PRÓLOGO

Hace unos años…


No podía dormir.

No era nada nuevo. Aunque cualquiera diría que, a estas alturas, ya estaría acostumbrado.

Pero no. Cada noche, Sebastian Grey cerraba los ojos con la esperanza de quedarse dormido. Porque, ¿por qué no iba a hacerlo? Era un chico perfectamente sano, perfectamente feliz y perfectamente sensato. No había ningún motivo por el que no pudiera dormir.

Pero no podía.

No le pasaba siempre. A veces, y no tenía ni idea de por qué unos días sí y otros no, apoyaba la cabeza en la almohada y caía casi de forma instantánea en un plácido sopor. Los otros días se retorcía, daba vueltas, se levantaba a leer, bebía un té, se retorcía, daba más vueltas, se incorporaba y miraba por la ventana, se retorcía, daba vueltas, jugaba a los dardos, se retorcía, daba vueltas y, al final, se daba por vencido y contemplaba la salida del sol.

Había visto muchas. En realidad, Sebastian se consideraba un experto en salidas de sol desde las islas británicas.

Inevitablemente, el cansancio se apoderaba de él y, en algún momento después de la salida del sol, caía rendido en la cama, en la butaca o, como le había sucedido en varias y desagradables ocasiones, con la cara pegada al cristal de la ventana. Esto no sucedía cada día, aunque sí con la frecuencia suficiente para haberse labrado la fama de dormilón, algo que francamente le resultaba muy divertido. Nada le gustaba tanto como una mañana fría y vigorizante y estaba seguro de que no había comida más satisfactoria que un buen desayuno inglés.

Por lo tanto, se entrenaba para convivir con su desgracia lo mejor posible. Se había acostumbrado a desayunar en casa de su primo Harry, en parte porque el ama de llaves de este cocinaba de maravilla, pero también porque eso implicaba que este lo esperaba. Y eso significaba que, de cada diez veces, nueve tenía que aparecer. Y eso significaba que no podía permitirse dormir más allá de las siete y media de la mañana. Y eso significaba que, a la noche siguiente, estaba más cansado de lo habitual. Y eso significaba que cuando se metiera en la cama y cerrara los ojos, se quedaría dormido con más facilidad.

En teoría.

No, se dijo. No era justo. No necesitaba usar el sarcasmo consigo mismo. Su magnífico plan no siempre funcionaba a la perfección, pero funcionaba. Últimamente, dormía algo mejor. Y no sólo esta última noche.

Se levantó, se acercó a la ventana y apoyó la frente en el cristal. Fuera hacía frío, y el aire helado le erizaba la piel a través de la ventana. Le gustaba aquella sensación. Era importante. Vital. Una especie de momento tangible que le recordaba su propia humanidad. Tenía frío, por lo tanto debía de estar vivo. Tenía frío, por lo tanto no era invencible. Tenía frío, por lo tanto…

Se echó hacia atrás y soltó una risotada irónica. Tenía frío, por lo tanto tenía frío. No había muchos más secretos.

Le sorprendió que no lloviera. Anoche, cuando había llegado a casa, todo parecía indicar que iba a llover. Durante su estancia en el continente, había desarrollado una extraordinaria habilidad para predecir el tiempo.

Seguramente, empezaría a llover dentro de poco.

Regresó al centro de su habitación y bostezó. Quizá debería leer algo. Así le venía sueño, a veces. Aunque, claro, no se trataba de que le viniera sueño. Podía venirle todo el sueño del mundo y, aún así, estar despierto. Cerraba los ojos, colocaba la almohada en la posición correcta y, sin embargo…

Nada.

Se quedaba allí tendido, esperando, esperando, esperando. Intentaba quedarse con la mente en blanco, estaba seguro de que era lo que necesitaba. Un lienzo en blanco. Una pizarra limpia. Si podía alcanzar la nada más absoluta, entonces se quedaría dormido. Estaba seguro.

Sin embargo, no funcionaba. Porque, cada vez que Sebastian Grey intentaba alcanzar la nada, la guerra regresaba y lo alcanzaba a él.

La veía. La sentía. Otra vez. Todas esas cosas que, francamente, con una vez había más que suficiente.

Y entonces abría los ojos. Porque lo único que veía era su habitación, muy normal, con la cama, muy normal. La colcha era verde y las cortinas, doradas. El escritorio era de madera.

Estaba muy tranquilo. Durante el día, se oían los ruidos habituales de la ciudad, pero, por la noche, esa parte de la ciudad solía quedarse en silencio. Realmente era increíble poder disfrutar del silencio. Escuchar el viento y quizá también los pájaros sin tener que estar pendiente del fútbol o los disparos a la diana. O algo peor.

Cualquiera diría que, en medio de aquella tranquilidad, podría dormir plácidamente.

Volvió a bostezar. Quizá podría leer. Esa misma tarde, había seleccionado varios títulos de la colección de Harry. No había mucho dónde escoger; a Harry le gustaba leer en francés o ruso y, a pesar de que él conocía ambos idiomas, porque la abuela materna que compartían había insistido en ello, no le resultaban tan familiares como a Harry. Para él, leer en otro idioma era trabajo y ahora sólo le apetecía entretenerse.

¿Era eso pedirle mucho a un libro?

