CAPÍTULO 14

Antes de que Sebastian pudiera responder con un comentario conciso, la puerta principal de Vickers House se abrió y apareció Olivia. Él levantó la mirada y arqueó una ceja.

– Soy vuestra carabina -explicó ella.

Y antes de que pudiera responder con otro comentario conciso a eso, Olivia añadió:

– La doncella de la señorita Winslow tiene la tarde libre, así que era yo o lady Vickers.

– Estamos encantados de que hayas sido tú -respondió él con firmeza.

– ¿Qué ha pasado ahí dentro? -preguntó Olivia, mientras descendía hasta la acera.

Sebastian miró a la señorita Winslow, que estaba mirando fijamente a un árbol.

– No sabría explicarlo -respondió él, volviéndose hacia Olivia-. Es demasiado penoso.

Le pareció oír cómo la señorita Winslow se reía. Le gustaba su sentido del humor.

– Muy bien -dijo Olivia, agitando la mano-. Venga, id delante. Yo iré detrás, carabineando.

– ¿Ese verbo existe? -Porque tenía que preguntarlo. Después del incidente con «ámbito», Olivia no tenía derecho a utilizar ningún tipo de vocabulario incorrecto.

– Si no existe, debería existir -concluyó ella.

A Sebastian se le ocurrieron miles de comentarios concisos sobre eso, pero, por desgracia, todos implicaban desvelar su identidad secreta. Sin embargo, como era constitucionalmente incapaz de dejar pasar el comentario sin decir algo que fastidiara a Olivia, se volvió hacia la señorita Winslow y dijo:

– Es su primera vez.

– ¿La primera…? -La señorita Winslow se volvió hacia Olivia con el rostro absolutamente confundido.

– De carabina -aclaró él, tomándola del brazo-. Intentará impresionarla.

– ¡Lo he oído!

– Claro que lo has oído -añadió él. Se acercó un poco más a la señorita Winslow y le susurró al oído-. Tendremos que esforzarnos mucho para deshacernos de ella.

– ¡Sebastian!

– ¡Quédate donde estás, Olivia! -exclamó él-. ¡Quédate donde estás!

– No me parece correcto -dijo la señorita Winslow. Dibujó una adorable mueca con los labios y Seb empezó a imaginar las miles de formas en que ese puchero podría convertirse en algo más seductor. O en objeto de seducción.

– ¿Ah no? -murmuró él.

– No es ninguna tía solterona -respondió ella, añadiendo-: Lady Olivia, por favor, acompáñenos.

– Estoy segura de que no es lo que Sebastian quiere -dijo Olivia, pero Seb se dio cuenta de que había acelerado para acercarse un poco-. No te preocupes, Seb -le dijo-. Lady Vickers me ha dejado su periódico. Me buscaré un banco donde sentarme y dejaré que paseéis por donde queráis.

Le ofreció el periódico para que se lo sujetara, y él así lo hizo. Nunca discutía con una mujer a menos que fuera absolutamente necesario.

Llegaron al parque y, tal como había dicho, Olivia se sentó en un parque y los ignoró. O, al menos, fingió ignorarlos a las mil maravillas.

– ¿Giramos? -le preguntó él a la señorita Winslow-. Podemos imaginarnos que es un enorme salón y que estamos paseando por el perímetro.

– Me encantaría. -Se volvió hacia Olivia, que estaba leyendo el periódico.

– Uy, nos está vigilando, no se preocupe.

– ¿De veras? Parece muy concentrada en la lectura.

– Mi querida prima puede leer el periódico y espiarnos al mismo tiempo. Seguramente, también podría pintar una acuarela y dirigir una orquesta al mismo tiempo. -Ladeó la cabeza hacia la señorita Winslow a modo de saludo-. He aprendido que las mujeres pueden hacer, al menos, seis cosas a la vez sin detenerse a respirar.

– ¿Y los hombres?

– Ah, nosotros somos mucho más zopencos. Es un milagro que podamos caminar y hablar a la vez.

Ella se rió y luego le señaló los pies.

– Pues parece que lo está haciendo bastante bien.

Él fingió estar atónito.

– Vaya, fíjese en esto. Debo de estar mejorando.

