Había alguien en su habitación.
Annabel se quedó inmóvil y apenas respiraba bajo las mantas. Le había costado mucho dormirse; la cabeza le daba mil vueltas y estaba demasiado emocionada y mareada por haber tirado la precaución por la ventana y haber decidido casarse con Sebastian. Sin embargo, la firme determinación y su truco de mantener siempre los ojos cerrados habían surtido efecto y se había dormido.
Pero debía de ser un sueño muy ligero, o quizás es que apenas hacía unos minutos que se había dormido. Porque algo la había despertado. Un ruido, tal vez. A lo mejor sólo el movimiento en la habitación. Pero estaba segura de que había alguien.
A lo mejor era un ladrón. En tal caso, lo mejor era quedarse completamente inmóvil. No tenía nada de valor; todos sus pendientes eran de bisutería. E incluso su ejemplar de La señorita Sainsbury y el misterioso coronel era una tercera edición.
Si era un ladrón, se daría cuenta de todo eso y se iría.
Si no era un ladrón… Maldición, estaba en un apuro. Necesitaría un arma y todo lo que tenía cerca era una almohada, una manta y un libro.
Otra vez La señorita Sainsbury. Annabel no creía que la joven heroína la salvara.
Si no era un ladrón, ¿debería intentar salir de la cama? ¿Esconderse? ¿Ver si podía llegar hasta la puerta? ¿Debería hacer algo? ¿Debería? ¿Debería? ¿Y si…? Pero quizá…
Cerró los ojos con fuerza, sólo un momento, para intentar calmarse. Tenía el corazón acelerado y tuvo que hacer un enorme esfuerzo por controlar la respiración. Tenía que pensar. Mantener la cabeza fría. La habitación estaba muy oscura. La cortina era gruesa y bloqueaba cualquier atisbo de luz. Incluso en una noche de luna llena, que no era el caso, apenas entraría un pequeño rayo de luz por los extremos. Ni siquiera podía ver el perfil del intruso. Las únicas pistas que tenía para ubicarlo era el ruido que hacía con los pies en la alfombra y algún ocasional crujido de las tablas de madera del suelo.
Se movía despacio. Quien quiera que estuviera en su habitación avanzaba despacio. Muy despacio, pero…
Estaba cerca.
El corazón de Annabel empezó a latir con tanta fuerza que creyó que la cama temblaría. El intruso estaba muy cerca. Se estaba acercando a la cama. No era un ladrón, era alguien que había ido a hacer daño, o malicia, o a provocar dolor, o Dios mío, daba igual… Tenía que salir de allí.
Mientras rezaba para que el intruso viera tan poco como ella en la oscuridad, se deslizó hasta el otro lado de la cama con la esperanza de no hacer demasiado ruido. Se le estaba acercando por la derecha, así que se fue hacia la izquierda, bajó las piernas y…
Gritó. Pero no pudo. Le taparon la boca con una mano y le rodearon el cuello con un brazo y el sonido de su grito quedó ahogado.
– Si sabes lo que te conviene, no te moverás.
Annabel abrió los ojos aterrorizada. Era el conde de Newbury. Reconocía su voz, e incluso su olor, aquella peste a sudor mezclada con brandy y pescado.
– Si gritas -continuó él, que parecía que casi se divertía-, entrará alguien. Tu abuela, quizá, o tu prima. ¿No duerme una de ellas en la habitación de al lado?
Annabel asintió y el gesto provocó que le rozara el fornido antebrazo con la barbilla. Llevaba camisón, pero, aún así, estaba pegajoso. Y a Annabel le dio mucho asco.
– Imagínatelo -dijo él, con un chasquido de lengua malicioso-. Entra la respetable y pura lady Louisa. Gritaría. Un hombre entre las piernas de una mujer… Seguro que se sorprendería.
Annabel no dijo nada. Y, aunque hubiera querido, tampoco hubiera podido con aquella mano tapándole la boca.
– Y luego acudiría toda la casa. Menudo escándalo. Tu reputación quedaría manchada para siempre. Y el idiota de tu prometido no te querría, ¿verdad?
Eso era mentira. Sebastian no la abandonaría. Annabel sabía que no lo haría.
– Serías una mujer arruinada -continuó Newbury, disfrutando mucho de su historia. Deslizó el brazo lo suficiente para palparle los pechos y apretárselos-. Aunque, por supuesto, siempre has sido perfecta para el papel.
Annabel gimió, alterada.
– Te gusta, ¿verdad? -rió él, apretándoselos con más fuerza.
– No -intentó decir ella, pero la mano del conde le tapaba la boca.
