidadosa dicción pudiera, de alguna forma, hacerla llegar a su cuarto más rápidamente. “Y entonces voy a acostarme y echar una siesta. Y si alguien me molesta, no respondo de las consecuencias.”
Susan asintió. “Jane y Lucas están jugando fuera en el jardín. Me aseguraré que no molesten si entran en casa.”
“Bien, yo- ¡Owwwwwwwww!”
Susan dio un respingo. “¿Qué pasa ahora?”
Elizabeth se agachó y recogió un pequeño objeto de metal. Uno de los soldados de juguete de Lucas. “¿Hay alguna razón,” dijo, “para que esto esté en el suelo, donde cualquiera pueda pisarlo?”
“No se me ocurre ninguna,” contestó Susan, con una débil tentativa de sonrisa.
Elizabeth simplemente suspiró. “No estoy teniendo un buen día.”
“No, eso pensaba.”
Elizabeth intentó sonreír, pero todo lo que consiguió fue estirar los labios. Apenas tenía fuerzas para arrastrarse escaleras arriba.
“¿Quieres que te suba una taza de te?” preguntó Susan amablemente.
Elizabeth asintió. “Sería estupendo, gracias.”
“Lo hago encantada. Voy a… ¿qué llevas en el bolso?”
“¿Qué?”
“Ese libro.”
Elizabeth maldijo por lo bajo y empujo el libro bajo un pañuelo. “No es nada.”
“¿Has pedido un libro prestado a Lady Danbury?”
“Es una manera de decirlo.”
“Oh, bien. He leído todos los que tenemos. Aunque no tenemos muchos.”
Elizabeth tan sólo asintió e intentó rodearla.
“Sé que te partió el corazón vender los libros,” dijo Susan, “pero con eso pagamos las lecciones de latín de Lucas.”
“De verdad, debo ir…”
“¿Puedo ver el libro? Me gustaría leerlo.”
“¡No!”exclamó Elizabeth, con voz más fuerte de lo que le hubiera gustado.
Susan se arredró. “Perdon.”
“Tengo que devolverlo mañana. Eso es todo. No te dará tiempo a leerlo.”
“¿Puedo echarle un vistazo?”
“No.”
Susan insistió. “Quiero verlo.”
“He dicho que no.” Elizabeth saltó hacia la derecha, consiguiendo apenas eludir a su hermana y lanzarse hacia las escaleras. Pero justo cuando su pie se apoyaba en el primer escalón, sintió la mano de Susan agarrándola de la falda.
“Te tengo,” gruñó Susan.
“¡Suéltame!”
“No, hasta que me enseñes el libro.”
“Susan, soy tu tutora y te ordeno…”
“Eres mi hermana, y estoy segura de que me ocultas algo.”
Razonando no lo conseguiría, decidió Elizabeth, así que asió su falda y dio un fuerte tirón, con el único resultado de que resbaló del escalón y su bolso cayó al suelo.
“¡Ahá!” exclamó Susan, triunfalmente, aferrando el libro.
Elizabeth gruñó.
“¿ Cómo casarse con un Marqués?” Susan levantó la mirada con expresión perpleja y a la vez, bastante divertida.
“Es sólo un libro tonto.” Elizabeth sintió como sus mejillas empezaban a arder. “Sólo pensé…, eso, sólo pensé que yo…”
“¿Un marqués?” preguntó Susan, dubitativamente. “Nos ponemos metas altas, ¿no?”
“Por el amor de Dios,” estalló Elizabeth. “No voy a casarme con un marqués. Pero puede que el libro contenga algún tipo de consejo útil, puesto que tengo que casarme y nadie me lo ha propuesto.”
“Excepto el hacendado Nevins,” murmuró Susan, ojeando las paginas del libro.
Elizabeth tragó bilis. El solo pensamiento de que el hacendado Nevins la tocara, la besara… hizo que se le helara la sangre. Pero si era la única forma en que podía salvar a su familia…
Cerró los ojos con fuerza. Tenía que haber algo en ese libro que pudiera enseñarle a conseguir un marido. ¡Cualquier cosa!.
“Realmente, esto es bastante interesante,” dijo Susan, dejándose caer sentada en la alfombra, junto a Elizabeth. “Escucha esto: Edicto Numero Uno…”
“¿Edicto?” repitió Elizabeth. “¿Hay edictos?”
“Aparentemente sí. Me parece que este negocio de encontrar marido es más complicado de lo que pensaba.”
“Sólo dime lo que dice el edicto.”
Susan parpadeó y bajo la vista. “Se única. Pero no demasiado.”
