Capítulo 2

Lady Grafton había entrado en la sala de juego y esperaba a que un lacayo le llenara un vaso de brandy cuando el marqués fue a su encuentro. Sin embargo, no esperaba sola.

Estaba rodeada por un enjambre de admiradores que forcejeaban por abrirse paso hasta ella.

Cuando Darley se acercó, la multitud se apartó como el mismísimo mar Rojo, por el respeto que tenían hacia las aptitudes del marqués en los duelos, su carácter imprevisible, su título nobiliario y, por último, pero no menos importante, por su enorme fortuna, que superaba con creces las restantes cualidades dentro de la jerarquía de los valores aristocráticos.

Julius se inclinó con gentileza cuando llegó justo hasta el lugar donde ella aguardaba. Su sonrisa era uno de sus mayores atractivos.

– Darley, a su servicio, señora. Según tengo entendido, es usted una amazona de primera categoría. Consideraría un honor incomparable poder prestarle cualquiera de mis caballos durante su estancia en Newmarket.

– Muy amable por su parte -murmuró ella, sin devolverle la sonrisa-. Pero mi marido trajo los caballos del sur. Si me disculpan, caballeros.

Tomó el vaso que le ofreció el lacayo y dio un paso hacia delante.

Cualquier otro hombre se hubiera apartado a un lado, cualquiera menos Darley.

De hecho, eso es lo que hicieron todos… aunque no sirvió de mucho, puesto que el marqués le cerró el paso.

– Si se me permite acompañarla -se ofreció amablemente, alargándole el brazo.

Ella lo miró a los ojos, con una mirada que destilaba una franqueza distante.

– Preferiría que no lo hiciera.

Se oyó una débil aspiración entre la aglomeración de galanes que les rodeaba como reacción ante el asombroso rechazo de la mujer.

– Soy inofensivo -susurró Julius, con un amago de sonrisa, y dejó caer su brazo a un lado.

– Le ruego que me permita discrepar al respecto, señor. Su reputación le precede.

– ¿Acaso tiene miedo? -su voz se tornó repentinamente más grave, para que sólo ella escuchara sus palabras.

– Ni hablar -le dijo también en voz baja para no atraer la atención, en especial estando en compañía de un hombre como Darley, cuyo nombre era sinónimo de libertinaje.

– Se trata sólo de un breve paseo a través de la multitud. ¿Qué puede importarle?

Su voz era suave, su mirada extrañamente afable, su belleza, a corta distancia, excedía con creces todos los comentarios que ella había escuchado en la lejanía, desde su parroquia rural. Rumores que había escuchado, como cualquier otra joven que estuviera al corriente de los chismes de sociedad. Las escandalosas proezas de Lord Darley habían inflamado las páginas de The Tatler [1] durante años.

– Es cierto, qué importancia tiene -aceptó ella con cierta brusquedad e inclinó la cabeza en señal de aprobación.

Desde el primer momento Lord Darley había intuido que ella aceptaría el reto. Algo en el porte de su barbilla le dio motivos para sospechar que era una mujer dotada de valor. Casarse con Grafton, no cabía duda, requería un coraje a prueba de bombas. Él le quitó el vaso de brandy de la mano, le hizo una reverencia grácil y le ofreció su brazo.

En cuanto Elspeth descansó la palma de la mano sobre la manga del chaqué de lana marrón del club de jockey de Lord Darley, ésta sintió un vuelco repentino en el corazón. «Imposible», pensó ella, que distaba mucho de ser una mujer de emociones frívolas. Pero luego… volvió a tener la misma sensación cuando él la obsequió con una nueva sonrisa. Esta vez la sacudida trémula de sensaciones nada tuvo que ver con el corazón.

– Si de verdad le gusta montar, debería considerar la posibilidad de sacar a pasear mi caballo de carreras, Skylark. Es increíble -añadió Julius. «Como tú», pensó en su fuero interno, tratando de ignorar la violenta reacción que había experimentado su cuerpo ante la suave impronta de la mano de ella.

– Mi marido no me lo permitiría.

– Yo podría hablar con él. No creo que desapruebe que usted monte durante su estancia en Newmarket.

– En todo caso, montaría mi propia cabalgadura. Pero gracias por su ofrecimiento -le dijo al tiempo que se detenía en el pasaje abovedado del salón de baile-. Ahora, si es tan amable, desearía continuar sola.

– De hecho, no vive en una cárcel, ¿verdad? -Quería hablar con suavidad, pero su tono sonó más severo de lo que hubiese querido.

