El cónsul resultó ser un sabio despistado, más interesado en sus historias sobre Grecia que en sus deberes consulares en Tánger, como evidenciaba su pálida tez en una tierra de sol intenso. Pero después de arrancarle de sus libros e incomodarlo con la carta de presentación del duque de Westerlands, comenzó a pedir la información requerida al servicio con una bienintencionada, aunque torpe, ineptitud.
Los criados eran su único contacto con el mundo exterior, puesto que su secretario se había retirado a los más saludables alrededores de Londres y todavía no había llegado un sustituto.
– Es un maldito contratiempo no tener un secretario… discúlpeme, señora, por mi imprecación… pero maldita sea todo lo que se mueve, ¡estoy intentando traducir a Heródoto! ¡No tengo tiempo para asuntos de estado!
Por lo visto había dejado que el servicio local hiciera lo que le diera la gana durante demasiado tiempo y requirió no poco esfuerzo para convocarlos en su presencia.
Cuando por fin consiguió reunir a un grupo numeroso, resultó ser de poca utilidad. Niños y ancianos, pasando por todas las edades intermedias, respondieron a las preguntas con una mirada vacía o encogiéndose de hombros.
– ¡Maldito atajo de embaucadores… malditos todos vosotros! -gritó el cónsul Handley. El color de su cara se volvió granate a medida que el interrogatorio no prosperaba. Se dio la vuelta y agitó el dedo en dirección a un hombre alto y de nariz estrecha-. ¡Ismail, te ordeno que encuentres a estos ingleses!
– Efendi [6], eso no es posible -la voz de aquel hombre era extremadamente suave en contraste con el estridente tono de su patrón, sus ojos un poco entornados-. A estas alturas, la ciudad los debe haber engullido.
– ¡Encuéntralos o expulsaré a todos tus parientes dentro de una hora, maldita sea!
– Haré todo lo que esté en mis manos, efendi, pero no puedo prometerle nada…
– ¡Hazlo! -espetó el cónsul Handley-. ¡Fuera, fuera todos! Tienes una hora, Ismail, o tu abuela dormirá en la calle esta noche. -El cónsul chasqueó los dedos, despidiendo el descabellado surtido de criados que se dispuso a salir arrastrando los pies con el mismo estilo pausado con que habían entrado.
Ismail, que parecía ocupar el puesto de mayordomo y de benefactor familiar, cerró las manos, palma contra palma, se las llevó a la frente e hizo una reverencia.
– Como usted mande, efendi. Estoy a sus órdenes.
– Sí, claro -masculló el cónsul-. Necesitaremos té para la señora y brandy del bueno. Deprisa, por favor. -Cuando Ismail abandonó la logia, Handley puso los ojos en blanco y se quejó-: Como pueden comprobar, es muy discutible quién lleva aquí el mando. Hasta que mi nuevo secretario no desembarque en esta incivilizada costa, estoy a merced de Ismail. Pero vengan, siéntense. Con un poco de suerte, pronto llegará el té -y dirigió una sonrisa expectante a sus invitados-. Porque no creo que les interese Heródoto, ¿verdad?
El pequeño arranque violento de Handley debió surtir efecto porque Ismail volvió a la logia, perfumada de jazmín con vistas a la bahía, antes de que terminaran el té y el brandy. Después de consultar en primer lugar a sus parientes, ahora estaba en disposición de ofrecerle la información que, poco más o menos, era de dominio público en la ciudad:
– Un barco inglés atracó en el puerto hace algunas semanas para desembarcar a unos enfermos. Todavía viven dos de los bárbaros, efendi -les informó Ismail-. Los demás murieron. ¿Desea ver las tumbas?
Elspeth, de repente, palideció. Darley cogió al instante la taza de té de su temblorosa mano y la dejó sobre la mesa, se inclinó hacia delante y le dijo en un susurro:
– Tal vez no sabe lo que dice -levantó la vista y preguntó a Ismail en un tono normal-. ¿Dónde están los dos hombres que siguen vivos?
– En una taberna del puerto que dirigen unos bárbaros.
– Llévanos hasta allí -Darley le tendió una moneda de oro que le arrancó de la mano y desapareció en el djellabah [7] de Ismail con la velocidad del rayo.
– Por supuesto, yo les acompañaría si fuera menester -dijo el cónsul con una evidente falta de sinceridad, puesto que no se molestó en esperarse para coger el libro en el que estaba absorto-. Pero supongo que quieren ocuparse de esta tragedia en privado -añadió, hojeando el libro para encontrar la página por la que se había quedado.
