Capítulo 20

Un rato después, Charlie estaba siguiendo a la hermana de Darley mientras subía deprisa por la escalera rumbo a la habitación de la segunda planta que el posadero había ofrecido a Elspeth.

Hubiera preferido ir él en primer lugar y advertir a su señora, pero no se le había presentado la oportunidad. Y sabía perfectamente que no podía tener prioridad sobre una condesa, sin importar lo amistoso que fuera su talante.

Betsy llamó a la puerta y, sin esperar respuesta, la abrió y entró en la habitación. Tal vez Darley y ella tenían mucho en común en cuanto se refería a conseguir lo que querían. O quizá su gran fortuna les permitía consentirse sus impulsos.

Elspeth se levantó sobresaltada al ver a la hermana de Darley, los colores le afluyeron a la cara, y todas las variantes imaginables de la palabra desastre le invadieron la cabeza.

– ¡Sorpresa! -gritó Betsy, una palabra que sin duda se quedaba corta para describir su intromisión-. ¡Qué maravilla que esté en Londres! Debe alojarse en nuestra casa, por descontado -murmuró, avanzando envuelta en una nube de perfume para dar un abrazo a Elspeth.

Elspeth, abrumada por su abrazo perfumado, le dirigió una mirada reprobadora a Charlie, mientras intentaba dar con un pretexto acertado para rechazar la invitación de Betsy.

Pero, paralizada por el choque, su mente era incapaz de inventar una excusa diplomática.

La hermana de Darley interpretó su silencio como una afirmativa y proclamó nada más soltar a Elspeth:

– No se hable más, pues. Nos divertiremos. Puedes acabar de tomar el té en nuestra casa -añadió, reparando en el té y el pan con mantequilla que reposaban sobre una mesa cercana. Hizo un gesto con la mano a Sophie, que había sido testigo de la escena con sentimientos enfrentados, y añadió con la autoridad que confiere el rango y la fortuna-. Prepare las cosas, mi buena mujer. Partimos de inmediato.

– No puedo, de verdad, no puedo -declaró Elspeth, con la cara ruborizada, presa del pánico, obligándose a hablar antes de que fuera demasiado tarde.

Betsy sonrió.

– Por supuesto que puede.

– Por mucho que aprecie su generosidad -Elspeth meditó qué palabras escoger-, no podemos. Estamos… eso es… estamos viajando de incógnito.

Betsy se limitó a sonreír de nuevo.

– No le diré a nadie que está en la ciudad.

A la desesperada, puesto que la idea de ser una invitada de la hermana de Darley le resultaba aterradora en todas sus numerosas implicaciones, Elspeth le contó la noticia de la enfermedad letal de su hermano con la esperanza de que su negativa fuera más comprensible-. Ya lo ve, me temo que mi compañía no sería demasiado agradable. Tengo muy presente a Will en mi cabeza.

– Y así debe ser -murmuró Lady Worth-. Debe de estar preocupadísima. Pero quedarse sola en un momento así sólo aumentará su ansiedad -le dio un golpecito en el brazo a Elspeth-. Si la inquieta encontrarse con Julius, no tema. Está fuera de la ciudad. -No era exactamente un engaño, puesto que en ese momento lo estaba. Y no se podía esperar que ella supiera cuánto tiempo se quedaría en Langford-. Venga. Es absurdo que se quede en este cuartucho estrecho cuando tenemos una casa vacía, a excepción de mis padres, mis hijos y yo.

Elspeth casi se desmayó en el acto. ¿Cómo iba a conocer a los padres de Darley? ¿Qué les diría? Hice el amor con su hijo en Newmarket, pero por lo demás tampoco lo conozco demasiado. O tal vez: he abandonado a mi marido, le he robado dinero y me he fugado-. Para ser totalmente sincera -le dijo, escogiendo declinar la invitación con una explicación tan directa que incluso alguien de ideas amplias como Lady Worth seguro que encontraría ofensiva-, he abandonado a mi marido y prefiero el anonimato de esta posada.

