Capítulo 4

Lady Amanda y el marqués decidieron montar campo a través hasta la residencia de los Grafton. Hacía un día primaveral, brillante y soleado, una ligera brisa atenuaba el calor reinante. Sus caballos, ansiosos por correr, brincaban y corveteaban, y una vez llegaron a las afueras del pueblo, los jinetes permitieron que sus cabalgaduras estiraran las patas y galoparan al máximo de su potencia. Amanda era una estupenda amazona, Julius había nacido para montar a caballo, y ambos saltaron el primer seto con tanta suavidad que no tembló ni siquiera una rama. Mientras galopaban a toda carrera por los verdes campos durante varias millas al oeste, se entregaron al puro deleite de la velocidad, tanto ellos como los purasangres que montaban. Aquellos poderosos caballos volaban sobre las vallas con facilidad, salvando sin esfuerzo incluso los obstáculos más altos.

Cuando se aproximaban a su destino, Amanda fustigó a su caballo y gritó:

– ¡Te echo una carrera hasta la verja!

El semental de Darley estaba familiarizado con las voces de mando -con un purasangre árabe no se empleaban ni fustas ni espuelas- y el lustroso bayo resopló con los ollares totalmente abiertos y se lanzó a la carrera. El poderoso caballo sobrepasó la montura de Amanda, pero disminuyó la velocidad ante una suave orden de Julius para que siguiera el ritmo del pequeño rucio.

Amanda, entre risas y con sus rizos de ébano alborotados por el viento, lanzó una mirada a Darley, mientras se precipitaba a toda prisa por el camino de entrada de los Grafton; su caballo les había dejado ganar sólo por una nariz.

– No pensaba que ibas a dejarme ganar.

– ¿Es que no lo hago siempre? -sonrió Darley.

El sombrero de Amanda estaba ladeado, su sonrisa era alegre.

– No estaba segura en esta ocasión.

– Quería comprobar lo que podía hacer tu rucio. Los corredores de apuestas te habrían pagado por tu victoria. No estuvo tan reñido.

– Hablando de corredores de apuestas -Amanda le lanzó una mirada de superioridad a Darley-. ¿Qué probabilidades crees tener con la joven esposa?

– Soy un apostador del montón. Sólo pequeñas apuestas. Pero nada arriesgado, etcétera, etcétera. -Se encogió de hombros y dijo-: En cualquier caso, hoy hace un día perfecto para pasear a caballo.

– Así que tu corazón no está involucrado.

– ¿Y el tuyo con Francis? -el novio de Amanda era un prometedor subsecretario de Hacienda.

– Algún día será primer ministro -los dos respondían con evasivas.

– Y tú serás la esposa del primer ministro.

– Eso dice mi madre.

– ¿Será ella feliz, entonces? -Julius había escuchado durante años las quejas de Amanda sobre su madre.

– Más bien el que se alegrará será mi padre. Quiere que mis hermanos se coloquen en cargos lucrativos. Ya sabes a lo que me refiero, Darley. Sólo los hombres acaudalados como tú no consideran el mercado del matrimonio con fines lucrativos. Estoy segura de que Lady Grafton entiende lo que es comerciar con belleza a cambio de dinero. Una pena que no pudiera encontrar a alguien mejor que Grafton -sonrió Amanda-. Considera que… le estarás haciendo un favor.

– ¿Accederá?

– ¿Muestras humildad, querido? -resopló Amanda.

– Ya lo veremos -murmuró Darley-. Todo depende de…

– Del nivel de vigilancia de Grafton, supongo. De todas maneras, creo que no te rechazará.

Amanda no tenía ningún deseo de exclusividad sobre Darley. Sus intereses sexuales eran de lo más variados.

– Podría darse el caso. Lady Grafton no me dio la impresión de encajar con el tipo de mujer mundana.

– Qué encantador -le dijo Amanda con una sonrisa traviesa-. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que te las viste con una mercancía virginal, ¿me equivoco, Julius? Me estoy poniendo casi celosa. Tal vez tendría que reconocer el terreno en busca de los jovencitos de aquí, en Newmarket… o de los mozos de cuadra, para el tema que nos ocupa.

Julius podría haberle contestado que eso ya lo había hecho. La predilección de Amanda por los jóvenes fuertes era de dominio público.

– Eres bienvenida a mis caballerizas para examinar a los mozos -le dijo en su lugar, amable, porque no era momento para sacarla de quicio. Y sus mozos podían cuidarse ellos solitos.

– Gracias, así lo haré. Bien, ¿crees que Grafton nos recibirá?

– Buena pregunta -no estaba seguro de cómo reaccionaría.

– ¿Debería utilizar mis encantos con él? -se ofreció a la ligera.

