CAPÍTULO 16

Tío -dijo Sebastian con jovialidad, puesto que hacía tiempo que había aprendido que era el tono más eficaz con su tío-, es un placer volver a verte. Aunque, debo admitirlo, todo se ve distinto a través de un solo ojo. -Sonrió de manera insulsa-. Incluso tú.

Newbury lo miró fijamente y luego se volvió hacia Annabel.

– Señorita Winslow.

– Milord. -Hizo una reverencia.

– Me concederá el próximo baile.

Fue una orden, no una pregunta. Sebastian se tensó, y esperó a que Annabel le ofreciera una respuesta cortante, pero ella tragó saliva y asintió. Sebastian supuso que era comprensible. La chica tenía poco poder frente a un conde, y Newbury siempre había tenido una presencia imponente e imperiosa. Además, la chica también tendría que responder ante sus abuelos. Eran amigos suyos; no podía avergonzarlos en absoluto rechazando un simple baile.

– Asegúrate de devolvérmela -dijo Sebastian al tiempo que ofrecía a su tío una sonrisa falsa con los labios pegados.

Newbury le devolvió el gesto con una mirada de hielo y, en ese instante, Sebastian supo que había cometido un error terrible. Nunca debería haber intentado ayudar a Annabel a recuperar su sitio. A ella le habría ido mejor si hubiera sido una paria. Habría podido volver a su vida en el campo, casarse con un terrateniente que hablara con la misma sinceridad que ella y vivir feliz para siempre.

La ironía era casi insoportable. Todo el mundo creía que Sebastian había ido detrás de ella porque su tío la quería, pero al final resultó que la verdad era al revés.

Newbury se había lavado las manos. Hasta que creyó que Sebastian podía ir en serio con esa chica. Y ahora la quería más que nunca.

Sebastian había pensado que el odio que su tío sentía hacia él tenía un límite, pero por lo visto no era así.

– La señorita Winslow y yo tenemos un acuerdo -le dijo Newbury.

– ¿No crees que eso tendría que decidirlo ella? -le preguntó Sebastian, suavemente.

A su tío le brillaron los ojos y, por un momento, Sebastian creyó que iba a pegarle otra vez, pero en esta ocasión Newbury estaba preparado y debió de controlarse mejor, porque sólo dijo:

– Eres un impertinente.

– Sencillamente intento que recupere su posición en el seno de la sociedad -respondió Sebastian. A modo de reproche. Si realmente Newbury hubiera tenido un acuerdo con ella, no la habría abandonado a su suerte.

Ante esas palabras, Newbury deslizó la mirada hasta los senos de Annabel.

A Sebastian le dio asco.

Newbury levantó la mirada, con un brillo que sólo podría describirse como el orgullo de la posesión.

– No tiene que bailar con él -le dijo Sebastian a Annabel. Al demonio sus abuelos y al demonio las expectativas de la sociedad. Ninguna muchacha tendría que bailar con un hombre que la miraba de aquella manera en público.

Sin embargo, Annabel lo miró con toda la tristeza del mundo y dijo:

– Creo que sí.

Newbury le ofreció una sonrisa triunfante, tomó a Annabel del brazo y se la llevó.

Sebastian los observó, ardiendo por dentro, mientras odiaba aquella sensación, el hecho de que todos lo estuvieran mirando y esperando a ver qué hacía.

Había perdido. En cierto modo, había perdido.

Y también se sentía perdido.


A la tarde siguiente…


Visitas. Annabel estaba inundada de visitas.

Ahora que tanto lord Newbury como el señor Grey parecían interesados en ella, toda la sociedad tenía la necesidad de verla en persona. Y poco parecía importar que esas mismas personas ya la hubieran visto a principios de semana, cuando era objeto de lástima.

A primera hora de la tarde, Annabel estaba desesperada por escapar, así que se inventó una alocada idea acerca de que necesitaba un sombrero del mismo color que el nuevo vestido lavanda, y su abuela al final agitó la mano y dijo:

– ¡Márchate! No puedo seguir escuchando tus bobadas.

