En esa época del año, amanecía temprano y cuando Annabel abrió los ojos y miró el reloj que había en la mesita de noche, comprobó que eran las cinco y media. La habitación todavía estaba en penumbra, así que salió de la cama, se puso una bata y se acercó a la ventana para abrirlas. Puede que su abuela hubiera dado a Sebastian un permiso tácito para quedarse esa noche, pero sabía que no podía estar allí cuando el resto de invitados se despertaran.
Su habitación estaba encarada al este, así que se tomó un momento para disfrutar de la salida del sol. Casi todo el cielo todavía conservaba los tonos violeta de la noche, pero, por el horizonte, el sol ya dibujaba una intensa franja de color naranja y rosa.
Y amarillo. Por debajo de todo empezaba a asomar el amarillo.
«La luz de la mañana», pensó Annabel. Todavía no había terminado el libro de Sarah Gorely, pero aquella primera frase la recordaba perfectamente. Le gustaba. La entendía. No era una persona particularmente visual, pero había algo en aquella descripción que hacía que se reconociera en ella.
A su espalda, oyó que Sebastian se movía en la cama y se volvió. Parecía que estaba parpadeando mientras se despertaba.
– Ya es de día -dijo ella, sonriendo.
Él bostezó.
– Casi.
– Casi -asintió ella, y se volvió hacia la ventana.
Lo oyó bostezar otra vez y, luego, cómo salía de la cama. Se colocó tras ella, la abrazó y apoyó la barbilla en su cabeza.
– Es un amanecer precioso -murmuró.
– En los pocos minutos que hace que lo miro, ya ha cambiado mucho.
Annabel notó cómo asentía.
– En esta época del año casi nunca veo el amanecer -dijo ella, que notó cómo le venía un bostezo-. Siempre es demasiado temprano.
– Creía que te despertabas temprano.
– Sí, pero no tanto. -Se volvió dentro de sus brazos y levantó la cara-. ¿Y tú? Me parece algo que una mujer debería saber acerca de su futuro marido.
– No -respondió él, en voz baja-. Cuando veo el amanecer, es porque hace demasiadas horas que estoy despierto.
Annabel estuvo a punto de hacerle una broma acerca de salir y acudir a demasiadas fiestas, pero cuando vio su mirada de resignación, se reprimió.
– Porque no puedes dormir -dijo.
Él asintió.
– Esta noche has dormido -dijo mientras recordaba el sonido de su respiración estable-. Y profundamente.
Él parpadeó y adoptó un gesto de sorpresa. Y quizá también de asombro.
– Es verdad.
De forma impulsiva, Annabel se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla.
– Quizás hoy también es un nuevo amanecer para ti.
Él se la quedó mirando unos instantes, como si no supiera bien qué decir.
– Te quiero -dijo, al final, y le dio un delicado beso cargado de amor en los labios-. Salgamos -dijo, de repente.
– ¿Qué?
La soltó y se acercó a la cama, donde toda su ropa estaba arrugada en el suelo.
– Venga -dijo-. Vístete.
Annabel se tomó un momento para admirar su espalda desnuda, aunque luego volvió a la realidad.
– ¿Para qué quieres salir? -le preguntó, aunque ya estaba buscando algo que ponerse.
– No pueden encontrarme aquí -explicó él-, pero detesto la idea de dejarte. Diremos a todo el mundo que nos hemos encontrado para un paseo matutino.
– No nos creerán.
– Claro que no, pero no podrán demostrar que mentimos. -Sonrió. Su entusiasmo era contagioso y Annabel acabó vistiéndose casi a toda prisa. Antes incluso de que pudiera ponerse un abrigo, Sebastian la tomó de la mano y cruzaron la casa corriendo y sofocando carcajadas. Algunas doncellas ya estaban despiertas y se encargaban de llevar jarras de agua a todas las habitaciones, pero Annabel y Sebastian las evitaron y avanzaron hasta que llegaron a la puerta principal y salieron al aire fresco de la mañana.
Annabel respiró hondo. Aquella sensación era magnífica, con el aire fresco y limpio, y con la humedad justa para que se sintiera rociada y nueva.
– ¿Quieres que vayamos al estanque? -preguntó Sebastian. Se inclinó y le dio un beso en la oreja-. Tengo unos recuerdos maravillosos de ese estanque.
Annabel se sonrojó, a pesar de que le parecía que ya no debería hacerlo.
– Te enseñaré a lanzar piedras -le dijo.
– No creo que lo consigas. Lo intenté durante años. Mis hermanos se dieron por vencidos.
Sebastian le lanzó una perspicaz mirada.
– ¿Estás segura de que no sabotearon el aprendizaje?
Annabel lo miró boquiabierta.
– Si fuera tu hermano -dijo-, y creo que los dos estamos agradecidos de que no lo sea, me divertiría bastante darte instrucciones falsas.
– Ellos no lo harían.
Sebastian se encogió de hombros.
– No puedo estar seguro, porque no los conozco, pero te conozco a ti y te digo que yo lo haría.
