CAPÍTULO 19

A la mañana siguiente…


Sebastian sabía, exactamente, por qué lo habían invitado a la fiesta de lady Challis. Nunca le había caído bien y, por tanto, nunca lo había invitado a ninguna de sus fiestas hasta ahora. Pero lady Challis, a pesar de su actitud mojigata, era una anfitriona muy competitiva y, si podía organizar la fiesta del año con Annabel, Sebastian y el conde de Newbury todos bajo el mismo techo, por Dios que lo haría.

A Seb no le entusiasmaba ser la marioneta de nadie, pero no iba a permitir que Newbury pudiera acosar a Annabel como quisiera rechazando la invitación.

Además, le había dicho a Annabel que le daba un día para reflexionar sobre su propuesta, y mantendría su palabra. Si la chica estaba en Berkshire, en casa de lord y lady Challis, él también estaría.

Sin embargo, Seb no era estúpido y sabía que lady Vickers, lady Challis y sus demás amigas apoyarían a Newbury en la batalla por quedarse con Annabel. Y como las mejores guerras nunca se ganaban a solas, sacó a Edward de la cama y lo metió en el carruaje camino de Berkshire. A Edward no lo habían invitado, pero era joven, soltero y, por lo que Sebastian sabía, tenía todos los dientes. Lo que significaba que nadie lo echaría de una fiesta. Nunca.

– ¿Harry y Olivia saben que les has robado el carruaje? -preguntó Edward, frotándose los ojos.

– El término correcto es requisar y sí, lo saben. -Bueno, eso esperaba. Les había dejado una nota.

– ¿Y quién estará? -Edward bostezó.

– Tápate la boca.

Edward le lanzó una mirada letal.

Sebastian levantó la mandíbula mientras miraba por la ventana con impaciencia. La calle estaba abarrotada y el carruaje avanzaba muy despacio.

– Aparte de la señorita Winslow y de mi tío, no tengo ni idea.

– La señorita Winslow -repitió Edward, con un suspiro.

– No -le espetó Seb.

– ¿Qué?

– No pongas esa cara que pones cuando piensas en ella.

– ¿Qué cara?

– Esta que… -Seb puso cara de estúpido y dejó la lengua colgando-. Esta.

– Bueno, tienes que admitir que la chica es muy…

– No lo digas -lo advirtió Seb.

– Iba a decir encantadora -le informó Edward.

– Mentira.

– Tiene unos…

– ¡Edward!

– Ojos muy bonitos. -Edward dibujó una sonrisa de satisfacción.

Sebastian lo miró fijamente, se cruzó de brazos y miró por la ventana. Aunque enseguida los descruzó, volvió a mirar a Edward y le dio una patada.

– ¿A qué ha venido eso?

– Por el comentario inapropiado que estabas a punto de hacer.

Edward se echó a reír. Y, por una vez, Seb tuvo la sensación de que no se reía con él, sino de él.

– Debo decir -opinó Edward-, que es muy divertido que te hayas enamorado de la mujer con la que tu tío quiere casarse.

Sebastian se revolvió en el asiento.

– No estoy enamorado de ella.

– No -se burló Edward-, sólo quieres casarte con ella.

– ¿Te lo ha dicho Olivia? -Maldita sea, le había pedido a Olivia que no se lo dijera a nadie.

– No. -Edward sonrió-. Me lo acabas de decir tú.

– Cachorro -balbuceó Seb.

– ¿Crees que dirá que sí?

– ¿Por qué no iba a decir que sí? -se defendió Seb.

– No me malinterpretes. Si fuera una mujer, no se me ocurre nadie con quien preferiría casarme…

– Creo que hablo en nombre de todos los hombres de este mundo cuando digo que me alegro de que no sea una opción factible.

Edward hizo una mueca ante el insulto, pero no se enfadó.

– Newbury puede convertirla en condesa -le recordó.

– Y yo quizá también -respondió Seb.

– Creí que el condado te daba igual.

– Es que me da igual. -Y era verdad. Bueno, aunque ahora quizás un poco menos-. En cualquier caso, a mí me da igual.

Edward se encogió de hombros y ladeó ligeramente la cabeza. Aquel movimiento le resultaba familiar, aunque no sabía dónde lo había visto antes.

Hasta que se dio cuenta que era como mirarse en el espejo.

– Lo odia -dijo.

Edward bostezó.

– No sería la primera mujer que se casa con un hombre al que odia.

– Newbury le triplica la edad.

– Tampoco es el primer caso.

Al final, Seb levantó las manos con cierto aire de frustración.

– ¿Por qué me dices todo esto?

Edward se puso serio.

