Capítulo 21

Después de vestirse, Betsy se reunió con Elspeth en su habitación y, arrellanada en su asiento mientras Elspeth acaba de arreglarse, le hablaba como si fueran viejas amigas. Compartió con ella todos los chismes que circulaban por los salones londinenses, le habló de sus hijos y de su marido, y en ocasiones de su hermano.

Cada vez que mencionaba a Julius, Elspeth se ruborizaba, pero también almacenaba cada brizna de información, por pequeña que fuera, para poder saborearla a su antojo en un tiempo futuro. Entendía que sus ansias eran fútiles, aún más… ridículas… pero apreciaba cada detalle revelador sobre aquel hombre que había pasado a significar tanto para ella.

– ¿Has disfrutado del baño? -Betsy señaló la sala de baño adyacente con un movimiento rápido de la muñeca-. La tina procede de un palacio romano, o eso me han dicho. A alguno de nuestros antepasados se le antojó y la embarcó rumbo a Inglaterra.

– Es bastante abrumador. -Elspeth arqueó las cejas formando una media luna perfecta. La tina era de mármol verde, los grifos de oro y cristal, mientras en Yorkshire el lujo del agua corriente fría y caliente era algo totalmente desconocido-. Gracias por enviarme a la criada para que me explicara cómo funcionaba todo.

– Después de un viaje, sé lo bien que sienta un baño.

– Desde luego, ha sido estupendo. -Elspeth realizó un movimiento descendente con la mano-. Sin embargo, debo pedirle disculpas por mi vestido. Teníamos planeado trasnochar en alojamientos más toscos. No tengo ningún vestido bueno en el ropero.

– Luce de lo más encantadora. Le favorece la muselina… a diferencia de tantas otras damas que son algo corpulentas para llevar las nuevas tendencias de pastora.

Elspeth alisó la falda de su sencillo vestido gris marengo, de pie, esperando pacientemente mientras Sophie le ceñía el lazo de seda azul por detrás de la cintura.

– Un color como éste estaba pensado para resistir unas condiciones más sórdidas que las de Londres. Por lo que me dijeron, el puerto donde desembarcaron a Will es poco más que un campamento temporal.

– Le diremos al cocinero que le prepare provisiones para el viaje… y agua potable, no hay duda de que sería igualmente útil. Marruecos es desértico, ¿no?

– No estoy segura. Aunque pronto lo averiguaré de primera mano.

– Ya está, cielo -dijo Sophie, dando un golpecito al lazo para que quedara en su sitio y sonrió a su dama-. Está preciosa.

– ¿Listas? -Betsy se puso en pie, llevaba un vestido de seda color cereza.

Elspeth tomó un poco de aire.

– Confieso que estoy muy nerviosa.

Betsy había retrasado a propósito el encuentro de sus padres con Elspeth hasta que ella se hubiera quitado el polvoriento vestido del viaje, deseando, por el bien de su hermano, que su amante ofreciera el mejor aspecto.

– No hay razón para estar nerviosa -sonrió Betsy-. Mamá y papá la encontrarán encantadora. -De hecho, Lady Grafton era una mujer bellísima… cabellos dorados y una asombrosa candidez… No era el estilo habitual de Julius, pero definitivamente una preciosidad-. En cuanto a mis hijos, le advierto, están mimados y son unos consentidos, y no están ni mucho menos bien educados -declaró con la sonrisa propia de una madre excesivamente amorosa.

– Quedo advertida, entonces -dijo Elspeth, con un atisbo de burla en su voz-. Aunque, cuando los vi en la residencia de Julius, pensé que eran unos niños encantadores.

– Adoran a su tío. Es demasiado derrochador con ellos, pero reprimir a Julius es imposible, como sin duda ya sabe. Vaya, ahora voy y la hago pasar vergüenza. Perdóneme. Creo que tengo tendencia a decir lo que se me pasa por la cabeza en demasiadas ocasiones. Venga, el champán espera. Justo cuando las damas entraban en la sala de estar, en Londres, el ayudante de cámara de Darley llamaba a la puerta de sus aposentos en Langford a orillas de Támesis.

– ¡Un mensaje para usted, mi señor!

Darley, tendido en el desbarajuste total de su cama donde él y Amanda habían estado la mayor parte de las dos últimas semanas, abrió los ojos ligeramente, miró a Amanda, que se había despertado con la intrusión del ayudante de cámara, y gritó:

– ¡Váyase de aquí!