“¿Qué demonios significa eso?” explotó Elizabeth. “Es lo más ridículo que he oído en mi vida. Mañana devuelvo el libro. ¿Quién es esa señora Seeton, de todas formas? Desde luego una marquesa no, así que no tengo por que escuchar…”
“No, no,” dijo Susan, agitando la mano sin mirar a su hermana. “Eso era sólo el titulo del Edicto. Ahora viene la explicación.”
“No estoy segura de querer escucharla,” se quejó Elizabeth.
“Es realmente interesante.”
“Dame eso.” Elizabeth arrebató el libro a su hermana y leyó en silencio.
Es indispensable que sea usted una mujer totalmente única. Su hechizo debe fascinar a su Lord hasta el punto de que sea incapaz de ver la habitación detrás de su rostro.
Elizabeth resopló. “¿Su hechizo? ¿No ver la habitación detrás de su rostro? ¿Dónde aprendió esta mujer a escribir? ¿En una botica?”
“Pues yo creo que la parte de la habitación y tu rostro es muy romántica,” dijo Susan, con un encogimiento de hombros.
Elizabeth la ignoró. “¿Dónde esta la parte de no ser demasiado única? Ah, aquí.”
Debe esforzarse por contener su encanto de modo que él sea el único que lo perciba. Debe demostrarle que usted será ventajosa como esposa. Ningún Lord del reino desea ser expuesto al bochorno y el escándalo.
“¿Crees que conseguirás lo de no salpicarlo con algo?” preguntó Susan. Elizabeth la ignoró y continuó leyendo.
En otras palabras, debe destacar en un grupo, pero sólo en su grupo. Para él, es el único que importa.
Elizabeth levantó la vista. “Hay un problema.”
“¿Lo hay?”
“Sí.” Se dio golpecitos en la frente con el índice, como era su costumbre habitual siempre que pensaba profundamente en un problema. “En todos los edictos se presupone que he depositado mis esperanzas en un solo hombre [2].”
A Susan se le desorbitaron los ojos. “¡No puedes fijarte en un hombre casado!”
“Me refiero a un hombre en particular,” replicó Elizabeth, golpeando a Susan con fuerza en un hombro.
“Ya veo. Bien, la señora Seeton tiene razón. No puedes casarte con dos hombres a la vez.”
Elizabeth hizo una mueca. “Por supuesto que no. Pero creo que debo fijarme en más de uno si quiero asegurarme una oferta de matrimonio. ¿No te acuerdas de que mamá siempre nos decía que no debíamos colocar todos nuestros huevos en una sola cesta?”
“Hmmm,” reflexionó Susan, “ahí, tienes tu razón. Tendré que investigar el problema esta noche.”
“¿Perdón?”
Pero Susan ya se había puesto en pie, y estaba subiendo las escaleras. “Me leeré el libro esta noche,” le gritó desde el descansillo, “y te informaré por la mañana.”
“¡Susan!” Elizabeth usó su tono más severo. “Baja y devuélveme ese libro inmediatamente.”
“¡No me das miedo! ¡Tendré resuelta nuestra estrategia para el desayuno!” Y lo siguiente que Elizabeth oyó fue el sonido de una llave girando en una cerradura mientras Susan se atrincheraba en la habitación que compartía con Jane.
“¿El desayuno?” murmuró Elizabeth. “¿No piensa bajar a cenar, entonces?”
Aparentemente así era. Nadie le vio el pelo a Susan, ni oyó el más mínimo ruido desde su habitación. Esa noche, el clan Hotchkiss, contó tan sólo con tres miembros para la cena, y la pobre Jane, incluso, se quedó sin sitio donde dormir y tuvo que compartir cama con Elizabeth.
A Elizabeth no le pareció divertido. Jane era un encanto, pero le robó todas las mantas.
Cuando Elizabeth bajó a desayunar a la mañana siguiente, Susan estaba ya sentada a la mesa, con el pequeño libro rojo en sus manos. Elizabeth observo torvamente que la cocina no mostraba ningún signo de uso.
“¿No podrías haber empezado a preparar el desayuno?” preguntó gruñonamente, buscando en el armario de los huevos.
“He estado muy ocupada,” replicó Susan. “Muy ocupada.”
Elizabeth no replicó. Maldición. Sólo quedaban tres huevos. Tendría que quedarse sin desayunar y rezar para que Lady Dambury hubiera planeado un copioso almuerzo para este día. Coloco la sartén de hierro sobre el trípode encima del fuego y echo los tres huevos abiertos en ella.
Susan captó la indirecta y comenzó a cortar el pan en rebanadas para las tostadas. “Algunas de esas reglas no son tan difíciles,” dijo mientras trabajaba. “Creo que incluso tu puedes seguirlas.”
