CAPÍTULO 10

Annabel contuvo el aliento cuando las luces de la Royal Opera House se apagaron. Había esperado esta noche desde su llegada a la ciudad y apenas podía esperar para explicar todos los detalles a sus hermanas en una larguísima carta. Pero ahora, mientras se levantaba el telón y revelaba un escenario casi vacío, se dio cuenta de que no sólo quería que fuera un espectáculo increíble, sino que lo necesitaba.

Porque, si no era increíble, si no era todo lo que había soñado, no iba a distraerla del hombre que tenía sentado al lado y cuyos movimientos parecían agitar el aire lo suficiente para que se le erizara la piel.

No tenía ni que tocarla para ponerle la piel de gallina. Y eso eran muy malas noticias.

– ¿Conoce la historia? -oyó que le susurraba una cálida voz en el oído.

Annabel asintió, a pesar de que apenas tenía un vago conocimiento sobre el libreto. En el programa había leído una sinopsis, que Louisa le había dicho que era obligatorio leer para cualquiera que no supiera alemán, pero Annabel no había tenido tiempo de acabarla antes de que llegara el señor Grey.

– Un poco -susurró ella-. Por encima.

– Ese es Tamino -dijo él, señalando al joven que había hecho su entrada en escena-. Nuestro héroe.

Annabel asintió, y entonces contuvo el aliento cuando apareció una monstruosa serpiente retorciéndose en el escenario.

– ¿Cómo han hecho eso? -no pudo evitar murmurar.

Sin embargo, antes de que el señor Grey pudiera responderle, Tamino se desmayó de miedo.

– A mí nunca me ha parecido demasiado heroico -dijo el señor Grey.

Ella lo miró.

Él encogió un hombro.

– Un héroe no debería desmayarse en la primera página.

– ¿La primera página?

– En la primera escena -corrigió él.

Annabel estaba de acuerdo. Estaba mucho más interesada en el hombre con un abrigo de plumas que había aparecido, acompañado por tres mujeres que enseguida mataron a la serpiente.

– Ellas no son cobardes -susurró Annabel para sí misma.

A su lado, oyó cómo el señor Grey sonreía. Lo oyó sonreír. ¿Cómo era posible? No lo sabía, pero cuando miró su perfil de reojo vio que era cierto. Estaba observando a los cantantes, con la barbilla ligeramente levantada, mientras recorría la platea con la mirada, y sus labios dibujaban una delicada sonrisa de afinidad.

Annabel contuvo el aliento. Así, a media luz, recordó la primera vez que lo vio, en el brezal. ¿De verdad que sólo hacía un día de esa noche? Parecía extraño que sólo hubieran pasado veinticuatro horas desde su encuentro accidental. Se sentía distinta por dentro, y mucho más cambiada de lo que debería estar permitido en un solo día.

Deslizó la mirada hasta sus labios. La sonrisa había desaparecido y ahora parecía absolutamente concentrado en el drama del escenario. Y entonces…

Se volvió.

Ella estuvo a punto de apartar la mirada. Pero no lo hizo. Sonrió. Sólo un poco.

Y él también sonrió.

Annabel se colocó las manos encima del estómago, que se estaba retorciendo de las formas más extrañas. No debería flirtear con ese hombre. Era un juego peligroso que no iba a ningún sitio, y ella era más lista que eso. Sin embargo, no podía evitarlo. Ese hombre tenía algo irresistible y contagioso. Era su flautista de Hamelín particular y, cuando lo tenía cerca, se sentía…

Se sentía distinta. Especial. Como si su existencia tuviera algún motivo más que el simple hecho de encontrar marido y tener un hijo, y hacerlo en ese orden, con la persona adecuada, como la que habían elegido sus abuelos, y…

Se volvió hacia el escenario. No quería pensar en eso. Se suponía que tenía que ser una gran noche. Una noche maravillosa.

– Y ahora él se enamorará -le susurró al oído el señor Grey.

Ella no lo miró. No confiaba en su propia reacción si lo hacía.

– ¿Tamino? -murmuró.

– Las mujeres le enseñarán un retrato de Pamina, la hija de la Reina de la Noche. Y se enamorará de ella al instante.