– Algunos incluso dirían que tendrías que casarme conmigo -prosiguió Newbury, tocándole los pechos-. Pero yo me pregunto si habría alguien que diría que tendría que casarme contigo. Podría decir que no eras virgen, que habías estado jugando a dos bandas con tío y sobrino para enfrentarlos. Debes de ser muy astuta.
Incapaz de seguir soportándolo, Annabel movió la cabeza hacia un lado, y luego hacia el otro, intentando liberarse de esa mano. Al final, y con una pequeña risa, él la apartó.
– Recuerda -le dijo, acercando sus fofos labios a su oreja-, no hagas demasiado ruido.
– Sabe que no es verdad -susurró Annabel, llena de rabia.
– ¿El qué? ¿Lo de tu virginidad? ¿Me estás diciendo que no eres virgen? -Apartó las mantas, la tendió en la cama y se sentó a horcajadas encima de ella. La sujetó con fuerza por los hombros y la clavó al colchón-. Vaya, vaya. Eso lo cambia todo.
– No -gritó ella, en un susurro-. Lo de jugar… -¿Qué sentido tenía? Era imposible razonar con él. Tenía sed de venganza. Contra ella, contra Sebastian, y seguramente contra el mundo entero. Esa noche lo habían dejado en ridículo delante de más de una veintena de sus nobles coetáneos.
Y no era el tipo de hombre que pasaba por alto una humillación como esa.
– Eres una chica muy estúpida -dijo, meneando la cabeza-. Podrías haber sido condesa. ¿En qué estabas pensando?
Annabel se mantuvo inmóvil, conservando la energía. Era imposible liberarse de él cuando tenía todo su peso encima. Tenía que esperar hasta que se moviera, hasta que estuviera desprevenido. E, incluso entonces, necesitaría todas sus fuerzas.
– Estaba convencido de que había encontrado a la mujer que buscaba.
Annabel lo miró con incredulidad. Su voz sonaba casi arrepentida.
– Sólo quería un heredero. Sólo un miserable hijo para que el imbécil de mi sobrino no heredara.
Annabel quería protestar, quería explicarle los mil motivos por los que creía que Sebastian era brillante. Tenía una imaginación increíble y su conversación era maravillosamente astuta. Nadie era más listo que él. Nadie. Y era divertido. Cielo santo, la hacía reír como nadie más en el mundo.
También era muy perceptivo. Y observador. Lo veía todo y se fijaba en todo el mundo. Entendía a las personas, y no sólo sus esperanzas y sus sueños, sino cómo esperaban y soñaban.
Si aquello no era ser brillante, no sabía qué podía serlo.
– ¿Por qué lo odia tanto? -susurró.
– Porque es un estúpido -respondió lord Newbury con desdén.
Annabel quería decirle: «Eso no es una respuesta».
– Además, da igual -continuó él-. Se hace ilusiones si cree que busco esposa sólo para frustrar sus ambiciones. ¿Tan mal está que un hombre quiera dejar su casa y su título a su hijo?
– No -respondió Annabel, con suavidad. Porque, si se comportaba como una amiga, quizá no le haría daño. Y porque no estaba tan mal querer lo que él quería. Lo malo era en cómo quería conseguirlo-. ¿Cómo murió?
Lord Newbury se quedó inmóvil.
– Su hijo -aclaró ella.
– De fiebre -respondió él, escueto-. Se cortó la pierna.
Annabel asintió. Había conocido a varias personas que habían contraído la fiebre de la misma forma. Un corte profundo siempre había que vigilarlo. Por si se enconaba, se enrojecía o se ponía caliente. Una herida mal curada normalmente provocaba fiebre y, a menudo, la fiebre provocaba la muerte. Annabel solía preguntarse por qué unas heridas se curaban perfectamente y otras no. Parecía que no había una explicación, sólo un giro injusto y caprichoso del destino.
– Lo siento -dijo ella.
Por un momento, pensó que la creía. Las manos, que la estaban sujetando con fuerza por los hombros, se relajaron un poco. Y sus ojos… Quizá fue un efecto de la escasa iluminación, pero Annabel habría jurado que se habían enternecido. Pero entonces, Newbury se rió y dijo:
– No, no lo sientes.
Y lo irónico era que sí que lo sentía o, al menos, lo había sentido. Sin embargo, cualquier tipo de compasión que hubiera podido sentir hacia él desapareció cuando las manos del conde se deslizaron hacia su cuello.
– Esto es lo que me ha hecho -dijo lord Newbury, echando humo entre los dientes-. Delante de todo el mundo.