Sin tener en cuenta aquella falsa cortesía, si el cónsul fuera una persona útil, Darley habría insistido en que les acompañara. Pero estaba claro que no dominaba el idioma autóctono e ignoraba lo que acontecía de puertas afuera. Además, sus insinuaciones acerca de una tragedia no eran las más adecuadas para tranquilizar a Elspeth.
– No queremos abusar de su tiempo -observó Darley, poniéndose de pie-. Pero necesitaremos que su criado nos acompañe a la taberna.
El cónsul alzó la mirada.
– Sí, sí… ves con el marqués, Ismail. Y quédate con él hasta que te den permiso para retirarte -el señor Handley sacudió el dedo apuntando al mayordomo en señal de aviso-. Y no quiero que salgas corriendo. ¿Me entiendes, malandrín?
– Sí, efendi.
– Me temo que los nativos son un grupo aparte -dijo el cónsul con exasperación-, en los que no se puede confiar. Si en este lugar salvaje no pudiera recurrir a mis libros, me volvería loco de remate -añadió después, subscribiendo la opinión aristocrática de que los sirvientes son sordos e invisibles-. Les deseo buena suerte en su búsqueda y un agradable viaje de regreso a casa. Ojalá pudiera abandonar este infierno -dijo el cónsul con un suspiro, ajustándose las gafas.
Su comentario sobre un agradable viaje de regreso sugería que el cónsul prefería no volverles a ver, interpretó Darley. Y aunque había sido de ayuda sólo de nombre, era evidente por qué el señor Handley estaba destinado en Tánger y no en Whitehall [8], donde se hallaba concentrado el poder del mundo diplomático.
El cónsul, sin embargo, se zambulló de nuevo en la lectura y olvidó a los visitantes y sus inferencias.
Darley se ahorró un adieu que habría sido en balde y ayudó a Elspeth a levantarse de la silla. Estaba pálida como un fantasma, de modo que deslizó el brazo alrededor de su cintura para tranquilizarla mientras salían de la habitación y recorrían los serpenteantes pasillos dé la residencia. Cuando llegaron al carruaje que habían alquilado, Darley subió a aquella figura silenciosa al interior, tomó asiento a su lado y la acercó hacia él con delicadeza. No podía levantarle el ánimo diciendo tonterías u ofreciéndole falsas esperanzas durante el callado paseo en coche hasta el puerto. Tenían muy pocas probabilidades.
Elspeth mantenía la entereza por pura determinación, no se permitía pensar en lo que les acechaba, o mejor dicho… lo que les podría estar esperando en la taberna del puerto. En lugar de eso, se concentró en las escenas que se sucedían en el exterior, observaba las casas y las personas, el alboroto y el trajín cotidiano sin prestar mucha atención, recurriendo a la simulación de que se encontraban en Tánger por los caballos de Darley.
Y así intentó disimular hasta que no aguantó más.
Finalmente detuvieron el carruaje delante de una construcción antigua y destartalada. Por fuera, la puerta había desaparecido, las ventanas no eran más que unas aberturas hechas en el adobe -aquella mezcla de tierra, cal y paja secada al sol-, y en el interior flotaba un hedor más fétido que los desperdicios que llenaban las calles.
Ismail les advirtió desde el asiento del copiloto: -Efendi, éste es un antro de vicio y perversión. -Quédate aquí -murmuró Darley, apretando con delicadeza la mano de Elspeth-. Entraré y haré algunas preguntas.
– No. Voy contigo.
– No es un lugar seguro.
Elspeth se cruzó con su mirada.
– No me importa.
– No sabemos quién merodea dentro. -O qué horrores podías presenciar. La benevolencia de la marina con sus enfermos y heridos era contradictoria.
– Es una taberna inglesa.
– Tal vez. Dudo que se pueda confiar en el lacayo de Handley. Fíjate, él no ha bajado. Déjame ir y echar un vistazo -tiró de la parte superior del bastón y extrajo una cuchilla de aspecto mortífero-. Si tu hermano está dentro, lo sacaré.
– Por favor, Julius, no quiero discutir.
No estaba implorando, su expresión era obstinada e inflexible.
– Prométeme al menos que irás detrás de mí. Ismail y yo entraremos primero.
Elspeth asintió con la cabeza, pero su boca tembló débilmente a pesar de su firme determinación de ser fuerte. Con sólo dos supervivientes del número total que había desembarcado, lo que les esperaba dentro podría arrancarle de raíz la última brizna de esperanza.