Annabel se inclinó hacia delante, aunque no iba a ver el retrato desde lo alto del palco. Sabía que sólo era una fantasía, pero, de todas formas, ese retratista tenía que ser un genio.

– Siempre siento curiosidad por el retratista -dijo el señor Grey-. Debe de ser tremendamente bueno.

Annabel se volvió hacia él en seco y parpadeó.

– ¿Qué le pasa? -preguntó él.

– Nada -respondió ella, que estaba un poco mareada-. Es que… Estaba pensando exactamente lo mismo.

Él volvió a sonreír, pero esta vez fue distinto. Casi como si… No, no podía ser eso. No podía sonreírle como si hubiera encontrado a su alma gemela. Porque no podían ser almas gemelas. Annabel no podía permitirlo. Sería insoportable.

Decidida a disfrutar más de la ópera que de la intermitente narración del señor Grey, se concentró en el escenario y se dejó llevar por la historia. Era un relato ridículo pero la música era tan maravillosa que no le importaba.

Cada cierto tiempo, el señor Grey continuaba con sus comentarios, que Annabel tenía que admitir que la ayudaban mucho a entender la historia. Sus palabras eran una mezcla de narración y observación, y ella no podía evitar estar entretenida. Oía el crujido de su ropa cuando se acercaba, notaba la calidez de sus labios cuando se pegaba a su oído. Y entonces oía sus palabas, siempre astutas, normalmente divertidas, que le hacían cosquillas y provocaban que su corazón diera un vuelco.

Tenía que ser la forma más maravillosa de experimentar la ópera.

– Es la escena final -susurró él, cuando en el escenario se representaba una especie de juicio.

– ¿De la obra? -preguntó ella, sorprendida. El héroe y la heroína ni siquiera se habían conocido.

– Del primer acto -dijo él.

– Ah. -Por supuesto. Se volvió hacia delante y, a los pocos minutos, Tamino y Pamina por fin se veían por primera vez, se abrazaban…

… Y los separaban.

– Bueno -dijo Annabel mientras bajaba el telón-, supongo que si no los separasen antes del final de la escena, no habría segundo acto.

– Parece que desconfía de esta historia de amor -dijo el señor Grey.

– Tiene que admitir es un poco inverosímil que él se enamore de ella por un retrato y ella se enamore de él por… -Arrugó las cejas-. ¿Por qué se enamora de él?

– Porque Papageno le dijo que vendría a salvarla -intervino Louisa, inclinándose hacia delante.

– Ah, es verdad -respondió Annabel, con los ojos en blanco-. Se enamora de él porque un hombre cubierto de plumas le dice que un hombre al que no conoce la salvará.

– ¿No cree en el amor a primera vista, señorita Winslow? -le preguntó el señor Grey.

– Yo no he dicho eso.

– Entonces, sí que cree.

– No es que crea o deje de creer -respondió Annabel, que no se fiaba del brillo de los ojos de Sebastian-. Yo no lo he visto nunca, pero eso no significa que no exista. Además, en este caso no es amor a primera vista porque ella ni siquiera lo ha visto.

– Es difícil rebatir un argumento tan lógico -murmuró él.

– Eso espero.

Él chasqueó la lengua, y luego frunció el ceño cuando se volvió hacia la última fila.

– Parece que Harry y Olivia han desaparecido -dijo.

Annabel se volvió y miró por encima del hombro.

– Espero que no les haya pasado nada.

– No, le aseguro que están estupendamente -respondió el señor Grey, recalcando la última palabra.

Annabel se sonrojó, porque aunque no estaba segura del todo de a qué se refería, estaba convencida de que no era algo apropiado para sus oídos.

El señor Grey debió de ver cómo se sonrojaba, porque chasqueó la lengua y se inclinó hacia ella con un brillo pícaro en los ojos. Su expresión transmitía algo peligrosamente íntimo, como si la conociera, o como si fuera a hacerlo, o como si quisiera conocerla o…

– Annabel -intervino Louisa en voz alta-, ¿me acompañas a la sala de descanso?

– Por supuesto. -Annabel no tenía muchas ganas de «descansar», pero si algo había aprendido en Londres, era que nunca se debía rechazar la invitación de otra dama para acompañarla a la sala de descanso. No estaba segura de por qué se hacía así, pero una vez había declinado la invitación y más tarde le dijeron que era de mala educación.

