Capítulo 16

Elspeth volvía de los establos y se estaba quitando los guantes mientras subía rápidamente por las escaleras que conducían a sus aposentos.

No podía darse el gusto de llegar tarde a la cena. Grafton era un déspota de la puntualidad.

Cuando estuvo en lo alto de las escaleras vio a Sophie, que la esperaba con la puerta abierta de su sala de estar, con la tez muy pálida. Una señal de alarma sonó en su cabeza. Sophie no era dada al drama.

– ¿Qué pasa? -gritó Elspeth, rezando angustiosamente para que no tuviera nada que ver con su hermano.

– Hay una carta para usted. -La criada tenía en la mano un papel doblado, que tenía pinta de estar manoseado, y el sello del lacre, abierto hacía tiempo.

Era obvio que la había leído.

– Dime -le dijo Elspeth, parada frente a la entrada de sus aposentos.

– Ha habido una epidemia de fiebre a bordo del barco en que viajaba Will.

Elspeth se agarró a la viga de la puerta para no caerse, sus peores temores se habían hecho realidad.

– Está… -y se calló, incapaz de pronunciar más palabras.

– Lo han dejado en tierra, en Tánger -explicó Sophie-. Junto a los otros que… -Sophie vaciló.

– … no se espera que sobrevivan -concluyó Elspeth en voz baja. Dos manchas ardientes asomaron a sus mejillas, un contraste desagradable con su piel pálida-. ¿Qué fecha lleva la carta? -Su voz apenas era audible.

– Hace tres semanas.

– Debemos ir a buscarle -cerró la boca con determinación. Una firmeza repentina sonó en sus palabras. Quitó la mano de la viga y entró en los aposentos, pasando con energía por delante de Sophie-. Haz el equipaje -dijo Elspeth, por encima del hombro-. Se lo diré a Grafton durante la cena -añadió, caminando a grandes pasos hacia el vestidor-. Pon ropa práctica… nada suntuoso-. ¿Ha visto él la carta?

Sophie negó con la cabeza.

– La trajo Addie. No se lo debe de haber dicho a nadie.

– Bien -algunas de las familias del servicio habían sido criados de los Grafton durante siglos y, a pesar del carácter mordaz del conde, permanecían leales a la familia. Otros se compadecían con la difícil situación de Elspeth, Addie entre ellos-. Dile a Charlie que prepare el carruaje. No me mires así. Ya sé que no es mío, lo enviaremos de vuelta cuando lleguemos a Londres -se podía confiar en Charlie. Era el mozo de cuadra que la atendía en sus paseos diarios… un hombre atento, y un aliado.

– El conde no la dejará marcharse.

– No puede detenerme. Pero tendré la gentileza de preguntárselo -dijo Elspeth, volviendo a los preparativos. Un momento después abrió de par en par las puertas del armario y sacó el primer vestido que vio. Era un traje de noche, de tela fina y plateado, luego empezó a desabotonarse la chaqueta del traje de montar-. Partiremos esta misma noche… en cuanto Grafton se duerma.


Elspeth entró en el comedor cuando el reloj marcaba las siete en punto. Grafton no seguía los horarios habituales. Cenaba temprano.

Cuando Elspeth se acomodó rápidamente en su silla, en un extremo de la larga mesa de caoba, el conde dio una seña al criado para que empezara a servir.

– No soporto la impuntualidad -gruñó, frunciendo el entrecejo a la distancia de la mesa-. Procura no llegar tarde mañana.

Elspeth no había llegado tarde, pero no merecía la pena entrar en discusiones. Y puesto que contaba con no estar allí al día siguiente, le contestó en su lugar:

– Al volver a casa a través de la pradera sur nos encontramos el camino blando, la tierra mojada nos hizo demorarnos.

– Procura que no vuelva a pasar -la advirtió Grafton, zampando con buen apetito la sopa y sorbiendo estruendosamente.

Ella miró hacia abajo, a la sopa de cebada, que era el producto principal en cada comida desde que el médico le había dicho al conde que prolongaba la vida y de repente experimentó una ligera sensación de euforia a pesar de la espantosa naturaleza de las recientes noticias. Ése sería su último tazón de sopa de cebada que tendría que fingir comer. Ésa sería la última noche que tenía que sentarse enfrente de su despreciable marido y soportar sus modales. Era la última de todas las noches que contaría los minutos hasta lograr evadirse a sus aposentos.

