Capítulo 13

– Hola -sonrió Betsy-. Pensé que era Georgina Blake. Vi su cabello rubio. Soy Betsy, la hermana de Julius. Hace un día precioso para un paseo, ¿verdad?

Tenía la misma sonrisa que Darley. Cálida y entrañable, incluso para los desconocidos.

– Sí, hace un día precioso -contestó Elspeth y luego se quedó callada, sin estar segura de cómo conversar con un miembro de la familia de Julius cuando estaba tan lejos del círculo familiar como se podía estar.

– No deje que seamos un estorbo para sus planes. A Julius siempre se le olvida que venimos, se lo toma con calma por lo que respecta a los invitados… aunque estoy segura de que ya lo sabe. Encontraremos el modo de entretenernos. Ah, los niños te han encontrado -dijo volviéndose hacia Julius, que se estaba acercando, con los niños tirándole de las manos-. Hemos venido pronto -su hermana se rió-. Te olvidaste por completo de que veníamos, ¿verdad? -levantó la vista hacia Elspeth-. Como siempre, debería añadir. -Volviendo a dirigir la mirada hacia su hermano, con el que guardaba un colorido de tez semejante, su forma diminuta y hermosura eran la versión femenina del atractivo de d'Abernon, dijo-: No te preocupes, Julius, nos las arreglaremos muy bien aquí sin ti. No dejes que interfiramos en tus planes. -Obviamente andaba embarcado en una aventura ilícita, puesto que la dama no había dado su nombre. La chica no llevaba sombrero, aunque su vestido era elegante. ¿Acaso era una campesina con un vestido comprado de segunda mano? En cualquier caso, era una mujer casada, dado que llevaba un anillo en el dedo.

– Habíamos pasado sólo para un minuto. ¿Por qué no nos vemos esta noche para cenar? -le sugirió Julius.

– ¿Estarás en las carreras? Prinny anda diciendo a todo el mundo que va a ganar.

– Tal vez más tarde -apuntó Julius, inclinándose para hablar con los niños-. Decidle a vuestra madre que os muestre el armario de la biblioteca… el que tiene las puertas de cristal. Allí encontréis algo para los dos.

– ¡Un regalo! -gritó Annie.

– ¡Un juguete! -pegó un alarido Harry.

– Id y descubridlo con vuestros ojos -dijo Julius, enderezándose con una sonrisa en los labios. Los niños ya corrían hacia la casa.

Annie había adelantado a su hermano pequeño. Harry le pedía a voz en cuello que le esperara, sus pequeñas piernas de niño se agitaban como pistones.

– Será mejor que vaya a supervisar -sonrió abiertamente Betsy-. Antes que te destrocen la biblioteca. Que tengáis un agradable paseo.

– Nos vemos esta noche -le recordó el marqués-. Dile al cocinero lo que prefieras tomar para la cena. -Con una inclinación de cabeza, se dirigió al faetón y, de un salto, se encaramó al asiento.

Betsy le hizo una señal con la mano y fue en busca de los niños.

– Ha sido bochornoso -murmuró Elspeth.

– Regresé lo más rápido que pude en cuanto vi que Betsy se dirigía hacía usted. Debería haberse presentado -Darley había estado lo suficientemente cerca para oír la conversación entre las mujeres-. Mi hermana sabe de qué va la vida.

– O más bien conoce su forma de vida.

– Dudo de que Yorkshire se libre de la conducta de la alta sociedad. No soy el único, créame -le podría haber dicho que su marido había salido para estar con una mujer mientras ellos hablaban, pero en lugar de eso prefirió la cortesía-. Conozco una pequeña posada apartada donde podemos disfrutar de cierta intimidad, ahora que Betsy ha alterado nuestros planes.

– No estoy segura. Alguien podría verme.

– Usted decide. Pero es un pueblo muy pequeño que da la casualidad que es una de mis propiedades. Conozco a todo el mundo y todos me conocen a mí.

– Y lleva a mujeres allí constantemente.

– Voy allí a pescar.

