Capítulo 8

La mansión de Darley estaba situada en una zona de jardines muy cuidados, en el extremo sur de la ciudad, una casa de estilo original jacobeo. La construcción había sido ampliada en varias ocasiones: la primera, durante la Restauración; la segunda, durante el reinado de Ana Estuardo; y la tercera, en época reciente. En la última reforma se habían construido espacios luminosos y amplios, y nuevas comodidades como baños, una pista de tenis interior y los mejores establos de Inglaterra.

A Elspeth no se le escapaba nada de la ingente estructura mientras el carruaje subía a toda carrera un camino serpenteante. El viejo ladrillo rojo se había suavizado con los años, las ventanas centelleaban por la luz del sol, las paredes, revestidas de hiedra, le daban un aspecto agreste.

Cuando el carruaje se detuvo en la parte trasera de la casa, Darley abrió la puerta.

– Pensé que así sería menos llamativo. La entrada delantera se ve desde la calle.

– Gracias. Le agradezco su consideración -Elspeth se ruborizó-. En especial, cuando no estoy segura de lo que hacer o decir.

Julius estaba cogiendo la cartera, luego se volvió para dedicarle una sonrisa.

– Diga lo que le apetezca. Después decidirá lo que desea hacer -añadió él, como si le diera a elegir entre tarta de manzana o syllabub [3], como si el sexo no estuviera en el orden del día, y ella sólo estuviera de visita-. Por ejemplo, los establos están muy cerca, si le apetece verlos…

– Creo que… no… -la voz se le fue, también era neófita en eso de dar réplicas finas y corteses en unas circunstancias tan insólitas como aquéllas.

– No estaba seguro cuando la vi con el traje de montar.

– Le dije a Sophie que íbamos a montar a caballo porque no tenía una excusa mejor. -Ella tragó aire, temblorosa, y juntó las manos más fuerte.

– Muy bien -respondió él, advirtiendo su nerviosismo-. ¿Por qué no le enseño las rosas de camino al interior de la casa? -su voz era suave, su ofrecimiento, deliberadamente mundano.

Él la iba a conducir al interior como si ella no imaginara lo que iba a suceder, pero sus palabras expresaban un inminente punto sin retorno.

– Todo esto es nuevo para mí -susurró ella, sin cruzar la mirada con él.

La situación también era insólita para él; nunca antes había tenido que persuadir a una mujer con ruegos.

– La llevaré a su casa cuando lo desee -le aseguró amablemente-. Ahora, si quiere. No quisiera que hiciera algo que no le apeteciera.

Lo había dicho en el sentido más amplio, sin ningún tipo de connotación sexual. Quizás Amanda tenía razón. Quizá la virginidad de Lady Grafton sería desastrosa en la cama.

Las palabras hacer algo que no le apeteciera golpearon a Elspeth con un apremio visceral, porque ella sabía exactamente lo que le apetecía hacer con Darley… o, al menos, lo que su inexperiencia le permitía imaginar que le apetecería.

– Depende de ti -le dijo.

Julius se recostó contra los cojines de piel del coche. Parecía un muchacho, con aquella camisa blanca de cuello abierto y los bombachos color canela, la cartera en el regazo, sus dedos, largos y finos, descansando sobre el cuero suave, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo, como si el hecho de que ella se marchara o se quedara no alterara su mundo. Una necesidad repentina e imperiosa de saber qué estaba pensando o bien un simple pinchazo por la indiferencia que mostraba, la empujó a preguntar:

– ¿Quiere que me quede? -Puede que fuera la hija de un vicario e ingenua en cuestión de amor, pero no era débil ni inútil.

– Muchísimo -Julius se enderezó y le clavó su mirada oscura-. Perdóneme si no lo dejé perfectamente claro.

– Parecía indiferente.

– No quería asustarla. -Le dijo con una sonrisa-. Puede comprobar que esto no resulta fácil para mí.

– Para mí menos.

– Los dos andamos con tiento.

Ella sonrió.

– Supongo que sí.

– Si viene conmigo ahora, le prometo… -y una sonrisa le iluminó el rostro- que haremos lo que usted quiera. Con sus condiciones.

Ella dejó escapar un pensamiento.

– Sería una tonta si rechazara, ¿verdad?

– Tengo el presentimiento de que podría hacerla feliz.

Él con una simple sonrisa como aquella podía hacerla feliz.

– Entonces, debería asumir el riesgo.

– No hay riesgo. Usted dicta las reglas.

– Ahora entiendo por qué tiene un atractivo tan arrollador -le contestó, con un ligero deje de burla en la voz-. ¿Qué mujer rechazaría semejante generosidad?

Él se dio cuenta de que ella había capitulado, incluso aunque ella no lo supiera, y, tras saltar del carruaje, le ofreció la mano.

– Deje que le enseñe las rosas.

Con aquello podía estar conforme.

Julius pensó lo mismo y, en cuanto su mano rozó la de ella, le dijo:

– Creo que necesita un poco de té.

Pasito a pasito, sin prisas, pensó Julius.

– Gracias. Me encantaría -murmuró ella, bajando del carruaje.

Era muy amable por su parte darle tiempo.

La condujo a través de un pequeño jardín amurallado que resplandecía con las rosas. La fragancia dulce y los colores vivos hacían de él un auténtico paraíso para los sentidos.

Él levantó la mano haciendo un gesto histriónico.

– No distingo una rosa de otra. Si quiere, podemos llamar a uno de los jardineros.

– No, gracias, es decir… prefiero que no.

– Prefiere que no nos vea nadie. Comprendo. De hecho, lo he preparado todo para que el personal no esté visible. Entraremos por la cancha de tenis -le indicó mientras abría una puerta de cristal que daba a un amplio espacio de estilo invernadero donde cabría un regimiento. Las gradas de la pista y las ventanas del techo permitían jugar con cualquier climatología.

– Debe de ser muy bueno -murmuró ella, sobrecogida por la extravagancia.

– Me defiendo. ¿Juega?

Ella negó con la cabeza. La vicaría era seguramente más pequeña que aquella cancha de tenis, sin mencionar que en Yorkshire no había pistas cubiertas, al menos que ella supiera.

– Le puedo enseñar, si quiere -le comentó con una sonrisa.

