CAPÍTULO 02

La mañana siguiente…


Newbury tiene los ojos puestos en otra chica.

Sebastian Grey abrió un ojo para mirar a su primo Edward, que estaba sentado frente a él, comiéndose algo con aspecto de pastel, que, incluso desde el otro lado del salón, tenía un olor repugnante. Le dolía la cabeza, porque había tomado demasiado champán la noche anterior, y decidió que prefería el comedor a oscuras.

Cerró el ojo.

– Creo que esta vez va en serio -dijo Edward.

– Iba en serio las últimas tres veces -respondió Sebastian, mirando fijamente la parte interior de sus párpados.

– Sí, claro -contestó aquel-. Ha tenido mala suerte. Muerte, fuga y… ¿qué le pasó a la tercera?

– Que se presentó en el altar embarazada.

Edward se rió.

– Quizá debería haberse quedado con esa. Al menos, sabía que era fértil.

– Me temo -respondió Sebastian mientras cambiaba la posición para acomodarse mejor en el sofá con las piernas estiradas-, que incluso yo soy preferible al bastardo de otro hombre. -Tiró la toalla y dobló las piernas por encima del brazo del sofá, con los pies colgando-. Aunque cueste creerlo.

Pensó en su tío un instante y luego intentó apartarlo de su mente. El conde de Newbury siempre lo ponía de mal humor, y hoy ya tenía suficiente dolor de cabeza. Tío y sobrino siempre habían estado a la greña, pero nunca había importado hasta hacía un año y medio, cuando Geoffrey, el primo de Sebastian, había muerto. En cuanto fue evidente que la viuda de Geoffrey no estaba embarazada y que Sebastian era el heredero del título, Newbury se fue hacia Londres en busca de una nueva esposa y gritó a los cuatro vientos que moriría antes de permitir que Sebastian heredara el título.

Por lo visto, el conde no se había dado cuenta de la inconsistencia logística de tal afirmación.

Por lo tanto, Sebastian se encontró en una situación extraña y precaria. Si el conde encontraba una esposa y engendraba otro hijo, y Dios sabía que lo estaba intentando, él seguiría siendo otro de los caballeros apuestos, aunque sin título, de Londres. Si, por otro lado, Newbury no conseguía reproducirse o, algo peor, sólo engendraba hijas, heredaría cuatro casas, montañas de dinero y el octavo condado más antiguo de Inglaterra.

Y eso significaba que nadie sabía demasiado qué hacer con él. ¿Era el soltero de oro del mercado o sólo otro cazafortunas? Era imposible saberlo.

Y era muy divertido. Al menos, para Sebastian.

Nadie quería arriesgarse a que no se convirtiera en conde y, por lo tanto, lo invitaban a todas las fiestas, algo que siempre suponía una ventaja excelente para un hombre que disfrutaba de la buena comida, la buena música y la buena conversación. Las debutantes revoloteaban a su alrededor, generando un entretenimiento infinito. Y en cuanto a las damas más maduras, las que disponían de absoluta libertad para buscar el placer donde quisieran…

Bueno, frecuentemente solían escogerlo a él. Que fuera apuesto ayudaba mucho. Que fuera un amante excelente era delicioso. Que quizás acabara convirtiéndose en el conde de Newbury…

Lo convertía en irresistible.

Sin embargo, ahora mismo, con la cabeza dolorida y el estómago revuelto, se sentía absolutamente resistible. O, si no, resistente. Podría descender del techo la mismísima Afrodita, flotando en una concha marina, desnuda a excepción de unas flores colocadas de forma estratégica, y seguramente le vomitaría en los pies.

No, tendría que bajar completamente desnuda. Si Sebastian quería comprobar la existencia de una diosa, en ese mismo salón, tendría que estar desnuda.

Sin embargo, igualmente le vomitaría en los pies.

Bostezó y apoyó el peso del cuerpo un poco más sobre la cadera izquierda. Se preguntó si podría quedarse dormido. No había dormido demasiado bien la noche anterior (champán) ni la otra (por nada en particular), y el sofá de su primo era un sitio tan bueno como cualquier otro. Como tenía los ojos cerrados y el salón estaba bastante oscuro, sólo oía cómo Edward masticaba.

Ese ruido.

Era increíble lo intenso que era, ahora que se paraba a pensarlo.

Sin mencionar el olor. Pastel de carne. ¿Quién era capaz de comerse un pastel de carne delante de alguien en su estado?

Sebastian gimió.

– ¿Perdón? -dijo Edward.

– Tu comida -gruñó él.

– ¿Quieres un poco?

– No, por Dios.