– Sólo quiero que estés preparado.

– Crees que dirá que no.

– Sinceramente, no tengo ni idea. Nunca os he visto a los dos juntos en la misma habitación. Pero preferiría verte gratamente sorprendido que con el corazón destrozado.

– No me destrozará el corazón -gruñó Seb. Porque Annabel no iba a decirle que no. Le había dicho que no podía pensar con claridad en su presencia. Si había alguna mujer que quería aceptar una proposición de matrimonio, era Annabel.

Pero ¿bastaba con que quisiera aceptar? A sus abuelos no les haría ninguna gracia que lo escogiera a él por encima de Newbury. Y sabía que estaba muy preocupada por la precaria situación económica de su familia. Pero estaba seguro de que no se sacrificaría para conseguirles cuatro monedas. No es como si estuvieran al borde de la pobreza. Era imposible si sus hermanos todavía iban al colegio. Y él tenía dinero. No tanto como Newbury; de acuerdo, ni siquiera se acercaba, pero tenía algo. Lo suficiente para pagar la educación de sus hermanos.

Sin embargo, Annabel no lo sabía. La mayor parte de la sociedad lo consideraba un bufón. Incluso Harry creía que iba a desayunar cada día a su casa porque no tenía ni para comprarse su propia comida.

Sebastian debía su puesto en la sociedad a su aspecto y su encanto. Y porque siempre existía la posibilidad de que su tío muriera antes de engendrar otro heredero. Pero nadie creía que poseyera ningún tipo de riqueza. Y lo que nadie sospechaba era que había amasado una pequeña fortuna firmando novelas góticas con el pseudónimo de una mujer.

Cuando el carruaje hubo superado el intenso tráfico de Londres, Edward se quedó dormido. Y permaneció dormido hasta que llegaron a la puerta de Stonegross, la enorme mansión de la época de los Tudor que servía como una de las casas de campo de los Challis. En cuanto Seb bajó del carruaje, empezó a estudiar los alrededores con ojo clínico.

Era como si volviera a estar en la guerra, buscando localizaciones y observando a los jugadores. Y eso es lo que hacía. Observaba. Nunca fue uno de los soldados del frente. Nunca había entrado en el combate cuerpo a cuerpo ni había mirado al enemigo a los ojos. Lo habían alejado de la acción, siempre vigilando, disparando desde la distancia.

Y nunca fallaba.

Tenía las dos cualidades que poseían los grandes francotiradores: una puntería excelente y una paciencia infinita. Nunca disparaba a menos que el tiro fuera perfecto, y nunca se ponía nervioso. Incluso el día en que casi matan a Harry, acechado por un capitán francés por la espalda, mantuvo la calma. Había observado y esperado, y no disparó hasta el momento oportuno. Harry nunca había llegado a saber lo cerca que había estado de la muerte.

Después, Sebastian había vomitado entre los arbustos.

Era extraño que volviera a sentirse como un soldado. O quizá no era tan extraño. Había estado en guerra con su tío toda la vida.


En el desayuno, lady Challis informó a Annabel y a Louisa que la mayoría de los invitados, entre ellos lord Newbury, no llegarían hasta la tarde. No mencionó a Sebastian, y Annabel no preguntó. Tales preguntas llegarían de inmediato a oídos de su abuela, y ella no quería que se repitiera la conversación que habían mantenido la noche anterior.

Era una espléndida mañana de verano, así que Annabel y Louisa decidieron pasear hasta el estanque, y fueron solas porque, al parecer, a nadie más le apetecía. Cuando llegaron, Louisa enseguida cogió una piedra y la lanzó por encima del agua del estanque.

– ¿Cómo lo has hecho? -preguntó Annabel.

– ¿Lanzar una piedra? ¿No sabes?

– No. Mis hermanos siempre decían que las chicas no sabían.

– ¿Y te lo creíste?

– Claro que no, pero lo intenté durante años y nunca lo conseguí. -Annabel cogió una piedra e intentó lanzarla. Pero se hundió enseguida.

Como una piedra.

Louisa dibujó una amplia sonrisa, cogió otra piedra y la dejó volar.

– Uno… Dos… Tres… Cuatro… ¡Cinco! -exclamó, mientras contaba los saltos-. Mi récord son seis.

– ¿Seis? -preguntó Annabel, sintiéndose derrotada-. ¿De veras?

Louisa se encogió de hombros y buscó otra piedra.

– En Escocia, mi padre me ignora tanto como en Londres. La única diferencia es que, allí, en lugar de fiestas y bailes, sólo puedo entretenerme con lagos y piedras. -Encontró una plana y la cogió-. He tenido mucho tiempo para practicar.

