Annabel no tardó ni un segundo en darse cuenta de que Louisa no exageraba respecto a lady Olivia Valentine y su espectacular belleza. Cuando se volvió y sonrió, ella tuvo que parpadear ante el resplandor de sus dientes. La joven era extraordinariamente bella, rubia y de tez pálida, con los pómulos marcados y los ojos azules.
Eso era todo lo que Annabel podía hacer para no odiarla de entrada.
Y, para colmo, por si el encuentro no pudiera empeorar (y el simple hecho de que estuviera frente al señor Grey ya era malo), él le había dado un beso en la mano.
Desastroso.
Ella se había sonrojado y tartamudeó algo que, en una sociedad anterior al lenguaje, quizás habría sido un saludo. Levantó la mirada un momento, porque incluso ella sabía que no podía mirar siempre al suelo cuando le presentaban a alguien. Pero fue un error. Un gran error. El señor Grey, que le había resultado bastante atractivo bajo la luz de la luna, era todavía más atractivo a la luz del día.
Dios santo, deberían prohibirle que paseara con lady Olivia. Seguramente, esas dos bellezas juntas cegarían a las buenas gentes de Londres.
Eso, o los enviarían a casa llorando porque, sinceramente, ¿quién podía competir con eso?
Annabel intentó seguir la conversación, pero estaba demasiado distraída por su pánico. Y por la mano derecha del señor Grey, que estaba apoyada en su muslo. Y en la ligera curva de su boca que, por mucho que ella intentara no mirar, ahí estaba, justo dentro de su campo visual periférico. Sin mencionar el sonido de su voz, cuando decía algo acerca de… bueno… lo que fuera.
Libros. Estaban hablando de libros.
Annabel se quedó callada. No había leído los libros de los que hablaban y, además, le pareció mejor participar lo menos posible en la conversación. El señor Grey todavía la miraba de vez en cuando y parecía una estupidez darle otro motivo para hacerlo de forma más obvia.
Por supuesto, fue justo entonces cuando él se volvió hacia ella con aquellos increíbles ojos grises y le preguntó:
– ¿Y usted qué dice, señorita Winslow? ¿Ha leído alguno de los libros de Sarah Gorely?
– Me temo que no.
– Tienes que leerlos, Annabel -dijo Louisa, muy emocionada-. Te van a encantar. Iremos a la librería hoy mismo. Te dejaría los míos, pero están todos en casa de mis padres.
– ¿Los tiene todos, lady Louisa? -preguntó el señor Grey.
– Sí, todos. Excepto La señorita Truesdale y el Silencioso Caballero, aunque pienso ponerle remedio de inmediato. -Se volvió hacia Annabel-. ¿Qué teníamos que hacer esta noche? Espero que sea algo que podamos saltarnos. Nada me apetece más que una taza de té y mi libro nuevo.
– Creo que vamos a la ópera -respondió Annabel. La familia de Louisa tenía uno de los mejores palcos del teatro, y ella llevaba semanas esperando esta ocasión.
– ¿Ah sí? -dijo Louisa, con una ausencia absoluta de entusiasmo.
– ¿Preferiría quedarse en casa y leer? -preguntó el señor Grey.
– Por supuesto. ¿Usted no?
Annabel miró a su prima con una mezcla de sorpresa e incredulidad. Normalmente, Louisa era muy tímida y, sin embargo, aquí estaba, charlando animadamente de libros con uno de los solteros más codiciados de Londres.
– Supongo que depende de la ópera -dijo el señor Grey, pensativo-. Y del libro.
– La flauta mágica -lo informó Louisa-. Y La señorita Truesdale.
– ¿La flauta mágica? -exclamó lady Olivia-. El año pasado me la perdí. Tendré que organizarme para asistir este año.
– Yo preferiría La señorita Truesdale a Las bodas de Fígaro -dijo el señor Grey-, aunque quizá no más que La flauta mágica. Sentir el infierno ardiendo en tu corazón tiene algo esperanzador.
– Incluso conmovedor -murmuró Annabel.
– ¿Qué ha dicho, señorita Winslow? -le preguntó él.
Annabel tragó saliva. Sebastian estaba sonriendo con benevolencia, pero reconoció la nota astuta de su voz y se asustó. No podía empezar una batalla con ese hombre y ganar. De eso estaba segura.
– Nunca he visto La flauta mágica -comentó ella.
– ¿Nunca? -preguntó lady Olivia-. ¿Cómo puede ser?
– Me temo que la ópera no suele llegar a Gloucestershire.
– Tiene que ir a verla -la animó lady Olivia-. Tiene que hacerlo.
– Había pensado ir esta noche -respondió Annabel-. La familia de lady Louisa me ha invitado.
– Pero no puede ir si ella se queda en casa leyendo un libro -añadió lady Olivia, con perspicacia. Se volvió hacia Louisa-. Tendrá que dejar las historias de la señorita Truesdale y su caballero silencioso hasta mañana. No puede permitir que la señorita Winslow se pierda la ópera.