– Te lo agradecería, por supuesto -su frente titiló cual respuesta deportiva al ofrecimiento.

– Es lo mínimo que puedo hacer para corresponder a nuestra última noche juntos, querido. Sin ningún género de dudas, eres el hombre mejor dotado de Inglaterra.

Poco después, Julius y Amanda bajaron de sus caballos frente a la casa y un joven criado les recibió en la puerta.

– El marqués de Darley y Lady Bloodworth -se presentó Julius-. Venimos a ver a Lord y Lady Grafton.

– Iré a ver si mi señor y mi señora se encuentran dentro.

– No hace falta. Somos viejos amigos -Julius no permitiría que le rechazaran, e hizo un ademán al criado para que se moviera hacia delante.

Por supuesto, el criado no tenía alternativa, como bien sabía Julius. Unos instantes más tarde, el lacayo abrió la puerta del salón y anunció sus nombres.

Lady Grafton levantó la mirada de la carta que estaba escribiendo y empalideció.

Amanda, que advirtió la mirada aturdida de la anfitriona, dijo rápidamente:

– Pensé que podría aprovechar la ocasión para saludarla, Lady Grafton. -Se adentró en el salón luciendo una sonrisa cálida en los labios y añadió-: Mi familia posee una mansión en Newmarket. Creo que conoce al marqués -Amanda miró a Julius, que la había seguido por el salón-. Espero que no estemos molestando.

– No… bueno, mi marido está en las caballerizas. Lo mandaré llamar -Elspeth se volvió hacia su doncella al mismo tiempo que se levantaba para recibir a los invitados. Le habían sacado los colores, ahora ya no había rastro de palidez-. Sophie, vaya a buscar a Lord Grafton.

– No hace falta que interrumpa a su señoría -la detuvo suavemente Amanda-. No nos quedaremos mucho rato. Salimos a dar un paseo a caballo y nos encontramos cerca de su casa.

– Estoy segura de que para Lord Grafton será un placer verles -contestó Elspeth, haciendo un gesto a la doncella para que fuera en busca del conde. No podía arriesgarse a que su marido averiguara más tarde que tenía invitados sin su permiso-. ¿Les apetece un té?-. Era imposible evadirse de las buenas maneras, aunque deseaba fervientemente que rechazaran la invitación.

– Sería maravilloso -respondió Amanda sonriendo.

– Sophie, traiga té también -ordenó Elspeth, evitando cruzarse con la mirada del marqués. Podía sentir cómo sus mejillas se sonrojaban de vergüenza. O de excitación. O de algo totalmente diferente.

– Qué vistas tan preciosas -exclamó Amanda mientras paseaba a lo largo de la fila de ventanas con vistas a un paraje bucólico, de prados verdes y caballos paciendo-. ¿Tiene un caballo favorito que le guste montar?

Intencionadamente o no, las palabras de Amanda le provocaron una imagen escandalosamente lasciva. Elspeth, ocupada en desterrar aquellos pensamientos inapropiados, se quedó muda.

Julius, al darse cuenta del silencio excesivamente largo de Lady Grafton, intervino con delicadeza.

– He tratado de persuadir a Lady Grafton para que montara a Skylark.

Amanda se dio la vuelta.

– ¿Skylark? Querida, ¡estoy segura de que le gustará con delirio! Es potente y veloz, pero dócil como un cordero. Cuéntele, Julius, cuando me llevó durante diez millas al galope sin perder el aliento.

– Posee una enorme resistencia. Es una característica de su raza, es un berberisco del Atlas. Disfrutará cuando lo pruebe, Lady Grafton.

Elspeth intentó no malinterpretar los comentarios del marqués. Contrólate, se decía para sus adentros. Sólo estaban hablando de caballos y estaba reaccionando como una adolescente inquieta ante los comentarios más inocentes.

– Si se presenta la oportunidad, estoy convencida de que disfrutaré montando a Skylard, señor. Sin embargo, llevamos una vida tranquila desde que mi marido se puso enfermo. Pero gracias por su ofrecimiento. ¿Por qué no se sientan?-les ofreció con buenos modales, cuando lo que en realidad deseaba era sacar a empujones a los invitados y evitar cualquier complicación. De su marido, o no.

– ¡Oh, mira! -exclamó Amanda, mirando por la ventana-. ¡Qué canasta de violetas más hermosa! ¡Adoro las violetas!

Amanda se las ingenió para dejar a Julius a solas, abrió la puerta de la terraza y salió al exterior para examinar la canasta de sauce de la balaustrada.