– Lo pensaré -murmuró ella. Aunque no estaba completamente segura de por qué había ido allí, ni siquiera si se quedaría. El tenis no figuraba en sus planes.

Después de cruzar la pista de tierra batida, Julius abrió una puerta de dos hojas que conducían a un vestíbulo iluminado desde arriba por una cúpula abovedada, los suelos revestidos con alfombras lujosas de Aubussons y las paredes forradas con retratos de sus caballos. A la derecha había varias salas de visita, a la izquierda sus aposentos, le explicó, mientras la guiaba a una sala que él llamaba biblioteca. Una infinidad de sillas de montar, bridas y fustas estaban desparramadas por sillas y mesas, aquí y allá había esparcidos calendarios de carreras y libros de registros de pedigrí, algunos abiertos, otros con puntos de papel de periódico. Un par de botas de montar gastadas reposaban sobre la alfombra, una chaqueta de cuero cubría el respaldo de una silla… Su pasión por las carreras era fácilmente visible.

– Perdone el desbarajuste. Paso buena parte del tiempo aquí metido.

– Me recuerda al estudio de mi padre, aunque no en el tamaño.

Cuántas horas había pasado en aquella acogedora habitación, pensó ella. Cuántas tardes su familia había leído con atención los calendarios de las carreras y las ventas de caballos, decidiendo qué nuevo purasangre podían permitirse y a qué carreras asistir.

Elspeth, embargada por una penetrante sensación de pérdida, se vio obligada a apartar la mirada y fijarla en el exterior, en las rosas blancas que descendían por la pérgola.

– Tiene unos jardineros magníficos -susurró Elspeth, dirigiéndose hacia las puertas de la terraza con el pretexto de contemplar las preciosas vistas, aunque el motivo era ocultar sus humedecidos ojos-. ¡Qué rosas tan espectaculares!

– La pérgola lleva hasta los establos -apuntó Julius, siguiéndola-. Es muy cómodo.

Como todo en su vida, pensó Elspeth, poniendo el máximo empeño en no tener resentimiento contra la vida libre de cargas del marqués. Se secó las lágrimas, pero le pareció más difícil de lo normal resignarse a su propio destino… ante aquel contraste de vidas tan abismal.

Su padre no había elegido ser vicario. Siendo el hijo menor del hijo menor le quedaban pocas opciones, salvo el ejército o la marina. Y ahora, a causa de un capricho del azar, se había quedado sola para abrirse camino en la vida.

Tal vez debería considerar las ventajas de mantener una relación con un lord acaudalado como Darley, a fin de sanear sus finanzas. Corría la voz de que era un generoso benefactor. Pero le bastó un instante para saber que ella no podría interpretar el papel de cortesana. Ni tampoco el papel que se le asignaría si se quedaba ahora allí. Bajo la agradable fantasía se encontraba la verdad, lisa y llana.

– Me temo que hemos cometido un error fatal -le dijo dándose la vuelta-. No tendría que haber venido aquí.

Él miró su rostro con detenimiento.

– Está llorando.

– No -le respondió, retrocediendo un paso, la proximidad de él la desconcertaba-. Debe de ser cosa del viento.

– ¿Es algo que he hecho? -le preguntó Julius, sin hacer caso a aquella excusa poco convincente que le había dado ella.

Ella negó con la cabeza.

– Simplemente no tendría que haber venido. Me disculpo por haberle ocasionado tantos problemas, pero… -empezó a caminar a su alrededor, y de repente estuvo a punto de echarse a llorar. Sin motivo alguno. O por mil motivos. Ninguno de ellos era asunto de él-. Por favor. -Ella rozó su mano cuando éste intentó detenerla, reprimiendo las lágrimas con un esfuerzo hercúleo-. Tengo que irme -le susurró.

– Déjeme ayudarla de algún modo. -Él la siguió cuando Elspeth se dirigía hacia la puerta.

– No tiene nada que ver con usted.

– ¿Con Grafton?

Ella le lanzó una mirada afilada, la rabia le aplacó momentáneamente las ganas de llorar.

– Por supuesto que con Grafton y con todas las razones de que haya un Grafton en mi vida. Pero, insisto, no es problema suyo. Ni lo más mínimo.

Julius se adelantó a ella poco antes de que ésta alcanzara la puerta y le cerró el paso.

– Antes le he ofrecido dinero. No se ofenda -los ojos de ella se habían enturbiado-. No estará obligada a nada. Se lo ofrezco como amigo.

– No lo somos.

– Podríamos serlo.

– Dudo que estuviéramos de acuerdo en el significado de amistad -replicó Elspeth con firmeza.

– Por lo menos quédese a tomar un té. Prometo guardar distancias. Aquello pasaba de castaño oscuro: su bondad, su extravagante ofrecimiento de ayudarla económicamente, su dulce sonrisa y su buena disposición a comportarse con escrupulosa cortesía. Ella intentó rechazarlo con la misma educación que él le había hecho la oferta, pero las palabras le salieron como un tartamudeo inarticulado mezclado con lágrimas. Después de secarse las lágrimas con los puños, Elspeth intentó sonreír.

– Me disculpo… por -le dijo con un fuerte hipo-. Quiero decir, qué duro esto… debe ser -contuvo un sollozo… luego otro. Se dio la vuelta para alejarse cuando estalló la marea, las lágrimas le corrían por la cara y empezó a sollozar de forma incontrolada.

Él la tomó entre sus brazos, la llevó hasta un sillón, se sentó y la meció suavemente como hacía con los hijos de su hermana cuando estaban tristes.

– No pasa nada, no llore -le susurró, pensando cuánto se parecía a la hija pequeña de Betsy, también rubia y de ojos azules, aunque Annie sólo tenía cuatro años. Pero en ese momento, la dama que tenía entre sus brazos lloraba con el mismo fervor desconsolado. Deseó aliviar su pesar con la misma facilidad que en la niñez, cuando un caramelo o un juguete nuevo ofrecían un consuelo inmediato. Pero Grafton era un obstáculo mucho mayor. Y ella no parecía dispuesta a aceptar dinero… al menos de él-. Todo irá bien -le susurró, ofreciéndole un tópico tranquilizador en lugar de un remedio más práctico-. Todo irá completamente bien…

Ella movió la cabeza con gesto de disgusto contra el pecho de él, y le arrancó una ligera sonrisa por la similitud entre la pequeña Annie y su antigua amante.