– ¿Ha abandonado a Grafton? -Betsy aplaudió con sus manos enguantadas-. ¡Hurra por usted! El mundo también aplaudirá su decisión. No es que no entienda que usted prefiera la discreción -y prosiguió con un susurro conspirativo-, pero nadie tiene que saber que se queda en nuestra casa. Venga. Todo decidido. Vamos, hablaremos en el carruaje mientras su doncella le prepara el equipaje.

– No… no, por favor… no podría. Nos vamos tan temprano que molestaríamos a toda la casa.

Betsy rechazó sus objeciones con un movimiento despreocupado de las manos.

– Ésa es una razón más por la que tiene que pasar su única noche en Londres en un ambiente más agradable. Esta noche cenaremos en familia. Será completamente informal -dijo, reparando en el vestido de viaje de Elspeth-. Darley disfrutó mucho con su compañía en Newmarket -le guiñó el ojo-. Tengo el presentimiento de que la echa de menos.

Tanto el hermano como la hermana eran igual de encantadores, decidió Elspeth, capaces de decir lo que uno desea escuchar. Si a Lady Worth la movía simplemente, la buena educación o cualquier otro motivo, Elspeth sintió que deseaba de un modo ilógico que sus comentarios fueran verdad.

– Yo también disfruté de nuestra amistad en Newmarket -le contestó, las semanas de deseo enfermizo y de sueños con Darley daban fe de ello.

– Julius me contó que su familia era muy aficionada a los caballos. ¿Quiere que le enseñe la colección de libros que tenemos sobre purasangres? Tengo entendido que la biblioteca sobre carreras de Julius suscita unos celos desmedidos entre los aficionados a las carreras de caballos.

Todos los propietarios de purasangre y criadores conocían la amplia colección de Darley. Pero pocos la habían visto y ahora le estaban ofreciendo a ella el acceso a ese tesoro. Además, a punto de cogerse al poste de la cama y de negarse a mover, Elspeth se dio cuenta de que las posibilidades de quedarse en la posada eran nulas.

Y la ocasión de ver la casa donde creció Darley no podía desdeñarse.

Finalmente, y quizá lo más importante, la calidez sincera de Betsy la había conmovido en un momento en que su vida era un total y absoluto caos.

Y si Darley estaba ausente de la ciudad, aparte del apuro de conocer a sus padres, ¿qué otro inconveniente había en pasar una noche en Westerlands House?

Sólo era una noche.

Mañana estarían en alta mar, y pasara lo que pasara aquella noche -vergonzosa o no- se reduciría a un recuerdo. La racionalización trabajaba a pleno rendimiento.

Y tal vez también funcionaba una pequeña porción de melancólica esperanza.

O quizá sólo se sentía triste y sola, y las atenciones de Betsy llegaban en un momento oportuno.

– He pasado toda mi vida rodeada de caballos -apuntó Elspeth, con la decisión tomada-. Debería disfrutar hojeando los libros de Darley sobre purasangres.

– ¿Y beber una o dos copas de champán? -observó Betsy, contenta, con una sonrisa fulgurante.

– Sí, también debería disfrutar de eso.

– Entonces nos vamos -Betsy levantó la mano-. Espero que no le molesten los niños en la mesa. Les encanta unirse a nosotros.

– No me importa en absoluto.

Betsy extendió la mano y deslizó sus dedos entre los de Elspeth.

– ¿Por qué no vamos tirando y mantenemos una agradable charla mientras su doncella le prepara las cosas?

Cuánto tiempo hacía que no tenía un amigo con quien hablar, pensó Elspeth, sintiendo que una repentina ola de soledad la arrollaba. Pero se obligó a sonreír en lugar de llorar y cogió la dulce mano de la amistad que ella le ofrecía.

Las mujeres ya estaban riéndose antes de llegar al pie de las escaleras.


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