Santo Dios, ¿iba a estrangularla? La respiración de Annabel se aceleró y cada nervio de su cuerpo se tensó preparando la huída. Pero lord Newbury era el doble de grande que ella y ni siquiera toda la fuerza que pudiera acumular con el pánico bastaría para quitárselo de encima.
– ¡Me casaré con usted! -exclamó, justo cuando sus manos se apoyaban encima de la tráquea.
– ¿Qué?
Annabel tosió y jadeó, porque no podía hablar, y él aflojó las manos.
– Me casaré con usted -suplicó-. Dejaré plantado a Sebastian y me casaré con usted, pero, por favor, no me mate.
Lord Newbury soltó una carcajada y Annabel miró de reojo la puerta. Con esa risa despertaría a todo el mundo, justo lo que le había advertido que no hiciera.
– ¿De veras crees que iba a matarte? -le preguntó, y apartó una mano para secarse una lágrima que le resbalaba por la mejilla-. Qué gracioso.
Estaba loco. Era lo único que Annabel podía pensar, aunque sabía que no estaba loco.
– No te mataré -dijo, aparentemente muy divertido-. Sería el principal sospechoso y, aunque dudo que me castigaran, resultaría muy incómodo.
Incómodo. Un asesinato. Quizá sí que estaba loco.
– Además, haría que las demás jóvenes se lo pensaran dos veces. No eres la única en quien me he fijado. La pequeña de los Stinson no tiene tanto pecho, pero sus caderas parecen adecuadas para engendrar hijos. Y no abre la boca a menos que le pregunten.
«Porque tiene quince años», pensó Annabel, enfurecida. Santo Dios, quería casarse con una niña.
– Acostarme con ella no será tan divertido como contigo, pero no necesito una esposa para eso. -Se inclinó con un brillo descomunal en los ojos-. Puede que incluso te utilice a ti.
– No -gimió Annabel, antes de pensárselo dos veces. Y, obviamente, él sonrió porque le encantaba hacerla sufrir. Se dio cuenta de que la odiaba. La odiaba igual que a Sebastian. De forma irracional.
Y peligrosa.
Sin embargo, cuando bajó la cabeza, levantó las caderas. Annabel aprovechó la ocasión para respirar hondo y entonces, cuando instintivamente se dio cuenta de que quizás aquella sería su única oportunidad, levantó una pierna y la dobló. Lo golpeó con fuerza en la entrepierna y él gritó de dolor. Sin embargo, no bastó para quitárselo de encima, así que repitió la operación, esta vez con más fuerza, y luego levantó los brazos y lo empujó. Lord Newbury aulló de dolor, pero Annabel volvió a doblar la rodilla, esta vez para empujarlo con todas sus fuerzas, apartarlo y salir de la cama.
Él cayó al suelo con un golpe seco y maldijo. Annabel corrió hacia la puerta, pero él la agarró por el tobillo.
– Suélteme -gruñó ella.
La respuesta del conde fue:
– Putita.
Annabel tiró e intentó soltarse, pero él aferró la otra mano a la pantorrilla y la sujetó, mientras intentaba utilizarla para levantar su enorme peso del suelo.
– ¡Suélteme! -gritó. Si lograba soltarse sabía que estaba a salvo. Si podía correr más que un pavo, seguro que podía correr más que un… en palabras de su abuela, noble con sobrepeso.
Tiró con fuerza y casi se libera. Los dos avanzaron un poco, aunque lord Newbury lo hizo arrastrándose por la alfombra como un monstruo varado en la arena. Annabel estuvo a punto de caer de bruces, pero, por suerte, estaba cerca de la pared y pudo apoyar las manos. Y entonces se dio cuenta de que estaba cerca de la chimenea. Apoyó una mano en la pared y con la otra palpó a su alrededor, y gritó de alegría cuando localizó el mango de hierro del atizador.
Lo agarró con las dos manos y se volvió hacia lord Newbury. Estaba intentando levantarse, aunque era complicado con ambas manos aferradas al tobillo izquierdo de Annabel.
– Suélteme -gruñó ella, levantando el atizador por encima de la cabeza-. Suélteme o le juro que…
Newbury aflojó la mano.
Annabel se alejó de un salto y fue hasta la puerta pegada a la pared, pero lord Newbury no se movía.
Ni un dedo.
– Oh Dios mío -susurró-. Oh Dios mío.
Y, entonces, volvió a repetirlo, porque no sabía qué otra cosa decir. O hacer.
– Oh Dios mío.
Sebastian avanzó en silencio por la mansión en dirección a la habitación de Annabel en el segundo piso. Era un experto en el arte de las citas secretas nocturnas, una habilidad que se alegró de descubrir que ya no necesitaría.
