Capítulo 5

Darley dejó la taza de té a un lado y habló bajito para que la criada que estaba sentada en la esquina no escuchara sus palabras.

– Dígame su nombre.

Elspeth levantó la mano en un pequeño gesto disuasorio y se volvió hacia la criada.

– Sophie, ¿nos traes un poco de té caliente?

La mujer, bien vestida, regordeta y de mediana edad, apartó la mirada de su bordado.

– No tardará en volver -le respondió frunciendo el entrecejo-. No corra ese riesgo.

– Tal vez podrías avisarme de su llegada -Elspeth se inclinó hacia delante para depositar su taza sobre la mesita de té.

– No tiene ni que decírmelo -dijo la criada con desdén-. Estaré alerta, desde luego. Aunque, en mi opinión, el viejo bastardo debería haber muerto hace mucho tiempo -masculló, dejando a un lado el bordado y levantándose de la silla.

– Sophie, por favor, un respeto…

– ¿Hacia él? -la criada movió la cabeza en dirección a Julius y las alas de su cofia se balancearon con la vehemencia de su sentencia-. Como si no supiera todo el mundo lo que usted está aguantando -siguió despotricando mientras cogía la tetera-. Su marido es un engendro del diablo y ésa es la santa verdad.

Se hizo un breve silencio en el momento en que Sophie abandonó la habitación.

Cuando se oyó cerrarse la puerta, Julius sonrió a su anfitriona, ruborizada.

– Una criada con muchos años en el servicio, supongo.

– Le pido disculpas por la franqueza de Sophie. Fue mi niñera y se piensa que todavía estoy a su cargo -explicó Elspeth, apenada-. Me temo que pone demasiado empeño en protegerme.

– Tiene una buena razón para preocuparse con Grafton. Su carácter es de sobras conocido.

– Por favor, no quiero que piense que estoy sufriendo demasiado. Muchas mujeres se hallan en matrimonios parecidos -esbozó una sonrisa-. Y siempre cuento con una amiga fiel en Sophie.

– ¿Le gustaría tener otro amigo?

Ella enarcó ligeramente las cejas.

– ¿Un hombre de su reputación interesado en mi amistad? Permítame que me muestre escéptica. -Albergaba serias dudas de que Darley hubiera pasado por casualidad… y sospechaba que Amanda Bloodworth había hecho desaparecer a su marido para complacer al marqués.

– Usted no me conoce. -No estaba muy seguro de entenderse a sí mismo en ese momento; los instintos voraces del carpe diem, a los que estaba tan acostumbrado, curiosamente se atemperaron-. Ahora, dígame su nombre. -Su sonrisa emitió un destello-. Prefiero no pensar en usted como Lady Grafton.

– También yo intento no pensar en mí como Lady Grafton -respondió con franqueza. La sonrisa del marqués era encantadora sin tener en cuenta su motivación-. Mi nombre es Elspeth Wolsey -respondió con una mueca-, o lo era.

– ¿Y ahora es prisionera de su matrimonio?

– Sí. -Ella podía ser tan directa como él. En cualquier caso, para qué andarse con rodeos; su matrimonio era lo que era.

– Pensaba que usted podría haberlo…

– ¿Hecho mejor? ¿Es lo que iba a decir?

– Quería decir escoger con más sensatez.

– Curioso… viniendo de un hombre que se prodiga en malas elecciones. No me mire de esa manera. Sus travesuras y flirteos aparecen en todas las crónicas de sociedad. Y para su información -le dijo con una voz sorprendentemente decidida-, en el Yorkshire rural las opciones son limitadas. La pensión de mi padre, a su muerte, no vinculaba a sus hijos, y mi hermano menor tenía la imperiosa necesidad de una manutención.

Él sintió deseos de decirle: «¿Cuánto necesita para la manutención de su hermano?», porque su fortuna era inmensa. Pero ella estaba educada con demasiada exquisitez como para negociar con tanta sangre fría.

– Mi intención no era ofenderla -le dijo en su lugar.

– Las personas como usted creen que todo el mundo puede escoger a voluntad. ¿Y por qué no iba a pensarlo? Su fortuna es legendaria. No quise insinuar… quiero decir… no estoy sugiriendo que…

– ¿Existe alguna posibilidad -la interrumpió amablemente, aprovechando la oportunidad que le había brindado- de que pudiera tentarla con una ayuda referente, digámoslo así, a sus opciones? No es necesario que nadie se entere. Su compañía sería enormemente apreciada y mi mansión queda muy cerca.