– Esperaré su regreso -dijo el señor Grey, levantándose.

Annabel asintió y siguió a Louisa fuera del palco. Apenas habían dado dos pasos cuando su prima la agarró del brazo y, con tono urgente, susurró:

– ¿De qué habéis estado hablando?

– ¿Con el señor Grey?

– Claro que con el señor Grey. Vuestras cabezas han estado prácticamente pegadas durante todo el acto.

– Es imposible.

– Te aseguro que no es imposible. Y estáis en primera fila. Os habrá visto todo el mundo.

Annabel empezó a ponerse nerviosa.

– ¿Qué quieres decir con todo el mundo?

Louisa miró furtivamente a su alrededor. La gente empezaba a salir de los palcos, todos vestidos con sus mejores galas.

– No sé si lord Newbury habrá venido -susurró-, pero si no está aquí, muy pronto se enterará de esto.

Annabel tragó saliva, muy nerviosa. No quería poner en peligro su inminente compromiso con el conde, pero, al mismo tiempo…

Quería hacerlo desesperadamente.

– Y no me preocupa lord Newbury -continuó Louisa, que pasó su brazo por el hueco del de Annabel para tenerla más cerca-. Sabes que rezo cada día para que esa unión no llegue a buen puerto.

– ¿Entonces…?

– La abuela Vickers -la interrumpió Louisa-. Y lord Vickers. Se enfurecerán si creen que has saboteado la unión a propósito.

– Pero si yo…

– Es lo que pensarán. -Louisa tragó saliva y bajó la voz cuando alguien giró hacia ellas-. Es Sebastian Grey, Annabel.

– ¡Ya lo sé! -respondió ella, agradecida de, por fin, poder hablar-. Mira quién habla. Has flirteado con él toda la noche.

Louisa se quedó afligida, aunque sólo un momento.

– Oh, Dios mío -dijo-. Estás celosa.

– No lo estoy.

– Sí que lo estás. -Se le iluminaron los ojos-. Es maravilloso. Y un desastre -añadió, casi como si se le hubiera ocurrido una décima de segundo después-. Es un desastre maravilloso.

– Louisa. -Annabel quería frotarse los ojos. De repente, estaba agotada. Y no demasiado segura de que la vivaz mujer que tenía delante fuera la tímida de su prima.

– Cállate. Escucha. -Louisa miró a su alrededor y soltó un gruñido de frustración. Arrastró a Annabel hasta un nicho en la pared y cerró la cortina de terciopelo para tener un poco de intimidad-. Tienes que irte a casa.

– ¿Qué? ¿Por qué?

– Tienes que irte a casa ahora mismo. El escándalo ya será de proporciones considerables con lo que ha pasado hasta ahora.

– ¡Sólo he hablado con él!

Louisa la agarró por los hombros y la miró fijamente a los ojos.

– Con eso basta. Confía en mí.

Annabel se fijó en la expresión seria de su prima y asintió. Si Louisa le decía que tenía que irse a casa, es que tenía que irse a casa. Conocía ese mundo mucho mejor que ella. Sabía cómo navegar entre las tenebrosas aguas de la sociedad londinense.

– Con un poco de suerte, otra persona montará una escena en el segundo acto y todos se olvidarán de ti. Les diré a todos que te has sentido indispuesta y entonces… -Louisa abrió los ojos con alarma.

– ¿Qué?

Meneó la cabeza.

– Que tendré que asegurarme de que el señor Grey se queda hasta el final de la obra. Si él también se marcha antes, todos darán por sentado que os habéis marchado juntos.

Annabel palideció.

Louisa meneó la cabeza.

– Puedo hacerlo. No te preocupes.

– ¿Estás segura? -Porque ella no lo estaba. Louisa no era famosa por tener mucha seguridad en sí misma.

– Sí, claro -respondió esta, que parecía que, aparte de Annabel, también intentaba convencerse a sí misma-. En realidad, es mucho más fácil hablar con él que con la mayoría de hombres.

– Ya me he dado cuenta -dijo Annabel, con un hilo de voz.

Louisa suspiró.