“Estoy abrumada por tu confianza,” dijo Elizabeth secamente.
“De hecho, deberías comenzar a practicar ya. ¿No va a dar Lady Dambury una fiesta este verano? Seguramente habrá posibles maridos entre los asistentes.”
“Yo no estaré entre los asistentes.”
“¿Es que Lady Dambury no te va a invitar?” se indignó Susan, claramente ultrajada. “¡No me lo puedo creer! Puede que seas su acompañante, pero también eres la hija de un baronet, y así…”
“Por supuesto que me invitará,” replicó Elizabeth, sin entonación. “Pero rehusaré la invitación.”
“¿Pero por qué?”
Elizabeth no contestó de inmediato, tan sólo se quedó contemplando cómo se cuajaban los huevos en la sartén. “Susan,” dijo finalmente, “mírame.”
Susan la miró. “¿Y?”
Elizabeth asió un puñado de la gastada y descolorida tela verde de su vestido y la sacudió. “¿Cómo voy a ir a una lujosa fiesta vestida como voy?. Puede que esté desesperada, pero tengo mi orgullo.”
“Podemos cruzar ese puente cuando lleguemos a él,” decidió Susan con firmeza. “Eso no importa, de todas formas. No si tu futuro marido no puede ver la habitación detrás de tu rostro.”
“Si vuelvo a oír esa frase una vez más…”
“Mientras tanto,” la interrumpió Susan, “debemos agudizar tus habilidades.”
Elizabeth luchó contra el impulso de aplastar las yemas de los huevos.
“¿No comentaste que Lady Dambury tenía un nuevo administrador?”
“¡No lo hice!”
“¿No fuiste tú? Oh. Bueno, entonces sería Fanny Brinkley, que debe haberlo oído de su criada, quien debe haberlo oído…”
“Ve al grano, Susan,” dijo Elizabeth, rechinando los dientes.
“¿Por qué no practicas con él? A menos que sea horrorosamente repulsivo, claro.”
“No es repulsivo,” masculló Elizabeth. Sus mejillas comenzaron a arder, y mantuvo la cabeza baja, para que Susan no viera su rubor. El nuevo administrador de Lady Danbury estaba lejos de ser repulsivo. De hecho, era uno de los hombres más apuestos que había visto nunca. Y su sonrisa había causado los más extraños efectos en su estómago.
Desgraciadamente no tenía montañas de dinero.
“¡Bien!” dijo Susan, con una excitada palmada. “Todo lo que tienes que hacer es hacer que se enamore de ti.”
Elizabeth retiró los huevos de un tirón. “¿Y entonces qué? Susan, es un administrador de propiedades. No va a tener suficiente dinero para enviar a Lucas a Eton.”
“Boba, no vas a casarte con él. Sólo vas a practicar con él.”
“Eso suena bastante insensible,” dijo Elizabeth, con el ceño fruncido
“Bueno, no tienes otra persona sobre la que probar tus habilidades. Así que escucha cuidadosamente. Seleccioné varias reglas con las que empezar.”
“¿Reglas? Creía que eran edictos.”
“Edictos, reglas, todo es lo mismo. Bien, después de…”
“¡Jane! ¡Lucas!” llamó Elizabeth. “El desayuno está listo.”
“Como estaba diciendo, pienso que deberíamos empezar con los edictos, dos, tres y cinco.”
“¿Y qué pasa con el cuatro?”
Susan tuvo el detalle de ruborizarse. “Es que ese se refiere, ah, a vestir a la última moda.”
Elizabeth apenas pudo resistir el impulso de arrojarle un huevo frito.
“En realidad,” dijo Susan, frunciendo el ceño, “deberías comenzar practicando principalmente el edicto número dos.”
Elizabeth sabía que no debía preguntar, pero algún demonio interno la forzó a decir, “¿Y cuál es ese?”
Susan leyó, “Su encanto debe surgir sin esfuerzo.”
“Mi encanto debe surgir sin esfuerzo. ¿Y qué demonios me hace falta practicar…¡Ow!”
“Pienso que puede significar que no agites los brazos de tal forma que te golpees la mano con la mesa.”
Si las miradas matasen, posiblemente Susan estaría yaciendo agonizante en ese momento.
Susan alzó la nariz altivamente. “Sólo digo la verdad,” dijo con un resoplido.
Elizabeth continuó fulminándola con la mirada, al mismo tiempo que se chupaba el dorso de la mano, como si presionando los labios contra el lugar donde se había golpeado fuera a conseguir que dejara de dolerle. “¡Jane! ¡Lucas!” llamó de nuevo, casi gritando esta vez. “¡Venid ya! ¡El desayuno se va a enfriar!”