Meter a una mujer en ese agujero inmundo iba a complicar las cosas, pensó Darley, sin mencionar que Ismail era de poco fiar… no más que los que estaban dentro. Sacó una caja de cuero de debajo del asiento, levantó la tapa y sacó dos pistolas que había cogido del barco. Lanzando una pistola con la empuñadura hacia Elspeth, Darley arqueó las cejas.
– ¿Sabes disparar?
– Sabía, hace unos cuantos años.
No era una respuesta tranquilizadora, pero no tenía otra opción.
– Puede que pese demasiado para ti -le colocó la empuñadura en la palma de la mano-. Utiliza las dos manos si quieres -le dijo Darley-. Puedes hacer dos disparos. Apunta a la cabeza y aprieta el gatillo.
– Entendido -de repente se sintió muy lejos de Yorkshire.
Cogió la segunda pistola de la caja, se la metió en el bolsillo de la chaqueta y le lanzó una rápida sonrisa alentadora.
– A por las buenas noticias -luego se dio la vuelta y abrió la puerta del carruaje.
Un momento después, Darley la ayudaba a descender del carruaje y ordenó a Ismail que bajara. Su tono brusco persuadió al nativo, de alta estatura, para que le obedeciera al instante. Que el marqués blandiera una larga espada y pareciera que sabía cómo manejarla era un motivo más que persuasivo.
– Venga, espabila -le dijo Darley, empujando al criado hacia delante-. Hemos venido a ver a los marineros ingleses. Explica nuestra misión en la lengua que más nos convenga.
Entraron en el antro, Ismail a la cabeza, seguido de Darley y Elspeth pisándole los talones. Elspeth sujetaba la pistola cargada, el corazón le latía de miedo con furia y aprensión, rezó con toda su alma para no haber llegado demasiado tarde… y rezó todavía con más fervor porque uno de aquellos dos hombres fuera su hermano.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad del interior, emergió un hombre corpulento de detrás de una barra improvisada, al igual que una camarilla de clientes sentados ante unas mesas toscas. Todos los ojos los observaban con desconfianza. En sus caras se hacía patente la malicia y la perversidad. Era evidente que vivían de la picaresca.
Con su entrada, las conversaciones cesaron y se hizo el silencio. Un silencio que no presagiaba nada bueno.
Darley le clavó a Ismael la boca de su pistola.
– Pregunta por el inglés.
La voz de Ismael adquirió una modulación diferente con la pistola de Darley encañonándole por detrás. Se dirigió al hombre que había detrás de la barra chapurreando una mezcla de inglés y beréber.
– Vaya, vaya, mirad quién nos visita -se jactó el tabernero, hablando a la audiencia con un marcado acento cockney [9]- una pareja de señoritos. Y seguro que vienen a ver a nuestros huéspedes -dejó al descubierto su boca desdentada con una sonrisa maliciosa-. ¿Cuánto me dais a cambio, monadas?
– ¿Valen más que tu vida? -Darley levantó la pistola y apuntó directamente a la cabeza del hombre-. Te aconsejo que te muevas despacio.
La sonrisa se desvaneció al instante, el estruendo de murmullos hostiles resonaron en el antro, tenuemente iluminado.
– Sólo eres uno -gruñó el tabernero, buscando su porra debajo de la barra-. A la dama le cogerá un ataque de pánico y ese salvaje de ahí no tardará en salir corriendo.
En ese preciso momento Ismail puso los pies en polvorosa.
Sin dejar de mirar al tabernero, Darley levantó la espada y bloqueó la huida de Ismail.
– Tengo dos disparos que podrían volarte la cabeza. Tal vez quieras reconsiderar tu postura -la voz de Darley era fría como el hielo, su objetivo era firme-. Y si a alguien se le ocurre tocar a la dama -blandió la hoja- le cortaré el cuello. A ver -prosiguió con una suave autoridad en cada sílaba-, estamos dispuestos a pagar generosamente si nos traen a los hombres que abandonaron aquí -el filo de la espada presionaba el estómago de Ismail para impedir cualquier movimiento sospechoso-. Tenéis veinte guineas de oro para cada uno. Cincuenta si traéis a los hombres en menos de dos minutos.
Para aquellos hombres la oferta era una verdadera fortuna que no hubieran podido reunir ni pasando cinco años encaramados a un mástil.
El arrastre instantáneo de taburetes contra el sucio suelo dio evidencias de ávido interés. Y todos se afanaron en complacer al caballero que hablaba con la misma voz de mando que sus antiguos oficiales de la armada de Su Majestad.