– ¿Por qué no nos acompaña? -preguntó Louisa.
Annabel se dijo que la mataría.
– Ha dicho que el año pasado no la vio -continuó Louisa-. Tenemos un palco muy grande. Nunca se llena.
La cara de lady Olivia se iluminó de felicidad.
– Es muy amable. Me encantaría acompañarlas.
– Señor Grey, usted también está invitado, por supuesto -dijo Louisa.
Ahora sí que la mataría, se dijo Annabel. Y de la forma más dolorosa posible.
– Será un placer -dijo él-. Pero debe permitirme que le haga entrega de una copia de La señorita Truesdale y el caballero silencioso a cambio de ese honor.
– Gracias -dijo Louisa, aunque Annabel habría jurado que parecía decepcionada-. Será…
– Haré que se lo lleven a su casa esta misma tarde -continuó él, muy despacio-, para que pueda empezar a leerlo de inmediato.
– Qué considerado, señor Grey -murmuró Louisa. Y se sonrojó. ¡Se sonrojó!
Annabel estaba atónita.
Y celosa, pero prefería no reflexionar demasiado sobre el por qué.
– ¿Puede venir también mi marido? -preguntó lady Olivia-. Últimamente se ha convertido en una especie de ermitaño, pero creo que podremos convencerlo para que vaya a la ópera. Sé que el aria de la Reina de la Noche es una de sus preferidas.
– El infierno ardiendo -dijo el señor Grey-. ¿Quién podría resistirse?
– Por supuesto -respondió Louisa a lady Olivia-. Será un placer conocerlo. Su trabajo parece fascinante.
– Yo estoy terriblemente celoso -murmuró el señor Grey.
– ¿De Harry? -preguntó lady Olivia, volviéndose hacia él con gran sorpresa.
– No imagino placer más grande que pasarme el día leyendo novelas.
– Muy buenas novelas, por cierto -apuntó Louisa.
Lady Olivia chasqueó la lengua, pero dijo:
– Hace algo más que leer. También está la pequeña tarea de traducir.
– Bah. -El señor Grey le restó importancia con un gesto de la mano-. Es insignificante.
– ¿Traducir al ruso? -preguntó Annabel con incredulidad.
Él se volvió hacia ella con una expresión que perfectamente hubiera podido ser condescendiente.
– Estaba utilizando una hipérbole.
Sin embargo, lo había dicho en voz baja y Annabel no creía que Louisa y lady Olivia lo hubieran oído. Las dos estaban charlando de cosas y se habían apartado un poco hacia la derecha, dejándola a ella sola con el señor Grey. Bueno, sola no, ni remotamente, pero era la sensación que tenía.
– ¿Tiene nombre de pila, señorita Winslow? -preguntó él.
– Annabel -respondió ella, con la voz muy formal y bastante incómoda.
– Annabel -repitió él-. Diría que le pega, aunque, ¿cómo iba a saberlo?
Ella apretó los labios, pero estaba retorciendo los dedos de los pies en el interior de las botas.
Él dibujó una sonrisa depredadora.
– Puesto que no nos habíamos conocido hasta hoy.
Ella mantuvo la boca cerrada. No confiaba en lo que haría si hablaba.
Y aquello pareció divertirlo todavía más. Ladeó la cabeza hacia ella, como la personificación del perfecto caballero inglés.
– Será un placer volver a verla esta noche.
– ¿De veras?
Él chasqueó la lengua.
– ¡Qué ácida! Como una limonada sin azúcar.
– Limonada -repitió ella, inexpresiva-. Ya.
Él se inclinó.
– ¿Me pregunto por qué le caigo tan mal?
Annabel miró nerviosa a su prima.
– No puede oírme -dijo él.
– No lo sabe.
Sebastian se volvió hacia Louisa y lady Olivia, que estaban arrodilladas junto a Frederick.
– Están demasiado ocupadas con el perro. Aunque… -Frunció el ceño-. No sé cómo va a poder levantarse Olivia en su estado.
– No le pasará nada -respondió Annabel sin pensar.
Él se volvió hacia ella con las cejas arqueadas.
– No está en un estado tan avanzado.
– Normalmente, entendería que un comentario así proviniera de la voz de la experiencia, pero puesto que usted no tiene experiencia, excepto yo…
– Soy la mayor de ocho hermanos -lo interrumpió Annabel-. Mi madre estuvo embarazada casi toda mi infancia.
– Una explicación que no había tenido en cuenta -admitió él-. Odio cuando me pasa eso.
Annabel quería que le cayera mal. De verdad que quería. Pero él se lo estaba poniendo difícil, con aquella sonrisa torcida y el discreto encanto.
– ¿Por qué ha aceptado la invitación de Louisa para ir a la ópera? -le preguntó ella.
