Más tarde, cuando sus corazones dejaron de resonar como tambores, cuando pudieron pensar más allá de aquel momento febril, cuando el sexo ya no capitaneaba cada uno de sus impulsos, tomaron un almuerzo frugal compuesto de pan y queso. Meg les había hecho una bolsa con provisiones para que bajaran al río. Se tumbaron sobre la fresca hierba de la ribera, besándose, acariciándose y murmurándose tonterías el uno al otro, él dándole de comer primero, luego ella a él. Bebían a sorbos hock frío, entre beso y beso.
– No quiero irme -murmuró Elspeth-. Creo que me quedaría aquí y no volvería nunca a casa.
– La mantendría a salvo. Podría desaparecer y nadie la encontraría.
– Ah… qué tentador. ¿Y vendría para hacerme el amor y tenerme contenta?
– Cada día, cada hora, cada minuto. -Para un hombre que había experimentado todas las sensaciones sexuales, el grado de su implicación no sólo era sorprendente, sino que tampoco tenía precedentes-. Le traería todo lo que necesitara. Deme una lista cada día y me ocuparé de todo.
– Sólo quiero que se ocupe de mí… para siempre…
– ¿Ahora? -como si no hubiera tenido ya una docena de orgasmos, su erección, su deseo era insaciable.
– Sí, sí… ahora y dentro de cinco minutos, y dentro de dos minutos… por favor, por favor, por favor -se dio la vuelta poniéndose boca arriba, abrió los brazos, elevó las caderas y sonrió de forma sensual y tentadora-. Estoy hambrienta de usted.
Él se hundió en su cuerpo un instante después, sintió su carne trémula alrededor de él y finalmente comprendió, después de infinidad de mujeres y su libertinaje sin límite, lo que era el placer. Era algo lúcido, luminoso y demente al mismo tiempo. Era el vacío del cosmos, la nimiedad de una respiración, el sentido de haber alcanzado -después de un viaje arduo y prolongado- el final de trayecto.
Pasaron el resto de las jornadas de las carreras en el Red Lion, aunque con un formato diferente de aquel en el que habían fantaseado tan alegremente. Ninguno de los dos podía hacer caso omiso de las obligaciones conyugales de Elspeth ni de las franjas inquebrantables de los horarios de las carreras diarias en Newmarket. Pero, dentro de esos confines, varias horas al día eran enteramente suyas.
Hicieron el amor con un sinfín de variantes. Cada roce, cada caricia, cada sensación se volvía más exquisita por la naturaleza fugaz del tiempo que compartían. La alegría era frágil y precaria, dulce como la miel. Y recogieron sus capullos mientras pudieron, como lo habían hecho los amantes durante milenios antes que ellos, sin mencionar el mañana.
En los intervalos de sus juegos amorosos abandonaban aquella ermita acogedora que se encontraba bajo los aleros del tejado e iban a pescar o a pasear, de vez en cuando, por el jardín aromático y rebosante de vivos colores. Comían los bocados exquisitos que Meg les preparaba y tomaban el bock de Darley. Se tumbaban al sol y hablaban de lo humano y lo divino, como hacen los amantes… con ansias de conocer cada pequeño detalle de la vida del otro.
Darley nunca había dejado que alguien le viera tan vulnerable.
Elspeth había reprimido durante tanto tiempo sus pensamientos y palabras que se sentía como un prisionero puesto en libertad en un maravilloso país de ensueño.
– Si hablo demasiado, dímelo -le musitó Elspeth-. De verdad, hazlo.
Él se había reído y la había besado más, diciéndole:
– Cuéntame cómo era tu madre o cuáles eran tus asignaturas preferidas en la escuela… -y la mayoría de las veces-, qué caballos prefieres… antes y ahora.
Por debajo de la pasión amorosa que los magnetizaba y los mantenían esclavos, profesaban una devoción igualmente apasionada por las carreras y los purasangre de primera, la piedra de toque de sus vidas. Hablaban largo y tendido de líneas de sangre y pedigríes, de las buenas crías. Hablaban sobre buenos preparadores y adiestramiento, de las ventas más importantes del año y de las principales carreras de caballos. Era un encuentro agradable y armonioso de ideas, pensamientos y propósitos.
Elspeth se preguntó fugazmente si acaso aquella pasión mutua por los caballos tenía algo que ver con la fantástica relación en términos de ardiente afectuosidad que mantenían. Pero, por otro lado, había hablado de caballos durante toda su vida con mucha otra gente y nunca había sentido eso.
Era Darley, mera y sencillamente… era de una belleza arrebatadora, tenía un cuerpo impecable y poderoso, un encanto inexpresable. Su reputación complaciendo a las mujeres en la cama no sólo se la tenía de sobras merecida, sino que también era muy apreciada.