Los caramelos no eran la solución en este caso, ni los juguetes, aunque hacía poco un nuevo pony había contenido el raudal de lágrimas de Annie.

– ¿Le gustaría tener uno de mis caballos de carreras?

Estaba cambiando realmente el rumbo de su vida por aquella preciosa doncella; aquella era la segunda vez que ofrecía un caballo para complacerla.

Por qué le fascinaba tanto era una pregunta que había decidido no formularse.

Simplemente la deseaba, y era suficiente.

Pero en lugar de decir sí, rompió a llorar todavía más fuerte y él, estrechándola más entre sus brazos, la tranquilizó lo mejor que sabía, le murmuró frases reconfortantes con un tono de voz grave y dulce, le secaba las mejillas con las mangas de la camisa, haciendo el papel de niñera. Hasta que, transcurrido un rato, las lágrimas cesaron.

Le miró a través de sus pestañas mojadas y le dedicó una sonrisa empapada.

– Nunca lloro. De verdad, nunca. No sé lo que me ha pasado.

– ¿Ha sido por algo que haya dicho? -bromeó con ella.

Elspeth se limpió las lágrimas al mismo tiempo que se reía con cierto nerviosismo.

– Ojalá fuera algo tan sencillo como eso. Discúlpeme por estropearle el día.

– No ha estropeado nada -Elspeth estaba sentada en las rodillas de Julius y la calidez apetecible de las nalgas estimulaba cada nervio de su cuerpo masculino, que se encontraba en un estado de agradable alerta.

– Usted es muy, muy amable conmigo.

– Ahora es cuando podría decirle que aún puedo ser más amable -le dijo Julius mientras se le dibujaba despacio una sonrisa en los labios.

Ella no pudo evitar responderle con cierta burla.

– Y ahora es cuando yo podría decirle que ojalá pudiera aceptar su oferta.

Julius medio levantó la mano mostrando la habitación silenciosa.

– ¿Quién lo va a saber?

– Alguien puede entrar -le dijo, lanzando una mirada nerviosa hacia la terraza.

Si Julius interpretara bien su respuesta y tuviera una década o más de experiencia en leer sobre cuestiones de aquiescencia femenina, se daría cuenta de que ella no estaba diciendo que no.

– El servicio tiene órdenes de no aparecer por aquí.

Elspeth arqueó las cejas.

– No estoy segura de sí debería sentirme agradecida o avergonzada por su previsión.

– Ninguna de las dos cosas. Estamos solos, eso es todo, y lo estaremos hasta que no ordene lo contrario. Así que ya ve -le dijo en voz baja-, no le quedan excusas.

– ¿Para qué? -le miró fijamente por debajo de las pestañas, con una media sonrisa en los labios.

Era la primera mirada coqueta que le había visto.

– Para darme un beso -susurró Julius.

– No debería.

– Nadie lo sabrá… nunca -añadió suavemente.

– ¿Nunca?

– Nunca -esa única palabra, ronca y grave, bastó para corroborar la seguridad del precepto.

Elspeth tomó aire profundamente en un gesto que acentuó más todavía la prominencia de sus pechos, soltó la respiración y le dijo con una voz apenas perceptible.

– Tal vez uno, pues.

– Me encantaría -llegados a ese punto no era una cuestión de negociación. Sólo era una cuestión de espera.

– Voy a besarle.

Él se sentía complacido de que hablara con menos timidez, y aún más complacido de que se hubiera olvidado de las lágrimas.

Julius se acomodó en la burda lana roja de la gran butaca jacobina, reposó los antebrazos sobre los brazos de madera tallada y cerró los ojos.

– Se está burlando de mí.

Julius percibió un tono de burla en su voz, levantó los párpados y advirtió el rubor de sus mejillas y el brillo de ojos azules. Si no tuviera miedo de asustarla, alargaría las manos y le acariciaría sus pechos, infernalmente tentadores.

– Me estoy preparando para recibir su beso -le dijo mostrándole una sonrisa encantadora y reprimiendo sus auténticos deseos.

– Como si fuera la primera vez que recibe uno -le replicó con un pequeño resoplido.

– No es lo mismo. -Era la pura verdad. Se sentía tan virginal como ella, como si estuviera a punto de ser besado por primera vez. No es que su alma hastiada no comprendiera que aquellas sensaciones extravagantes no tardarían en desvanecerse, pero en aquel preciso momento la emoción era real.

– ¿Qué tiene de diferente? -le preguntó adoptando una actitud típicamente femenina, no contenta hasta descifrar por completo todas y cada una de las palabras pronunciadas.

Usted es diferente.

– ¿Cómo?

– No lo sé. Excitante. Joven. -Se encogió de hombros-. No me lo pregunte. Ni yo mismo me comprendo. -Si no estuviera tan concentrado en el intervalo posterior a los besos, habría sentido una punzada de gran inquietud ante aquel extraño comportamiento.

– Me ocurre lo mismo. Usted también me excita.

Por lo visto, la experiencia con semejante inexperta iba a ser del todo frustrante. Ella quería conversación y besos, mientras que él quería hundir su sexo en su cuerpo apetitoso desde hacía al menos una hora, mejor dicho, desde el día anterior.

– Béseme -le murmuró-, y juntos nos ocuparemos de esa excitación.

Mientras ella se inclinaba hacia delante, él se agarró a los brazos del sillón. Julius sintió la presión de sus senos contra su pecho antes de que sus bocas se unieran, y se sorprendió aguantando la respiración, lo cual era probablemente lo más sorprendente que había ocurrido hasta entonces.

Julius se obligó a respirar. Al fin y al cabo, sólo era un beso.

Elspeth le rodeó la cara con sus manos, luego se humedeció los labios ligeramente, después no tan ligeramente… había caído en su hechizo desde la primera sonrisa cálida en la sala de juego del Jockey Club. La boca del marqués se abrió bajo la de ella, y ella suspiró ante aquella felicidad extasiada. A pesar de sus mejores intenciones, a pesar de intentar negar sus sentimientos, ella le había estado deseando, aquello… y mucho más.