Aquella noche se pondría en camino para ir a buscar a su hermano, rescatarlo y, con suerte, no volver jamás a aquel lugar infernal. Quizá la enfermedad de Will resultaba ser una oportunidad disfrazada. Quizás encontrarían una pequeña casa de campo cuando regresaran y ella podría dar clases o abrir una escuela rural. Ella se contentaría con una vida modesta. Y Will era un hombre de talento. Si no quería ser maestro de escuela, podría buscar otro medio de vida.

El rango que le habían comprado a Will en el ejército podría venderse con facilidad. Su hermano podría obtener una suculenta suma de dinero sólo con los uniformes y, si habían desembarcado también sus caballos, podrían ponerlos a competir. Como parte de su contrato matrimonial, ella había insistido en que Will tuviera una reata de potros de primera categoría para jugar partidos de polo en la India.

Alentada por su nuevo optimismo y mirando con frialdad todas las esperanzas previas que había depositado en la carrera estelar de su hermano, de repente consideró la enfermedad de su hermano como un ejemplo clamoroso de la intervención de la mano del destino.

Por lo que respecta a la posibilidad de que Will no sobreviviera o que ya hubiera fallecido, se negó a pensar en algo tan espantoso. Con el coraje de sus nuevos convencimientos reforzando su determinación, miró fijamente, al otro extremo de la mesa, a su marido… que ya tenía la cara colorada de empinar el codo, la pechera de la camisa manchada de sopa… y le dijo con una calma intencionada.

– Hoy he recibido una misiva del oficial de mando de mi hermano -le dijo Elspeth-. Will ha contraído una enfermedad y lo han desembarcado en Tánger. Me gustaría ir a buscarlo y traerlo a casa.

A Grafton se le resbaló de la mano la cuchara sopera, produciendo un sonido metálico contra el tazón, y la miró fijamente con escepticismo.

– ¿Tánger? -gritó a voz en cuello, escupiendo la sopa sobre la mesa-. ¡No seas ridícula! ¡Es un lugar salvaje y pestilente! ¡No quiero ni oír hablar del tema! -Incluso si Grafton no se había indignado por la audacia de la que había hecho gala Elspeth para hacerle semejante, proposición, su voz, después de unas copas de vino, adquiría un timbre atronador.

– No puedo abandonarlo allí, a su suerte. Necesita cuidados. Necesita el aire limpio del campo para restablecerse -Elspeth no se permitiría perder la calma. Ya que no había más remedio, expondría sus argumentos con lógica y cortesía.

– ¡Lo más probable es que tu hermano esté muerto! ¡Has estado desperdiciando el tiempo y mi dinero! ¡Te prohíbo rotundamente que te vayas y no se hable más!

Elspeth empalideció y, agarrándose con fuerza las manos en el regazo para no gritar, se sentó y guardó un sepulcral silencio. Will no estaba muerto. ¡No lo estaba! ¡Cómo se atrevía Grafton a decir algo tan detestable! Y si a ella le quedaba alguna reserva, por nimia que fuera, acerca de su matrimonio, los comentarios ruines proferidos por Grafton la ayudaron a disipar con eficacia sus dudas. Elspeth notó que las ventanas dé la nariz se le ensanchaban, aspiró profundamente para reprimirse y le hizo una seña al criado para que le retirara el plato de sopa. Nunca volvería a tomar otra cucharada de su asquerosa sopa de cebada.

Elspeth echó un vistazo al reloj mientras un criado le llenaba el vaso a Grafton y otro le servía el segundo plato. Las siete y cuarto. Aquella noche se marcharía, a pesar de que estaba al corriente de las leyes que permitían al marido ejercer un control total sobre la esposa. Empuñó el tenedor y el cuchillo, cortó uno pequeño pedazo de lenguado y se lo llevó a la boca.

Luego se acomodó, esperando a que su marido se desmayara.

A medida que la cena se desarrollaba, se preguntó si el servicio se habría conchabado a su favor, porque mantenían la copa del conde llena. ¿Acaso Addie o Charlie les habían dicho algo? Y no es que no se atreviera a mirar directamente a los criados. Tampoco es que no se atreviera a hacer nada adverso que pudiera levantar las sospechas. En cuestión de unas horas se habría liberado de Grafton Park.

Elspeth comía, bebía. Conservaba la serenidad aunque su corazón latía como un tambor. Sonreír y fingir por última vez.