– Perdóneme. No debería estar en desacuerdo con su tipo de placeres -le dijo avergonzada por su amago de celos cuando sólo hacía dos días que conocía a Darley-. Debo parecerle muy ingenua.

Él no había dicho que estaba familiarizado con los celos femeninos, ni tampoco le dijo que los suyos eran extrañamente encantadores. En cambio, dijo:

– Me gusta su ingenuidad. Se ve poco de eso en la alta sociedad. Y si le sirve de consuelo, le prometo que la pondré a resguardo de miradas indiscretas. Meg y Beckett, la pareja que lleva la posada, son la sal de la tierra, sólo ven la bondad de la gente. Tal vez ésa sea una de las razones por la que voy allí a pescar. ¿En qué otro lugar podría encontrar una honestidad tan auténtica? Desde luego no en el haut monde.

– No puedo imaginarle pescando.

– Después pescaremos… le enseñaré. De hecho -le dijo con un destello en los ojos-, tal vez la persuada para que considere los méritos de hacer el amor sobre la hierba verde al lado de la suave corriente del río.

Ella sonrió.

– Hace que suene muy idílico.

– Puedo hacer que sea más que idílico -apuntó luciendo una sonrisa picara-. Puedo hacer que sea orgásmico.

– Sí, puede -desvió la mirada un momento, permitiendo que el paisaje verde, la calidez de la luz del sol y el trino de los pájaros inundaran sus sentidos.

– A riesgo de parecer una perfecta ingenua -le dijo girándose hacia él-, usted puede hacer infinidad de cosas que me hagan feliz. No quisiera alarmarle con mí sinceridad -añadió Elspeth rápidamente, captando la impenetrable mirada de Julius-. Sé muy bien que el placer que me ofrece es transitorio. Mis circunstancias, en cualquier caso, tampoco permiten ir mucho más allá. Así pues, he dicho lo que tenía que decir, ya está. Y si todavía quiere llevarme a pescar o a cualquier otra cosa en este día soleado, estoy disponible.

Darley no se encontraba con una sinceridad así a menudo. Las damas con las que solía divertirse conocían las reglas. Una de ellas era no expresar nunca los verdaderos sentimientos… una crítica tal vez del quebradizo mundo en el que él vivía. Y ahí estaba esa joven ingenua demostrando ser tan sencilla como una niña. No es que fuera ingenua en todos los sentidos. No es que él fuera a declinar su compañía mientras le quedara aliento en el cuerpo. Y, a ese efecto, dijo:

– No estoy alarmado… sino halagado, y, si quiere, ¿por qué no probamos primero la cama del Red Lion y después vamos a pescar?

La sonrisa de ella era radiante como el sol.

– Buena idea.

– Le pediremos a Meg que prepare una de sus incomparables tartas de fresas para cuando vayamos a pescar y, con suerte, todavía quedaran reservas de hock [4] para disfrutar durante nuestro almuerzo.

– Lo tiene todo pensado, ¿verdad? Temí que tuviera que pasar hambre.

– Si desea algo, sólo pídalo. Si quiere que Meg prepare algún plato especial, se lo pediremos. Es una excelente cocinera. Trabajaba para mí antes de que conociera a Beckett -y sonrió-. Posiblemente no debería haber hecho que Beckett me trajera tan a menudo pescado de Bishop Glen… Así todavía conservaría a mi cocinera. Y para su información, nunca antes he llevado allí a una mujer. -Él no debería haber dicho esas palabras. Con cualquier otra mujer probablemente no lo hubiera hecho. Pero ella le estimulaba esa sencilla honestidad con sus maneras sinceras. Y basándose en eso, sintió que deseaba complacerla.

– No tiene por qué decirlo.

– Es cierto.

– ¿De verdad?

– Pregúntele a Meg.

– No podría. Pero gracias. Es una cosa bonita que decir.


Pero poco rato después, tras intercambiar los saludos de rigor con los propietarios del Red Lion, y expresar que hacía un tiempo maravilloso, que los peces pegaban brincos, y que la habitación de Darley, en lo alto de la escalera, estaba preparada, el marqués dijo:

– Díselo, Meg. Dile que nunca he traído aquí a una mujer.