Darley miró por encima del hombro.
– Media vuelta -murmuró-, despacio. Esperaremos fuera.
Elspeth accedió gustosa a salir de aquel peligroso antro al sol cegador. Cuando entornó los ojos para protegerse del resplandor, ofreció su última oración… prometiendo todo y nada si su hermano vivía.
– Quédate cerca del carruaje -murmuró Darley, haciendo una señal con la cabeza a Elspeth-. Si eres tan amable -añadió con una cortesía exquisita para evitar una discusión. Hasta el momento todo estaba bajo control, pero aún no estaban fuera de peligro. Darley prefería que Elspeth se quedara cerca del vehículo por si descubría que ninguno de los hombres era su hermano y se desmayaba.
Elspeth asintió con la cabeza e hizo todo lo que le pidió, sin apartar la mirada de la puerta de la taberna.
Darley hizo lo mismo, concentrado en ese portal oscuro.
Entre tanto, Ismail miraba a hurtadillas al marqués, temeroso de que algún lance provocara que la pistola que tenía en las costillas se descargara.
Antes del tiempo prescrito sacaron por los brazos y las piernas a dos hombres esqueléticos. Tenían las ropas manchadas y llenas de mugre, porquería enmarañada en el cabello, las caras tan tiznadas de suciedad que era difícil distinguir los rasgos. Cuando les dejaron caer en el suelo parecían cadáveres si no fuera porque emitieron un gemido, los ojos cerrados, la respiración apenas perceptible. El hedor a muerte les envolvía como un sudario.
Por un instante, Elspeth no consiguió hacer acopio de fuerzas para mirar aquellos rostros, aterrorizada porque se confirmaran sus peores sospechas.
Darley se desesperó cuando examinó aquellas desoladas y consumidas figuras. Aunque uno de ellos fuera el hermano de Elspeth, los dos estaban al borde de la muerte, sus esperanzas de salir con vida eran escasas. Ordenó rápidamente a Ismail que fuera a buscar un carro de transporte, luego se agachó y comenzó a meter la mano en los bolsillos de aquellos hombres. No es que esperara encontrar algo de valor. Si lo tenían, hacía mucho que había desaparecido. Pero tal vez olvidaron algún indicio… un trozo de carta o alguna orden escrita.
La búsqueda fue infructuosa, se echó para atrás sobre sus talones y escudriñó la ropa para encontrar alguna pista… una charretera, una insignia, la marca de un sastre. Los dos hombres eran algo más que soldados rasos, sus ropas eran de buena calidad.
Elspeth se apartó del carruaje, recogió la falda con una mano y se sentó de cuclillas al lado de Darley.
– Dame tu pañuelo -le pidió, aferrándose a toda esperanza, pero la línea de las cejas de uno de ellos se unía sobre el puente de la nariz de una forma familiar. No es que su hermano fuera el único en tener ese rasgo, se previno. Pero cogió el pañuelo que le extendió Darley y, permitiéndose albergar una brizna de esperanza, comenzó a limpiar con suavidad la suciedad de la frente de aquel hombre.
– Los dos son oficiales -Darley miró a Elspeth-. ¿Acaso reconoces el sastre de alguno de ellos? -las caras estaban tan demacradas que cualquier anterior parecido se habría alterado drásticamente.
– Los uniformes de Will eran de York. Los hizo una costurera.
Una costurera no habría dejado su firma, pensó Darley, dando la vuelta a la solapa.
– Bond Street -murmuró Darley, pasando el dedo pulgar por encima de la etiqueta bordada-. Schweitzer and Davidson -Él sí reconoció el sastre.
La mano de Elspeth temblaba mientras seguía limpiándole la cara. Que fuera de Bond Street significaba que quedaba descartado que ese hombre fuera su hermano. Buscó, frenética, algún indicio en el rostro de aquel joven que estaba socorriendo… cualquier pista remota de que esa figura cadavérica pudiera ser su hermano.
El cuerpo postrado sufrió una contracción abrupta.
Elspeth chilló de sorpresa y cayó hacia atrás.
Darley la cogió… justo antes de que fuera a dar de bruces contra la suciedad de la calle.
– Gracias -murmuró Elspeth, recobrando el equilibrio-. No esperaba que se moviera.
Los párpados del hombre se abrieron.
Darley y Elspeth se intercambiaron una mirada. Aquel hombre, ¿estaba consciente o había sido un acto reflejo?