Ella volvió a reírse, otro sonido gutural y precioso. Él sonrió, porque eso es lo que hacía un caballero cuando una dama reía en su presencia y, por un momento, se olvidó de dónde estaba. Los árboles, la hierba, el mundo entero desapareció y sólo veía la cara de la señorita Winslow, su sonrisa, sus labios, tan carnosos y rosados, y tan curvados en las comisuras.

Su cuerpo empezó a vibrar con una sensación suave y embriagadora. No era lujuria, ni siquiera deseo; Sebastian conocía perfectamente esas sensaciones. Esto era distinto. Emoción, quizás. A lo mejor ilusión, aunque no estaba seguro de qué la despertaba. Sólo estaban paseando por el parque. Sin embargo, no podía quitarse de encima la sensación de que estaba esperando algo bueno.

Era una sensación excelente.

– Creo que me gusta que me rescaten -dijo, mientras avanzaban lentamente por Stanhope Gate. Hacía un día precioso, la señorita Winslow era encantadora y Olivia ya no podía oírlos.

¿Qué más podía pedirle a la tarde?

Bueno, excepto la parte de la tarde. Miró hacia el cielo con los ojos entrecerrados. Todavía era por la mañana.

– Lamento mucho lo de mi abuela -dijo la señorita Winslow. Con mucho sentimiento.

– Ah-ah, ¿no sabe que se supone que no debe mencionar esas cosas?

Ella suspiró.

– ¿De veras? ¿Ni siquiera puedo disculparme?

– Por supuesto que no. -Le sonrió-. Se supone que debe esconderlo debajo de la alfombra y esperar que yo no me haya dado cuenta.

Ella arqueó las cejas con incredulidad.

– ¿Que su mano estaba en su… eh…?

Él agitó la mano, aunque, sinceramente, le gustaba que se hubiera sonrojado.

– No recuerdo nada.

Por un segundo, Annabel se quedó absolutamente inexpresiva, y luego meneó la cabeza.

– La sociedad londinense me desconcierta.

– No tiene demasiado sentido, la verdad -asintió él.

– Fíjese en mi situación.

– Lo sé. Es una lástima. Pero las cosas funcionan así. Si yo no la cortejo, y mi tío no la corteja -dijo, mientras la miraba para comprobar si aquella segunda opción la deprimía-, no lo hará nadie más.

– No, si eso lo entiendo -respondió ella-. Me parece terriblemente injusto…

– Coincidimos -intervino él.

– Pero lo entiendo. Sin embargo, sospecho que existen miles de matices que desconozco.

– Por supuesto. Por ejemplo, nuestra actuación aquí en el parque; hay muchos detalles que se tienen que interpretar a la perfección.

– No tengo ni idea de qué me está hablando.

Él cambió de postura para colocarse frente a ella.

– Se trata de cómo la miro.

– ¿Perdón?

Él sonrió y la miró con adoración.

– Así -murmuró.

Annabel separó los labios y, por un momento, se quedó sin respiración.

A Sebastian le encantaba provocarle esa reacción. Casi tanto como le encantaba saber que no respiraba. Dios, cómo le gustaba poder leer a las mujeres.

– No, no, no -le recriminó-. No puede mirarme así.

Ella lo miró confundida.

– ¿Qué?

Él se acercó un poco más y, con sorna, susurró:

– Nos están mirando.

Ella abrió los ojos y él supo el momento exacto en que su cerebro volvió a la realidad. Ella intentó mirar a izquierda y a derecha con disimulo y luego, muy despacio y absolutamente confundida, volvió a mirar a Sebastian. Aunque, sinceramente, no tenía ni idea de qué estaba haciendo.

– Esto no se le da demasiado bien -dijo él.

– Soy malísima -admitió ella.

– Seguramente, porque no tiene ni idea de lo que está haciendo -añadió él, con suavidad-. Permítame que la ilumine: estamos en el parque.

Annabel arqueó una ceja.

– Lo sé.

– Con un centenar, aproximadamente, de nuestras amistades más cercanas alrededor.

Ella se volvió otra vez, en esta ocasión hacia Rotten Row, donde había varios grupos de señoras que estaban fingiendo que no los miraban.

