CAPÍTULO 26

Si tuviera que escribir él la historia, pensó Sebastian mientras abrazaba a Annabel, el capítulo terminaría aquí. No, habría terminado hacía al menos tres páginas, sin ningún rastro de intimidad o seducción, y ninguna pista de la infinita lujuria que se apoderó de él en cuanto Annabel lo abrazó y levantó la cabeza.

Además, esas cosas no se podían poner por escrito.

Pero no estaba escribiendo la historia, la estaba viviendo y, mientras la levantaba en brazos y se la llevaba a la cama, le pareció mucho mejor así.

– Te quiero -le susurró, mientras la tendía encima del colchón. Llevaba el pelo suelto, una melena oscura y ondulada. Sebastian quería acariciar cada mechón y dejar que se entrelazara entre sus dedos. Quería notarlos en la piel, cómo le hacían cosquillas en los hombros y le caían por el pecho. Quería sentirla toda por todo su cuerpo, y quería hacerlo cada día durante el resto de su vida.

Se subió a la cama y se colocó un poco a su lado, un poco encima de ella, y se obligó a tomarse un momento para saborear, disfrutar y dar gracias. Ella lo estaba mirando con todo el amor del mundo reflejado en los ojos, y le daba una lección de humildad, lo dejaba sin palabras y sin nada excepto una increíble sensación de reverencia y responsabilidad.

Ahora estaba con alguien. Le pertenecía a alguien. Sus acciones… ya no eran sólo suyas. Lo que hiciera o dijera significaba algo para otra persona. Si le hacía daño o la decepcionaba…

– Estás muy serio -susurró ella, que levantó la mano para acariciarle la mejilla. Tenía la mano fría y él se volvió para darle un beso en la palma.

– Siempre tengo las manos frías -dijo ella.

Él sonrió.

– Lo dices como si fuera un secreto terrible.

– Los pies también.

Él le dio un pequeño beso en la punta de la nariz.

– Prometo pasar el resto de mi vida calentándote las manos y los pies.

Ella sonrió; aquella enorme, preciosa y magnífica sonrisa, que a menudo se convertía en una enorme, preciosa y magnífica risa.

– Prometo…

– ¿Quererme incluso si me quedo calvo? -sugirió él.

– Hecho.

– ¿Y jugar a los dardos conmigo aún sabiendo que siempre ganaré yo?

– No estoy tan segura.

– ¿Y…? -Hizo una pausa-. En realidad, ya está.

– ¿De veras? ¿Nada acerca de la devoción eterna?

– Va incluida en lo de quedarme calvo.

– ¿Amistad para toda la vida?

– Con los dardos.

Ella se rió.

– Sebastian Grey, eres un hombre fácil de querer.

Él dibujó una modesta sonrisa.

– Lo intento.

– Tengo un secreto.

– ¿Ah sí? -Se humedeció los labios-. Me encantan los secretos.

– Acércate -ordenó ella.

Él se acercó.

– Más. -Y luego-. Más.

Sebastian pegó la oreja a los labios de Annabel.

– A tus órdenes.

– Soy muy buena jugando a los dardos.

Sebastian se echó a reír. En silencio; un temblor que le recorrió la barriga, los pies y la espalda. Y entonces acercó la boca a su oreja. Cuando la rozó, dejó que la calidez de su aliento la estremeciera. Y luego susurró:

– Yo soy mejor.

Ella le tomó la cara entre las manos y se la giró, de modo que volvía a estar pegada a su oreja.

– Eres una mandona -dijo él antes de que ella pudiera susurrarle nada.

– La Winslow con más probabilidades de ganar una partida a los dardos-. Fue todo lo que dijo.

– Ah, pero el mes que viene serás una Grey.

Ella suspiró, un sonido de felicidad maravilloso. Sebastian quería pasarse la vida entera escuchando sonidos como ese.

– ¡Espera! -exclamó él, de repente, mientras se separaba de ella. Casi lo había olvidado. Esa noche había acudido a su habitación con un objetivo-. Quiero hacerlo otra vez.

Ella ladeó la cabeza y lo miró muy extrañada.

– Cuando te he pedido que te casaras conmigo no lo he hecho como Dios manda -le dijo.