– Nunca, ésa es la verdad -dijo Meg, prestando más atención a Elspeth. No es que no la hubiera repasado ya escrupulosamente, puesto que Darley le había hecho saber más de una vez que su habitación en la posada era su ermita privada… no se admitían invitados-. Lleva viniendo casi diez años, y siempre solo.

– ¿Estoy absuelto? -bromeó Darley.

– Reconozco mi error -contestó Elspeth, sintiéndose como si estuviera tocando el paraíso.

– Esperaré un beso, o dos, de más -bromeó, inclinándose para depositar una leve caricia en su mejilla.

Elspeth se sonrojó, lanzó una rápida mirada a sus anfitriones y se sonrojó todavía más cuando emitieron su aprobación. Beckett era alto y delgado, su esposa baja y entrada en carnes -una prueba de la profesión de cada uno-, pero los dos adoraban por igual a Darley.

– ¿La estoy avergonzando? -le susurró Julius, y Elspeth sintió su cálida boca en su oreja.

Ella inclinó la cabeza, las mejillas le ardían. Pero no podía eludir la ráfaga de placer que estaba experimentando.

– Vamos a descansar un rato y después iremos a pescar -propuso el marqués, dirigiéndose a los anfitriones-. Meg, si preparas tu famosa tarta de fresas, te estaríamos muy agradecidos.

– Beckett les subirá una botella de hock, mi señor. Y la tarta estará lista de inmediato. Y si no van a pescar, hay trucha fresca de la mañana lista para cocinarla para ustedes.

– Sin embargo, hay buena pesca, milord -dijo Beckett-. Especialmente abajo, en el recodo del río. Tal vez quieran probar el agua.

– Lo haremos. Por descontado. Le prometí a la dama una lección de pesca. ¿Verdad que sí, querida?

– Sí -contestó Elspeth con un susurro casi inaudible, no tan desenvuelta como Darley, demasiado inexperta en las formas de las intrigas amorosas como para interpretar el papel de licenciosa con soltura.

– Por aquí, querida -y con un movimiento de cabeza y una sonrisa hacia sus anfitriones, condujo a Elspeth de la mano por las estrechas escaleras.

La habitación estaba en lo alto de las escaleras; la antigua puerta estaba hecha para hombres de poca estatura.

– Después de diez años, he aprendido -dijo dibujando una amplia sonrisa, torciendo la cabeza para sortear el bajo dintel. La atrajo hacia el interior y luego cerró la puerta-. Dígame lo que piensa del huerto de Meg. -Le indicó con un gesto la hilera de ventanas que nacían debajo del alero del tejado-. La vista también es majestuosa. Se ve la aguja de la iglesia de Halston a cinco millas de distancia -repantigándose sobre la cama rústica de cuatro pilares, Darley emitió un suspiro de satisfacción-. Creo que Betsy nos ha hecho un favor.

– Esta pequeña posada es preciosa -asintió Elspeth mientras caminaba sobre aquel suelo de pino, limpio como una patena, en dirección a las ventanas.

Con una única habitación para invitados, sumamente privada, Julius se quedó pensativo. Le gustaba que allí no existiera la posibilidad de que nadie les interrumpiera. Newmarket no podía ofrecerles una intimidad tan estricta. Cuando Charles estaba ebrio era imprevisible, al igual que Amanda, a las horas más intempestivas.

Elspeth llegó hasta las ventanas y se quedó sin aliento del asombro. Una vasta alfombra de color se extendía ante sus ojos, un derroche de color cubría el campo abierto… como si la naturaleza lo hubiera planeado.

– ¡Es bellísimo! Y qué vistas más preciosas -comentó dando la espalda a la ventana-. Ahora ya sé por qué viene aquí.

– Me gusta la paz y la serenidad. Cuando paso mucho tiempo en Londres, siento un vehemente deseo de estar en un lugar tranquilo.

– ¿Y pesca?

– Y duermo y como.

– Cuando los excesos lo han agotado.

– ¿Qué sabe usted de mis excesos?