– ¡Es un mensaje de la duquesa, mi señor!

Merde -gruñó, no estaba de humor para asuntos familiares-. ¡Léemelo!

– ¡Está sellado, mi señor!

Su madre sólo sellaba las cartas que iban exclusivamente dirigidas a él. Las invitaciones frecuentes para sus numerosas fiestas y cenas solían abrirlas el ayudante de cámara o el secretario para leerlas.

Lo que significaba que tendría que levantarse de la cama. Suspiró suavemente, desplazó las piernas a un lado de la cama, se puso de pie y caminó con cuidado sobre la alfombra turca hasta la puerta. No era una verdadera emergencia, pensó Darley, de lo contrario su madre habría enviado a alguien de su servicio con el mensaje.

Se pasó la mano por el cabello despeinado, abrió la puerta y, desnudo, de pie en el umbral de la puerta, extendió la mano.

Con la mirada vacía, el ayudante de cámara le depositó la carta en su mano abierta.

– Gracias, Ned. No hace falta que esperes por una respuesta. -Darley cerró la puerta, caminó hacia las ventanas de la terraza donde todavía se filtraba bastante luz en esa tarde veraniega para leer la nota. Rompió el sello, desdobló la hoja y leyó:


Querido hijo:

Pensé que te gustaría saber que tenemos como invitada a Lady Grafton esta noche. Está sola en Londres para pasar una única noche. Zarpará en un barco por la mañana a Marruecos para buscar y traer de vuelta a su hermano enfermo. Con cariño,

Mamá.


Se quedó allí clavado, las palabras le quemaban en el cerebro, la imagen de Elspeth junto a sus padres era al mismo tiempo provocadora y perturbadora. ¿Acaso estaba embarazada?, fue su primer pensamiento. Deliberadamente había evitado los asuntos de paternidad divirtiéndose con mujeres sofisticadas… excepto con la virginal Lady Grafton. ¿Había ido a reclamarle a sus padres? ¿O acaso había una causa más inofensiva que explicara el motivo de estar invitada en Westerlands House? Aunque, bien mirado, las mujeres que le reclamaban no eran nada nuevo en su vida, ¿acaso importaba mucho si estaba en Londres o no?

Llevaba tanto rato de pie con la nota entre las manos que Amanda se irguió sobre los codos y le dirigió una mirada inquisitiva.

– ¿Malas noticias?

– No, no es nada… sólo uno de los banquetes de mamá -tiró la nota en una mesa cercana-. Por alguna razón, cree que puede interesarme.

– ¿Te interesa?

No contestó, se quedó mirando a través de la ventana el crepúsculo creciente con el ceño fruncido.

Amanda, que no estaba acostumbrada a ser ignorada, arrugó la nariz.

– ¿Te has quedado dormido o te ha entrado un interés repentino por el jardín?

Darley giró lentamente la cabeza.

– ¿Has dicho algo?

– Sé bueno -murmuró ella, con el suficiente tacto para no provocar a Darley ahora que ella estaba disfrutando de unas vacaciones a orillas del Támesis-, y sírveme otra copa de burdeos.

La miró un momento, luego sonrió de improviso.

– Marchando una copa de burdeos. ¿Desearía más pastel también?

– Tal vez un trocito pequeño.

Darley soltó una carcajada.

– ¿Con éste hacen seis u ocho?

– ¿Importa mucho?

– En absoluto -sus pequeños trocitos sumaban casi un pastel entero desde que habían tomado el almuerzo en el jardín. Pero siempre gentil, le sirvió el burdeos, cortó un pedazo del pastel que quedaba y que se habían llevado a la habitación y se lo sirvió con una reverencia exquisita.

– Espero que sea de su agrado, mi señora -susurró y se lo dejó encima de la mesita de noche.

– Podrías ofrecerme algo que sería más de mi agrado -ronroneó Amanda deslizando despacio su mirada hasta detenerse en su objeto de su deseo.

Él sonrió abiertamente.

– ¿Por qué no me sorprende? -escaló por encima de ella, se tumbó desgarbadamente a su lado y le preguntó, con tibieza- ¿Primero sexo o el burdeos y el pastel?

Los ojos de Amanda se desplazaron desde la mesita de noche a la creciente erección de Darley.