– Sí, me imagino. Muy bien, tienes que irte a casa y yo…

Annabel esperó.

– Iré contigo -terminó la frase Louisa, con decisión-. Será mucho mejor así.

Annabel sólo pudo parpadear.

– Si me voy contigo, nadie sospechará nada, aunque el señor Grey también se vaya. -Louisa se encogió de hombros con vergüenza-. Es una de las ventajas de gozar de una reputación intachable.

Antes de que Annabel le preguntara qué quería decir eso de su propia reputación, Louisa continuó:

– Tú eres una desconocida, pero yo… Nadie sospecha nunca nada de mí.

– ¿Estás diciendo que deberían? -preguntó Annabel, con cautela.

– No. -Louisa meneó la cabeza, casi con nostalgia-. Nunca hago nada malo.

Sin embargo, mientras salían de detrás de la cortina de terciopelo, Annabel habría jurado que había oído susurrar a su prima:

– Por desgracia.


Tres horas después, Sebastian entró en el club, todavía furioso por cómo se había estropeado la noche de repente. Le dijeron que la señorita Winslow se había sentido indispuesta en el entreacto y que se había ido a casa con la señorita Louisa, que había insistido en acompañarla.

Aunque Sebastian no se lo creía. La señorita Winslow era la viva imagen de la salud, y la única forma en que hubiera podido indisponerse era si la hubiera atacado un leproso en la escalera.

Lady Cosgrove y lady Wimbledon, liberadas de sus funciones de carabinas, también se marcharon y dejaron el palco a sus invitados. Olivia enseguida se sentó en primera fila y dejó un programa en la silla de su lado para Harry, que había ido al vestíbulo.

Sebastian se había quedado durante el segundo acto, básicamente porque Olivia había insistido. Estaba dispuesto a marcharse a casa y escribir (el leproso en la escalera le había dado todo tipo de ideas), pero Olivia lo pegó a la silla y le siseó:

– Si te vas, todo el mundo creerá que te has marchado con la señorita Winslow y no permitiré que arruines la reputación de esa pobre chica en su primera temporada en Londres.

– Se ha ido con lady Louisa -protestó-. ¿Tan imprudente me consideras como para enzarzarme en un ménage à trois con eso?

– ¿Eso?

– Ya sabes a qué me refiero -respondió él, con una mueca.

– La gente creerá que es una estratagema -le explicó Olivia-. Puede que la reputación de lady Louisa sea intachable, pero la tuya no, y por cómo te has comportado con la señorita Winslow durante el primer acto…

– Estaba hablando con ella.

– ¿De qué habláis? -Era Harry, que había regresado del vestíbulo, y necesitaba pasar por delante de ellos para sentarse.

– De nada -respondieron los dos al unísono, mientras apartaban las piernas para dejarlo pasar.

Harry arqueó las cejas, pero se limitó a bostezar.

– ¿Dónde han ido todas? -preguntó, mientras tomaba asiento.

– La señorita Winslow se ha sentido indispuesta -le explicó Olivia-. La señorita Louisa la ha acompañado a su casa. Y las dos tías también se han marchado.

Harry se encogió de hombros, puesto que normalmente le interesaba más la ópera que los chismorreos, y empezó a leer el libreto.

Sebastian se volvió hacia Olivia, que lo estaba mirando fijamente otra vez.

– ¿Todavía no has terminado?

– Deberías ser más cauto -dijo Olivia en voz baja.

Sebastian miró a Harry. Estaba concentrado en el libreto, aparentemente ajeno a la conversación.

Lo que, conociendo a Harry, significaba que lo estaba escuchando todo.

Pero Sebastian decidió que no le importaba.

– ¿Desde cuándo eres la salvadora de la señorita Winslow? -le preguntó.

– No lo soy -respondió ella, mientras encogía sus elegantes hombros-. Pero está claro que es nueva en la ciudad y necesita buenos consejos. Aplaudo la decisión de lady Louisa de acompañarla a casa.

– ¿Cómo sabes que lady Louisa la ha acompañado a casa?

– Oh, Sebastian -respondió ella, lanzándole una mirada impaciente-. ¿Cómo puedes preguntar eso?

Y allí terminó todo. Hasta que llegó al club.

Que es donde se desató la tormenta.

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