– No sea tan descarada -dijo él, mientras inclinaba la cabeza para saludar a la señora Brompton y a su hija Camilla, que les estaban sonriendo como diciendo: «Les conocemos, pero quizá no deberíamos conversar».

Annabel se enfureció. ¿Quién miraba así a otra persona? Sin embargo, no pudo evitar felicitarse por haber conseguido ofrecerles una expresión multifacética.

Por maleducada que fuera.

– Parece enfadada -dijo el señor Grey.

– No. -Bueno, quizá sí.

– ¿Entiende lo que estamos haciendo? -verificó él.

– Creía que sí -murmuró ella.

– Quizá se haya dado cuenta de que se ha convertido en un objeto de especulación -dijo él.

Annabel contuvo las ganas de reír.

– Podría decirlo así.

– Vaya, señorita Winslow, ¿por qué detecto un dejo de sarcasmo en su voz?

– Sólo un dejo.

Él estuvo a punto de reír, pero no lo hizo. Annabel se dio cuenta de que era una expresión habitual en él. Veía humor en todas partes. Era un don muy poco común y el motivo, quizá, por el cual a todo el mundo le gustaba estar cerca de él. Era feliz y si alguien podía estar cerca de una persona feliz, quizá se le pegara algo. La felicidad podía ser como un resfriado. O como la cólera.

Se contagiaba. Le gustaba. Felicidad contagiosa.

Annabel sonrió. No pudo evitarlo. Y lo miró, porque tampoco podía evitarlo, y él la miró, con curiosidad. Estaba a punto de hacerle una pregunta, seguramente acerca de por qué, de repente, había empezado a sonreír como una boba cuando…

Annabel dio un respingo.

– ¿Ha sido un disparo?

Él no dijo nada y, cuando Annabel lo miró, vio que se había quedado pálido.

– ¿Señor Grey? -Le colocó la mano en el brazo-. ¿Señor Grey? ¿Se encuentra bien?

Él no dijo nada. Annabel abrió los ojos como platos porque, aunque sabía que era imposible que le hubieran dado, empezó a mirarlo de arriba abajo buscando un rastro de sangre.

– ¿Señor Grey? -repitió, porque nunca lo había visto así. Y, aunque no podía decir que hiciera tanto que lo conocía, sabía que le pasaba algo. Se había quedado inmóvil y tenía la mirada perdida.

Estaba allí, frente a ella, mirando a algún punto perdido detrás de ella y, a pesar de eso, parecía estar a kilómetros de distancia.

– ¿Señor Grey? -repitió, y esta vez le sacudió ligeramente el brazo, como si quisiera despertarlo.

Él dio un respingo y volvió la cabeza hacia ella. La miró unos segundos antes de verla realmente e, incluso entonces, parpadeó varias veces antes de decir:

– Mis disculpas.

Ella no sabía cómo responder. No tenía de qué disculparse.

– Es esa maldita competición -murmuró él.

Annabel no le recriminó el lenguaje.

– ¿Qué competición?

– Algún estúpido concurso de tiro. En medio de Hyde Park -le espetó-. Una banda de idiotas. ¿Quién haría algo así?

Annabel empezó a decir algo. Notó cómo movía los labios, pero no emitió ningún sonido. Así que cerró la boca. Era mejor quedarse callada que decir alguna estupidez.

– La semana pasada también lo hicieron -farfulló él.

– Me parece que están detrás de esa colina -dijo Annabel, señalando a sus espaldas. En realidad, el disparo había sonado muy cerca. Aunque no la había hecho palidecer ni ponerse a temblar; una chica que crecía en el campo estaba acostumbrada a oír disparos de rifle con cierta frecuencia. Sin embargo, había sonado bastante fuerte y suponía que si alguien había estado en la guerra…

«La guerra.» Tenía que ser eso. El padre de su padre había luchado en las colonias y, hasta el día en que murió, daba un respingo cada vez que oía un ruido fuerte. Nunca nadie comentaba nada al respecto. La conversación se interrumpía unos segundos, pero nada más, y todo continuaba como si nada. Era una norma implícita en la familia Winslow. Y a todos les había parecido de maravilla.