Aunque una vez acabara la cena y una vez su marido se sumiera en su habitual sopor etílico, su principal preocupación era conseguir dinero para el viaje. No tenía claro si devolvería el dinero al conde o lo consideraría el pago justo a aquellos seis meses de trabajos forzados. Pero, al margen de cuál fuera su decisión, necesitaría una suma importante de dinero.

Por fortuna, sabía dónde guardaba el dinero en efectivo.

Mientras el conde comía como un tragaldabas y bebía hasta la saciedad, Elspeth trazaba su plan, contó el número de paradas que harían entre Yorkshire y Londres, sacando cuentas de las horas que estarían camino. ¿Deberían para a dormir en una posada o bien sería mejor seguir adelante?

Si el conde los perseguía, tal vez lo mejor sería no detenerse.

De una cosa estaba segura. Una vez Grafton cayera dormido, no volvería a despertarse hasta la mañana siguiente.

Como mínimo, tenían garantizada una ventaja de doce horas.


Cuando el mentón de su marido chocó contra su pecho y sus ronquidos adquirieron la cadencia constante del sueño profundo, Elspeth se levantó de la mesa, dio las buenas noches amablemente al servicio y se retiró del salón. Cuando alcanzó el vestíbulo, miró a izquierda y a derecha, y al no ver a nadie, se dirigió al despacho de su marido. Se coló furtivamente en el interior, cerró la puerta con cautela detrás de ella, echó el cerrojo y fue directa al escritorio.

Muy a menudo había tenido que aguardar delante de aquel escritorio de roble macizo, esperando humildemente a que le diera con cuentagotas dinero para los pequeños gastos. Aunque había tenido que pasar por el trago humillante en varias ocasiones, al menos ahora sabía exactamente dónde buscar. Se situó detrás del escritorio y abrió los cajones. Le complació enormemente encontrar una cartera de piel en el interior. Ahora no tendría que llevar el dinero envuelto en la falda escaleras arriba. Mientras examinaba rápidamente los billetes, se fijó en una cajita laqueada metida en el fondo del cajón. Levantó la tapa y la encontró atiborrada de billetes de los grandes.

Elspeth vaciló, los principios morales de toda una vida la inhibían.

El pasaje a Marruecos sería caro… enormemente caro.

Sólo los nobles más adinerados podían permitirse viajar al extranjero. Y Will podía estar agonizando solo, en una tierra extraña y remota.

Cogió rápidamente los billetes, los apretujó en el interior de la cartera, tensó el cordel, cerró el cajón de un golpe y cruzó a toda prisa la habitación. Abrió la puerta con tiento, inspeccionó el pasillo, y una vez convencida de que no había nadie a la vista, dio un paso hacia el vestíbulo, cerró con suavidad la puerta y caminó hacia sus aposentos, con la esperanza de hacerlo con un porte de seguridad.

Si alguien se cruzaba en su camino antes de llegar a su habitación, lo más probable es que no le preguntaran por la cartera. Al menos no a la cara. Lo que no significaba que no intentaran despertar a Grafton.

Echó a correr y no paró hasta que estuvo a resguardo en su sala de estar. Temblando de miedo, se dejó caer en una silla y esperó a recuperar el ritmo de respiración habitual. Necesitaba tiempo para recomponerse después de haber robado por primera vez en su vida. Unos momentos más tarde, viendo que nadie venía a llamar a su puerta, recordó la importancia de su misión, y se puso de pie.

Entró en el vestidor, arrojó la pesada cartera sobre una mesa.

– Tenemos fondos -dijo Elspeth, sonriendo mientras Sophie alzaba la vista del baúl de viaje-. Próxima parada: Londres.

– Siempre y cuando no nos atrape primero.

– No se levantará hasta la mañana. -Si de algo estaba segura después de seis meses de matrimonio, era de eso-. ¿Nos espera Charlie con el carruaje?

– A partir de las siete y media, dijo él… después me preguntó quién nos llevaba.

– Oh, querida -Elspeth frunció el ceño-. No pensé en un cochero.

Sophie sonrió.

– Charlie estaba pensando en marcharse, según me dijo. Y me dijo que tal vez le gustaría ver Marruecos.

– ¿De verdad? -la cara de Elspeth se iluminó-. ¿Dijo que le gustaría?

– Dice que hay una buena tirada hasta allí y no nos piensa dejar ir solas.

Si Charlie las acompañaba, la empresa de repente cobraba visos de éxito.

Elspeth exhaló dulcemente.

Hasta ese momento, no se había dado cuenta dejo preocupada que estaba.


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