– Primero esto -dijo, alcanzando su sexo.

Cuando el calor de su boca encerró la cima de su pene, Darley se sintió de repente despreocupado ante las disyuntivas que se le había planteado con la invitación a cenar de su madre, la sensación abrumadora de unos fastidiosos dilemas. Las dos semanas que se había pasado bebiendo contribuían también a su perezosa indiferencia a todo lo que pasara más allá de los confines de la cama, o mejor dicho, de su pene. Y Amanda tenía una encantadora habilidad para albergar casi toda su longitud en la boca. Era un regalo, pensó él. Un regalo extraordinariamente exquisito. Cerró los ojos, se concentró en aquellas deliciosas sensaciones.

Después de que Amanda tragara durante un rato, se giró sobre sí misma, se tumbó sobre el pecho de Darley y murmuró a través del sabor salado:

– ¿Le ha gustado el orgasmo, oh dueño y señor?

Darley abrió los ojos ligeramente, con la mirada divertida:

– ¿Eres mi criada o mi institutriz? ¿O es un nuevo juego?

– Me preguntaba si le habían gustado mis servicios, mi señor. Debería ser su doncella más a menudo -protestó.

– No estoy seguro de que tengas la suficiente experiencia -arrastró las palabras Darley, interpretando con soltura su papel-. El ama de llaves ¿te ha explicado los detalles de tus deberes?

Amanda le ofreció una mirada cautivadora.

– Dijo solamente que tenía que hacer todo lo que me pidiera.

– Y si le pidiera, digamos… que me despertara así cada mañana.

– Me sentiría muy honrada, mi señor -su voz era etérea, respetuosa.

Él reprimió una sonrisa. Amanda y respeto eran por lo general dos polos opuestos.

– Los horarios pueden ser prolongados -apuntó, su expresión era convenientemente severa-. Soy muy exigente.

– Me excito con sólo escucharlo -susurró, frotándose contra su pecho, con los pezones tan duros como joyas.

– No tiene permiso para excitarse a menos que se lo autorice -le reprendió, con la arrogancia apropiada-. Mis criadas deben practicar la abnegación.

Amanda lanzó una mirada a su miembro.

Usted no practica la abnegación.

– ¡Cómo se atreve a llamarme la atención! -su voz tuvo un punto de crueldad-. Puedo despedirla sin dar referencias.

– ¿Sería capaz? -preguntó con un murmullo suave, contoneando su trasero con una impaciencia inquieta. El grave gruñido de Darley le recordaba lo agresivo que podía ser, si quería. O si ella le provocaba.

Levantándose sobre sus codos, la apartó bruscamente a empujones.

– ¿Qué te hace pensar que no lo haría, prostituta descarada?

– Pregúntele al mayordomo -le dijo-. Le confirmará lo buena que soy.

– No me importa si te follas a la mitad del servicio -espetó Darley-. Si no me complaces, ahí está la puerta. ¿Está claro? -A Amanda le gustaba ser dominada. Tenía algo que ver con su hermano mayor, aunque él nunca quiso escuchar los detalles. Pero nada la excitaba y la ponía más caliente que las órdenes tajantes de un hombre.

– Haré todo lo que diga, mi señor, si deja que me quede.

– Ponte a cuatro patas y levanta tu pequeño trasero lo suficiente para que pueda entrar fácil. Y no quiero que llores si te duele.

– Oh, por favor, no me haga daño -le imploró, lastimeramente.

– Hazlo y punto -gruñó.

Se apresuró a obedecer, exhibiéndose tal como le había pedido.

Darley se puso en pie, examinó el trasero exuberante y rosado convenientemente situado, Amanda lloriqueaba un poco, rogándole con fervor trágico que no la lastimara. Esa vehemencia, ¿era real o un juego?

Él no estaba seguro.

Tampoco le importaba.

Se puso sobre sus rodillas detrás de ella, la cogió de las caderas, embistió con su miembro aquella vagina lubricada y resbaladiza. Cualquier cuestión referente al dolor fue desestimada… como él sospechaba. Y con docta diligencia y el dramatismo apropiado, a su debido momento, constató que su antigua, aparentemente insaciable, doncella había entendido los pormenores de sus obligaciones.

Amanda no debería haberse sorprendido cuando Darley le dio un ligero beso después, se levantó de la cama y le anunció:

– Me voy a Londres.