– Hemos venido para ayudarle -comentó Darley, con delicadeza, acercándose-. Somos ingleses. Le llevaremos a casa.
Observaron cómo el hombre concentraba fuerzas para abrir los ojos, parpadeó las pestañas, enarcó las cejas un poco… incluso un esfuerzo tan ínfimo parecía sobrepasar sus fuerzas, porque acto seguido volvió a perder el conocimiento.
– Ahora ya está a salvo -murmuró Elspeth, su voz, alentadora, el intento doloroso de aquel hombre para responderles, conmovedor-. Nos ocuparemos de usted.
Un sonido gutural emergió de sus deshidratados labios y, con un esfuerzo sobrehumano que le arrugó la cara y le sacudió con fuerza el delgado pecho, abrió los párpados lo suficiente para mostrar el azul de sus ojos.
– Her…
Apenas fue un susurro… un movimiento de labios más que un sonido.
Luego cerró otra vez los ojos y perdió el conocimiento… al igual que su hermana.
En cambio Darley sonreía mientras cogía a su desvanecida compañera.
Todavía sonreía cuando la tomó entre sus brazos y la llevó al carruaje. Colocó con cuidado el cuerpo inconsciente de Elspeth en el asiento, cerró la puerta del carruaje y se fue a pagar al tabernero y a la numerosa clientela.
Al poco rato, Ismail regresó con un carruaje y un cochero. Los dos hombres enfermos fueron cargados con cuidado sobre una cama provisional de paja que improvisó el tabernero, y el pequeño grupo se esfumó. Le siguió la ovación de los parroquianos de la taberna, cuyas fortunas había prosperado gracias al oro de Darley.
Pero fue dinero bien empleado, pensó Darley con Elspeth en sus brazos, y el carruaje abandonó lentamente el puerto. Sin embargo, como jugador que era, no hubiera apostado ni seis peniques por el éxito de esa aventura. De hecho, las apuestas estaban tan exageradamente en contra que consideró seriamente la posibilidad de una intervención divina.
Darley era el hombre menos indicado para dar alas a sentimientos de esa naturaleza.
Pero allí estaba.
En esa tierra remota, en ese lugar de iniquidad que, al parecer, había acabado con la vida de un buen número de compañeros de Will, habían tenido el golpe de suerte más fortuito del azar más aleatorio del universo. Podría tener la tentación de ofrecer una oración de gracias cuando los dos hombres estuvieran a bordo del Fair Undine.
Darley frunció el ceño.
A menos que sobrevivieran.
Cuando Elspeth recobró la conciencia, Darley borró rápidamente la arruga que le surcaba la frente y le sonrió.
– Tienes mucha suerte -susurró Darley.
– ¡Will! -exclamó Elspeth con un sobresalto.
– Will está bien. Está en el coche que va delante de nosotros. Por eso circulamos tan despacio.
– Dime, ¿se pondrá…?
– Se pondrá bien -respondió Darley con suavidad-. Totalmente bien -añadió, jurando en falso sin el menor reparo. Haría cualquier cosa que estuviera en su mano para probar que su afirmación era cierta-. Había pensado, sin embargo, que Gibraltar sería un lugar más adecuado para su convalecencia. No queda lejos. La guarnición contará con un doctor. Y cuando Will se haya recuperado, volveremos a Inglaterra.
– Consigues que te crea cuando pareces tan seguro.
Pero Elspeth sonreía, ya no estaba asustada. Darley, por su parte, estaba contento de haberla tranquilizado.
– Tu hermano es joven y fuerte. Se recuperará en poco tiempo.
– No sé cómo agradecértelo, todo… tu confianza, tu apoyo y tu postura tan amedrentadora dentro de la taberna -añadió Elspeth con una amplia sonrisa.
– Ha sido un placer, querida.
Le habría gustado mucho ser su «querida», pero todavía se interponían demasiadas cosas entre la realidad y el deseo.
– ¿Cuánto dura la travesía hasta Gibraltar? -le preguntó, desviando la conversación hacia temas más seguros.
– Unas horas, no más… allí deberíamos disfrutar todos de unas merecidas vacaciones.
Elspeth sonrió.
– Haces que todo sea posible, ¿no?
– Hacemos lo que podemos -dijo Darley arrastrando las palabras. Una declaración comedida de un hombre que siempre había doblegado al mundo para satisfacer sus deseos. Y en este caso, sus esfuerzos se dirigían a hacer feliz a cierta Elspeth Wolsey, tanto como fuera posible.
Un gesto no del todo desinteresado.
Esperaba una recompensa a su debido momento.