Dispuesto con elegancia en el sillón donde tan a menudo se sentaba su marido, el marqués contrastaba asombrosamente con el monstruo viejo y soez con el que estaba casada. Atractivo como un dios, el abrigo de color verde botella, el chaleco de piel, la frescura del lino blanco resaltaba su poderosa masculinidad a la perfección.

– Si no tuviera tanto que perder, le dejaría tentarme… y gustosamente -le comentó ella, tan susceptible a los atractivos del marqués como cualquier mujer… tal vez incluso más, teniendo en cuenta su lamentable matrimonio-. Pero no tengo opción, señor. Ninguna en absoluto.

Él podría haber rebatido ese argumento, ya que desde pequeño había comprendido que el dinero lo compraba casi todo. Pero ella había respondido como la hija de un vicario que era y él no tenía intención de hacer tambalear su mundo de corrección.

– Es una pena, entonces, no haberla conocido antes -comentó galantemente.

– ¿Y qué hubiera hecho exactamente? Le ruego que me conteste, ¿casarse conmigo? -su voz era suave, burlona, tal vez como compensación a su mísera posición.

No hubo respuesta, por supuesto, el matrimonio era una idea abominable para él.

– No hace falta que se muestre tan animada cuando yo me siento desolado -le dijo de modo encantador.

– Con todas esas mujeres persiguiéndole anoche, estoy segura de que no tendrá ningún problema para amainar su desolación -le reprendió utilizando una entonación picara que disimulaba la envidia que sentía por aquel grupo de mujeres modernas.

– Me alegra que lo encuentre tan divertido. -La pequeña descarada flirteaba, ¿acaso Julius podía ser optimista?

– Le ruego que me absuelva, ya que tiene todo un harén a su disposición.

Julius, sin hacer caso a ese comentario acerca del harén, le dijo en su lugar:

– Cabe la posibilidad de que cambie de parecer…

– No puedo -le dijo con un leve suspiro.

– ¿La vigila? -Aunque él también lo haría, con una mujer como ella… bella, virginal, con un cuerpo hecho para el placer.

– Sí -le respondió con un mohín-. Como sabe, un marido tiene un control importante sobre su mujer, por costumbre y por ley… en especial cuando la mujer no tiene un centavo.

Cómo iba a discutirlo. Año tras año, jóvenes damas eran llevadas a Londres con el único propósito de que consiguieran un buen partido. El amor raras veces se tenía en cuenta. En cuestión de contratos matrimoniales, nunca se tomaba en consideración. Aunque Julius no podía estar seguro de si Elspeth le hablaba sin rodeos de su desgracia por sinceridad o bien por otro propósito más astuto. ¿Acaso le estaba pidiendo dinero?

– Si pudiese ayudarla con algún fondo adicional, estaría encantado de servirla -le propuso con finura y cortesía.

– ¡Por Dios, no!

– Sería más que feliz de poder ayudarla.

– No estaba negociando, Darley.

La mirada de Elspeth se tornó fría. Por lo visto no iba detrás del dinero. Una lástima, también algo fuera de lo común.

– No quise ofenderla. Sólo que…

– ¿Las mujeres van detrás de su dinero?

Si alguien debía entender sobre economía y dormitorios, era ella, pero ahora no era el momento de debatir cuestiones de dependencia femenina cuando él, por lo visto, había metido la pata.

Ha habido ocasiones -apuntó con elegancia-. Pero éste no es el caso. Le pido disculpas.

Ella respiró, tranquila.

– Y yo a usted. No tenía derecho a sentirme ofendida. Por lo que respecta a principios sobre el dinero, no puedo apelar a la virtud.

– Tiene sus razones.

– Como tal vez las tengan sus amistades femeninas.

– Dudo que las suyas sean tan sacrificadas.

– No soy una santa, Darley. Fue pura necesidad.

– ¿Sería posible que fuéramos simplemente amigos, montar juntos en alguna ocasión? -ella le intrigaba… su franqueza, por encima de todo. No es que fuera inmune a sus exuberantes atributos, pero le había picado la curiosidad. No mostraba ni pizca del tímido pudor que se esperaría de la virginal hija de un vicario-. Modestia aparte, tengo los mejores purasangres de Inglaterra.