Si él escribiera un libro habría emoción. Habría muertos, aunque no demasiados. Y nunca ninguno de los personajes principales. Sería demasiado deprimente.

También tendría que haber amor. Y peligro. El peligro era bueno.

Quizás algo de exotismo, aunque sin exagerar. Sebastian sospechaba que gran parte de los autores no investigaban de forma adecuada. Hacía poco había leído una novela que se desarrollaba en un harén árabe. Y, aunque la idea del harén le resultaba interesante…

Muy interesante.

Sin embargo, tenía la sensación de que el autor no había entendido los detalles. Le gustaba una aventura como a cualquiera, pero incluso a él le costaba creer que la valiente heroína inglesa hubiera logrado escaparse colgando una serpiente de la ventana y deslizándose hacia la salvación.

Y para mayor ofensa, el autor ni siquiera había descrito qué tipo de serpiente había utilizado la chica.

De veras, él lo haría mejor.

Si escribiera un libro, lo ubicaría en Inglaterra. Y no habría serpientes.

Y el héroe no sería un dandi granuja, preocupado únicamente por el corte del chaleco. Si escribiera un libro, el héroe sería realmente heroico.

Pero con un pasado misterioso. Para mantener el interés.

También tendría que haber una heroína. Le gustaban las mujeres. ¿Cómo la llamaría? Algo normal. Quizá Joan. No, sonaba demasiado temible. ¿Mary? ¿Anne?

Sí, Anne. Le gustaba Anne. Tenía un sonido firme muy bonito. Pero nadie la llamaría Anne. Si escribiera un libro, la heroína estaría perdida; no tendría familia. Nadie la llamaría por su nombre de pila. Necesitaba un buen apodo. Algo fácil de pronunciar. Algo agradable.

Sainsbury.

Hizo una pausa y lo pronunció mentalmente. Sainsbury. Por algún motivo, le recordaba al queso.

Estaba bien. Le gustaba el queso.

Anne Sainsbury. Era un buen nombre. Anne Sainsbury. La señorita Sainsbury. La señorita Sainsbury y

¿Y qué?

¿Y el héroe? ¿Debería tener un título? Sebastian sabía lo suficiente de la nobleza para dibujar un retrato bastante exacto de un noble indolente.

Sin embargo, eso era aburrido. Si escribiera un libro, tendría que ser una historia excepcional.

Podría hacer que fuera militar. De eso también sabía. ¿Un mayor, quizá? ¿La señorita Sainsbury y el misterioso mayor?

Cielo santo, no. Demasiada aliteración. Incluso a él le parecía demasiado rebuscado.

¿Un general? No, los generales estaban demasiado ocupados. Y, además, tampoco había tantos. Si iba a ir por ahí, también podrían aparecer uno o dos duques.

¿Y un coronel? Alto en los rangos militares, para que tuviera autoridad y poder. Podría provenir de buena familia, alguien con dinero, aunque no demasiado. Un hijo pequeño. Los hijos pequeños siempre tenían que labrarse su propio camino en la vida.

La señorita Sainsbury y el misterioso coronel. Sí, si escribiera un libro, lo titularía así.

Pero no iba a escribir ningún libro. Bostezó. ¿De dónde sacaría el tiempo? Miró la pequeña mesa, donde sólo había una taza de té frío. ¿O el papel?

El sol ya había empezado a asomar por el horizonte. Tendría que volver a meterse en la cama. Seguramente, podría dormir unas horas antes de tener que levantarse e ir a casa de Harry a desayunar.

Miró por la ventana, donde la luz oblicua de la mañana entraba por el cristal.

Se detuvo. Le gustaba cómo sonaba.

«La luz oblicua de la mañana entraba por el cristal.»

No, no quedaba claro. Cualquiera podría pensar que se trataba del cristal de una copa de brandy.

«La luz oblicua de la mañana entraba por la ventana.»

Aquello estaba mejor. Pero necesitaba algo más.

«La luz oblicua de la mañana entraba por la ventana, y la señorita Anne Sainsbury estaba acurrucada debajo de la delgada manta preguntándose, como solía hacer, de dónde sacaría el dinero para poder comer al día siguiente.»

Era realmente bueno. Hasta él quería saber qué le pasaba a la señorita Sainsbury, y se lo estaba inventando.

Se mordió el labio inferior. Quizá debería escribirlo. Y hacer que la heroína tuviera un perro.

Se sentó frente a la mesa. Papel. Necesitaba papel. Y tinta. Seguro que encontraba algo en los cajones.

«La luz oblicua de la mañana entraba por la ventana, y la señorita Anne Sainsbury estaba acurrucada debajo de la delgada manta preguntándose, como solía hacer, de dónde sacaría el dinero para poder comer al día siguiente. Deslizó la mirada hasta su fiel perro pastor escocés, que estaba tendido en la alfombra a los pies de la cama, y supo que había llegado el momento de tomar una decisión trascendental. La vida de sus hermanos dependía de ello.»

Fíjate. Un párrafo entero. Y no le había costado nada.

Sebastian levantó la mirada y se volvió hacia la ventana. La luz oblicua de la mañana seguía entrando por la ventana.

La luz oblicua de la mañana entraba por la ventana y Sebastian Grey era feliz.

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