– Enséñame a…

Pero Louisa ya había lanzado la piedra al estanque.

– Uno… Dos… Tres… Cuatro. -Soltó un resoplido de irritación-. Sabía que pesaba demasiado.

Annabel observó, incrédula, cómo su prima lanzaba tres piedras más, cada una de las cuales rebotó cinco veces en el agua antes de hundirse.

– Creo que estoy celosa -anunció, al final.

Louisa sonrió.

– ¿De mí?

– Mirándote, cualquiera diría que no puedes levantar ninguna de esas piedras, y mucho menos lanzarlas al agua.

– Oye, oye -la riñó Louisa, sin dejar de sonreír-. Sin ofender.

Annabel fingió una mueca.

– No puedo correr deprisa -dijo Louisa-. Me han prohibido participar en cualquier torneo de tiro por la seguridad de los demás participantes, y no sé jugar a las malditas cartas.

– ¡Louisa!

Louisa había blasfemado. Annabel no podía creerse que hubiera blasfemado.

– Pero -añadió entonces, lanzando otra piedra-, sé lanzar piedras como una maestra.

– Ya lo veo -respondió Annabel, impresionada-. ¿Me enseñarás?

– No. -Louisa la miró con altivez-. Me gusta ser mucho mejor que tú en algo.

Annabel sacó la lengua.

– Dices que puedes hacer seis.

– Y puedo -insistió Louisa.

– No lo he visto. -Annabel se acercó a una piedra muy grande que había en la orilla y la tocó, para comprobar que estaba seca, antes de sentarse-. Tengo toda la mañana. Y, ahora que lo pienso, también toda la tarde.

Louisa frunció el ceño, luego gruñó, y empezó a buscar más piedras. Hizo cinco, luego cuatro, y luego cinco dos veces más.

– ¡Estoy esperando! -gritó Annabel.

– Se me están acabando las piedras buenas.

– Una excusa muy pobre. -Annabel bajó la mirada para comprobar si se había manchado las uñas cuando había cogido una patética piedra. Cuando volvió a levantar la cabeza, una piedra estaba rebotando en el agua. Uno… Dos… Tres… Cuatro… Cinco… ¡Seis!

– ¡Lo has conseguido! -exclamó, mientras se levantaba-. ¡Seis!

– No he sido yo -dijo Louisa.

Las dos se volvieron.

– Señoritas -dijo Sebastian, realizando una elegante reverencia. Estaba increíblemente guapo a la luz de media mañana. Annabel nunca se había dado cuenta de lo pelirrojo que era. Se dio cuenta de que nunca lo había visto por la mañana. Se habían conocido a la luz de la luna, y se habían visto por la tarde. Y, en la ópera, lo había visto a la luz de cientos de tintineantes velas.

La luz de la mañana era distinta.

– Señor Grey -murmuró, y de golpe y de forma inexplicable estaba muy tímida.

– ¡Ha sido maravilloso! -exclamó Louisa-. ¿Cuál es su récord?

– Siete.

– ¿De veras?

Annabel no creía haber visto nunca a su prima tan animada. Excepto, seguramente, cuando había empezado a hablar de esos libros de Sarah Gorely. Que Annabel todavía tenía que leer. Había empezado La señorita Sainsbury y el misterioso coronel la noche anterior, pero sólo llevaba dos capítulos. Sin embargo, era impresionante la adversidad a la que la señorita Sainsbury había tenido que hacer frente en apenas veinticuatro páginas. Había sobrevivido al cólera, a una plaga de ratas y se había torcido el tobillo, dos veces.

En comparación, los problemas que ella tenía no parecían tan graves.

– ¿Usted sabe lanzar piedras, señorita Winslow? -le preguntó Sebastian, muy educado.

– Para mi vergüenza eterna, no.

– Yo sé dar seis rebotes -dijo Louisa.

– Pero hoy no -dijo Annabel, que no pudo resistirse.

Louisa levantó un dedo con irritación y se dirigió hacia la orilla en busca de otra piedra. Sebastian se acercó a Annabel, con las manos a la espalda.

– ¿Lo sabe? -le preguntó, en voz baja, mientras movía la cabeza hacia Louisa.

Annabel meneó la cabeza.

– ¿Lo sabe alguien?

– No.

– Ya veo.

Annabel no estaba segura de qué creía que veía, porque ella no veía nada.

– Una invitación muy repentina, ¿no crees? -murmuró él.

Annabel puso los ojos en blanco.

– Sospecho que mi abuela está detrás de todo esto.

– ¿Y me ha invitado?

– No, en realidad creo que dijo que no había podido impedir que te invitaran.