¿O no?

Al resto de la familia le había parecido de maravilla, pero ¿y a su abuelo? Siempre tenía la mirada vacía. Y no le gustaba viajar cuando anochecía. Bueno, suponía que a nadie le gustaba, pero todos lo hacían cuando era necesario. Excepto su abuelo. Cuando caía la noche, estaba en casa. En cualquier casa. En más de una ocasión, había terminado como invitado sorpresa en casa de alguien.

Y Annabel se preguntaba si nadie le había preguntado nunca por qué lo hacía.

Miró al señor Grey y, de repente, sintió que lo conocía mucho mejor que hacía un minuto.

Aunque quizá no tan bien como para hacer un comentario.

Él deslizó la mirada hasta su cara desde donde quiera que estuviera mirando y empezó a decir algo, pero entonces…

Otro disparo.

– ¡Malditos sean todos!

Annabel separó los labios, sorprendida. Miró a un lado y al otro, deseando que nadie lo hubiera escuchado. A ella no le importaba ese vocabulario puesto que nunca había dado demasiada importancia a esas cosas, pero…

– Discúlpeme -murmuró él, y luego se dirigió hacia los disparos, con paso firme y decidido. Annabel tardó en reaccionar, pero enseguida dio un brinco y lo siguió.

– ¿Adónde va?

Él no respondió o, si lo hizo, ella no lo escuchó porque no volvió la cabeza. Además, era una cuestión estúpida, porque estaba claro adónde iba: hacia la competición de tiro, aunque no tenía ni idea de por qué. ¿Para reñirles? ¿Para pedirles que pararan? ¿Podía hacerlo? Si había alguien disparando en el parque, tendría un permiso para hacerlo, ¿no?

– ¡Señor Grey! -exclamó ella, intentando seguir su ritmo. Pero él tenía unas piernas muy largas y ella tenía prácticamente que correr para mantenerse a su lado. Cuando llegó a la zona de tiro, estaba sin aliento y sudada bajo la presión del corsé.

Sin embargo, no cesó y lo siguió hasta que lo tuvo a escasos metros. El señor Grey se había acercado al grupo de participantes; eran una media docena de jóvenes que, según Annabel, todavía no habían cumplido los veinte años.

– ¿Qué diantres creen que hacen? -les preguntó. Aunque en ningún momento alzó la voz. Algo que, teniendo en cuenta lo enfadado que estaba, extrañó sobremanera a Annabel.

– Una competición -respondió uno de los jóvenes, dibujando esa sonrisa desenfadada que siempre provocaba que ella pusiera los ojos en blanco-. Llevamos aquí toda la semana.

– Ya lo he oído -respondió el señor Grey.

– Hemos cerrado una zona de seguridad -dijo el joven, señalando hacia la diana-. No se preocupe.

– ¿Y cuándo terminarán? -les preguntó él con la suficiente frialdad.

– Cuando alguien dé en el centro de la diana.

Annabel miró el objetivo. Había presenciado varias competiciones de tiro y sabía que, en este caso, la diana estaba demasiado lejos. Además, sospechaba que, al menos, tres de los participantes habían bebido. Podían pasarse allí toda la tarde.

– ¿Quiere intentarlo? -preguntó otro joven, ofreciéndole la pistola al señor Grey.

Sebastian dibujó una sonrisa sardónica y aceptó la pistola.

– Gracias.

Y entonces, ante la mirada atónita de Annabel, levantó el brazo, apretó el gatillo y le devolvió la pistola a su propietario.

– Ya está -anunció, con concisión-. Han terminado.

– Pero…

– Fin de la competición -dijo, y entonces se volvió hacia Annabel con una expresión tremendamente plácida-. ¿Podemos continuar con nuestro paseo?

Annabel consiguió pronunciar un «Sí», aunque no estaba segura de que hubiera sido demasiado claro, porque no dejaba de mover la cabeza hacia el señor Grey y hacia la diana. Uno de los jóvenes había ido corriendo hasta el objetivo a ver si le había dado y ahora estaba gritando y parecía inmensamente sorprendido.

– ¡Increíble! -gritó, cuando regresó hacia el grupo-. Ha dado en el centro exacto de la diana.