Ella le miró a través de sus largas y espesas pestañas.

– No me estará diciendo en serio esa banalidad de ser amigos. Y aunque hablara en serio, no podría ser por Grafton y… -sonrió- no confío en mí si me quedara a solas con usted.

Él sonrió, lleno de picardía.

– Eso me alienta.

– No debiera. Grafton está muy sano. -Ante la atónita mirada de Darley, rectificó-. Quiero decir que no puedo plantearme mantener una relación mientras todavía esté casada.

Era una santa detestable, pensó Julius. En otras palabras, era poco probable que consiguiera aquello para lo que había ido. O, al menos, no hasta que Grafton muriera, algo que distaba mucho del tipo de satisfacción instantánea que deseaba con ardor.

– Lamento que sea una mujer de principios -le dijo con una sonrisa burlona-, no tengo más remedio que aceptar la retirada. -Se inclinó e hizo una reverencia respetuosa-. Gracias por el té.

Ella soltó una risita.

– ¿No le importa quedarse e intercambiar los cumplidos de rigor mientras tomamos unos petit fours?

– No, cuando los dos estamos completamente vestidos -murmuró él, con una mirada de estupor.

– Al menos sus intenciones son claras. -Un mechón díscolo del pelo oscuro de Julius se liberó de la cinta de seda negra a la altura de su nuca. Se sentía tentada a tocarlo.

– Sí -estuvo de acuerdo Julius-. Aunque lamento haber sido rechazado.

– No tengo otra alternativa. Lo siento.

– No tanto como yo -y con un guiño pícaro se dio la vuelta para marcharse.

Béseme antes de irse.

Por un instante pensó que había imaginado ese torrente de palabras suspiradas. Él, jugador innato, dio media vuelta.

– Yo también lo lamento, señor -añadió Elspeth suavemente, con el deseo patente en su mirada-. Y mi pesar no puede mitigarlo un harén.

Respiró hondo tratando de guardar la compostura; si ella quería un remedio para su pesar, él estaba dispuesto a complacerla. Aunque no estaba seguro de que un beso fuera un paliativo. Exhalando suavemente, dijo, tenso, con cierto comedimiento:

– No estoy seguro de poder contenerme si la beso. Permítame que rechace.

Ella no lo entendía. Él estaba mucho más allá de los besos.

– ¿Y si no lo permito? ¿Y si le beso yo a usted?

– Lo haría bajo su propia responsabilidad.

Sólo les separaban unos escasos centímetros, él estaba completamente quieto, ella, ruborizada, su respiración irregular como si hubiera corrido una larga distancia.

– No es una buena idea, -Miró a través de la ventana, no era la primera que vez que tenía amistades peligrosas-. Quizá pronto tengamos compañía. -Tal vez Julius tenía conciencia, después de todo.

– Sophie está vigilando y a mí nunca me han besado -confesó Elspeth, las palabras salían en tropel, como si corrieran a pesar suyo-. Si se lo hubiera pedido a cualquiera, ya me habrían besado, por supuesto, y no debería ser besada ahora… con veintiséis años -añadió con la respiración entrecortada.

¿Decía la verdad? ¿Veintiséis años y nunca la habían besado? Las posibilidades libidinosas le endurecieron el sexo, su erección se levantaba con un frenesí incontenible. ¿Podría penetrarla antes de que volviera la criada o su marido?, se preguntó Julius egoístamente. Aunque si nunca la habían besado, quizá su primera experiencia sexual debería durar más que los pocos minutos que tenían disponibles en aquel salón.

– ¿Nunca? -le preguntó, como si aquella cuestión de matiz disipara su idea.

– Nunca -murmuró ella, acercándosele más, diciéndose a sí misma que tal vez no se le volvería a presentar una oportunidad como aquella, de tener tan cerca a un hombre como aquél, tan magnífico, que podía morir siendo una anciana sin haber experimentado aquello, a él… El sabroso placer de besar a un hombre glorioso como Darley.

Julius le cogió los brazos a medida que se le acercaba, manteniéndola a raya, sin estar seguro de poder lidiar con aquella ardiente inocencia. O más exactamente, de manejar la situación de un modo civilizado.

Elspeth, observando hacia arriba como si mirara hacia una gran altura, aguantó la mirada de Julius.