El hecho de que Annabel nunca hubiera demostrado tanto interés por la moda parecía que no la preocupaba. Y tampoco se fijó en que alguien que estaba tan obsesionado con que el sombrero fuera exactamente del mismo color del vestido no se hubiera llevado el vestido al sombrerero.

Aunque claro, lady Vickers estaba enfrascada en su solitario, y todavía más enfrascada en su decantador de brandy. Seguramente Annabel podría haberse atado un tocado indio a la ceja y ella no habría dicho nada.

Annabel y su doncella, Nettie, se dirigieron a Bond Street por las calles menos transitadas. Si por ella fuera, se habría quedado toda la tarde en esas calles, pero no podía regresar a casa sin algo nuevo que ponerse en la cabeza, así que siguió buscando con la esperanza de que el aire fresco le ayudara a aclarar las ideas.

Aunque no la ayudó, claro, y el gentío de Bond Street lo empeoró todavía más. Parecía que todo el mundo había salido a la calle esa tarde, así que sufrió empujones y pisotones, y se distrajo con el rumor de las conversaciones y los relinchos de los caballos en la calle. Además, hacía calor y tenía la sensación de que no había aire suficiente para todos.

Estaba atrapada. La noche anterior, lord Newbury había dejado claro que todavía quería casarse con ella. Y sólo era cuestión de tiempo que hiciera oficial sus intenciones.

Annabel se había alegrado mucho cuando creyó que ya no la perseguía. Sabía que su familia necesitaba el dinero, pero si no le pedía la mano no tendría que decir que sí. O que no.

No tendría que comprometerse con un hombre que le resultaba repulsivo. O rechazarlo y tener que vivir para siempre con la culpa de su egoísmo.

Y para empeorarlo todo un poco más, esa mañana había recibido una carta de su hermana. Mary era la segunda y siempre se habían llevado muy bien. De hecho, si Mary no hubiera enfermado del pulmón durante la primavera, también habría venido a Londres. «Dos por el precio de una -había dicho lady Vickers, al principio, cuando aceptó acoger el debut de las dos muchachas-. Así todo es más barato.»

La carta de Mary era alegre y risueña, llena de noticias sobre su casa, su pueblo, la asamblea local y el mirlo que, sin saber cómo, se había colado en la iglesia, había revoloteado y, al final, se había posado en la cabeza del sacerdote.

Era preciosa y en ese momento se añoró mucho, tanto que casi le resultó insoportable. Aunque eso no había sido todo. Había pequeñas dosis de información sobre el ahorro, sobre la institutriz de la que su madre había tenido que prescindir y sobre la vergüenza que habían pasado hacía dos semanas cuando el baronet local y su mujer se presentaron a cenar sin avisar y resulta que sólo tenían un tipo de carne para servir.

El dinero se estaba acabando. Mary no lo había dicho con esas mismas palabras, pero estaba muy claro. Annabel soltó el aire muy despacio mientras pensaba en su hermana. Seguramente, Mary estaría sentada en casa imaginando que ella llamaba la atención de algún terriblemente apuesto e imposiblemente adinerado noble. Lo llevaría a casa, resplandeciente de felicidad, y él los llenaría de dinero hasta que sus problemas estuvieran solucionados.

Pero en lugar de eso, tenía a un noble extremadamente adinero e imposiblemente horrible, y a un granuja probablemente pobre e increíblemente apuesto que la hacía sentir…

No. No podía pensar en eso. Daba igual lo que el señor Grey le hiciera sentir, porque el señor Grey no tenía pensando proponerle matrimonio y, aunque lo hiciera, no tenía los recursos para ayudar a su familia. Annabel no solía prestar demasiada atención a las habladurías, pero al menos doce de las dieciocho visitas que había tenido por la mañana le habían explicado que vivía con poco y menos. Sin mencionar la veintena de personas que habían acudido a su casa después del incidente en White’s.