Annabel abrió la boca, atónita. El señor Grey ni siquiera había apuntado o, como mínimo, le había parecido que no apuntaba.

– ¿Cómo lo ha hecho? -le estaba preguntando el joven.

Otro añadió:

– ¿Podría volver a hacerlo?

– No -respondió él, con brusquedad-, y no se olviden de recogerlo todo.

– No, todavía no hemos terminado -respondió uno de los jóvenes; algo bastante estúpido, a juicio de Annabel. El tono de voz del señor Grey era suave pero sólo un idiota habría ignorado el brillo de dureza en sus ojos-. Pondremos otra diana. Tenemos hasta las dos y media. Usted no cuenta, puesto que no es uno de los participantes.

– Discúlpeme -dijo con amabilidad el señor Grey a Annabel. La soltó del brazo y se acercó a los jóvenes-. ¿Me permite su arma? -le preguntó a uno de ellos.

El chico se la entregó en silencio y, una vez más, el señor Grey levantó el brazo y, sin ninguna concentración aparente, apretó el gatillo.

Uno de los postes de madera que aguantaba la diana se partió; no, se descompuso, y la diana cayó al suelo.

– Ahora sí que han terminado -dijo el señor Grey, devolviéndole la pistola a su dueño-. Buenos días.

Volvió al lado de Annabel, la tomó del brazo y, antes de que ella se lo preguntara, dijo:

– Era francotirador. En la guerra.

Ella asintió, porque ahora estaba convencida de cómo fueron derrotados los franceses. Miró la diana, que estaba rodeada de chicos, y al señor Grey, que parecía totalmente despreocupado. Y luego, como no podía evitarlo, volvió a girarse hacia la diana, apenas consciente de la presión sobre el brazo que le estaba ejerciendo él mientras intentaba alejarla de allí.

– Ha sido… Ha sido…

– Nada -dijo él-. No ha sido nada.

– Yo no diría que nada -respondió ella, con cautela. Parecía que él no quería cumplidos, pero es que Annabel no podía quedarse callada.

Él se encogió de hombros.

– Es un talento.

– Y uno muy útil, diría. -Quería volverse hacia la diana una vez más, pero no iba a poder ver nada y, además, él no se había vuelto ni una sola vez.

– ¿Le apetece un helado? -preguntó él.

– ¿Perdón?

– Un helado. Empieza a hacer calor. Podríamos ir a Gunter’s.

Annabel no respondió, porque seguía desconcertada ante el repentino cambio de tema.

– Tendremos que llevarnos a Olivia, claro, pero es una compañía excelente. -Frunció el ceño, pensativo-. Y seguramente debe tener hambre. No sé si ha desayunado esta mañana.

– Sí, claro… -dijo Annabel, aunque no porque supiera de qué le estaba hablando. Él la estaba mirando expectante, de modo que ella entendió que tenía que responderle.

– Excelente. Pues a Gunter’s. -Le sonrió con ese ya familiar brillo en los ojos, y Annabel tuvo ganas de agarrarlo por los hombros y sacudirlo. Era como si todo el episodio con las pistolas y la diana no hubiera existido-. ¿Le gusta el helado de naranja? -le preguntó-. El de naranja es especialmente bueno, únicamente por detrás del de limón, aunque no siempre tienen de limón.

– El de naranja me gusta -dijo ella, y otra vez lo hizo porque parecía que debía responder.

– El de chocolate también está delicioso.

– El chocolate me gusta.

Y así siguieron, conversando sobre nada en concreto, hasta que llegaron a Gunter’s donde Annabel, aunque no le gustara reconocerlo, se olvidó por completo del incidente del parque. El señor Grey insistió en pedir un helado de cada sabor y ella en que sería de mala educación no probarlos todos (excepto el de rosas, que nunca había soportado; por el amor de Dios, la rosa era una flor, no un sabor). Y luego lady Olivia dijo que no podía tolerar el olor del helado de bergamota, con lo que el señor Grey inmediatamente se lo pasó por delante de la nariz. Annabel no recordaba la última vez que se había divertido tanto.

Diversión. Simple y pura diversión. Algo maravilloso.

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