– Por favor… -suspiró-. Béseme, y luego béseme más…

Los ojos de Elspeth brillaban con la claridad inmaculada y azul de un cielo de verano. Su petición sonó tan triste que Julius se sintió momentáneamente abrumado.

– Se lo está pidiendo al hombre equivocado -esa inocencia en estado puro era ajena a su mundo-. No puede fiarse de que me conforme únicamente con besos.

Ella sonrió.

– No hay tiempo para más. Acérquese, Darley, ¿le estoy pidiendo demasiado?

Ahí estaba de nuevo la transformación repentina, y vio, en vez de inocencia, a una mujer con determinación. El perfume de ella le impregnó el olfato, la proximidad ponía cada receptor de su cuerpo en alerta máxima, se necesitaría a un hombre con mucha más conciencia que él para resistirse.

– ¿Y si quisiera algo más que un beso? -le preguntó, volviendo a las andadas-. ¿Y si le dijera que no tendrá ese beso si no obtengo algo a cambio?

Con un deseo incipiente resonándole en el cerebro como un redoble de tambor, sintiéndose a punto de explotar, le dijo, casi sin aliento, extremadamente excitada.

– Dígame qué quiere.

Julius le resiguió la curva de la mandíbula con la punta del dedo.

– Venga a mi mansión, mañana. Haré que Amanda se lleve a Grafton a las carreras.

– ¿Y ahora? ¿Ahora, qué? -Un apremio extraño e insaciable latió, erizó e inflamó una zona acalorada de su cuerpo.

Julius, sonriendo, enlazó sus dedos con los de ella, luego se llevó las manos de ella hasta su boca.

– Ahora tendrá besos -murmuró él, rozándose los labios con los nudillos de ella-. Y mañana… tendrá lo que quiera.

Le estaba ofreciendo el paraíso. Pero ¿se atrevería ella? Él no le había dicho «o lo tomas o lo dejas», pero tal vez no volviera a presentársele la misma oportunidad una segunda vez, ni podría volver a sentir lo que estaba sintiendo si le decía que no.

– Y si voy… -susurró. El deseo puro y voraz que se había apoderado de su cuerpo había escogido por ella-, ¿después qué?

– Le mostraría mi finca y los caballos -dijo Julius con tacto, comprendiendo que la cuestión ahora sólo era concretar el momento.

– Y si alguien nos ve…

– Nadie nos verá -la interrumpió-. Me encargaré de todo.

– Mi criada…

– Procuraré que esté ocupada -le interrumpió.

– Mi cochero…

– Le enviaré mi carruaje, al punto de encuentro que usted decida.

– Cuánto tiempo… quiero decir… -se sonrojó con sus preguntas, que la delataban.

– Todo el que desee -le dijo cordialmente, como si discutieran el día y la hora para una diversión de lo más inocente-. Amanda me debe algunos favores.

– ¿De verdad?

Desconcertado, Julius consideró el grado de honradez que requería una pregunta tan poco refinada.

– ¿Podemos estar juntos todo el tiempo que yo quiera? -le preguntó ella con dulzura.

– Por supuesto -asintió con rapidez, aliviado de que no le preguntara sobre Amanda.

Se le estaba ofreciendo el nirvana. La libertad. El placer.

Y más, pensó Elspeth, temblando ante la expectación de la gloria pura.

– Está fría -Darley la atrajo más hacia sí, la sujetó suavemente entre sus brazos.

– Fría no, Darley…, caliente -le dijo con una sonrisa-. Y excitada y hambrienta de otras sensaciones que me hacen temblar. Creo que un beso me calmaría añadió ella, juguetona.

– Eso cree, ¿verdad? -murmuró él con picardía-. ¿He sido negligente? -bromeó él, y recorrió la habitación con la mirada para asegurarse de que tenían intimidad.

– Más que negligente, señor -le dijo haciendo un mohín, en broma-. Definitivamente, lleva retraso en complacerme.

La palabra «complacerme» contribuyó de manera previsible a su excitación y, respirando profundamente, le dijo:

– Sólo un beso o dos hasta mañana. ¿De acuerdo?

– Aceptaré lo que sea, Lord Darley, si por fin consigo un beso suyo -asintió ella, estiró su cuerpo para alcanzarle, deslizó los dedos entre sus cabellos y tiró de su cabeza hasta que su boca entró en contacto con la de él-. Lo que sea.