Al parecer, todo el mundo tenía una opinión sobre el señor Grey, pero en lo que todos estaban de acuerdo era que no poseía una gran fortuna. De hecho, ni grande ni pequeña. Ninguna.

Además, no se le había declarado. Ni pensaba hacerlo.

Con un gran pesar en el corazón, Annabel giró la esquina de Brook Street mientras Nettie hablaba de los sombreros con plumas extravagantes que habían visto en uno de los escaparates de Bond Street. Estaba a unas seis casas de Vickers House cuando vio que, del otro lado, se acercaba un gran carruaje.

– Espera -dijo, mientras levantaba la mano para que Nettie se detuviera.

La muchacha la miró extrañada, pero se detuvo. Y se calló.

Annabel observó con horror cómo lord Newbury descendía del carruaje y subía las escaleras. No había duda de a qué había ido a Vickers House.

– ¡Au! Señorita…

Annabel se volvió hacia Nettie y se dio cuenta de que le estaba agarrando el brazo con mucha fuerza.

– Lo siento -dijo enseguida, y la soltó-, pero no puedo ir a casa. Todavía no.

– ¿Quiere otro sombrero? -Nettie deslizó la vista hasta el paquete que llevaba en las manos-. Estaba el de las uvas, pero a mí me ha parecido demasiado oscuro.

– No. Es que… Es que… No puedo ir a casa. Todavía no. -Presa del pánico, Annabel agarró a Nettie de la mano y se la llevó por donde habían venido, y ni siquiera se detuvo hasta que quedaron fuera del alcance visual de Vickers House.

– ¿Qué sucede? -preguntó Nettie, sin aliento.

– Por favor -suplicó Annabel-. Por favor, no me lo preguntes. -Miró a su alrededor. Estaba en una calle residencial. No podía pasarse allí toda la tarde-. Eh… Iremos a… -Tragó saliva. ¿Adónde podían ir? No quería volver a Bond Street. Acababa de estar allí y seguro que alguien la había visto y se daría cuenta de su regreso-. ¡Vamos a tomar un dulce! -dijo, casi a gritos-. Exacto. ¿No tienes hambre? Yo me muero de hambre. ¿Tú no?

Nettie la miró como si hubiera enloquecido. Y quizá fuera cierto. Annabel sabía lo que tenía que hacer. Lo sabía desde hacía una semana. Pero no quería hacerlo esa tarde. ¿Era pedir demasiado?

– Venga -dijo Annabel, con urgencia-. Hay una tienda de dulces en…

– ¿Dónde?

– ¿En Clifford Street? -sugirió Nettie.

– ¡Sí! Sí, creo que es esa. -Annabel empezó a caminar muy deprisa, sin prestar apenas atención a por dónde iba e intentando reprimir las lágrimas que le ardían tras los ojos. Tenía que mantener la compostura. No podía entrar en un establecimiento, aunque fuera una humilde tienda de dulces, con ese aspecto. Necesitaba hacer una pausa, tranquilizarse y…

– ¡Oh, señorita Winslow!

Annabel se quedó inmóvil. Dios, no quería hablar con nadie. Ahora no, por favor.

– ¡Señorita Winslow!

Annabel respiró hondo y se volvió. Era lady Olivia Valentine, que le sonreía mientras entregaba algo a su doncella y avanzaba unos pasos.

– Cuánto me alegro de volver a verla -dijo Olivia, muy contenta-. He oído que… Señorita Winslow. ¿Qué sucede?

– Nada -mintió Annabel-. Es que…

– No, a usted le pasa algo -dijo Olivia, con firmeza-. Venga, acompáñeme. -Tomó a Annabel del brazo y retrocedieron unos pasos-. Es mi casa -la informó-. Aquí podrá descansar.

Annabel no discutió, porque estaba agradecida de tener un sitio adónde ir y de tener a alguien que le dijera qué hacer.