– En realidad, sí -contestó, lacónica-. ¿El vaso, por favor?

– ¿Está bien?

Una preocupación sincera subyacía en su pregunta.

– Perfectamente. Pero incluso si no fuera así, no es de su incumbencia. ¿Queda claro?

– Sí, por supuesto. ¿Puedo pasar a verla?… y a su marido, por supuesto -añadió más tarde.

– No. Adiós, señor -Y, tras recuperar el vaso de su mano, dio media vuelta y se alejó.


– He oído que no ha salido muy airoso de su cacería -comentó Charles cuando Julius se reunió con él.

El marqués frunció el ceño.

– Por lo visto la señora es una auténtica prisionera.

– ¿Qué le dije? Encuentre a otra presa. O simplemente permanezca inmóvil, atento a la legión de mujeres que van en busca de algo -le propuso Charles, arqueando las cejas-. Como la bandada de mujeres que se acerca.

Julius prestó atención al ramillete de elegantes damas que se desplegaba, meneando los rizos, con las mejillas sonrosadas y un propósito bien definido en sus pasos.

– Me voy -murmuró él-. Presente mis excusas. Encuentro a Caro Napier especialmente aburrida, por no hablar de Georgiana Hothfield y maldita sea… Amanda… -sin volver la vista atrás, el marqués se escapó de la última persona que deseaba ver, avanzando a grandes zancadas entre la multitud.

Sólo porque Amanda y él hubieran compartido alguna noche esporádica no significaba que ardiera en deseos de hablar con ella. «Dejemos que sea otro petimetre el que la entretenga esta noche», pensó Julius. Tenía otras cosas en la cabeza… como, por ejemplo, aquellos rizos dorados, aquellos espléndidos pechos sonrosados, aquellos ojos de un frío azul que él había intentado derretir.

Tras escabullirse por las puertas de la terraza, dando enormes pasos, llegó a su mansión, situada a las afueras de la ciudad.

En cuanto entró en casa, mandó a los lacayos que se retiraran, luego se dirigió con aire resuelto hacia su estudio, allí se sirvió un coñac y se lo bebió de un trago. Volvió a llenarse el vaso, se sentó junto al fuego y se relajó por primera vez desde que había llegado al Race Ball. ¿Por qué todas las personas que participaban activamente en la vida social le parecían estar tan lejos de él? Las mismas personas, tediosas y predecibles, se reunían noche tras noche, semana tras semana, en todos los actos. Uno se encontraba con las mismas mujeres en todos los eventos y allí, en Newmarket, donde las formas eran un poco más relajadas y la concurrencia más reducida, resultaba dificilísimo evitar ser acosado por una ex amante.

Por otra parte, determinó él, existían mujeres como la deliciosa Lady Grafton, cuyo acoso sería recibido como una bendición.

Al recordar aquella exuberante belleza se le dibujó en los labios una sonrisa fugaz que, rápidamente, fue sustituida por una mueca de disgusto, apenas perceptible. Aquel no era el curso habitual de los acontecimientos… podía tener mujeres a mansalva, mujeres que no deseaba… (sus anteriores deseos apremiantes quedaban olvidados). Por el contrario, aquella mujer que le había parecido tan tentadora no estaba disponible.

O eso parecía, se dijo con evasivas, poco habituado a vérselas con la frustración.

Nacido en el seno de una importante familia, con una infancia repleta de privilegios de toda clase, premiado por la naturaleza con un atractivo físico y un talento superior a la media, él, Julius d'Abernon, marqués de Darley, heredero del duque de Westerlands, contemplaba su lugar en el mundo con una falta de humildad tal vez excusable.

Cuando iba ya por el tercer coñac, descartó cualquiera de los obstáculos que pudiera haber en su camino hacia Lady Grafton y, en su lugar, le daba vueltas a cómo podía tentarla para que dejara a un lado sus obligaciones conyugales. Si Grafton había quedado incapacitado, aquella dama estaría agradecida de tener una oportunidad discreta para dar rienda suelta a sus pasiones. Ella, joven y guapa, rebosante de vida, tenía vedados los placeres de la carne. Introducirla en las cuestiones amorosas sería de lo más gratificante.

Decidió dejar a un lado la opinión que le merecían las vírgenes, a las que consideraba aburridas, porque Lady Grafton despertaba en él un extraño e inexplicable deseo. Su belleza, aunque endemoniada, no era razón suficiente para explicar aquella atracción sin precedentes que ejercía sobre él. Durante años se había estado divirtiendo con las beldades del momento. Esquivar a un marido vigilante tampoco le suponía enfrentarse a un nuevo reto. De las mujeres de su clase se esperaba que se casaran como es debido y no por amor. Por general, una vez daban a luz al heredero, se entregaban a la diversión fuera del lecho conyugal.