Ella abrió la boca para protestar, pero él se la tapó rápidamente con un dedo.

– Shhh -dijo-. Sé que esto va contra todos tus instintos naturales de hermana mayor, pero ahora vas a estar callada y a escucharme.

Ella asintió, con los ojos brillantes.

– Tengo que volver a preguntártelo -dijo-. Sólo voy a hacer esto una vez… bueno, varias, pero sólo con una mujer y tengo que hacerlo bien.

Y entonces se dio cuenta de que no sabía qué decir. Estaba bastante seguro de que había planificado algo, pero ahora, mirándola a la cara y viendo cómo lo miraba y movía los labios, en silencio…

Se quedó sin palabras.

Era un hombre de palabras. Escribía libros, conversaba sin ningún esfuerzo y ahora, cuando más importaban las palabras, no tenía ninguna.

Pero es que no existían, pensó. No existían palabras suficientemente buenas para lo que quería explicarle. Cualquier cosa que le dijera no sería nada comparado que lo que sentía en su corazón. Una línea recta en lugar de un exuberante lienzo con espirales de aceites y colores. Y Annabel, su Annabel, era como una exuberante espiral de color.

Pero iba a intentarlo. Nunca jamás había estado enamorado, y no tenía pensado volver a estarlo, pero, en ese momento, mientras la tenía entre sus brazos a la luz de las velas, iba a hacerlo bien.

– Te pido que te cases conmigo -dijo-, porque te quiero. No sé cómo ha sucedido tan deprisa, pero sé que es de verdad. Cuando te miro…

Tuvo que parar. Tenía la voz ronca, se ahogaba y tuvo que tragar saliva y darse un momento para eliminar el nudo de emoción que se le había formado en la garganta.

– Cuando te miro -susurró-, lo sé.

Y se dio cuenta de que, a veces, las palabras más sencillas eran las correctas. La quería, y lo sabía, y no había que darle más vueltas.

– Te quiero -dijo-. Te quiero. -Le dio un tierno beso-. Te quiero y sería un honor que me concedieras el privilegio de pasarme el resto de mi vida haciéndote feliz.

Ella asintió con los ojos llenos de lágrimas.

– Sólo si tú me dejas hacer lo mismo -susurró ella.

Él la volvió a besar, esta vez con más pasión.

– Será un placer.

Y el tiempo para las palabras terminó. Sebastian se arrodilló, se sacó la camisa de la cintura de los pantalones y se la quitó por la cabeza en un movimiento fluido. Ella abrió los ojos cuando lo vio medio desnudo ante ella y él se sacudió de placer mientras observaba cómo alargaba la mano para tocarlo.

Y, cuando lo hizo, cuando su mano rozó el latido de su corazón, gruñó porque no se podía creer que una sola caricia pudiera excitarlo tanto.

La deseaba. Dios santo, la deseaba como no había deseado nunca nada y como jamás se había imaginado que podría hacerlo.

– Te quiero -dijo, porque lo tenía dentro y necesitaba sacarlo. Una y otra vez. Lo dijo mientras le quitaba el camisón y lo dijo cuando se quitó la última pieza de ropa. Lo dijo cuando estuvieron piel contra piel, sin nada entre ellos, y lo dijo cuando se colocó entre sus piernas, preparado para dar el último paso, penetrarla y unirlos para siempre.

Annabel estaba ardiendo, húmeda y abierta, pero él se reprimió y se obligó a mantener a raya el deseo desbordado.

– Annabel -dijo, con la voz ronca. Le estaba dando una última oportunidad para decir que no, que no estaba preparada, o que antes necesitaba intercambiar votos frente a Dios. Sería horrible, pero no continuaría. Y rezó para que ella lo entendiera, porque no creía que pudiera decir nada más, y menos formar una frase entera.

Bajó la mirada hasta su cara, encendida de pasión. Annabel respiraba de forma acelerada y él lo notaba en el movimiento de su pecho. Quería agarrarla de las manos y sujetárselas encima de la cabeza, secuestrarla y tenerla así una eternidad.

Y quería besarla con ternura por todas partes.

Quería pegarse a ella y demostrarle que era suya, y de nadie más, de la forma más primitiva.