Sebastian mantuvo los ojos cerrados, pero prácticamente oyó cómo su primo se encogía de hombros. Esa mañana, nadie se apiadaría de él.

De modo que Newbury iba detrás de otra yegua de cría. Sebastian suponía que no tenía que sorprenderle. Demonios, no estaba sorprendido. Es que…

Es que…

Diantres, no sabía qué era. Pero era algo.

– ¿De quién se trata, esta vez? -preguntó, porque no es que estuviera completamente desinteresado.

Se produjo una pausa, seguramente mientras Edward tragaba la comida, y luego:

– La nieta de Vickers.

Sebastian lo consideró. Lord Vickers tenía varias nietas. Aunque tenía sentido, porque lady Vickers y él habían tenido algo así como quince hijos.

– Bueno, me alegro por ella -gruñó.

– ¿La has visto? -preguntó Edward.

– ¿Y tú? -respondió Seb. Había llegado a la ciudad cuando la temporada ya había empezado. Si la chica era nueva, seguro que no la conocía.

– De campo, dicen, y tan fértil que los pájaros cantan cuando se les acerca.

Vaya, eso merecía que abriera un ojo. En realidad, los dos.

– Pájaros -repitió Sebastian con la voz neutra-. ¿De veras?

– Me pareció una frase divertida -dijo Edward, defendiéndose.

Con un gruñido, Sebastian levantó las piernas y se sentó en el sofá. Bueno, al menos, en una posición que se acercaba más a estar sentado que la anterior.

– Y si esa chica es la Blancanieves virgen que Newbury asegura, ¿cómo se juzga su fecundidad?

Edward se encogió de hombros.

– Es obvio. Tiene unas caderas… -Dibujó un arco extraño en el aire y le empezaron a brillar los ojos-. Y unos pechos… -Prácticamente estaba temblando y a Sebastian no le hubiera extrañado que empezara a babear.

– Contrólate, Edward -dijo Sebastian-. Por si lo has olvidado, estás sentado en el sofá recién tapizado de Olivia.

Edward lo miró malhumorado y volvió a concentrarse en la comida del plato. Estaban sentados en el salón de casa de sir Harry y lady Olivia Valentine, como casi siempre. Edward era hermano de Harry y, por lo tanto, vivía allí. Sebastian había ido a desayunar. La cocinera de Harry había cambiado la receta de los huevos cocidos, con unos resultados excelentes. (Sebastian sospechaba que le echaba más mantequilla; todo estaba más sabroso con más mantequilla.) No se había perdido un desayuno en «La Casa de Valentine» en una semana.

Además, le gustaba la compañía.

Harry y Olivia que, por cierto no eran españoles, aunque a Sebastian le gustaba decir «La Casa de Valentine», habían ido al campo durante quince días, seguramente para escapar de Edward y Sebastian. Los dos jóvenes enseguida habían dejado que su actitud de solteros degenerara y dormían hasta mediodía, comían en el salón y habían colgado una diana detrás de la puerta de la segunda habitación de invitados.

De momento, Sebastian ganaba catorce partidas a tres.

En realidad, eran dieciséis a una. Se había apiadado de Edward a medio torneo. Y eso había añadido interés al asunto. Era mucho más difícil perder a propósito de forma realista que ganar. Pero lo había conseguido. Edward no había sospechado nada.

La partida número dieciocho se celebraría esa misma noche. Y Sebastian allí estaría, por supuesto. Prácticamente vivía en esa casa. Se decía que era porque alguien tenía que vigilar al joven Edward, pero la verdad era que…

Seb sacudió la cabeza mentalmente. Ya había dicho suficientes verdades.

Bostezó. Dios, estaba cansado. No sabía por qué había bebido tanto la noche anterior. Hacía siglos que no lo hacía. Pero se había acostado temprano, y no podía dormir, y entonces se levantó, pero no podía escribir porque…

Porque nada. Había sido terriblemente irritante. No podía escribir. Las palabras no le venían a la mente a pesar de que había dejado a la pobre heroína escondida debajo de una cama. Y al héroe, en esa misma cama. Iba a ser la escena más arriesgada hasta la fecha. Cualquiera creería que, al ser tan nuevo, le resultaría fácil.

Pero no. La señorita Spencer seguía debajo de la cama y su escocés seguía encima del colchón, y Sebastian no estaba más cerca del final del capítulo doce que la semana pasada.

Después de dos horas sentado en el escritorio, mirando una hoja en blanco, se había dado por vencido. No podía dormir y no podía escribir y, más por inquina que por otra cosa, se levantó, se vistió y se marchó al club.