– Necesita una taza de té -dijo Olivia, mientras la acomodaba en un salón-. Yo necesito un té con sólo mirarla. -Llamó a la doncella y pidió té para dos. Luego se sentó a su lado y tomó a Annabel de la mano-. Annabel -dijo-. ¿Puedo llamarla Annabel?

Ella asintió.

– ¿Puedo hacer algo para ayudarla?

Annabel meneó la cabeza.

– Ojalá.

Olivia se mordió el labio inferior, nerviosa, y luego con cautela preguntó:

– ¿Ha sido mi primo? ¿Sebastian ha hecho algo?

– ¡No! -exclamó Annabel-. No. No. No, por favor, él no ha hecho nada. Ha sido muy amable y generoso. Si no fuera por él… -Volvió a menear la cabeza, aunque esta vez muy deprisa, tanto que acabó mareada y tuvo que colocarse la mano en la frente-. Si no fuera por el señor Grey -dijo, cuando se recuperó y pudo hablar con normalidad-, sería una paria.

Olivia asintió muy despacio.

– Entonces, debo asumir que se trata de lord Newbury.

Annabel asintió con un movimiento casi imperceptible. Deslizó la mirada hasta su regazo, sus manos, una en la de Olivia y la otra cerrada en un puño.

– Estoy siendo una tonta, y una egoísta. -Respiró hondo e intentó aclararse la garganta, pero acabó emitiendo un terrible sonido ahogado. El sonido que uno solía hacer antes de llorar-. Es que no… quiero…

No terminó la frase. No tuvo que hacerlo. Vio la lástima en los ojos de Olivia.

– Entonces, ¿se lo ha propuesto? -preguntó Olivia, muy despacio.

– No, todavía no. Pero ahora mismo está en casa de mis abuelos. Vi el carruaje. Lo vi entrar. -Levantó la mirada. No quería pensar en lo que Olivia podía ver en su cara o en sus ojos, pero sabía que no podía seguir hablando con su regazo para siempre-. Soy una cobarde. Lo he visto y he echado a correr. He pensado: si no voy a casa, no puede pedirme que me case con él y no puedo decir que sí.

– ¿No puede decir que no?

Annabel meneó la cabeza, derrotada.

– No -respondió, mientras se preguntaba por qué parecía tan cansada-. Mi familia… Necesitamos… -Tragó saliva y cerró los ojos ante el dolor que le provocaba esa verdad-. Después de la muerte de mi padre, todo ha sido muy difícil y…

– No pasa nada -dijo Olivia, interrumpiéndola con un suave apretón de mano-. Lo entiendo.

Annabel sonrió a pesar de las lágrimas, agradecida por la amabilidad de esa mujer, aunque no podía dejar de pensar que no podía entenderla. Olivia Valentine, con su enamorado marido y sus adinerados y cercanos padres, no. Era imposible que entendiera la presión que pesaba sobre sus hombros, la certeza de que podía salvar a su familia y que lo único que tenía que hacer era sacrificarse por todos ellos.

Olivia soltó el aire muy despacio.

– Bueno -dijo, en tono práctico-, podemos retrasarlo un día, al menos. Puede quedarse aquí toda la tarde. Me encantará tener compañía.

– Gracias -dijo Annabel.

Olivia le dio unos golpecitos en la mano y se levantó. Se acercó a la ventana y miró hacia la calle.

– Desde aquí no se ve la casa de mis abuelos -dijo Annabel.

Olivia se volvió y sonrió.

– Lo sé. Sólo estaba pensando. Suelo tener las mejores ideas cuando estoy frente a una ventana. Quizá, dentro de una o dos horas, salga a dar un paseo. Y comprobaré si el carruaje del conde todavía está frente a Vickers House.

– No debería -dijo Annabel-. Su estado…

– No me impide caminar -terminó Olivia, sonriente-. En realidad, me irá bien tomar el aire. Los tres primeros meses fueron horribles y, según mi madre, los tres últimos también lo serán, así que mejor que disfrute de este trimestre.