La lengua cálida de Julius recibió la suya con una bienvenida lánguida y, por instinto o bien por un deseo inhibido durante demasiado tiempo, con un gemido gutural, atrajo la lengua de Julius a la suya. Como un preludio, tal vez, de todo lo que ella deseaba ardientemente.

Fue un beso largo, prolongado, perezoso a ratos, otras veces enérgico, un aperitivo delicado, ambrosía… de vez en cuando un tipo de beso como de carne roja, cada vez más febril. E impaciente… a la dama le había sido negado durante mucho tiempo.

Por otra parte, el marqués, al que nunca se le había negado nada, se encontraba en la posición poco envidiable de tratar de ajustarse a una situación completamente nueva.

Por pura voluntad, se disuadió a sí mismo de levantarle las faldas, alzarla sobre su miembro rígido y hundirlo profundamente dentro de ella. Haciendo gala de una enorme compostura, él reprimió sus deseos más incontrolables.

No quería que ella se escapase.

No hasta obtener lo que deseaba. Y ella igual.

No cabía la menor duda de su habilidad para llevarla hasta el clímax, y así lo haría.

Era muy bueno en lo que hacía.

Ella se le agarró a los hombros con una fuerza sorprendente. Su beso ya no era tanto un beso como una súplica húmeda, impetuosa y ávida de algo más. En el umbral de la capitulación, lo supiera o no, se puso a contonear su caderas dibujando aquellos ritmos ondulantes, tan viejos como el mundo. El jadeo entrecortado de ella calentaba la boca de Julius y el aroma de la excitación sexual flotaba en el aire.

Julius, deslizando las manos por detrás de su espalda, sostuvo con cuidado sus nalgas, la colocó más cómodamente sobre sus rodillas, y flexionó la cadera para entrar en contacto con su hendidura acalorada.

Ella gimoteó… con una voz inquieta e implorante.

Mientras deliberaba si llevarla al dormitorio, echó un vistazo al reloj, sólo para decidir que no un instante después. No quería romper el hechizo. Dejó de sujetarla tan fuerte, le hizo espacio para las piernas moviéndose un poco hacia la izquierda. La butaca era grande, se había diseñado especialmente para los vestidos con aro que se llevaban en otros tiempos, y había espacio más que suficiente. No es que tuviera la intención de ocupar el sillón más tiempo de lo necesario cuando había un sofá disponible al otro lado de la habitación. Pero por ahora se las arreglaría así.

Julius casi podía sentir su roce sedoso mientras se frotaba contra su carne palpitante, casi sentía el calor líquido de su cuerpo que le envolvía.

Casi. Pero todo aquello era demasiado nuevo para ella. Él mismo se amonestó y se pidió tener paciencia.

Abrumado y furioso, con los sentidos inflamados y una vocecilla en la cabeza gritando: no es suficiente… no es suficiente… no es ni mucho menos suficiente. Un insaciable y vehemente deseo resonaba a través de la carne trémula de ella, un ritmo duro y constante latía con fuerza en lo más profundo de su ser. ¡Ansiaba satisfacción!. Ella hundió los dedos en el cabello oscuro y abundante de él, le mantuvo inmóvil la cara y le miró con unos ojos salvajes que ardían de pasión.

– ¡No puedo esperar! ¡No puedo, no puedo, no puedo!

Julius, ofreciendo una oración de agradecimiento a cualquiera de los dioses que empujaban a las jóvenes señoritas virginales a modificar sus opiniones sobre la moralidad, le murmuró:

– Agárrese a mí -y levantándola del sillón con un arrebato de fuerza bruta y potencia muscular, caminó a grandes pasos hasta el sofá-. Me puede parar en cualquier momento -le susurró, sabiendo que no lo haría. Cuando una mujer se halla en ese estado de excitación, sólo quiere llegar hasta el final.

Julius la tumbó con cuidado y se arrodilló al lado del sofá, de poca altura, se inclinó hacia ella y la besó suavemente.

– Y ahora, ¿por dónde empezamos?

– Por donde quiera.

Esa sencilla declaración, susurrada y necesitada, estaba cargada de un erotismo infernal, una oferta de carta blanca demasiado irresistible… la posibilidad de aprovecharse de su inocencia era condenadamente tentadora. Deshaciéndose rápidamente de sus impulsos más bajos, Julius le alcanzó los botones de la chaqueta, esperando que pudieran explorar la dinámica del sexo más física después. Por el momento, la dama parecía demasiado ingenua, pensó Julius, desabrochándole un botón dorado.

– Déjame a mí -dijo Elspeth, apartándole las manos.

– No pienso discutir -le respondió Julius, recostándose sobre los talones. Los botones eran tremendamente pequeños, con lazos en lugar de ojales.

– Sus manos son muy grandes.

«Y las suyas, pequeñas», pensó él. El contraste era provocativo, como todo lo que tuviera que ver con aquella joven dama virginal.

– Qué mejor para llevarla de un lugar a otro -le comentó con un guiño.

– Gracias por venir a buscarme hoy -sus miradas se encontraron-. Yo no hubiera tenido valor.

– Tengo valor suficiente para los dos -dijo con una amplia sonrisa-. Y estaba impaciente a rabiar. -Ahora, con la chaqueta abierta, la blancura de su blusa quedaba enmarcada por la lana oscura, el contorno de la combinación era visible a través de la fina seda. Sus senos eran espectaculares.

– Me devora la impaciencia -le dijo ella, se enderezó y se quitó la chaqueta. Sus anteriores reservas parecían eclipsadas por emociones más poderosas-. Además, me siento desesperadamente caliente -sonrió-. Y también siento como si hubiera estado esperando toda mi vida a que llegara este momento.

– Me complace ser yo el afortunado -murmuró con voz sedosa. Su mirada oscura escudriñó despacio sus formas generosas.

– No tan complacida como yo, créame -le dijo con una sonrisa que le iluminaba la cara. Le alargó la chaqueta con una timidez apenas perceptible y comenzó a desabrocharse la chorrera del cuello de la blusa-. Y si no le importa mi atrevimiento -prosiguió con un tono jovial que sugería que poco le importaba si le molestaba-, ¿le importaría quitarse la camisa? Nunca he visto a un hombre de su juventud y vigor así de cerca.