Era una lástima que tuviera que abandonar pronto Newmarket.
Ojalá su vida fuera diferente, pensaba Elspeth.
Lo sabía más que bien, por supuesto. Sabía que era una estupidez albergar sueños inalcanzables. Le quedarían esos pocos días con Darley y le estaría agradecida por ello. Él tenía que atender compromisos familiares en Londres la próxima semana, según le había dicho. El inicio de la Season requería su presencia en la ciudad. Sus obligaciones estaban igual de marcadas. Grafton regresaría a Yorkshire para la temporada de carreras locales inmediatamente después de las jornadas de Newmarket.
Pero aquella comprensión racional hacía poco por contrarrestar el terrible sentido de pérdida y de carácter definitivo que sintió cuando se preparaba para salir por última vez de Red Lion. Y a pesar de intentarlo, no pudo reprimir la tristeza.
Al principio el marqués intentó desoír las lágrimas de Elspeth, para las que no tenía ningún alivio que ofrecerle salvo la compasión por su difícil situación. Ella rechazó aceptar dinero de él, aunque él lo intentó en reiteradas ocasiones. Tampoco pudo darle ninguna esperanza de que volverían a verse. No hacía ese tipo de planes. Nunca los hacía.
– Me dije a mí misma que no iba a hacer esto -le susurró, aspirando ruidosamente mientras se ponía un guante-. Realmente es bastante humillante por mi parte. Desde luego -volvió a sorber-, me encuentro bastante mejor.
Él estaba cerca de la puerta, esperando.
– No soy muy bueno con los adieux -dijo sin rodeos-. Pero he disfrutado mucho esta semana -Al final, le había costado varios miles de libras. La tarifa de Amanda fue en aumento cada día a medida que Grafton aumentaba la presión para conseguir sus favores sexuales-. ¿Tienen previsto, usted y Grafton, volver a la ciudad para la Season?;-era el más mínimo acto de cortesía, a su juicio.
– No -le contestó, respirando hondo, sin pasársele por alto la incomodidad de Darley-. Yo también he disfrutado esta semana. Le estoy profundamente agradecida por su compañía -Se sintió capaz de sonreír cuando reflexionó acerca de la gloria de ese compañerismo-. Ha sido muy buen maestro.
Él se sintió repentinamente molesto por su comentario. ¿Encontraría un sustituto que siguiera enseñándole una vez de regreso en su casa de Yorkshire? ¿O ya sabía lo suficiente como para convertirse en maestra? No cabía duda que la dama poseía un don innato para los juegos amorosos. Por otra parte, eso es lo que hacían muchas mujeres que conocía, y sólo porque una bella señorita, amante de los caballos, le hubiera divertido durante unos días, no era motivo para cambiar su forma de vida. Reprimió con atino su despecho y recobró su voz delicadamente cortés:
– No podría haber contado con una alumna más aventajada -él también sonrió-. Tendré un muy grato recuerdo de esta semana.
No podía ser más sencillo. Con qué serenidad había hablado. Las relaciones amorosas eran habituales entre la alta sociedad, el sexo no era más que una distracción pasajera. Y Darley, más que nadie, profesaba esas actividades libertinas.
Ella sólo había sido su diversión esa semana.
Pero ahora había llegado el momento de marcharse.
Elspeth recogió el otro guante del vestidor, metió la mano en el interior de la piel de cabritilla bordada y se dirigió hacia la puerta.
– ¿Podrá darles las gracias de mi parte a Meg y Beckett la próxima vez que los vea? -ella también podía ser cortés.
– Por supuesto -le respondió, abriendo la puerta e inclinándose con una reverencia.
El servicio había partido oportunamente al pueblo después del almuerzo, ahorrándole tener que despedirse o cualquier embarazosa conversación trivial de despedida. Darley pensaba en todo, advirtió Elspeth. Por otra parte, no era extraño, siendo todo un experto en la materia.
El camino de regreso fue violento, la conversación no fue más que un intercambio de banalidades trilladas acerca del clima o el paisaje que dejaban atrás.
Elspeth se encontró a sí misma formulando observaciones recurrentes sobre el cielo soleado, no tenía la cabeza para chácharas ingeniosas.
Durante el viaje, el marqués creyó necesario reprimir una y otra vez el impulso de decirle «Venga a visitarme a Londres. Le enviaré un carruaje». El hecho de anidar ese tipo de pensamientos era inquietante para un hombre que estaba acostumbrado a que sus diversiones sexuales fueran pasajeras. Que estuviera tentado a ofrecer una invitación semejante iba en contra de todos sus instintos. Encajó la mandíbula con dureza cuando tiró de los bayos para que se detuvieran en el camino que había detrás de la propiedad de Grafton, y su primer pensamiento se esfumó.