Suponía que era un arte y una ciencia. Tenías que investigar un poco antes, localizar la habitación, descubrir la identidad de los ocupantes de las habitaciones contiguas y, por supuesto, recorrer el camino con anterioridad para comprobar si el suelo de madera crujía o había imperfecciones.
A Sebastian le gustaba estar preparado.
No había podido hacer la comprobación de la ruta, porque no había encontrado el momento adecuado después de proponerle matrimonio a Annabel. Pero sabía en qué habitación se alojaba y sabía que su abuela dormía en el lado norte, y su prima, en el lado sur.
Al otro lado del pasillo estaba lady Millicent. Un golpe de suerte, seguro. No lo oiría a menos que disparara con un cañón frente a su puerta.
Lo único que no sabía era si las tres habitaciones estaban comunicadas por puertas interiores. Aunque eso no le preocupaba. Era un detalle importante, pero no algo que tuviera que saber de antemano. Sería muy fácil comprobarlo cuando estuviera dentro.
El suelo de Stonecross estaba bien cuidado y Sebastian no hizo ningún ruido mientras se acercaba a la habitación de Annabel. Agarró el pomo de la puerta. Estaba ligeramente húmedo. Qué curioso. Meneó la cabeza. ¿A qué hora había dicho lady Challis a las doncellas que los pulieran?
Giró el pomo muy despacio, con cuidado de no hacer ruido. Como todo lo demás en aquella casa, funcionaba a la perfección y giró sin un chirrido. Sebastian abrió la puerta y se preparó para entrar por el mínimo espacio posible y luego cerrarla.
Sin embargo, cuando entró tardó menos de un segundo en darse cuenta de que había algo que no estaba bien. La respiración no era pausada, propia del sueño. Era agitada y alterada y…
Abrió la puerta del todo para dejar entrar un poco más de luz.
– ¿Annabel?
Estaba junto a la chimenea, con un atizador por encima de la cabeza. Y en el suelo vio a lord Newbury, inmóvil.
– ¿Annabel? -repitió. Parecía estar en shock. No se volvió hacia él ni parecía haberse dado cuenta de su llegada.
Sebastian corrió a su lado y le quitó el atizador de las manos.
– No le he golpeado -dijo ella, que no apartó la mirada del cuerpo del suelo ni un segundo-. Ni siquiera le he golpeado.
– ¿Qué ha pasado? -Observó el atizador detalladamente. No había ni rastro de sangre ni nada que indicara que había sido utilizado para golpear al conde.
– Creo que está muerto -dijo ella, en aquel extraño susurro monótono-. Me estaba sujetando del tobillo. Iba a golpearlo si no me soltaba, pero entonces me ha soltado y…
– Su corazón -la interrumpió Sebastian para que no tuviera que decir nada más-. Seguramente, ha sido el corazón. -Dejó el atizador en su sitio. Hizo un ruido metálico al volver a su sito, pero no fue fuerte y Sebastian no creyó que hubiera despertado a nadie.
Volvió a su lado, la tomó de la mano y le acarició la cara.
– ¿Estás bien? -le preguntó, con cuidado-. ¿Te ha hecho daño? -Estaba aterrado por la respuesta, pero tenía que preguntarlo. Si quería ayudarla, tenía que saber qué había pasado.
– Estaba… Ha entrado y… -No le salían las palabras y, cuando él la abrazó, se derrumbó al instante y se vino abajo antes de que él pudiera parpadear.
– Shhh -la tranquilizó, acariciándola-. No pasa nada. Estoy aquí. Ya estoy aquí contigo.
Ella asintió contra su pecho, pero no lloró. Tembló y respiró hondo, pero no lloró.
– No… No me ha… Me he escapado antes…
«Gracias a Dios», pensó Sebastian. Si su tío la hubiera violado, por Dios que lo resucitaría para volver a matarlo. Sebastian había visto violaciones durante la guerra; no directamente, pero sí los ojos de las mujeres que las habían sufrido. Todas parecían muertas por dentro y él se dio cuenta de que, en cierto modo, ellas también habían muerto, igual que los hombres que habían ido a la batalla. Aunque para las mujeres era peor, porque sus cuerpos seguían vivos, con almas muertas dentro.
– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó ella.
– No lo sé -admitió él-. Ya se me ocurrirá algo. -Pero ¿el qué? Sabía cómo salir airoso de casi cualquier situación, pero eso… El cadáver de su tío en la habitación de su prometida…
Santo Dios. Era demasiado incluso para él.