Pero entonces, ¿por qué sentía semejante atracción? ¿Por qué recordaba extasiado a aquella joven rubia? ¿Acaso era la situación que vivía, tan contrapuesta a la suya, la que suscitaba su interés? ¿Le seducía la idea de que fuera la hija de un vicario?

¿O entraba en juego alguna clase de hechizo?

¿De alguna manera ella le había dado a entender, sin utilizar las palabras, sus deseos más íntimos?

Descartó esa ridícula idea y echó la culpa de aquella sarta de absurdidades a los tres coñacs, además de la enorme cantidad de bebida que había consumido durante la noche. Con todo, a pesar de desterrar aquellos ridículos pensamientos, le resultó imposible liberarse de la imagen de Lady Grafton. Podía incluso percibir su fragancia a violetas, contemplar su esplendoroso busto, su esbelta cintura, la curva de sus caderas. En su imaginación su cabello dorado emitía un suave resplandor, le parecía ver el titileo de los diamantes en sus lóbulos rosados. El recuerdo del ligero roce de la mano de ella sobre su brazo encendió su lujuria.

Era inexperta, estaba sin estrenar, todo un deleite para la vista, y si Grafton la exponía, ¿acaso podían criticarle por picar el anzuelo?

La respuesta era previsible. El mundo le pertenecía desde la cuna.

Pasaría a visitarla mañana.

Y vería qué pasaba…

Las agradables ensoñaciones de lo que haría al día siguiente lo embargaban e hizo caso omiso del sonido de una discusión, que se desencadenaba más allá de la puerta de su estudio, hasta que Amanda irrumpió en la habitación, desobedeciendo al lacayo que intentaba negarle la entrada.

– Fuera de aquí -le ordenó ella, zafándose del lacayo que se quedó en la entrada con el semblante distraído.

– Gracias, Ned. Le agradezco sus esfuerzos. Le llamaré si necesito algo -dijo Julius, haciéndole un gesto con la cabeza.

Cuando el lacayo cerró la puerta, Amanda se descalzó con una familiaridad propia de las viejas amistades.

– Uno podría pensar que Ned estaba vigilando las joyas de la corona -le soltó ella con desdén-. Aunque tal vez la comparación sea acertada -añadió con sonrisa burlona. Caminó cerca del fuego de la chimenea y se desplomó en una butaca frente a Julius, luego se recostó y, tras examinarle por debajo de las pestañas, le dijo sonriendo-: Esta noche te has escapado.

En lugar de decir «fuera de aquí», le respondió con aire risueño:

– Tenía una cita. -Al instante, Julius se dio cuenta de que Amanda podía serle de utilidad. Podría acompañarle mañana en su visita a Lady Grafton. El viejo Grafton no pondría impedimentos a que Lady Bloodworth visitara a su esposa-. Ahora, no obstante, estoy libre -susurró-. ¿Te apetece tomar algo?

– A ti -le dijo en un arrullo.

– ¿Aquí o arriba? -preguntó con tono gentil, haciendo gala de sus mejores modales, dado que la cooperación de Amanda estaba en juego.

– Debería de estar enfadada contigo… huyendo de esa manera -le contestó haciendo un mohín encantador.

Por lo general, ella lo habría sacado de quicio con semejante intrusión y aquel mohín de reproche. Pero, absorto en sus planes, se encontraba de un estupendo humor.

– Permíteme que te ponga de mejor humor, querida -comentó él, mientras se daba unas palmadas en el muslo-. Acércate, siéntate en mi regazo.

Al mismo tiempo que una satisfecha Amanda Bloodworth se levantaba del sillón, Elspeth estaba a un paso de perder los estribos. Le había llevado a su marido una buena cantidad de brandys, que resultaron ineficaces para mejorar su mordaz carácter. Ella había declinado amablemente una docena de invitaciones para sacarla a bailar cuando le habría encantado bailar, había soportado a regañadientes las aproximaciones lascivas del hermano de Grafton, igual de repugnante que su marido, y si su marido la hablaba bruscamente una vez más, le estrangularía delante de todos los invitados al Race Ball.

Era ella la que necesitaba un trago, aunque al principio de su matrimonio había aprendido que alcohol y resentimiento eran un peligroso combinado. Con el futuro de su hermano en juego, se limitaba a tomar una ratafia de vez en cuando.