Jane entró saltando en la cocina y se sentó. La familia Hotchkiss hacia tiempo que había prescindido de la formalidad de servir el desayuno en el comedor. Se tomaba siempre en la cocina. Además en invierno a todos les gustaba sentarse cerca de la estufa. Y en verano, bueno, los hábitos eran difíciles de romper, suponía Elizabeth.
Sonrió a su hermana pequeña. “Pareces un poco desaliñada esta mañana, Jane.”
“Eso es porque alguien me dejó fuera de mi habitación anoche,” dijo Jane, dirigiendo una amotinada mirada hacia Susan. “Ni siquiera he podido peinarme.”
“Podrías haber usado el cepillo de Lizzie,” contestó Susan.
“Me gusta mi cepillo,” objetó Jane. “Es de plata.”
No de verdadera plata, pensó Elizabeth irónicamente, o habría tenido que venderlo como todo lo demás.
“Sirve para lo mismo.”
Elizabeth puso fin a la discusión con un grito, “¡Lucas!”
“¿Hay leche?” preguntó Jane.
“Me temo que no, cariño,” contestó Elizabeth, deslizando un huevo en su plato. “Apenas la suficiente para el té.”
Susan puso de sopetón un trozo de pan en el plato de Jane y le dijo a Elizabeth, “Acerca del edicto numero dos…”
“Ahora no,” siseó Elizabeth, con una intencionada mirada hacia Jane, quien, gracias a Dios, estaba demasiado ocupada hundiendo un dedo en la rebanada de pan, para prestar atención a sus hermanas.
“Mi tostada está cruda,” dijo Jane.
Elizabeth no tuvo tiempo de amonestar a Susan por olvidarse de tostar el pan, antes de que Lucas entrara en la cocina.
“¡Buenos días!” dijo alegremente.
“Pareces especialmente contento,” le dijo Elizabeth, revolviéndole el pelo antes de servirle el desayuno.
“Hoy voy a ir a pescar con Tommy Fairmont y su padre.” Engulló tres cuartos del huevo antes de agregar, “Esta noche cenaremos bien.”
“Eso es estupendo, querido,” dijo Elizabeth. Echo un vistazo al pequeño reloj sobre la chimenea, y dijo, “Debo irme. ¿Os asegurareis de que la cocina quede limpia y recogida?”
Lucas asintió. “Yo lo supervisaré.”
“También podrías ayudar.”
“Encima eso,” gruñó él. “¿Puedo tomar otro huevo?”
El estomago de Elizabeth gruñó en solidaridad. “No hay más,” le dijo.
Jane la miro con sospecha. “Tú no has comido ninguno, Lizzie.”
“Desayunare con Lady Danbury,” mintió Elizabeth.
“Toma el mío.” Jane empujó lo que le quedaba de desayuno -dos bocados de huevo y un trozo de pan tan destrozado, que habría tenido que estar mucho, mucho más hambrienta, tan sólo para olerlo-a través de la mesa.
“Termínatelo tú, Jane,” dijo Elizabeth. “Comeré con Lady Danbury. Te lo prometo.”
“Voy a tener que capturar un pez enorme,” oyó que Lucas le susurraba a Jane.
Y aquella fue la gota que colmó el vaso. Elizabeth se había estado resistiendo a aquella caza de marido; odiaba lo mercenaria que se sentía tan sólo por considerarlo. Pero ya no más. ¿Qué clase de mundo era ese que un niño de ocho años se preocupaba por capturar un pez, no por deporte, sino para poder llenar los estómagos de sus hermanas?
Elizabeth echó los hombros hacia atrás y marchó hacia la puerta. “Susan,” dijo ásperamente, “¿puedo hablar un momento contigo?”
Jane y Lucas intercambiaron miradas. “Va a reñirle porque olvidó tostar el pan de las tostadas.”
“Tostadas crudas,” dijo Lucas torvamente, sacudiendo la cabeza. “Eso es contrario a la misma naturaleza del hombre.”
Elizabeth puso los ojos en blanco mientras salía. ¿De dónde sacaba esas cosas?
Cuando estaban a salvo, a una distancia segura, se giró hacia Susan y dijo, “Lo primero de todo, no quiero ninguna mención de esto -la caza de marido-delante de los niños.”
Susan llevaba el libro de la señora Seeton en la mano. “¿Entonces vas a seguir sus consejos?”
“No veo que tenga otra elección,” murmuró Elizabeth. “Sólo léeme esas reglas.”