No podría haber escogido peores palabras. En cuanto los labios de Julius rozaron ligeramente los de Elspeth, éste comenzó la cuenta atrás desde cien… en francés, porque aquel horrible juego del beso prometía ser una tortura. Su miembro ya estaba ansioso, un día entero les separaba de la consumación total y ese encanto pidiendo sólo un beso.

Alguien debería, Dios mediante, interrumpirles pronto.

Antes de que aquello llegara a mayores.

Mientas la suave presión de la boca de Julius se grababa en los sentidos de Elspeth, mientras la calidez aterciopelada de los labios de él rozaron los de ella, un calor trémulo se fundió a través del cuerpo de ella hasta alcanzar todas y cada una de sus células, hendiduras y pliegues, una deliciosa dicha sin parangón dentro de su limitado repertorio de placeres sensuales. Pero qué agradable era experimentar por primera vez esos placeres tan gratos con el magnífico Darley. Con un suspiro lujurioso, se abandonó a aquella fascinante sensación, deslizó los brazos alrededor del cuello de él, desvaneciéndose contra su poderoso cuerpo, saboreando su fortaleza, una fortaleza dura y musculosa. Tras seis meses al lado de un marido anciano, quizá no sólo era más susceptible, sino que también valoraba más a un hombre apuesto, viril y joven.

Por otra parte, tal vez sólo estaba respondiendo a Darley como todas las mujeres a las que él besaba.

El marqués iba por el número sesenta y cuatro y empezaba a sudar. Los exuberantes y turgentes pechos de Elspeth se apretaban contra el suyo y todas sus redondeces se revelaban deliciosamente bajo la suave muselina del vestido. Sujetándola más cerca, con las manos en la base de su espalda, llevó su carne dócil hacia su erección, dura como una roca, forzó con cuidado sus labios para que se abrieran y exploró la dulzura de su boca.

Había algo más que deseaba abrir y, tras mirar a través de las pestañas, deliberó precipitadamente en si utilizar el sofá para aliviar aquel impulso. Quizá deliberar no fuera la palabra justa, puesto que sólo tenía un pensamiento en la mente: la imagen de su miembro ansioso hundiéndose profundamente en su abertura virginal. Deslizó su brazo por debajo de las piernas de ella, la cogió en brazos y se encaminó con determinación hacia el sofá Veronés de color verde.

El hecho de que ella jadeara febrilmente, agarrada con firmeza a su cuello, cual asa de hierro, y comiendo de su boca, como si quisiera desaparecer por su garganta, sólo vino a confirmar sus impetuosos impulsos.

Él había ido más allá de unos besos, de la cordura. Estaba decidido a abrir la hendidura virginal. Y si una llamada a la puerta no hubiera interrumpido aquella dinámica, así lo habría hecho.

Elspeth chilló.

La boca de él absorbió el sonido y, un momento después, levantó la cabeza y dijo:

– Silencio.

Su voz era sorprendentemente fría, teniendo en cuenta el alcance y la violencia de sus emociones, cargadas de sexualidad. Después de dejarla en el sofá, se movió hasta la silla de al lado, se sentó, cruzó las piernas para ocultar la erección y dijo:

– Haga pasar a la criada.

Elspeth, intentando calmar el temblor de las manos, negó con la cabeza.

– No puedo -susurró ella.

Darley ensanchó las fosas nasales y respiró hondo.

– Adelante -gritó él, con una voz profunda que retumbó en la sala.

Sophie asomó la cabeza y dirigió una mirada inquisitiva a su señora, luego observó fijamente a Darley, repasándole atentamente.

– Deben de estar subiéndole por las escaleras del porche -le dijo Sophie, empujando la puerta y entrando en la sala con la tetera en las manos. Tras depositarla sobre la bandeja de té, acercó aquella bandeja de plata grabada hasta donde estaba Elspeth y la colocó en la mesa delante del sofá.

– Arréglese el cabello, cielo, y tómese una taza de té -le dijo quedamente-, le calmará los nervios.

Volvió a su silla y cogió su costura como una actriz en una obra de teatro. Cuando Grafton y Amanda entraron en el salón, Darley y Elspeth bebían té, lo que justificaba el rubor en las mejillas de Lady Grafton.


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