Después de la boda, Grafton le había comprado a Will una graduación de oficial en el Regimiento 73.°, tal como habían acordado, lo equipó con todo lo acorde a su rango de teniente y le asignó una paga de cuatrocientas libras anuales. Supeditada, claro está, a las atenciones que ella le brindara.

Por tanto, estaba obligada a soportar la carga de ese matrimonio… al menos hasta que el tiempo se encargara de poner punto final. No iba a sacrificar toda su vida de forma abnegada o sumisa, todavía acariciaba sueños para un futuro, cuando Grafton sucumbiera a su vejez.

El día de su boda se repetía en su fuero interno que él no podía vivir eternamente. Por suerte, las Parcas intercedieron a su favor aquella noche, aunque el momento que había precedido al colapso de su marido fue aterrador. Se había presentado en su habitación completamente borracho, empleando el lenguaje más soez para insultarla, amenazándola con pegarle al tiempo que chasqueaba una fusta contra su mano de la manera más malintencionada. Babeando, con la cara enrojecida, arrancándose la ropa mientras se acercaba a la cama, le había gritado que él era el dueño de su cuerpo y de su alma.

Mientras ella se acurrucaba en la cabecera de la cama, tapándose con el edredón hasta el cuello, sin saber qué hacer, si huir o intentar defenderse, su marido, de repente, comenzó a respirar con dificultad y a ponerse morado, y se desmoronó muy cerca de la cama.

Desde entonces, no había día en que no rezara una oración de agradecimiento.

Su marido sobrevivió a la apoplejía, y los insultos y exabruptos se convirtieron en una constante, como una mortificante lección de humildad para ella. Pero, una vez recuperado, quedó atado a la silla de ruedas, y no se volvió a producir un nuevo intento de penetrar en su habitación. Agradecida, se resignó al purgatorio de su matrimonio.

Aunque, en momentos como aquel, incluso sus sueños en una felicidad futura parecían difíciles de alcanzar.

Tan difícil de alcanzar como el marqués de Darley, cuando aquel enjambre de señoritas se había abalanzado sobre él, recordó Elspeth con una sonrisa en los labios. No es que el compañero del marqués no fuera también un hombre apuesto y, tal vez, asimismo una presa. Pero aunque estuviera de acuerdo con ese detalle, sabía que a quien perseguían aquellas damas era a Darley.

En cuanto a belleza y gracia masculina, el marqués de Darley se llevaba la palma. Alto, de espaldas anchas, delgado y fuerte. Bajo su mano, la musculatura de su brazo le había parecido acero. Por si su cuerpo viril no fuera suficiente, su cara atractiva y su mirada, oscura y seductora, eran legendarias. Bastó una mirada para que ella entendiera los rumores que circulaban sobre él. Con su mirada picara repartía placer aquí y allá.

Se le escapó un ligero suspiro. Bajo otras circunstancias aquella noche podría haber contestado a sus insinuaciones y haber satisfecho sus sentidos. Debería permitirse experimentar con un hombre como Darley, como si experimentara con la afinación perfecta y la dulzura del acto consumado. Había esperado durante demasiado tiempo. De hecho, con veintiséis años, muchas dirían que había desperdiciado su momento de maduración óptima, según el encanto que estaba de moda. Aquella noche, cuando el libertino Darley la cazó con la mirada, ella podría haber consentido.

Nunca había experimentado el calor repentino del deseo, nunca había sentido una sacudida trémula de placer como le había pasado a su lado. Se preguntó cómo sería… sentir su tacto, sus besos.

– ¡Maldita sea! ¡Te has quedado dormida!

Apartada de sus meditaciones, reprimió un estremecimiento, los dedos como garras de su marido la agarraban por la muñeca.

– Estoy despierta -contestó Elspeth, con cuidado de no moverse. A él no le gustaba que ella se sobresaltara ante su roce.

– ¡Ve a buscar mi abrigo! ¡Nos vamos!

Esperó a que él soltara su muñeca y se fue sin replicar. Lo mejor era no reaccionar a su grosería. Dijera lo que dijera, sólo contribuiría a exacerbar el rencor de su marido.

Pero aquella noche, antes de irse a dormir, escribió en su diario su habitual anotación críptica. Un pequeño seis y un cuatro más diminuto si cabe. Seis meses, cuatro días.

Encontraba alivio en su recuento nocturno.

Encontraba consuelo sabiendo que un día todo acabaría.


* * *
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