– ¿Por qué ha venido? -le musitó Elspeth en el mismo segundo que Amanda cerraba la puerta tras de sí-. Lo siento… qué grosera… por favor, discúlpeme -dijo tartamudeando, sonrojándose violentamente a causa de lo poco elegante de su comportamiento-. No tendría que haber dicho… quiero decir… no sé lo que me ha pasado…

– No pude evitar venir a verla. -Unas palabras sinceras, insólitas en relación con el marqués, para quien el amor no era más que un juego. Y si Grafton no hubiera estado a punto de aparecer de un momento a otro, Julius la habría tomado entre sus brazos y ahuyentado sus temores, cualesquiera que fueran, a base de besos.

– No debería de haber venido. Él puede… bueno… usted no se hace cargo de mi… situación -Elspeth no quitaba ojo de la puerta del vestíbulo, temblaba a ojos vista-. Mi marido… -respiró hondo- es un hombre muy difícil.

– Lo lamento. -Estaba tan visiblemente alarmada que sintió una punzada en la conciencia… algo asombroso viniendo de él. Aquella niña aterrorizada no estaba preparada para implicarse en un juego amoroso. No tendría que haber ido-. Iré a buscar a Amanda y proseguiremos nuestro paseo -le propuso mientras se dirigía a la puerta de la terraza.

– No.

Apenas fue un susurro. El pulso se le aceleró, a pesar de su conciencia recién descubierta, y se dio la vuelta.

– Dios, ayúdame… por no tener más compostura -respiró con las manos firmemente entrelazadas para aplacar los temblores-. No debería de estar hablando con usted o incluso pensar lo que estoy pensando o…

– ¿Volverá pronto su marido?

Ella asintió con la cabeza, con un gesto brusco y crispado.

– Hablaremos más tarde, entonces -le dijo con calma, aunque él no se sentía calmado en absoluto. Se imaginaba llevando a la adorable Lady Grafton a la cama y reteniéndola allí hasta saciarse del todo, o bien hasta no poder mover un dedo siquiera, o ambas cosas-. Por favor, siéntese -le dijo él, ofreciéndole una silla con un gesto, se dirigió rápidamente hacia la ventana, golpeó el cristal y le hizo señas a Amanda para que entrara. Mientras volvía, sonrió-: Cálmese -le dijo, amable-. Relájese. Sólo se trata de una visita de cortesía. Explíqueme algo de la parroquia de su padre. Tengo entendido que su padre era vicario.

La voz del marqués era increíblemente balsámica, como si en realidad fueran amigos. Elspeth sintió cómo disminuía su ansiedad al instante.

– Supongo que es lo que usted siempre hace -murmuró ella, tomando asiento-. Los rumores que me han llegado de usted…

– Nunca hago esto -le replicó. De hecho, el ansia desaforada que se había apoderado de él era tan estrafalaria que lo atribuyó a los efectos del alcohol ingerido la noche anterior. Después de sentarse a la distancia oportuna, añadió con una brusquedad indecorosa-. Usted me conmueve de la manera más insólita. -Impaciente, con los sentimientos a flor de piel, estaba sumido en una sensación extremadamente inquietante.

– No le creo, pero le agradezco la galantería -Elspeth había logrado recobrar la compostura y acordarse de que ella tenía literalmente todas las de perder si cedía ante el marqués, célebre por su pésima reputación-. Le ruego que disculpe mi arrebato -le ofreció de nuevo una voz serena-. No me explico lo que me ha pasado. Ah, aquí está Sophie.

La doncella apareció por la puerta, seguida de un lacayo que sostenía una bandeja de té, justo cuando Amanda regresó de la terraza.

Amanda, suponiendo que Julius había sacado fruto de la conquista puesto que le había dicho que entrara, se sentó al lado del marqués, en un sillón raído que evidenciaba el confort masculino más que un toque femenino. Dirigiéndole a Elspeth una sonrisa que la desarmó, le preguntó con tono agradable:

– ¿Plantó usted las violetas?

– Lo hicimos Sophie y yo juntas. Pensamos que daría una nota de color a la terraza. ¿Le interesa la jardinería? -. Elspeth, otra vez al timón de sus emociones, halló la manera de devolverle la sonrisa a Amanda.

– La practico siempre que puedo -mintió Amanda, que raramente ponía un pie en un jardín, salvo que ella y su amante de turno huyeran en busca de intimidad-. Cuando mis compromisos sociales me lo permiten, por supuesto.

– Yo dispongo de bastante tiempo, ya que apenas salimos… a excepción de las carreras de caballos -explicó Elspeth-. Lord Grafton se consagra a sus caballerizas.

«Y a su esposa, si pudiera», intuía Julius. Lady Grafton iluminaría una habitación con su belleza incluso ataviada con un simple vestido de día, de muselina y encaje.