Había champán. Alguien estaba celebrando algo y habría sido de mala educación no unirse a la fiesta. También había varias jóvenes muy guapas, aunque Sebastian desconocía el motivo por el cual estaban en el club.

O quizá no las había visto en el club. ¿Había ido a algún sitio, después?

Santo Dios, se estaba haciendo demasiado viejo para aquellas tonterías.

– Quizá diga que no -dijo Edward, por lo visto sin ningún motivo.

– ¿Eh?

– La chica Vickers. Quizá le diga que no a Newbury.

Sebastian reclinó la espalda y se presionó las sienes con los dedos.

– No dirá que no.

– Creí que no la conocías.

– Y no la conozco. Pero Vickers estará deseoso por emparentar con Newbury. Son amigos y Newbury tiene dinero. A menos que la chica tenga un padre realmente indulgente, tendrá que hacer lo que diga su abuelo. Eh, un momento. -Arqueó las cejas y las arrugas de la frente pareció que le activaban su perezosa mente-. Si es la hija de los Fenniwick, dirá que no.

– ¿Cómo sabes todo eso?

Seb se encogió de hombros.

– Sé cosas.

Básicamente, se limitaba a observar. Era increíble lo que se podía llegar a saber acerca de otro ser humano a través de la observación. Y escuchando. Y comportándose de forma tan encantadora que la gente solía olvidarse de que tenía un cerebro.

No solían tomárselo en serio, y él casi lo prefería así.

– No, espera -dijo, recreando la imagen de una chica muy delgada, tanto que desaparecía cuando se ponía de perfil-. Es imposible que sea la hija de los Fenniwick. No tiene pechos.

Edward se terminó el último trozo de pastel de carne. Por desgracia, el olor no desapareció tan deprisa.

– Espero que no lo sepas de primera mano -dijo.

– Soy un excelente juez de la forma femenina, incluso desde lejos. -Sebastian miró a su alrededor, buscando algo sin alcohol para beber. Un té. Un té le sentaría bien. Su abuela solía decir que, después del vodka, era lo mejor del mundo.

– Bueno -dijo Edward, observando cómo Sebastian se levantaba y tocaba la campana para llamar al mayordomo-, si lo acepta, prácticamente habrás perdido el condado.

Seb volvió a dejarse caer en el sofá.

– Nunca fue mío, para empezar.

– Pero podría serlo -dijo Edward, inclinándose hacia delante-. Podría ser tuyo. Yo, seguramente soy el trigésimo noveno en la línea de sucesión de algo importante, pero tú… tú podrías ser el próximo conde de Newbury.

Sebastian contuvo la arcada que le subió por la garganta. El conde de Newbury era su tío, enorme y escandaloso, con su mal aliento y su carácter todavía peor. Le costaba imaginarse, algún día, respondiendo a ese nombre.

– Sinceramente, Edward -dijo, mirando a su primo con la mayor franqueza que pudo-, me da igual una cosa y la otra.

– ¿No lo dirás en serio?

– Pues sí -murmuró Seb.

Edward lo miró como si se hubiera vuelto loco. Sebastian decidió responderle volviendo a tenderse en el sofá. Cerró los ojos y estaba decidido a mantenerlos así hasta que llegara el té.

– No digo que no apreciara las facilidades que acompañan al título -dijo-, pero he vivido treinta años sin ellas y veintinueve sin ni siquiera imaginarme que podrían ser mías.

– Facilidades -repitió Edward, considerando la palabra-. ¿Facilidades?

Seb se encogió de hombros.

– El dinero sería muy conveniente.

– Conveniente -repitió Edward, atónito-. Sólo tú definirías algo así como conveniente.

Seb volvió a encogerse de hombros e intentó echar una cabezadita. Casi siempre acababa durmiendo así, a ratitos, en sofás, sillas, cualquier sitio excepto su cama. No obstante, su mente se negaba a relajarse y a olvidarse de los últimos chismes acerca de su tío.

Realmente le daba igual heredar el condado. A la gente le solía costar creérselo, pero era cierto. Si su tío acababa casándose con la chica de los Vickers y tenía un hijo con ella, mejor para él. El título no sería para él. Sebastian no podía tomarse la molestia de enfadarse por haber perdido algo que, para empezar, nunca fue suyo.

– La mayor parte de la gente -dijo Sebastian en voz alta, puesto que sólo estaba Edward en la habitación y podía permitirse parecer un bufón sin pensar en las consecuencias-, sabe si va a heredar un condado. Yo sólo soy el heredero aparente. Aparentemente, el heredero. A menos que alguien consiga matarme antes, heredaré.

– ¿Perdón?