– Es una figura destacada en The Tatler y en la revista The Bon Ton. Toda Inglaterra conoce sus correrías.

Él sonrió.

– ¿Incluso en Yorkshire?

– Merecemos tener alguna emoción en nuestras vidas.

– Así que la hija del vicario me había conocido antes en la prensa de sociedad.

– Es mucho más excitante en persona.

– ¿Lo soy? -parecía divertirse.

– Anoche no pude dormir, Darley, le deseaba -miró a la cama-. Y ahora le tengo para mí sola.

– En una habitación a puertas cerradas.

– Para saciar mis deseos.

– Entonces mi larga noche en vela mereció la pena.

– Hay tan poco tiempo, mi señor -susurró-. Y tanto por hacer…

– Tantos orgasmos por tener, querrá decir -su voz era ronca y grave.

– Si no le importa…

Él no se había movido, excepto una parte de su anatomía que seguía sus propias pautas.

– Entonces ¿no tenemos que esperar al vino? -le dijo, cortés.

– No creo que pueda.

Su voz era entrecortada, su proximidad embriagadora.

– Avisaré a Beckett. -Cayó rodando de la cama, avanzó a pasos agigantados hacia la puerta, la abrió y gritó-: ¡Nada de vino ahora! -Cerró la puerta y dio la vuelta a la llave-. Sólo para estar completamente seguros -le murmuró, depositando la llave sobre el escritorio-. Ahora venga aquí, cielo -susurró-. Y le daré todo lo que quiera.

La habitación pequeña, aquel lugar apartado, la intimidad absoluta era como tener garantizado el permiso para entregarse con lujuria a todos los placeres prohibidos, tomar el sol, nadar y revolcarse en la gloria de los placeres carnales… La promesa de Darley de «darle todo» atizaba el fuego de su deseo.

– Estamos solos. -Darley tiró de la cinta que le cogía las tupidas trenzas para soltarle el cabello.

– Del todo -Darley le tiró con fuerza de la gorguera para abrirla.

– Nadie nos molestará -Elspeth se despojó de sus zapatitos, primero de uno, luego del otro, y su piel verde añadió una salpicadura de tonalidad al suelo claro.

– Nadie. -Estaba acostumbrado a eso. Darley se desembarazó de su abrigo, se quitó la camisa.

Su torso fuerte y desnudo le quemó las retinas a Elspeth. Estaba perdida.

– ¿Le importa si nos damos prisa? -le susurró ella.

Él sonrió de oreja a oreja.

– Déjese el vestido puesto, si quiere.

– No. Se arrugaría. Y luego él podría… -vaciló, desconcertada y temblorosa. De repente, la indecisión y el miedo le parecieron un peso abrumador.

Él podría haberle indicado que la muselina ya estaba arrugada: una tela tan fina se arrugaba con facilidad.

– Deje que la ayude -se ofreció Julius, acercándose a ella, manteniendo un tono de voz suavemente reconfortante, en contraste con la duda y el desconcierto patente en la mirada de Elspeth-. Si se da la vuelta le desabrocharé los ganchos. Nos aseguraremos de no arrugar el vestido.

Elspeth se dio la vuelta, obediente, agradecida porque le ofreciera una solución, deseándole desesperadamente. Se acercó a ella en pocas zancadas y le desabrochó los ganchos del vestido con destreza. Elspeth levantó los brazos para que él pudiera sacarle la muselina amarilla por la cabeza y colocarla cuidadosamente encima de la silla.

– Si lo desea, Meg se lo planchará.

Elspeth dio media vuelta, le rodeó el cuello con los brazos y, sujetándole como si le fuera la vida en ello, se fundió contra su cuerpo.

– Gracias, gracias, gracias por el sentido común y la razón que yo ahora no tengo. No puedo pensar en otra cosa que abrazarle, sentirle y tenerle dentro de mí. Podría ser ahora mismo el fin del mundo y no me importaría nada con tal de que primero me hiciera el amor.

El ingenuo candor de Elspeth le hizo perder el control, algo que le asombró enormemente, un hombre que tenía un extraordinario control sobre sí mismo. Su capacidad de espera era su especialidad -algo que adoraban las damas- y ahora se sentía como un joven inexperto… a punto de explotar.