Elspeth tenía el mismo parecer y, en el instante en que el faetón se detuvo del todo, bajó de un salto al suelo. Posiblemente no podría soportar que Darley la tocara para ayudarla a bajar. Ni quería tener que cumplir con el acto inapropiado de darle un beso de despedida… o bien que él la besara.
De todas formas, ¿qué sentido tenían los besos?
Todo había acabado.
Se obligó a comportarse como una adulta… a sonreírle y hacerle un gesto de despedida. Incluso podía ser un gesto desenfadado.
– Que tenga una agradable Season en Londres. Y gracias de nuevo por estos deliciosos días de vacaciones.
Él asintió.
– No hay de qué.
Darley no había sonreído… ni ahora, ni una vez durante aquel trayecto que parecía interminable. Ni le había dado las gracias de su parte, pensó Elspeth, girándose rápidamente y alejándose para que no viera sus ojos anegados de lágrimas. Aunque era poco probable, según se dio cuenta un segundo más tarde, cuando oyó el sonido del carruaje del marqués alejándose a toda velocidad.
Atravesó corriendo el jardín, entró en el huerto, cerró rápidamente la puerta a sus espaldas, y fuera de la vista de la gente del camino y la casa, se derrumbó sobre la hierba y sollozó descontroladamente.
¿Cómo iba a sobrevivir a la agonía de su matrimonio de ahora en adelante, después de haber experimentado tanta felicidad con Darley? ¿Cómo iba a soportar los días, las semanas y los meses interminables, prisionera de un hombre viejo, vil, repugnante y odioso? ¿Cómo iba a mantener la impostura de comportarse como la esposa de Lord Grafton cuando él la agobiaba de muchas maneras diabólicas? ¿Y si no podía? ¿Y si sucumbía a su malignidad, como sus anteriores esposas y se quitaba la vida?
Jamás, retumbó en su cabeza una voz fuerte y firme con convicción absoluta, con un sonido que se parecía a la voz de su madre. Levantó la mirada, como si pudiera ver a su muy amada madre. En lugar de eso, vio mariposas revoloteando de flor en flor, sintió el calor del sol en la cara y una palpitación de esperanza se agitó en su pecho. ¿Acaso su madre no había sido siempre optimista, incluso cuando la vida le mostraba el lado más aciago? ¿Acaso no le había enseñado a ver siempre la parte positiva de las cosas? ¿Y acaso no sabía ella que Darley era tan difícil de atrapar cómo las mariposas que se movían rápidamente entre las flores?
Su vida siempre había sido menos frívola que la de Darley y ahora eso no cambiaría por el hecho de que se hubieran conocido. Ella se había casado por Will. Perseveraría por él porque merecía un futuro mejor del que le habían dejado. Aunque en defensa de su padre… ¿cómo iba a saber que el testamento de su tío se alteraría para beneficiar al primo Herbert, el cual apareció oportunamente junto al lecho de muerte de tío Dwight?
Pero lo pasado, pasado estaba, se recordó Elspeth con severidad. Con suerte, Grafton se emborracharía hasta morir antes de que ella fuera demasiado vieja, o bien Will regresaría de la India con una fortuna mucho mayor que cuando partió, y la salvaría. No eran pocos los oficiales ingleses que lo habían logrado en la tierra de los maharajás, y de los rubíes y diamantes del tamaño de un pichón. Ante ese pensamiento halagüeño, se secó la cara con la falda, enderezó la espalda, respiró hondo y visualizó a Will como la última vez que lo vio con su uniforme, regalándole una sonrisa juvenil que hubiera iluminado una habitación entera. Siempre había sido el sol de su vida -despreocupado y jovial, nunca decaído, el eterno optimista -clavadito a su padre, que nunca se había desesperado, ni siquiera en los momentos de mayor zozobra económica.
Si su padre no hubiera estado tan endeudado con la subasta de Tattersalls, la venta del establo habría generado algún beneficio. Sí, sí, sí. Si los deseos fueran caballos…, pensó apenada.
Pero por mucho que soñara, esos sueños no iban a resolver sus problemas. Sencillamente tendría que salir del paso hasta que regresara Will…, con un poco de suerte, más rico que cuando partió.
La fría despedida de Darley le había dado mucho que pensar.
Elspeth entendió mejor que nunca que su destino estaba completamente en sus manos.
No iba a aparecer un deslumbrante caballero para socorrerla.
Ni un buen samaritano la liberaría de las ataduras del matrimonio.
Sólo era responsable de ella… y de Sophie… y ella era capaz de cruzar los continentes… por Will.