Y quería arrodillarse frente a ella y suplicarle que lo quisiera para siempre.

Lo quería todo con ella.

Quería cualquier cosa con ella.

Quería oírla decir…

– Te quiero.

Lo susurró y las palabras le nacieron en lo más profundo de la garganta, en el centro de su ser, y bastó para que Sebastian se relajara.

La penetró y gimió cuando notó que ella lo acogía y que lo atraía hacia sí.

– Eres tan… tan… -Pero no pudo terminar. Sólo podía sentir, y percibir, y dejar que su cuerpo tomara la iniciativa.

Había nacido para esto. Para ese momento. Con ella.

– Oh, Dios mío -gimió-. Oh, Annabel.

Con cada embestida, ella jadeaba y arqueaba la espalda, alzaba las caderas y lo acercaba un poco más. Sebastian intentaba ir despacio, para darle tiempo a acostumbrarse a él, pero cada vez que jadeaba era como una chispa que encendía su sangre. Y cuando se movía, sólo conseguía unirlos más.

Le tomó un pecho con la mano y estuvo a punto de volverse loco, sólo con eso. Era perfecta, el pecho era más grande que su mano, suave, redondo y glorioso.

– Quiero saborearte -dijo, casi sin aliento, mientras acercaba la boca a su piel, lamía la delicada cumbre y sentía un momento de auténtico triunfo masculino cuando ella gimoteó y arqueó la espalda.

Cosa que, por supuesto, hizo que su pecho se adentrara más en la boca de Sebastian.

La succionó mientras pensaba que debía ser la criatura más gloriosa y femenina que jamás se había creado. Quería quedarse con ella para siempre, enterrado en su interior, queriéndola.

Simplemente, queriéndola.

Quería que ella lo disfrutara. No, quería que creyera que era espectacular. Pero era su primera vez y siempre le habían dicho que, para las mujeres, la primera vez no era demasiado agradable. Y se sentía tan nervioso que estaba a punto de perder el control y conseguir su propio placer antes de ayudarla a alcanzar el suyo. No recordaba la última vez que se había puesto nervioso haciendo el amor con una mujer. Aunque, claro, lo que había hecho hasta ahora… no había sido hacer el amor. No se había dado cuenta hasta este momento. Había una diferencia, y la tenía entre los brazos.

– Annabel -susurró, aunque apenas reconoció su propia voz-. ¿Es…? ¿Estás…? -Tragó saliva e intentó formar una idea coherente-. ¿Te duele?

Ella meneó la cabeza.

– Sólo ha sido un momento. Ahora es…

Él contuvo el aliento.

– Extraño -terminó la frase ella-. Maravilloso.

– Y va a mejorar -le aseguró él. Y lo haría. Empezó a moverse en su interior, y no en movimientos dubitativos como al principio, cuando quería tranquilizarla, sino algo real. Se movió como un hombre que sabía lo que hacía.

Deslizó una mano entre los dos cuerpos y la tocó sin dejar de penetrarla. Cuando encontró el botón de placer, las caderas de Annabel casi se levantan de la cama. La acarició y jugueteó con ella, animado por la respiración acelerada de ella. Ella se aferró a sus hombros, con fuerza y tensión y, cuando pronunció su nombre, lo hizo a modo de súplica.

Lo quería.

Le estaba suplicando que la liberara.

Y él se juró que lo haría.

Acercó la boca al pecho otra vez y lamió y mordisqueó. Si hubiera podido, le habría hecho lo mismo por todas partes, a la vez, y quizás ella sentía que lo hacía porque, cuando Sebastian creyó que no podría soportarlo más, ella se retorció y se tensó debajo de él. Annabel le clavó las uñas en la piel y lo abrazó con las piernas, con mucha fuerza. Estaba tan tensa y sus músculos estaban tan fuertes que casi lo expulsa de su interior, pero él volvió a embestirla y, antes de que pudiera pensárselo dos veces, se había derramado en su interior y había alcanzado el clímax justo cuando ella empezaba a relajarse del suyo.

– Te quiero -le dijo, y se acurrucó a su lado. La pegó a él, como dos cucharas en un cajón, cerró los ojos y durmió.

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