– Julius también está obsesionado con sus establos, ¿no es cierto, querido? -apuntó Amanda mientras inspeccionaba con ojo experto al lacayo que llevaba la bandeja de té-. Se gasta un dineral en sus caballos. Por otro lado, eres un hombre sumamente competitivo, ¿no es así, mi amor?

Elspeth sintió una repentina envidia hacia el cariño desinhibido que Amanda mostraba hacia el marqués. Debería de tener más juicio. No tenía derecho.

– Llevo en los genes la cría de caballos -le replicó Julius con desaprobación-. Mi padre y mi abuelo comenzaron comprando purasangres en el extranjero hace cuarenta años.

– Julius viaja por África y Oriente Medio. ¿Lo sabía? -Amanda sonrió a Elspeth como si se hicieran confidencias-. Todo es sumamente misterioso y peligroso, pero le encanta. Estuviste en Marruecos el año pasado, ¿no?

– Dos veces. Los mejores caballos de Berbería proceden de Bled el-siba, las tierras que quedan fuera del control del sultán. Me han dicho que su padre era criador -comentó Julius-. Supongo que todavía mantiene sus caballos preferidos.

– Se equivoca, el establo de mi padre se vendió después de morir -Elspeth sirvió té en un juego de tazas que tenía enfrente.

– Lo siento.

– Todos nuestros purasangres fueron a parar a buenos lugares. Estoy agradecida -le alargó una taza a Amanda, luego a Darley.

– ¡Maldita sea! -resonó una voz atronadora procedente del vestíbulo-. ¿Por qué la gente cree que puede presentarse en una casa, sin ser invitada? ¡Es superior a mis fuerzas! -Lord Grafton apareció un momento más tarde, avanzó por el salón con su silla empujada por un fornido mayordomo que le dirigió a Elspeth una mirada de disculpa-. ¿Quiénes diablos son ustedes? -exigió Grafton, clavando la mirada en Julius y Amanda como si no lo supiera perfectamente. Cualquier persona relacionada con las carreras conocía a Julius, mientras que ningún hombre meticuloso con la belleza femenina podía ignorar a Amanda.

– Lady Bloodworth a su servicio, Lord Grafton -hizo las presentaciones Amanda, a la vez que se levantaba del asiento, envuelta en una nube de perfume, se acercó al barón, y el lacayo detuvo la silla de ruedas mientras ésta se aproximaba-. Darley y yo salimos a montar a caballo y nos encontramos por casualidad con su finca. Le pido disculpas si le hemos causado molestias -dijo Amanda en un arrullo, ofreciéndole su sonrisa más seductora-. Puesto que tiene las caballerizas más extraordinarias de Inglaterra -se inventó Amanda-, no pudimos resistirnos a la tentación de hacer un alto en nuestro paseo.

– Mmm, no se puede decir que no sea una de las más importantes -contestó Grafton, no sin acritud, volviendo la cabeza por los halagos de una mujer tan bella con la misma facilidad que el hombre que estaba junto a él-. ¿Cuál es su nombre de pila?

– Amanda, señor. He venido a Newmarket para el Spring Meeting.

– La nieta del duque de Montville, ¿no es así?

– Sí, señor -le contestó adoptando una leve y bonita inclinación-. Á su servicio, señor.

– ¿Quién es su padre?

– Harold, el barón Oakes.

– El hijo menor, ¿eh? Una lástima, pero así son las cosas. Tiene un buen activo con usted, mi cielo. Una lástima para su marido, pero es lo que pasa cuando te arriesgas con las vallas tan altas, ¿eh? Me imagino que su padre la ha puesto de nuevo en el mercado del matrimonio.

– Actualmente estoy comprometida, señor.

– ¿Quién es el joven afortunado?

– El barón Rhodes.

– El hombre de Pitt [2].

– Sí, señor.

– Al menos no es un maldito liberal calumnioso.

– Estoy segura de que estaría totalmente de acuerdo con usted. ¿Puedo pedirle que me enseñe sus establos, señor? Mi papá siempre me ha hablado de sus magníficos purasangres.

– ¿De veras? Bien, no diré que no -El, un viejo libertino que había enterrado a dos esposas, no había perdido el buen ojo por las mujeres atractivas a pesar de los achaques-. Venga querida, se los mostraré. -Más interesado en quedarse a solas con Amanda que preocupado por dejar a su esposa en compañía de otro hombre, mandó a su lacayo que le empujara la silla y salieran de la habitación sin ni siquiera mirar a Elspeth y a Darley.

Tal vez su vista no era tan buena como antes.

Tal vez se había olvidado de la reputación del marqués de Darley.

Por otra parte, a lo mejor no se preocupaba de la reputación del marqués. Sabía que su esposa no se pasaría de la raya. Rehén de la carrera de su hermano, ella sabía quién tenía las llaves de la caja fuerte que aseguraba el futuro de Will.


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