Pensar. Tenía que pensar. Si estuviera escribiendo la historia…
– Primero, cerramos la puerta -dijo con firmeza, intentando transmitir que sabía lo que hacía. Se separó de Annabel muy despacio, asegurándose de que podía tenerse de pie, y se acercó a la puerta. La cerró y luego cruzó la habitación para encender una vela.
Annabel estaba donde la había dejado, abrazándose con los brazos. Parecía que tenía frío.
– ¿Quieres una manta? -preguntó él y, teniendo en cuenta las circunstancias, parecía la pregunta más ridícula del mundo. Pero la chica tenía frío y él era un caballero, y había algunas cosas que tenía demasiado interiorizadas para ignorarlas.
Ella meneó la cabeza.
Seb apoyó las manos en las caderas y miró a su tío, inmóvil y bocabajo en la alfombra. No estaba seguro de cómo creía que las cosas terminarían entre ellos, pero seguro que así no. Maldita sea. ¿Qué se suponía que tenía que hacer, ahora?
– Si estuviera escribiendo la historia… -balbuceó, intentando hacer acopio de toda la creatividad que normalmente reservaba para los personajes-. Si estuviera escribiendo la historia…
– ¿Qué has dicho?
Se volvió hacia Annabel. Estaba tan inmerso en sus pensamientos que casi había olvidado que estaba allí.
– Nada -dijo, sacudiendo la cabeza. Seguramente, Annabel creía que decía cosas sin sentido.
– Ya estoy mejor -anunció ella.
– ¿Qué?
Ella movió la cabeza hacia los lados y hacia atrás.
– Ya he recuperado la serenidad. Puedo hacer lo que tengamos que hacer.
Él parpadeó, sorprendido por la rápida recuperación.
– ¿Estás segura? Puedo…
– Ya lloraré cuando hayamos terminado -dijo ella, escueta.
– Te quiero -dijo Sebastian, mientras se decía que tenía que ser el momento más inapropiado para decírselo. Sin embargo, al verla allí de pie, con su sencillo camisón de algodón, práctica y competente como una diosa, ¿cómo iba a no quererla?-. ¿Te lo había dicho?
Ella meneó la cabeza y sus labios temblorosos dibujaron una sonrisa.
– Yo también te quiero.
– Qué bien -respondió él, porque no era el momento para grandes declaraciones. Aunque no pudo resistirse a añadir-: Porque sería una jugarreta que no me quisieras.
– Creo que tenemos que llevarlo a su habitación -dijo ella, con una expresión de inquietud.
Sebastian asintió e intentó calcular cuánto debía pesar su tío. No sería fácil, ni siquiera para dos personas.
– ¿Sabes cuál es su habitación? -le preguntó.
Ella meneó la cabeza.
– ¿Y tú?
– No. -Maldita sea.
– Podemos dejarlo en el salón -sugirió ella-. O en cualquier otro lugar donde haya bebida. Si iba ebrio, habría podido caerse. -Tragó saliva-. ¿Y golpearse la cabeza?
Sebastian soltó el aire muy despacio y colocó los brazos en jarra mientras miraba a su tío. Muerto, todavía era más asqueroso que vivo. Gordo, hinchado… Al menos, nadie dudaría de que su corazón hubiera dicho basta, y menos después de las emociones del día.
– La cabeza, el corazón… -farfulló-. Da igual. Sólo de mirarlo me siento menos sano.
Se quedó de pie un instante, retrasando lo inevitable, y al final irguió la espalda y dijo:
– Yo lo cogeré de los brazos y tú de las piernas. Pero antes tendremos que darle la vuelta.
Le dieron la vuelta, se colocaron en posición e intentaron levantarlo.
– Por el amor de Dios -gruñó Sebastian, entre dientes.
– Esto no va a funcionar -dijo Annabel.
– Tiene que funcionar.
Lo levantaron y lo arrastraron, jadeando del agotamiento, pero no podían mantenerlo en el aire más de unos de segundos. Era imposible que pudieran llevarlo hasta el salón sin despertar a toda la casa.
– Vamos a tener que despertar a Edward -dijo Sebastian, al final.
Annabel abrió los ojos como platos.
– Le confiaría mi vida.
Ella asintió.
– Quizá Louisa…
– No podría levantar ni una pluma.
– Creo que es más fuerte de lo que parece. -Pero Annabel se dio cuenta de que la esperanza la hacía hablar. Se mordió el labio y miró a Newbury-. Creo que vamos a necesitar toda la ayuda que podamos.
Sebastian empezó a asentir, porque era cierto que necesitaban ayuda. Sin embargo, resultó que la ayuda se materializó en forma de la persona más inesperada…