Él se rió.

– Me adoran.

El corazón de Annabel dio un brinco.

– ¿Qué te pasa? -preguntó él, que se había fijado en su expresión sorprendida.

– No lo sé. Yo…

– ¡Esta! -anunció Louisa, regresando hasta donde estaban. Sujetaba una piedra plana y redonda-. Esta es la piedra perfecta para mi lanzamiento.

– ¿Puedo verla? -preguntó Sebastian.

– Sólo si promete no lanzarla.

– Le doy mi palabra.

Ella le entregó la piedra y él la giró en la palma de la mano, comprobando la textura y el peso. Se la devolvió encogiéndose de hombros.

– ¿No le parece que sea buena? -preguntó Louisa, un poco desconcertada.

– No está mal.

– Está intentando minar tu confianza.

Louisa contuvo la respiración.

– ¿Es verdad?

Sebastian se volvió hacia Annabel y le sonrió.

– Me conoce muy bien, señorita Winslow.

Louisa se acercó a la orilla.

– Ha sido muy poco caballeroso por su parte, señor Grey.

Sebastian se rió y se apoyó en la piedra donde Annabel estaba sentada.

– Me gusta tu prima -dijo.

– A mí también.

Louisa respiró hondo, se concentró y lanzó la piedra con lo que a Annabel le pareció un exquisito movimiento de muñeca.

Todos contaron.

– Uno… Dos… Tres… Cuatro… Cinco… ¡Seis!

– ¡Seis! -gritó Louisa-. ¡Lo he conseguido! ¡Seis! ¡Ja! -Esto último iba dirigido a Annabel-. Ya te dije que podía hacer seis.

– Ahora tiene que hacer siete -rebatió Sebastian.

Annabel soltó una carcajada.

– No, hoy no -declaró Louisa-. Hoy pienso disfrutar de mi seisreinado.

– ¿Seisreinado?

– Seistitud.

Annabel sonrió.

– Seislación -proclamó Louisa-. Además -añadió, meneando la cabeza hacia Sebastian-, no le he visto hacer siete.

Él levantó las manos, a modo de derrota.

– Eso fue hace muchos, muchos años.

Louisa les ofreció una sonrisa regia.

– Dicho esto, creo que iré a celebrarlo. Os veré después. Quizá mucho después. -Y se marchó y dejó a Annabel y a Sebastian solos.

– ¿He dicho que me gusta tu prima? -divagó Sebastian en voz alta-. Creo que la quiero. -Ladeó la cabeza hacia Annabel-. De forma totalmente platónica, claro.

Annabel respiró hondo, pero, cuando soltó el aire, se notó temblorosa y nerviosa. Sabía que Sebastian quería una respuesta, y que se la merecía. Pero no tenía nada. Sólo una horrible y vacía sensación en su interior.

– Pareces cansado -le dijo. Porque era verdad.

Él se encogió de hombros.

– No he dormido demasiado bien. Casi nunca lo hago.

Su voz le sonaba extraña y lo miró fijamente. No la estaba mirando; tenía la mirada perdida en algún punto del horizonte. Al parecer, en la raíz de un árbol. Luego, desvió la mirada hasta sus pies, uno de los cuales estaba dibujando formas abstractas en la tierra. Había algo familiar en su expresión, y entonces lo recordó; era la misma que aquel día en el parque, justo después de que destrozara la diana de un disparo.

Y aquel día no quiso hablar de eso.

– Lo siento -dijo ella-. Odio cuando no puedo dormirme.

Él volvió a encogerse de hombros, pero el gesto empezaba a parecer forzado.

– Yo ya estoy acostumbrado.

Ella se quedó callada un momento, y entonces se dio cuenta de que la pregunta obvia era:

– ¿Por qué?

– ¿Por qué? -repitió él.

– Sí. ¿Por qué te cuesta dormir? ¿Lo sabes?

Sebastian se sentó a su lado, mirando el agua, donde todavía quedaban algunos círculos del impacto de la piedra de Louisa contra la superficie. Se quedó pensativo un instante y luego abrió la boca como si quisiera decir algo.

Pero no dijo nada.

– He descubierto que tengo que cerrar los ojos -dijo ella.

Eso lo devolvió a la realidad.

– Cuando intento dormirme -aclaró ella-. Tengo que cerrarlos. Si me quedó ahí, mirando el techo, es como admitir mi derrota. Al fin y al cabo, no voy a dormirme con los ojos abiertos.

Sebastian reflexionó sobre esas palabras un momento y luego sonrió con ironía.

– Yo miro el techo -admitió.

– Pues ya está. Ese es tu problema.