Él la miró fijamente, aunque ella sabía que el cerebro le iba a mil por hora.
– Es el palco de los Fenniwick -respondió él, como si no hubiera otra explicación-. No volveré a tener tan buenos asientos.
Era cierto. La tía de Louisa había presumido de ubicación.
– Y, además, usted parecía tan nerviosa -añadió-, que me ha costado resistirme.
Ella le lanzó una mirada asesina.
– La sinceridad por encima de todo -dijo él, bromeando-. Es mi nuevo credo.
– ¿Nuevo?
Él se encogió de hombros.
– Como mínimo, esta tarde.
– ¿Y durará hasta la noche?
– Hasta que llegue a la ópera, seguro -respondió él, con una pícara sonrisa. Cuando ella no sonrió, añadió-: Venga, señorita Winslow, seguro que tiene sentido del humor.
Annabel estuvo a punto de gruñir. Había tantos motivos por los que aquella conversación no era divertida que no sabía por dónde empezar. Había tantos motivos por los que no era divertida que casi era divertida.
– No tiene de qué preocuparse -dijo él, en voz baja.
Ella levantó la cabeza. Sebastian estaba serio. Nada grave ni trascendental, sólo… serio.
– No diré nada -dijo.
No sabía por qué, pero Annabel sabía que decía la verdad.
– Gracias.
Él se inclinó y volvió a besarle la mano.
– Creo que hoy martes es un día perfecto para conocer mejor a una joven dama.
– Hoy es miércoles -lo corrigió ella.
– ¿Ah sí? Soy horrible con los días. Es mi único defecto.
Annabel quería reírse, pero no se atrevía a llamar la atención. Louisa y lady Olivia seguían hablando y, cuanto más tiempo estuvieran distraídas, mejor.
– Está sonriendo -dijo él.
– No es verdad.
– Quiere reírse. Se le están curvando las comisuras de los labios.
– ¡No es verdad!
Él dibujó una sonrisa pícara.
– Ahora sí.
Y el bandido tenía razón. Había conseguido hacerla reír o, al menos, hacerla sonreír en un intento por no reírse, en menos de un minuto.
¿Acaso era extraño que le hubiera pedido que la besara?
– ¡Annabel!
Se volvió aliviada ante el sonido de la voz de su prima.
– Mi tía nos está llamando -dijo Louisa, y lo cierto era que lady Cosgrove se dirigía hacia ella con una expresión muy severa.
– Imagino que no le habrá gustado verlas hablando conmigo -dijo el señor Grey-, aunque confío que la presencia de Olivia contribuya a hacerme aceptable.
– No soy tan respetable -dijo lady Olivia.
Annabel separó los labios, sorprendida.
– Es completamente respetable -le susurró Louisa al oído enseguida-. Sólo es que… bueno, da igual.
Una vez más, todo el mundo sabía todo sobre los demás. Menos Annabel.
Annabel suspiró. Bueno, lo intentó. No podía suspirar frente a un grupo tan reducido; sería terriblemente grosero. Pero quería suspirar. Algo en su interior se moría de ganas de suspirar.
Lady Cosgrove se unió al grupo y enseguida tomó a Louisa del brazo.
– Lady Olivia -dijo, con un cordial gesto con la cabeza-. Señor Grey.
Los dos le devolvieron el saludo; el señor Grey con una elegante inclinación del cuerpo y lady Olivia con una reverencia tan delicada que debería ser ilegal.
– He invitado a lady Olivia y al señor Grey a la ópera con nosotros esta noche -dijo Louisa.
– Por supuesto -respondió lady Cosgrove, con educación-. Lady Olivia, por favor, salude a su madre de mi parte. Hace siglos que no la veo.
– Ha estado acatarrada -respondió lady Olivia-, pero casi se ha recuperado. Estoy convencida de que le gustaría mucho que fuera a visitarla.
– Quizá lo haga.
Annabel observó la conversación con gran interés. Lady Cosgrove no había ignorado al señor Grey, pero había conseguido no dirigirle ni una palabra después de saludarlo. Era curioso. No tenía ni idea de que fuera persona non grata. En definitiva, era el heredero al condado de Newbury, aunque sólo fuera el presunto heredero.
Tendría que preguntárselo a Louisa. Eso sí, después de matarla por haberlo invitado a la ópera.
Se intercambiaron los cumplidos de rigor, pero estaba claro que lady Cosgrove quería marcharse. Por no hablar de Frederick, que parecía que quisiera hacer sus cosas entre los arbustos.
– Hasta esta noche, señorita Winslow -dijo el señor Grey, inclinándose una vez más sobre su mano.
Annabel intentó no reaccionar cuando el contacto de sus labios en su mano le provocó un escalofrío en el brazo.
– Hasta esta noche -repitió ella.
Y, mientras observaba cómo se alejaba, no recordaba haber esperado algo con tantas ganas en su vida.