– Es el mejor del embarazo -confirmó Annabel.

Olivia ladeó la cabeza y la miró extrañada.

– Soy la mayor de ocho hermanos. Mi madre estuvo embarazada casi toda mi infancia.

– ¿Ocho? Cielo santo. Nosotros sólo somos tres.

– Por eso lord Newbury quiere casarse conmigo -dijo Annabel, con la voz inexpresiva-. Mi madre eran siete. Mi padre, diez. Sin hablar de los chismes que dicen que soy tan fértil que los pájaros cantan a mi paso.

Olivia hizo una mueca.

– ¿Lo sabe?

Annabel puso los ojos en blanco.

– Incluso a mí me pareció gracioso.

– Está bien que aplique el sentido del humor a este asunto.

– Tengo que hacerlo -respondió Annabel con un gesto fatalista-. Si no, entonces… -Suspiró, incapaz de terminar la frase. Era demasiado deprimente.

Se vino abajo, y posó la mirada en la curva ornada de una de las patas de la mesita. La miró fijamente hasta que la visión fue borrosa y luego se dividió en dos. Debía de tener los ojos muy juntos. O quizá se estaba quedando ciega. Si se quedaba ciega, igual lord Newbury ya no la querría. ¿Podía alguien quedarse ciego por juntar los ojos durante días?

Quizá. Valía la pena intentarlo.

Inclinó la cabeza hacia un lado.

– ¿Annabel? ¿Señorita Winslow? ¿Se encuentra bien?

– Sí -respondió Annabel, de forma automática, aunque sin apartar la mirada de la mesa.

– ¡El té ya está listo! -exclamó Olivia, alegre por poder romper aquel tenso silencio-. Mire. -Se sentó y colocó una taza en el platillo-. ¿Cómo lo toma?

A regañadientes, Annabel apartó la mirada de la pata de la mesa y parpadeó, de modo que sus ojos regresaron a la posición normal.

– Con leche y sin azúcar, por favor.

Olivia esperó a que el té acabara de soltar su esencia mientras hablaba de esto y aquello; nada en particular. Annabel estaba feliz… no, agradecida de poder estar sentada y escucharla. Supo de la existencia de la cuñada de Olivia, a quien no le gustaba demasiado venir a la ciudad, y de su hermano gemelo que, en los días malos, era como la semilla del diablo. Mirando al cielo, Olivia añadió que, en los días buenos, «supongo que lo quiero».

Mientras Annabel sorbía el líquido caliente, Olivia le habló del trabajo de su marido.

– Solía traducir unos documentos horribles. Increíblemente aburridos. Cualquiera diría que los papeles de la Oficina de Guerra estarían llenos de intriga, pero, créame, no es así.

Annabel sorbía y asentía, sorbía y asentía.

– Se queja constantemente de los libros de Gorely -continuó Olivia-. El estilo es realmente terrible, pero creo que, en el fondo, le gusta traducirlos. -Levantó la mirada, como si se le acabara de ocurrir algo-. De hecho, tiene que darle las gracias a Sebastian por el trabajo.

– ¿De veras? ¿Por qué?

Olivia abrió la boca, pero tardó varios segundos en hablar.

– Sinceramente, no sé cómo explicarlo, pero Sebastian hizo una lectura para el príncipe Alexei, a quien creo que conoció ayer por la noche.

Annabel asintió. Y luego frunció el ceño.

– ¿Hizo una lectura?

Olivia la miró como si ni siquiera ella acabara de creérselo.

– Fue algo impresionante. -Meneó la cabeza-. Todavía no termino de creérmelo. Todas las doncellas acabaron llorando.

– Madre mía. -Tenía que leer uno de esos libros.

– Fuera como fuere, el príncipe Alexei se enamoró de la historia. La señorita Butterworth y el alocado barón. Le pidió a Harry que lo tradujera para que sus paisanos también pudieran leerlo.

– Debe de ser una historia extraordinaria.

– Uy, sí que lo es. Muerte a mano de las palomas.