Él se volvió hacia ella. Lo estaba mirando con una expresión sincera y los ojos transparentes. Y mientras estaba allí sentado, deseando que aquel fuera su problema, de repente pensó: «Quizá lo es». Quizás algunas de las preguntas más enrevesadas tenían respuestas sencillas.

Quizás ella era su respuesta sencilla.

Quería besarla. Le entraron las ganas de repente, y de forma irrefrenable. Pero sólo quería rozarle los labios. Nada más. Un simple beso de agradecimiento, de amistad, incluso quizá de amor.

Pero no iba a besarla. Todavía no. Había ladeado la cabeza y la forma cómo lo estaba mirando… Quería saber en qué estaba pensando. Quería conocerla. Quería saber sus pensamientos, sus esperanzas y sus miedos. Quería saber en qué pensaba las noches en que no podía dormir, y también quería saber qué soñaba cuando por fin se dormía.

– Pienso en la guerra -dijo, en voz baja. Nunca se lo había dicho a nadie.

Ella asintió. Despacio, en un movimiento casi imperceptible.

– Debió de ser horrible.

– No todo. Pero las cosas con las que pienso por la noche… -Cerró los ojos un momento, incapaz de bloquear el punzante olor de la pólvora, la sangre y, lo peor, el ruido.

Ella le tomó la mano.

– Lo siento.

– Antes era peor.

– Eso está bien. -Le sonrió para animarlo-. ¿Qué crees que ha cambiado?

– He… -Pero no lo dijo. No podía decírselo. Todavía no. ¿Cómo podía explicarle lo de los libros cuando ni siquiera sabía si le gustaban? Nunca le había importado que Harry u Olivia pensaran que los libros de Sarah Gorely eran horribles; bueno, no demasiado. Pero si a Annabel no le gustaban…

Era casi demasiado para poder soportarlo.

– Creo que sólo es cuestión de tiempo -dijo-. Dicen que lo cura todo.

Ella volvió a asentir, ese diminuto movimiento que a Sebastian le gustaba creer que sólo él podía percibir. Ella lo miró con curiosidad, con la cabeza ladeada.

– ¿Qué pasa? -preguntó él, observando cómo fruncía el ceño.

– Creo que tus ojos son exactamente del mismo color que los míos -dijo ella, maravillada.

– Tendremos unos hijos con unos ojos grises preciosos -respondió él, antes de pensárselo dos veces.

La mirada alegre de Annabel se esfumó y giró la cara. Maldición. No pretendía presionarla. Todavía no. Ahora simplemente era feliz. Estaba perfecta y completamente cómodo. Acababa de compartir con otro ser humano uno de sus secretos y el mundo no se había venido abajo. Era increíble lo maravilloso que era.

No, esa no era la palabra. Aquello era frustrante. Estaba en el negocio de encontrar la palabra exacta y ahora no sabía cómo explicarlo. Se sentía…

Elevado.

Ligero.

Descansado. Y, al mismo, como si quisiera cerrar los ojos, apoyar la cabeza en una almohada y dormir. Nunca había sentido nada igual.

Y ahora lo había arruinado. Annabel estaba mirando al suelo, con las mejillas demacradas y era como si se hubiera quedado sin color. Estaba igual, ni pálida ni sonrojada y, sin embargo, no tenía color.

Aquello venía del interior. Y le partía el corazón.

Ahora lo veía; su vida como esposa de su tío. La destrozaría, la secaría lentamente.

No podía permitirlo. Sencillamente, no podía permitirlo.

– Ayer te pedí que te casaras conmigo -dijo.

Ella apartó la mirada. No miró al suelo, pero apartó la mirada.

No tenía una respuesta. Sebastian se sorprendió de lo mucho que le dolía esa realidad. Ni siquiera lo estaba rechazando; le estaba suplicando que le diera más tiempo.

Suplicando en silencio, corrigió. Quizá la descripción más correcta era que estaba evitando la pregunta.

Sin embargo, le había pedido que se casara con él. ¿Acaso creía que iba haciendo proposiciones de ese tipo a la ligera? Siempre había creído que, cuando por fin le propusiera matrimonio a alguien, la mujer en cuestión lloraría de alegría, como loca de contenta. Aparecería un arco iris en el cielo, las mariposas revolotearían sobre sus cabezas y todo el mundo uniría sus manos y cantaría.

O, al menos, que diría que sí. Nunca se había considerado el tipo de hombre que propone matrimonio a una mujer que quizá le diga que no.

Se levantó. Estaba demasiado nervioso para quedarse sentado. Toda esa paz y ligereza habían desaparecido.

¿Qué diantres se suponía que tenía que hacer ahora?

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