– Que alguien podría redefinir el concepto como heredero obvio -murmuró Seb.

– ¿Siempre das lecciones de vocabulario cuando has bebido demasiado?

– Cachorro. -Era el apodo preferido de Seb para referirse a Edward y, siempre que quedara en la familia, a Edward parecía no importarle.

Edward chasqueó la lengua.

– Monólogo interrumpido -dijo Sebastian, y luego continuó-: Con el presunto heredero, todo son presunciones.

– ¿Me estás diciendo algo que no sepa? -preguntó Edward, sin una gota de sarcasmo. Sólo era para asegurarse de si tenía que prestarle atención o no.

Sebastian lo ignoró.

– Uno es el presunto heredero, a menos y siempre que… etcétera, como en mi caso, Newbury consiga casarse con una pobre de caderas fértiles y pechos grandes.

Edward volvió a suspirar.

– Cállate -dijo Seb.

– Si los hubieras visto, sabrías a qué me refiero.

Su voz estaba tan cargada de lujuria que Sebastian tuvo que abrir los ojos y mirar a su primo.

– Necesitas una mujer.

– Envíame una. No me importa aprovecharme de lo que tú no quieres.

Se merecía algo mejor, pero a Sebastian no le apetecía tener esa conversación, al menos no sin una base.

– Necesito esa taza de té.

– Sospecho que necesitas algo más que una taza de té.

Seb arrugó una ceja.

– Pareces bastante molesto con la endeblez de tu posición -explicó Edward.

Sebastian se lo pensó unos segundos.

– No, no estoy molesto. Pero fingiré estar ligeramente irritado.

Edward cogió el periódico y se quedaron en un amigable silencio. Sebastian miró hacia el otro lado del salón, hacia la ventana. Siempre había tenido muy buena vista y ahora veía a las jóvenes que paseaban por el otro lado de la calle. Las observó durante un buen rato, sin pensar en nada importante. Parecía que el color de moda era el azul celeste. Una buena elección; le sentaba bien a casi todo el mundo. Aunque no estaba tan seguro sobre la forma de las faldas; parecían un poco más tiesas y de forma cónica. Eran atractivas, sí, pero suponían un mayor reto para cualquier hombre que quisiera levantarlas.

– El té -dijo Edward, interrumpiendo los pensamientos de Sebastian. Una doncella depositó la bandeja en la mesa, entre los dos y, durante unos segundos, esos dos hombres grandes con manos grandes se quedaron mirando el delicado conjunto de té.

– ¿Dónde está nuestra adorada Olivia cuando la necesitamos? -preguntó Sebastian.

Edward se rió.

– Me aseguraré de explicarle lo mucho que valoras sus habilidades para servir el té.

– Seguramente, es el motivo más lógico para conseguir una esposa. -Sebastian se inclinó hacia delante y examinó la bandeja en busca de la pequeña jarra de la leche-. ¿Quieres?

Edward meneó la cabeza.

Sebastian se sirvió un poco de leche en la taza y luego decidió que necesitaba tanto el té que no tenía tiempo para dejarlo reposar. Se lo sirvió e inhaló el aroma cuando invadió el ambiente. Era impresionante lo bien que le sentaba al estómago.

Quizá debería irse a la India. Tierra de promesas. Tierra de té.

Bebió un sorbo y notó cómo el líquido caliente le resbalaba por la garganta hasta el estómago. Era perfecto, sencillamente perfecto.

– ¿Te has planteado alguna vez ir a la India? -le preguntó a Edward.

Edward levantó la mirada con las cejas ligeramente arqueadas. Era un cambio de tema repentino, aunque ya conocía a Sebastian lo suficiente para extrañarse por algo.

– No -respondió-. Hace demasiado calor.

Seb reflexionó sobre esa respuesta.

– Supongo que tienes razón.

– Además, está la malaria -añadió Edward-. Una vez conocí a un hombre que la padecía. -Se estremeció-. No te gustaría.

Sebastian había sufrido malaria mientras luchaba con el 18º Regimiento de los Húsares en Portugal y España. «No te gustaría» parecía una frase muy irónica.

Además, le resultaría muy complicado continuar con su carrera de escritor clandestino desde el extranjero. Su primera novela, La señorita Sainsbury y el misterioso coronel, había sido un éxito rotundo. Tanto, que Sebastian enseguida había escrito La señorita Davenport y el oscuro marqués, La señorita Truesdale y el Silencioso Caballero, y el mayor éxito hasta la fecha: La señorita Butterworth y el alocado barón.