Mientras le hacía el amor percibió que tenía la mente en otro lado. No es que no la hubiera llevado al orgasmo tantas veces como quiso, ni que él no tuviera varios. Pero sus ojos se habían cerrado de vez en cuando por una visión interior y no estaba segura de si tenía que estar agradecida o disgustada por aquella escena que discurría detrás de sus párpados.

Puesto que lo había encontrado en plena forma, prefirió no detenerse en nimiedades sobre los impulsos que lo motivaban. Puesto que había sido ella la destinataria de sus pasiones altamente eróticas, ¿quién era ella para quejarse de las motivaciones? Pero rodó por la cama para seguirle con la mirada mientras se marchaba. Por curiosidad preguntó:

– ¿Para qué vas a Londres?

Abrió el armario y sacó una camisa.

– Para complacer a mi madre. Supongo.

– Qué devoción filial. Estoy impresionada.

– Betsy y los niños también están en casa.

Como lo habían estado aquellas semanas, pensó.

– Ya veo -le dijo. Su vieja amistad era en parte resultado de su talento para saber cuándo no debía poner las cosas difíciles-. ¿Volverás pronto?

– No lo sé -se pasó la camiseta por la cabeza y metió los brazos por las mangas-. Quédate, si quieres.

– No tiene sentido que me quede si no vas a volver.

Él miró hacia arriba para abotonarse un puño de la camisa.

– Como quieras. Mis planes son inciertos.

Aquel día, a última hora, se encontró incapaz de resistirse a ver a Elspeth, embarazada o no. Y si, de hecho, se iba al amanecer, su margen de acción era limitado. Fuera lo que fuese lo que la llevó hasta la casa de sus padres podía afrontarlo, aunque su razón para ir era sencilla. Y decididamente carnal.

Se puso rápidamente los bombachos, se los abrochó mientras se dirigía a la puerta. Abriendo la puerta un momento después, gritó fuerte, lo suficiente para que el sonido traspasara el pasillo gasta llegar al vestíbulo.

– ¡Ensillad mi caballo y traedlo!

Antes de que su ayuda de cámara asomara por la puerta, con la cara encendida y sin aliento, el marqués ya se había vestido, puesto las botas y buscaba sus guantes. Los cajones de la cómoda estaban abiertos de cualquier manera.

– Debería haberme llamado, señor -resolló el hombre, al verle el cuello de la camisa abierto de manera informal con expresión afligida.

– A mis padres no les importa cómo vista. ¿Está lista mi montura? ¿Dónde guardas los guantes?

– Aquí, mi señor. -El ayudante de cámara sacó un par de guantes de montar de una cómoda y se los entregó a Darley.

Julius, volviéndose hacia Amanda que le observaba con una atención inusual, hizo caso omiso a su mirada inquisitiva.

– Gracias, querida, por estas encantadoras vacaciones. Ned se ocupará de todo lo que necesites. Au revoir. -Con una reverencia, Julius se dio media vuelta, poniéndose los guantes mientras salía de la habitación.

La voz de Julius no había sonado como la de un hombre que fuera a volver pronto. Ni se parecía a un hombre que se hubiera vestido así de deprisa sólo para ir a ver a sus padres. La nota de su madre todavía reposaba sobre la mesa, donde la había dejado. Obviamente, el contenido no era confidencial, puesto que la había dejado a la vista. O así pensaba mientras se levantaba de la cama, se acercó hasta ella y la cogió.

El nombre de Lady Grafton saltó del papel.

Amanda, a medida que seguía leyendo, fruncía el ceño.

Así que la jovenzuela estaba en Londres… y, misteriosamente, en Westerlands House, y lo más extraño era que habían mandado avisar a Julius.

La pregunta candente era: ¿por qué?

No se había creído el cuento del hermano enfermo ni por un segundo. Aunque era sumamente ingenioso por parte de la dama congraciarse por sus propios medios con los padres de Darley.

Si fuera una mujer apostadora -que lo era-, estaría tentada a apostar contra Darley esta vez. La pequeña bruja había venido a Londres sola, por supuesto con una historia admirable bajo el brazo para embaucar a la familia de Julius… y el toque maestro era la clara aseveración de que se quedaba en la ciudad sólo una noche.

Tempus fugit.

Ahora o nunca.

¡Qué cebo maravilloso!


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