Annabel se atragantó con el té.

– Lo dice de broma.

– No. Se lo juro. La madre de la señorita Butterworth muere por el ataque de varias palomas. Y eso después de que la pobre mujer fuera el único miembro de su familia, junto con la señorita Butterworth, claro, que había sobrevivido a la plaga.

– ¿Bubónica? -preguntó Annabel, con los ojos como platos.

– Uy no, lo siento. La sífilis. Ojalá hubiera sido la peste bubónica.

– Tengo que leer uno de esos libros -dijo Annabel.

– Puedo prestarle uno. -Olivia dejó la taza en la mesa, se levantó y cruzó el salón-. Aquí tenemos muchas copias. A veces, Harry marca las páginas, de modo que nos vemos obligados a comprar varios. -Abrió un armario y se agachó para mirar en el interior-. Ay, Dios, a veces me olvido que ya no puedo moverme como antes.

Annabel empezó a levantarse.

– ¿Necesita ayuda?

– No, no. -Olivia gruñó mientras se levantaba-. Aquí está. La señorita Sainsbury y el misterioso coronel. Creo que es el debut de la señora Gorely.

– Gracias. -Annabel aceptó el libro y lo miró, mientras acariciaba las letras doradas de la portada con la mano. Lo abrió por la primera página y empezó a leerlo:


La luz oblicua de la mañana entraba por la ventana, y la señorita Anne Sainsbury estaba acurrucada debajo de la delgada manta preguntándose, como solía hacer, de dónde sacaría el dinero para poder comer al día siguiente. Deslizó la mirada hasta su fiel perro pastor escocés, que estaba tendido en la alfombra a los pies de la cama, y supo que había llegado el momento de tomar una decisión trascendental. La vida de sus hermanos dependía de ello.


Lo cerró de golpe.

– ¿Le pasa algo? -preguntó Olivia.

– No… No es nada. -Annabel bebió otro sorbo de té. No estaba segura de si quería leer la historia de una chica que tomaba decisiones trascendentales en ese momento. Y menos decisiones de las que dependían sus hermanos-. Creo que lo leeré después.

– Si quiere leerlo ahora, estaré encantada de dejarla sola -dijo Olivia-. O podría unirme a usted. He dejado el periódico de hoy a medias.

– No, no. Lo empezaré esta noche. -Sonrió con tristeza-. Será una distracción que agradeceré.

Olivia abrió la boca para decir algo, pero justo entonces oyeron que alguien entraba por la puerta principal.

– ¿Harry? -exclamó Olivia.

– Lo siento, soy yo.

Annabel se quedó inmóvil. Era el señor Grey.

– ¡Sebastian! -gritó Olivia, mientras lanzaba una mirada nerviosa a Annabel. Esta meneó la cabeza muy deprisa. No quería verlo. Ahora no, estaba demasiado frágil.

– Sebastian, no te esperaba -dijo Olivia, casi corriendo hasta la puerta del salón.

Él entró y se inclinó para darle un beso en la mejilla.

– ¿Desde cuándo me esperas en tu casa?

Annabel se encogió en el sofá. Quizá no la viera. El vestido era casi del mismo color azul que la tapicería. Quizá pasaría desapercibida. Quizá el señor Grey se había quedado ciego después de días de juntar los ojos. Quizá…

– ¿Annabel? ¿Señorita Winslow?

Ella dibujó una débil sonrisa.

– ¿Qué está haciendo aquí? -Cruzó el salón, con la ceja arrugada de preocupación-. ¿Ha sucedido algo?

Annabel meneó la cabeza, porque no podía hablar. Había creído que lo tenía todo bajo control. Había estado riendo con Olivia, por el amor de Dios. Pero había mirado al señor Grey y todo lo que había intentado ignorar afloró otra vez, presionándole los ojos y haciéndole un nudo en la garganta.

– ¿Annabel? -preguntó él mientras se arrodillaba delante de ella.

Y ella se echó a llorar.

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