Todos ellos publicados bajo un seudónimo, claro. Si se descubriera que escribía novelas góticas…

Se quedó pensativo unos segundos. ¿Qué sucedería si se descubriera? Los miembros más rígidos de la alta sociedad lo vetarían, aunque quizá ya le estaría bien. El resto de la alta sociedad se sentiría encantada. Darían fiestas en su honor durante semanas.

Pero también le harían preguntas. Y la gente le pediría que escribiera sus historias personales. Sería horrible.

Le gustaba tener un secreto. Ni siquiera su familia lo sabía. Si alguno de ellos se preguntaba de dónde sacaba el dinero, jamás se lo había dicho abiertamente. Seguramente, Harry daba por sentado que lo recibía de su madre. Y que iba a desayunar a su casa cada día para ahorrar.

Además, a Harry no le gustaban sus libros. Los estaba traduciendo al ruso (y le pagaban una fortuna. Seguramente, más de lo que el propio Sebastian había cobrado por escribirlos), pero no le gustaban. Le parecía que eran estúpidos. Lo decía con bastante frecuencia. Y Sebastian no se atrevía a decirle que, en realidad, Sarah Gorely, la escritora, era Sebastian Grey, su primo.

Lo incomodaría mucho.

Sebastian se bebió el té y observó cómo Edward leía el periódico. Si se inclinaba hacia delante, quizá pudiera leer la página que estaba girada hacia él. Siempre había tenido muy buena vista.

Aunque, por lo visto, no era tan buena como creía. El London Times utilizaba una letra ridículamente diminuta. Aún así, lo intentó. Al menos, podía leer los titulares.

Edward bajó el periódico y lo miró fijamente.

– ¿Estás muy aburrido?

Seb se bebió el último sorbo de té.

– Mucho. ¿Y tú?

– Bastante, puesto que no puedo leer el periódico si no dejas de mirarme.

– ¿Tanto te distraigo? -Seb sonrió-. Excelente.

Edward meneó la cabeza y le ofreció el periódico.

– ¿Quieres leerlo?

– Dios, no. Anoche me vi atrapado en una conversación con lord Worth sobre impuestos indirectos. Leer sobre ello en el periódico sería poco más agradable que arrancarme una uña del pie.

Edward lo miró fijamente.

– Tu imaginación roza lo macabro.

– ¿Sólo lo roza? -murmuró Seb.

– Intentaba ser educado.

– Por mí, no tienes que hacerlo.

– Obviamente.

Seb hizo una pausa lo suficientemente larga como para que Edward pensara que se había olvidado del tema, y entonces dijo:

– Te estás volviendo más aburrido con los años, cachorro.

Edward arqueó una ceja.

– ¿Y eso te convierte a ti en…?

– Un anciano, pero interesante – respondió Sebastian, con una sonrisa. Ya fuera por el té o por la diversión que le provocaba atormentar a su primo pequeño, empezaba a encontrarse mejor. Todavía le dolía la cabeza, pero, al menos, ya no tenía la sensación constante de querer vomitar en la alfombra-. ¿Acudirás a la fiesta de lady Trowbridge esta noche?

– ¿En Hampstead? -preguntó Edward.

Seb asintió y se sirvió otro té.

– Creo que sí. No tengo otra cosa mejor que hacer. ¿Y tú?

– Creo que tengo una cita con la encantadora lady Cellars en el brezal.

– ¿En el brezal?

– Siempre me ha gustado la naturaleza -murmuró Sebastian-. Sólo tengo que encontrar la forma de entrar en la fiesta con una manta sin que nadie se dé cuenta.

– Por lo visto, la naturaleza no te gusta tanto como dices.

– Sólo el aire fresco y la aventura. Puedo pasar sin las ramas y las quemaduras de la hierba.

Edward se levantó.

– Bueno, si hay alguien que puede conseguirlo, ese eres tú.

Seb levantó la mirada, sorprendido y quizás un poco decepcionado.

– ¿Adónde vas?

– He quedado con Hoby.

– Ah. -En tal caso, no podía retenerlo. Nadie decepcionaba al señor Hoby y, ciertamente, nadie se interponía entre un caballero y sus botas.

– ¿Estarás aquí cuando vuelva? -preguntó Edward desde la puerta-. ¿O tienes pensado volver a tu casa?

– Seguramente, seguiré aquí -respondió Sebastian, y bebió un último sorbo de té antes de tenderse en el sofá. Apenas era mediodía y todavía quedaban horas para tener que arreglarse para lady Trowbridge y lady Cellars.

Edward asintió y se marchó. Sebastian cerró los ojos e intentó dormir, pero, al cabo de diez minutos, tiró la toalla y cogió el periódico.

Le costaba mucho dormir cuando estaba solo.

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