– Desnudo, querrá decir. -Con aquella alusión a la edad, a Julius se le apareció la imagen de su noche de bodas y no estaba del todo seguro si aquel comentario era desmoralizador o añadía provocación.

– Desnudo -afirmó ella con el mismo tono chispeante.

Puesto que nunca en su vida había rechazado el sexo antes de conocer a Lady Grafton, cualquier reserva que pudiera abrigar se disipó rápidamente. Colocó la chaqueta en un sillón cercano, se quitó la camisa por la cabeza, la dejó a un lado, abrió los brazos en ademán de buena disposición y le lanzó una mirada.

– ¿Algo más?

Asombrada ante aquella masculinidad desnuda, no pudo evitar quedarse embobada. Cuando había abierto los brazos en un gesto acogedor, se le habían marcado sus músculos poderosos a través de las espaldas y los brazos, el estómago sin ápice de grasa y duro, a través de la columna fuerte del cuello. Su virilidad era tan potente que ella casi lloró de envidia. Si ella necesitaba un empujón más para disfrutar de las habilidades amatorias de Darley, el acusado contraste entre su marido y él acabó de cerrar el trato. Era un hombre imponente.

– ¿Necesito su permiso para quitarme las botas? -le dijo Julius, rompiendo el silencio. Preguntó sólo por cortesía, puesto que ya se estaba sacando una bota.

– No estoy segura de que necesite permiso para nada con el atractivo tan cautivador que tiene sin ropa.

– En parte desnudo -la corrigió amablemente.

– Me lleva ventaja -su voz era la de un contralto seductor-. No estoy segura de que funcione.

Tiene talento, pensó Julius.

– Levante los brazos y pondremos remedio a esta disparidad de opiniones.

Ella accedió sin rechistar y él le quitó la blusa medio desabrochada por la cabeza. La dejó sobre la chaqueta y se dio la vuelta.

– Ahora la combinación.

De repente, ella cruzó los brazos sobre el pecho.

– Cierre las cortinas, por favor.

– No hay nadie fuera.

– Aun así… me sentiría mejor.

– Y yo me sentiría mejor si no tuviera que hacer el amor furtivamente a oscuras.

– Todo este encuentro es furtivo… ¿no es así?

– Al contrario -le contestó con un ligero movimiento de cabeza-, es el placer supremo, como ganar el Derby.

Estaba claro que él tenía una opinión muy diferente sobre el sexo ilícito.

– Me preocupa… que me vea… -balbuceó ella-… un criado.

Eso y el hecho de que él era relativamente un extraño de repente hicieron de la desnudez un problema.

– No verá a ningún criado y nadie la verá a usted.

Una repuesta inequívoca, como su mirada penetrante.

– Y con todo… -le dijo respirando profundamente, inquieta y llena de dudas.

Él sonrió.

– Mire, no me voy a ir. Además, soy totalmente inofensivo. Podría descruzar los brazos.

Presa de un miedo atroz, la rabiosa impaciencia de unos momentos antes fue sustituida por un torrente de dudas ambiguas.

– Sigo pensando… en lo que diría Sophie.

– Ella no está aquí, por si no se ha dado cuenta -le apuntó en tono de broma.

– Estoy siendo un poco ridícula, ¿verdad?

Julius sonrió con paciencia, aún era temprano.

– Sabe que responderé que sí. Está totalmente a salvo en mi casa.

– Y Sophie no está aquí.

– A menos que haya dado una caminata de cinco millas a toda velocidad.

– Tiene razón, por supuesto -Elspeth dejó caer las manos sobre su regazo-. Y se está muy bien aquí, con usted.

– Hablando de cosas agradables -le ofreció Julius, dándose cuenta de que tal vez requería más tiempo antes de consumar su primera experiencia sexual. Creo que le prometí un té.

Elspeth negó con la cabeza.

– No me apetece. Tal vez un vaso de jerez, aunque me siento tan mareada, que tampoco lo necesito. Usted es embriagador, lo sabe… -ella le pasó los dedos por su pecho-. Tan masculino… -siguió diciéndole, las palabras le salían a borbotones-. Anoche soñaba con usted y de repente una sensación muy extraña, maravillosa y espléndida, todo hay que decirlo, fluyó a través de mí, esto… la parte inferior de mi cuerpo con un calor delicioso, ondulado. Era muy agradable.

Él había intuido su naturaleza apasionada a primera vista. Pronto él se aseguraría de que sintiera cosas todavía más agradables.

– Tuvo un orgasmo mientras dormía -murmuró él-. Ocurre muy a menudo.

– ¿Así, sin más? ¿En un sueño?

– Así, sin más.

– ¿Le sucede a usted lo mismo?

Siendo como eran las mujeres una constante en su vida, los sueños sexuales ocupaban un plano secundario respecto a la realidad.

– Antes sí -contestó con un tono neutro.

– ¿A menudo?

En lugar de más evasivas, Julius cambió de tema:

– Puedo hacer que se sienta diez veces mejor que en cualquier sueño. Se lo garantizo.

– ¡Diez veces! -exclamó con voz entrecortada y los ojos muy abiertos-. ¡No puedo creerlo!

Julius alcanzó los botones de los bombachos y sonrió despacio.

– Veamos si puedo convertirla en una creyente…

Se desabrochó los botones, deslizó los pantalones color canela por la cadera, se sentó para que le resbalaran hasta los pies y los dejó a un lado. Las erecciones que Elspeth había visto hasta el momento se limitaban a las de la especie equina… Examinó el miembro erguido de Darley con ojos de novata y fascinación ávida. Aquel mango abultado se bamboleaba levemente con sus movimientos, las venas hinchadas estaban tan marcadas que podía notarle el pulso. ¿Le entraría una cosa tan grande? Tomó aliento con cierto nerviosismo, como si un revuelo de expectación le rasgara los sentidos, el calor carnal fluía en ondas desde su seno, como para tranquilizarla.

Acosada por una curiosa impaciencia febril, se encontró deseando una ilusoria y tentadora satisfacción de una naturaleza hasta ahora desconocida. La satisfacción sexual, sospechaba ella. Comprendía las premisas básicas. Y con el apuesto Lord Darley delante de ella, precedido de su fama de galán, ¿por qué una mujer no debería sentirse tentada? Pero ese deseo incontenible que le quemaba a través de los sentidos y le nublaba la razón por completo era, no obstante, impresionante.

