Newmarket, mayo de 1788
Ella no quería ir al Race Ball. Pero ¿acaso alguna vez deseaba asistir con su marido a algún acto social?
Y con todo, allí estaba.
Sus padres habían muerto y su hermano necesitaba manutención. Y ella haría cualquier cosa por asegurarle un futuro a Will.
Elspeth venció aquella melancolía, familiar y entrometida, que siempre la invadía cuando se permitía recordar las razones que la habían llevado al altar, repitiéndose que existían muchas personas en el mundo en peores circunstancias que las suyas. Y el deber era una virtud, ¿no?
– Tráeme otro brandy y date prisa -le dijo su marido, brusco.
De repente el mundo real se reveló ante sus ojos. Volvió a oír la música, reparó en las personas que bailaban en la sala y captó la desagradable mueca torcida que ponía su marido mientras la miraba fijamente desde su silla de ruedas. Ella reprimió el agrio comentario que hubiera tenido ganas de soltarle. En su lugar, asintió con la cabeza y se dirigió a cumplir sus órdenes.
– ¿Quién es esa dama? -preguntó Lord Darley señalando con la cabeza a Elspeth, sin perderla de vista, mientras ella rodeaba la zona de baile-. Es condenadamente bella.
– Esa preciosidad es la última mujer de Grafton.
– ¿La última? ¿Cuántas lleva ya, por todos los infiernos?
– Tres.
El marqués de Darley enarcó las cejas.
– Es ésta la que…
– ¿… la que puso a Grafton en una silla de ruedas? Sí, así es. Hará cosa de unos seis meses -el vizconde Stanhope arqueó las cejas-. Ha sido el más suculento de los escándalos.
– Si no recuerdo mal, Grafton sufrió una apoplejía la noche de bodas.
– Y Lady Grafton todavía es virgen. O al menos eso es lo que se rumorea. Tal vez ésa sea la razón por la cual el viejo no le quita los ojos de encima. No le permite salir de casa si no es acompañada de una preceptora.
– Grafton está demasiado viejo para una dulce y pequeña arpía como ésta -murmuró el marqués, siguiendo a Elspeth con la mirada-. Aunque, por lo visto, todavía le gusta alardear ante todos del generoso escote de su esposa. ¿Dónde la encontró?
– Es hija de un vicario. No es tu tipo, Julius. Una familia excelente, pero sin recursos. Le arrebataron una pequeña herencia que tenía que haber recibido, pero, en su lugar, fue a recaer a manos de un tío, un hermano más joven que necesitaba un impulso económico. Grafton le echó el ojo durante una cacería que tuvo lugar cerca de su finca, y el resto ya lo sabes. Al parecer, es una amazona de primera. Su padre era una fusta inflexible.
– ¿Era?
– Falleció, al igual que su madre. Sólo le queda un hermano y éste partió a la India con el 73.° regimiento.
El marqués esbozó una sonrisa:
– Entonces, debe de necesitar algo de compañía.
– Si al menos éste fuera un comentario original -apuntó Charles Lambton, lacónico-. Lo mismo que usted han pensado todos los hombres que se han fijado antes en ella. Pero… considérelo por un momento. Aun siendo posible, que no lo es, ¿se acostaría con la hija de un vicario?
– Me daría igual que su padre fuese herrero.
Consciente de la visión democrática y libre de ataduras morales de su amigo a propósito de las compañeras de cama, el vizconde precisó:
– Quiero decir que lo más seguro es que sea una remilgada.
– Con un cuerpo tan exuberante, sospecho que la dama debe de tener, hasta cierto punto, sus propias diversiones carnales.
Charles se encogió de hombros.
– Se dice que ha rechazado todas las proposiciones con una frialdad recalcitrante.
El marqués desvió la mirada de la dama y se volvió hacia su amigo.
– ¿Es que ya le han hecho proposiciones?
– Por supuesto. Si usted no evitara con tanta insistencia los actos sociales, estaría al corriente de la entrada triunfal que hizo ante la cohorte de Lady Chenwith, y no digamos de su aparición como Ingenia en el baile de disfraces de Lady Portland. Llevaba un vestido muy insinuante. Grafton se pegó a ella, no se le separó ni un momento a pesar de la silla de ruedas, y ella declinó todas las invitaciones de baile. Invitaciones que no sólo eran para bailar, estoy seguro de que me entiende.
– Mmm.
– No pierda el tiempo. Es inaccesible. A menos que quiera pagarle a Grafton para que mire -bromeó Charles.
El marqués sonrió.
– Es una posibilidad que se ha de considerar, teniendo en cuenta lo tacaño que es el viejo Grafton. Por otra parte, la buena educación y el tacto son las mejores armas para conquistar a las doncellas rectas. Creo que tendré que aceptar alguna invitación o cualquier excusa para ir a Newmarket esta semana.
– No me diga que va a hacer el papel de caballero. Pensaba que sólo le interesaban los caballos y la vida disoluta. Por cierto, la reputación de Lady Grafton es intachable. No es una de sus presas habituales.
– Me ha despertado la curiosidad.
– ¿No se la despiertan todas? -una réplica contundente, pero los dos hombres eran amigos desde la infancia.
– No todos podemos enamorarnos de nuestras hermanastras -murmuró el marqués-. Y no me negará que resulta imposible ignorar los encantos de Lady Grafton. Nunca había visto un busto tan ostentoso, impresionante… probablemente no desde la época en que yo tenía nodriza. ¿No estará embarazada de algún mozo de las caballerizas? -preguntó alargando las palabras.
– No, a menos que el mozo de cuadra sea un amigo del alma de Grafton. Está bien atada.
– Como Selina.
– Le agradecería que se guardara sus pensamientos indecorosos -Charles todavía luchaba contra aquella pasión tan inconveniente.
– De hecho, Selina no guarda ningún parentesco con usted.
Charles frunció el ceño.
– No todos vemos el mundo con unos principios tan indulgentes como los suyos.
– Debería preguntárselo a ella -sonrió Darley-. Descubra si es más dúctil que usted… más transigente de lo que era antes.
– Ya basta, Julius. Está hablando de la mujer que amo.
– Muy bien, Charles, pero si no intenta entrar en juego, nunca sabrá lo que ella piensa. En mi caso, voy a mover ficha para ganarme la confianza de Lady Grafton y ver lo que ella piensa -Lord Darley sonrió-. A propósito, debo darle las gracias. Nunca hubiera asistido a un evento tan tedioso de no ser por su insistencia.
– Y sin la promesa de que será el primero en pujar por las próximas crías del semental Run-to-the Gold -remarcó Lambton, secamente.
La dentadura de Lord Darley, perfecta y blanca, emitió otro destello.
– Eso también. Y ahora, si me disculpa, veré si puedo recordar alguna de aquellas virtuosas máximas bíblicas que mis tutores, demasiado entusiastas, me enseñaron a fuerza de golpes.