– No estoy seguro de que mi juicio sea más firme que el suyo -confesó, ayudándola a salvar la poca distancia que había hasta la cama-. Necesito sentirla ahora mismo.

– Entonces estamos completamente de acuerdo -Elspeth cayó sobre el colchón, estiró de sus enaguas, extendió las piernas y se topó con la mirada de Darley. Sus ojos ardían de deseo-. ¿Le he comentado lo prendada que estoy de usted?

– Pues espere a probar esto -susurró mientras se abría los bombachos vertiginosamente. La empujó hacia el borde de la cama y se deslizó en su interior con una embestida certera, penetrándola hasta el fondo con un gemido gutural.

Ella lanzó un suspiro que se acopló al suyo y, cruzando las piernas alrededor de él, le dijo:

– Ahora dame más.

Fue una cúpula desesperada, fuera de control, guiada por la lujuria y la necesidad salvaje, una fornicación incendiaria y egoísta, con los dos participantes despreocupados de todo salvo de su consumación.

Ella llegó primero al orgasmo. O bien él esperó a que ella lo hiciera para empezar él y la siguió en un orgasmo con una velocidad sincronizada. Al final los dos se tumbaron jadeando al unísono.

– Terminaré de desnudarla en un minuto -le dijo entre espiraciones ásperas.

– No se preocupe -le dijo respirando con dificultad-. No he pensado en otra cosa en toda la noche. Eso sin tener en cuenta los veintiséis años… -se frenó a sí misma antes de decir esperándole- esperando… esto -susurró Elspeth.

La verga se le enderezó a toda velocidad. La idea de los veintiséis años de deseo reprimido le encendieron una lascivia prodigiosa.

– La desnudaré más tarde -le dijo en voz baja. En una hora más o menos, pensó él, no dispuesto a dejar de hacer el amor pronto. Que hubiera encontrado una señorita virginal tan preparada y caliente, tan desesperada por el sexo en ese remanso de paz era algo que había que tratar con tiempo, aunque fuera fugazmente. No era que él fuera proclive a especular en las ansias de la lujuria, no importaba quién fuera su compañera.

Una fornicación, precipitada y apasionada: era lo que necesitaba.

Sin tener la experiencia de Darley, Elspeth no sabía cómo ver sus pasiones en perspectiva. Sólo sabía que le deseaba con un anhelo arrebatado e impetuoso. Sólo sabía que el placer que él le había brindado era sorprendentemente hermoso. Se sentía transportada más allá del mundo cotidiano.

Como si Darley pudiera, sin ayuda de nadie, traerle el paraíso.

Más familiarizado a los juegos amorosos, Darley no perdía de vista la realidad, aunque la naturaleza de esa realidad era extraordinariamente buena, tenía que admitirlo.

Quitándose los bombachos un momento después, la invitó a tumbarse en medio de la cama y le arrebató las enaguas, la combinación y las medias de seda en un tiempo récord.

– ¿Está caliente? -le susurró ella, tocándose las mejillas ruborizadas con las palmas de las manaos.

– Caliente de mil demonios -susurró Darley, colocándose entre sus piernas como prueba de su afirmación-. Abra más las piernas -le ordenó con tono áspero.

Empezó a embestirla con frenesí, como si se tratara de un ariete, retirándose a un ritmo caprichoso. Así podía zambullirse otra vez y sentir su estrechez lujuriante en torno a él, así la violencia desenfrenada que ella le inspiraba podía ser apaciguada.

O ligeramente apaciguada.

Ese día no quedó saciado de ella.

Ni ella de él. Su enconado deseo era tan desenfrenado como el de él.

Se habían apareado con una fuerza impetuosa y momentos de calma extraños y suspendidos.

Se encontraron en la furia y la dulzura.

Sentían una dulce alegría y la histeria más desmedida.

Estaban aturdidos, si no por amor, por algo muy parecido.

No es que ninguno de los dos se atreviera a admitir algo tan estrafalario.

Tan inconcebible.


* * *
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