– ¿Es normal sentir este deseo fiero e insaciable? -murmuró Elspeth en el mismo instante que su mirada codiciosa se veía atraída por su erección exuberante.

– Sí -respondió Darley, en lugar de dar otra explicación más complicada, sin ganas de conversación. Nunca había esperado tanto por una mujer-. No hay normas -dijo, esbozando una sonrisa.

– Entonces puedo pedir lo que quiera -replicó alegremente-. Eso si yo supiera lo que quiero -añadió con una atractiva sonrisa-. Tiene que enseñármelo todo.

Estuvo a punto de perder el control y desmoronarse allí mismo al oír aquellas palabras. La perspectiva de enseñárselo todo era capaz de intrigar a un crápula hastiado como él. Con la oferta de carta blanca sexual todavía resonando en su cabeza, se esforzó en decirle con tacto:

– ¿Por qué no vamos poco a poco? Por ejemplo, quitándole las botas.

La alcanzó para quitarle las botas, las dejó caer sobre la alfombra, después hizo lo propio con sus medias bordadas de seda blanca haciendo gala de una habilidad acostumbrada y las dejó junto a la blusa.

– Me preguntaba… -susurró ella, deseando acuciantemente tocarle allí, en la cabeza brillante de su miembro-. Digo… si no le importa -balbuceó, embelesada por la evidencia de su masculinidad viril-. ¿Podría? -le espetó… señalando su objeto de deseo.

Reprimiendo la impaciencia y prefiriendo la fornicación a algo tan ingenuo, no obstante cedió por su estatus de principiante.

– Por supuesto -le ofreció, recostándose ligeramente, mostrándose más accesible, repitiéndose en su fuero interno que la virtud sería su recompensa.

Pero cuando las yemas de los dedos de Elspeth le rozaron la cresta hinchada de su erección, se echó impulsivamente hacia atrás, sacudido por una poderosa oleada de lujuria desproporcionada respecto a aquel acontecimiento trivial.

– Oh, querido, le he lastimado -le dijo alarmada.

Le llevó un momento contestar con su erección emergiendo hacia arriba en un frenesí explosivo y obstinado.

– No -masculló, y los orificios nasales se le ensancharon mientras luchaba por reprimir sus impulsos traicioneros-. Estoy bien.

– ¿De verdad?

La sonrisa de ella era tan inocente que consideró seriamente que tal vez había cometido un error llevándola hasta allí.

– De verdad -le dijo, mintiendo como un bellaco, poco seguro de poder seguir haciendo el papel de caballero por mucho tiempo.

Respirando hondo para mantener la compostura, analizó sus opciones.

Al inspirar profundamente, percibió el familiar perfume de la excitación femenina y el dilema quedó solucionado.

La señorita, virginal o no, no le rechazaría a esas alturas, o al menos no en serio, sin reparar en lo que él eligiese hacer. Dejando de sentirse afligido por la indecisión, le mostró su habitual sonrisa.

– Si quiere que hoy sea su profesor, ¿por qué no empezamos por la primera lección…? El beso.

– Estoy a su disposición -le contestó ella con una sonrisa automática.

– Qué detalle -le dijo él como si estuvieran manteniendo una conversación de lo más inocente-. Si tiene cualquier pregunta -le susurró, cortésmente-, sólo tiene que preguntar -e inclinándose hacia delante, cogió entre las manos su cara y la besó con castidad.

Elspeth, suspirando contra sus labios, levantó las manos y se las puso en la espalda, y se pegó a él con una ferocidad bastante diferente a ese beso amanerado.

Sus músculos, duros y tensos, eran un potente afrodisíaco para una mujer que sólo había conocido a un marido viejo y repugnante. «Qué afortunada soy de estar aquí», pensó ella como si estuviera soñando. Aquel beso meloso calentaba sus ya sobrecalentados sentidos. Una fuerte embriaguez le consumía los pensamientos. El glorioso Lord Darley la estaba besando realmente. Era como si todos los sueños exaltados de cuando era niña se hicieran realidad. El príncipe real del cuento de hadas acerca del cual cotilleaban todos los periódicos londinenses, el semental de la mitad de féminas del país, estaba en sus brazos.

Estaba esperando con impaciencia recibir la siguiente lección, se decía a sí misma, mientras se retorcía ligeramente contra un indeterminado, pero codiciado anhelo.

– ¿Está preparada para más? -le susurró Julius contra la boca, reconociendo su movimiento febril. Sin necesidad de respuesta, la hizo recostarse con habilidad, le deslizó la mano bajo la falda, le besó la mejilla sonrosada, el cuello pálido y esbelto, mientras su mano avanzaba por su pierna torneada, el muslo cálido y, al llegar a las puertas del paraíso, lo encontró húmedo y listo para ser penetrado-. Veamos si esto le gusta -murmuró Julius al tiempo que le masajeaba la carne brillante y trémula, con una delicadeza magistral, hacia arriba por un lado, abajo por el otro, de aquí para allá, deteniéndose finalmente en el capullo emergente del clítoris.

Podría alguien expirar de puro y violento éxtasis, se preguntó ella, con todos los nervios del cuerpo inundados de aquella resplandeciente embriaguez.

No expiró, por supuesto, pero comenzó a respirar de forma irregular mientras él continuaba encendiendo su sexo meloso, el tejido delgado y vibrante que se henchía por la brujería de sus largos y finos dedos, el nudo tenso de su clítoris estremeciéndose de excitación.

Pronto sus dedos se impregnaron de su líquido perlado, ella gemía, retorciéndose febrilmente contra su mano, los pezones parecían dos picos firmes a través de la seda transparente de la combinación, el rubor de la pasión le sonrosaba la piel. Relajó los dedos un poco, en un intento de llevarla hasta un punto febril… sólo para encontrarse con su membrana virginal.

Allí estaba, no le daba especialmente la bienvenida, pero tenía que vérselas con ella.

– Puede que esto duela un poco.

– No… importa -jadeó ella, sus caderas se ondulaban con una agitación creciente, su mirada, medio desenfocada y asustadiza.

Julius rozó ligeramente la barrera con las yemas. Ella no dio muestras de molestia. Por lo que respecta a su buena disposición… estaba perfectamente claro. Estaba suficientemente lubricada para entrar en combate y más preparada que nunca para renunciar a la virginidad.

Un capricho extraño… la virginidad como incentivo. Lo encontró una transacción perversamente poco atractiva.

Pero no le quedaba otro remedio que precipitarse hacia delante… literalmente.

Decidió no desnudarla, intentar quitarle la ropa a esas alturas era poco práctico. Le subió la falda y las enaguas con un movimiento rápido de la mano, se puso de pie y se colocó entre sus piernas con un refinamiento adquirido en infinidad de tocadores durante un sinfín de años.

A través de la bruma febril de su deseo en celo, ella abrió de repente los ojos y ahí estaba él, descansando suavemente entre sus muslos… ancho de espaldas, músculos poderosos, esbeltez de extremidades largas y belleza morena.

– Iremos despacio -murmuró, con una sonrisa de complicidad que la desarmó por su dulzura-. Deténgame cuando quiera -añadió aquella trivialidad, y sin estar seguro de si sería capaz, pronunció aquel lugar común.

Negó con la cabeza, sin decir palabra… apenas podía respirar. Cerraba los ojos, luchaba contra la histeria que amenazaba con abrumarla, su cuerpo ardía en llamas, con todos los nervios al rojo vivo y a punto de estallar, con los sentidos cayendo en alguna inconsciencia tórrida.

– No te haré daño -susurró Darley, tratando de apaciguarla, desconcertado por la virgen temblorosa que se estremecía entre sus brazos-. Respira profundamente, mi amor. Relájate.

Sus ojos se abrieron repentinamente, las palabras pronunciadas por Darley fueron un bálsamo instantáneo para sus violentas emociones.

– Gracias -le dijo Elspeth con un hilo de voz, apaciguada por aquella voz grave y ronca, por su ecuanimidad. Tomó aire-. Estoy preparada.

Y porque sabía mejor que nadie que en la vida no hay nada seguro y que tal vez nunca más volviera a gozar de un momento de pasión tan glorioso como aquél, miró hacia arriba para contemplar a Darley con los ojos abiertos, muy abiertos.

Él se encontró con aquel azul intenso de sus ojos, ligeramente molestos. Luego ella le dijo: -Quiero recordar cada detalle.

Y lo comprendió.

Incluso lo más inexplicable, se dio cuenta de que esa aventura era algo totalmente singular para él también. Lady Grafton no era sólo una seducción más, aunque el porqué aún no estaba claro. Para él era fundamental hacer que su primera experiencia sexual fuera lo más agradable posible.

No era tarea imposible para un hombre cuyo talento sexual era legendario.

Aunque, lamentablemente, en lo que a mujeres vírgenes se refiere, era tan novato como ella. Impelido por un apremio sexual tal vez más voraz que el de compañera -nunca antes había tenido que reprimir su deseo durante tanto tiempo-, hizo caso omiso de cualquier otra especulación sobre preparativos y, en su lugar, guió la cabeza de su erección hasta la hendidura cremosa.

Sólo para encontrarse con un impasse.

Ella se estremeció mientras le presionaba el himen.

Blasfemó en voz baja, Darley se retiró lentamente.

– No pares -le dijo ella con la respiración entrecortada-. Por favor, no pares.

– Debería -masculló, indeciso.

– ¡No! -exclamó aferrándose a sus hombros-. Haz ahora lo que…

Recurriendo a la sorpresa, se precipitó hacia delante en medio de su frase, abriéndose paso por la fuerza a través del frágil tejido, empujando hacia dentro con rapidez, para descansar un milisegundo después en su pasaje, caliente y sin mancillar.

Ella tembló, de sus ojos brotaron unas lágrimas.

– Lo siento, de verdad que lo siento -le susurró, se sentía como un bruto. Pero no se movió.

– Al menos ya ha pasado -murmuró ella con voz temblorosa-. Y me alegro de que fueras tú.

No supo qué decir. Supuso que debería sentirse agradecido, aunque para él era un honor dudoso.

– Pronto te sentirás mejor -le dijo, sin que le viniera a la cabeza una respuesta menos amanerada en una circunstancia tan incómoda-. O por lo menos espero que así sea -añadió con una pequeña sonrisa.

– Yo más que tú -bromeó suavemente.

Aquel comentario le produjo satisfacción, le auguraba tiempos mejores.

– No hay prisa -murmuró él, permaneciendo inmóvil dentro de ella-. Estoy dispuesto a esperar lo que haga falta.

– Ahora que estás… -y contoneó las caderas un poco-… aquí.

– Te recomiendo que no lo vuelvas a hacer a menos que no sea lo que quieres. He esperado dos días a que ocurriera esto -le dijo con una sonrisa.

– Y yo veintiséis años -respondió con un resoplido.

– Entonces debo ser paciente -sonrió abiertamente.

Todo él estaba caliente, poderoso, masculino y no sólo estaba felizmente cerca sino que, en ese momento, era parte de ella, pensó con dicha, recorriendo con las manos su espalda, reposando las palmas en la base de su columna, sintiendo como si el paraíso estuviera a su alcance.

– Tengo la sensación de que no falta mucho -ronroneó ella, al notar que unos pequeños temblores acalorados comenzaban a provocarse en su interior.

Él también los sintió, las ondas ascendían rápidamente a través de su miembro, duro como una roca, un líquido caliente y disuelto bañaba su longitud rampante y la respiración de ella cogió el ritmo conocido de la excitación.

– ¿Ahora? -preguntó, atreviéndose a moverse con sumo cuidado.

– Ummm…

Reconoció ese suspiro embelesado, se deslizó un poco más, retirándose sólo una distancia insignificante antes de deslizarse de nuevo. Durante los momentos siguientes aumentó el alcance de sus movimientos en incrementos infinitesimales, finalmente escurriéndose dentro y fuera todo el rato, esforzándose todavía en penetrar más y más profundo, hasta hundirse en su humedad perlada, hasta que ella sintió un calor resbaladizo alrededor de él.

Hasta que se puso a gritar sin saber el porqué.

Él sí sabía el porqué, estaba de sobras familiarizado con esa súplica, estridente y aguda.

Se encontraba casi en el punto álgido.

Soltó las manos de su trasero, la alzó para realizar su siguiente movimiento descendente, deseando que ella pudiera sentir toda la extensión de su verga. Ella se quedó sin aliento, cerró los ojos ante un placer tan increíble.

La volvió a penetrar lentamente, sumergiéndose en las profundidades más insondables, aguantando con firmeza su vara contra su sexo, apretando fuerte su trasero y, levantándola más alto, le entregó lo que buscaba.

Su grito reverberó por la habitación, una sensación salvaje, angustiosa, estallaba en su interior mientras su primer orgasmo surcaba veloz su cuerpo.

Como si aquel grito salvaje le diera licencia, Darley se encontró con su orgasmo, vertiendo un río aparentemente interminable de semen en su concha caliente y deliciosa, ya nunca más virginal. De hecho, había pasado dos días deseando eyacular, eso explicaría tal vez la prodigiosa cantidad. O quizás aquel vasto manantial de esperma sólo lo inspiró una virgen joven y núbil que nunca antes había sido besada.

Después se tumbaron jadeantes, él descansó ligeramente sobre los antebrazos, ella totalmente desplomada debajo de él.

Después de haber experimentado la sensación última, el equivalente sibarita de deleitarse de placer, que ella pudiera respirar o no era poco importante.

– Si… me dice… que siempre… será… así, no pienso… volver… a casa -le dijo sin aliento, su sonrisa brillaba radiante.

– Sí, siempre es así… quédese pues -le dijo, extrañamente, con una sonrisa.

Ella le guiñó el ojo.

– Ojalá…

Él miró el reloj.

– Hay tiempo de sobras… Aún puedes correrte una docena de veces más.

Ella casi se corrió allí mismo otra vez… con él todavía dentro de ella, sintiendo una intensificación mientras él hablaba:

– Usted es… el hombre más encantador… del mundo -dijo con una exhalación.

– Y usted… la belleza más ardiente… que jamás he visto. -Y no estaba mintiendo. Le había excitado como ninguna mujer nunca antes. Y no es que estuviera predispuesto a la introspección más allá de las ventajas obvias del momento.

– ¿Cómo se siente? -le murmuró, probando los límites de su vagina.

– Oh, oh, oh… sííííí. -Sus ojos se cerraron ante aquella sensación exquisita, sus caderas se movían debajo, deseando más, y al poco, como animales en celo, volvieron a tener un orgasmo.

Después la desnudó. Había desaparecido cualquier inhibición respecto a quitarse la combinación y que la llevara afuera para hacerle el amor sobre la hierba fresca y verde, bajo la pérgola cubierta de rosas.

La fragancia de la hierba aplastada le hizo cosquillas en la nariz, el picor del sol les calentó la piel, el placer voluptuoso del juego amoroso y el sexo apasionado les regocijaba y cautivaba.

Cuando estuvieron demasiado pegajosos del semen y de los jugos suculentos de ella, Darley, haciendo caso omiso a sus protestas, la condujo a la habitación. La llevó en brazos a través de los pasillos silenciosos -ningún criado a la vista, tal como él había ordenado- hasta sus aposentos, donde había agua caliente, toallas y té encima de la mesa, esperándoles.

– ¿Cómo lo sabía? -le preguntó, cuando la dejó de pie dentro de la habitación.

– No estaba seguro. Era sólo por si acaso -le mintió. Desde la adolescencia le habían perseguido las mujeres-. Déjeme que la lave para que deje de estar pegajosa y tomaremos té y jerez.

– Y fresas -añadió ella, examinando la mesa estéticamente puesta, con mantelería bordada, flores y tazones con fresas.

– Y fresas -asintió.

Darley aportó un nuevo componente de encanto a una tarea tan mundana como la del aseo personal, lavándole con dulzura su sexo henchido, besándolo para que se sintiera mejor.

Asombrosamente, besos era exactamente lo que ella necesitaba, aunque desconocía que existiera aquella satisfacción.

– Me mima demasiado -le murmuró ella poco después, enredando las manos en su cabello, con su lengua acariciándole el clítoris con suavidad.

Él miró hacia arriba, le guiñó un ojo y, poco después, volvió a entregarse a los mimos.

No era que no hubiera cumplido con su cuota de orgasmos ese día, pensó él mientras levantaba las piernas de ella de sus hombros para después salir de la cama, ponerse de pie y estirarse con cierta pereza. Y no era como si no tuviera planeado tener otro orgasmo, pensó, contemplando aquella belleza adormecida en su cama.

Sonrió. Inmediatamente después se enjuagó la boca con un poco de brandy.

Unos momentos más tarde, mientras llevaba el brandy y las fresas hasta la cama, ella lo miró, y sus pestañas casi ocultaban el azul brillante de sus ojos. Por suerte, ocultaban también la adoración que él le inspiraba. No es que no comprendiera lo insensato que era enamorarse de un hombre como Darley, un hombre cuyo nombre era sinónimo de vicio. Y con todo… qué vulnerable se sentía antes sus seductores encantos.

– ¡Abra! -le murmuró él cuando llegó a la cama.

Su cuerpo, adicto a él, le respondió de inmediato.

Entonces se dio cuenta de la fresa que él llevaba en la mano y también abrió la boca. Él no tenía más que dar órdenes, órdenes que ella cumpliría con sumo gusto, el placer que le ofrecía era incomparable.

Le dio de comer las fresas y la crema de una manera también diferente, recompensándola por cada cucharada que tomaba con otra embestida hasta que las fresas se acabaron, había llegado al orgasmo infinidad de veces y escogieron otro juego. Aquella tarde también se sentaron a la mesa, bebieron té y jerez, charlaron de tonterías y de caballos y disfrutaron del placer de estar juntos, más allá de las intimidades del sexo.

Pero, sobre todo porque habían jugado al amor en todas sus infinitas variedades, satisfaciendo sus deseos carnales con deleite desvergonzado.

Lord Darley encontró el papel de maestro verdaderamente edificante después de todo, aunque su alumna, bella y atractiva, siempre dispuesta a agradarle, contribuía en no poca medida a su satisfacción.

Todo tenía que ver con el placer sexual… reiterado, ininterrumpido, infatigable.

Y sólo el final de las carreras en Newmarket llevaría aquel idilio a su fin.


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