Ella le dio un empujón en el hombro.
– Seguro -continuó él-. La Winslow con más probabilidades de ganar a los dardos y la Winslow con más probabilidades de correr más que un pavo…
– En esa competición quedé tercera.
– Eres irritantemente competente.
– ¿Irritantemente?
– A un hombre le gusta sentir que está al mando -murmuró él.
– ¿Irritantemente?
Le dio un beso en la nariz.
– Irritantemente adorable.
Habían llegado a la orilla del estanque, así que Annabel se soltó la mano y se acercó a la arena.
– Voy a buscar una piedra -anunció-, y si al final del día no me has enseñado a tirar, te… -Se detuvo-. Bueno, no sé qué te haré, pero no te gustará.
Él se rió y se acercó, sin prisas, a la orilla.
– Primero tienes que encontrar una piedra adecuada.
– Ya lo sé -respondió ella, enseguida.
– Tiene que ser plana, y no demasiado pesada…
– Eso también lo sé.
– Empiezo a entender por qué tus hermanos no querían enseñarte.
Ella le lanzó una mirada letal.
Y él se rió.
– Toma -dijo, mientras se agachaba para recoger una piedra pequeña-. Esta está bien. Tienes que sujetarla así. -Se lo demostró y luego le colocó la piedra en la palma de la mano y la rodeó con los dedos-. Deberías doblar la muñeca un poco y…
Ella levantó la cabeza.
– ¿Y qué?
Sebastian había dejado la frase inacabada y estaba mirando el estanque.
– Nada -respondió él, meneando la cabeza-. Sólo cómo se refleja el sol en el agua.
Annabel se volvió hacia el estanque y luego, otra vez hacia él. El reflejo del sol en el agua era precioso, pero prefería mirar a Sebastian. Estaba observando el estanque con tanta intensidad, con tanta concentración, como si estuviera memorizando cada rayo de sol. Sabía que tenía fama de ser un encanto desenfadado. Todo el mundo decía que era gracioso y divertido, pero ahora, cuando estaba tan pensativo…
Se preguntó si había alguien, incluso de su familia, que lo conociera de verdad.
– La luz oblicua de la mañana -dijo ella.
Él se volvió al instante.
– ¿Qué?
– Bueno, supongo que ya ha pasado ese momento, pero no hace mucho.
– ¿Por qué has dicho eso?
Ella parpadeó. El comportamiento de Sebastian era muy extraño.
– No lo sé. -Se volvió hacia el agua. La luz del sol todavía era bastante plana, y casi de color melocotón, y el estanque parecía mágico, entre colinas y árboles-. Supongo que me gustó la imagen. Me pareció una muy buena descripción. Es de La señorita Sainsbury.
– Ya lo sé.
Ella se encogió de hombros.
– Todavía no lo he terminado.
– ¿Te gusta?
Ella se volvió hacia él. Parecía muy intenso. Poco habitual en él.
– Supongo -respondió ella, de forma diplomática.
Él la miró unos instantes más. Y entonces abrió los ojos con impaciencia.
– Las cosas te gustan o no te gustan.
– Eso no es verdad. Hay cosas que me gustan bastante y otras que no tanto. Pero creo que necesito terminarlo antes de emitir cualquier veredicto.
– ¿Cuánto te falta?
– ¿Por qué te importa tanto?
– No me importa -protestó él. Pero su actitud fue igual que la de su hermano Frederick cuando ella lo acusó de estar enamorado de Jenny Pitt, que vivía en su pueblo. Frederick había colocado los brazos en jarra y había dicho: «No es verdad», pero estaba claro que sí-. Sólo es que me gustan mucho sus libros.
– Y a mí me gusta el pudín Yorkshire, pero no me ofendo si a los demás no les gusta.
Sebastian no tenía respuesta a eso, así que ella se encogió de hombros y se volvió hacia la piedra que tenía en la mano, intentando imitar la forma en que él la había cogido.
– ¿Qué no te gusta? -preguntó él.
Ella levantó la mirada y parpadeó. Creía que ya habían terminado esa conversación.
– ¿Es el argumento?
– No -respondió ella mientras lo miraba con curiosidad-. El argumento me gusta. Es un poco inverosímil, pero ahí está la gracia.
– Y entonces, ¿qué es?
– No lo sé. -Frunció el ceño y suspiró, intentando encontrar una respuesta a su pregunta-. A veces, la prosa resulta un poco pesada.
– Pesada -repitió él.
– Hay muchos adjetivos, pero -añadió, con una sonrisa- es muy buena en las descripciones. Al fin y al cabo, me gusta la luz oblicua de la mañana.
– Escribir una descripción sin adjetivos sería complicado.
– Cierto -cedió ella.
– Podría intentarlo, pero…
Cerró la boca. De repente.
– ¿Qué acabas de decir? -preguntó ella.
– Nada.
Pero estaba claro que había dicho algo importante.
– Has dicho… -Y entonces, contuvo el aliento-. ¡Eres tú!
Él no dijo nada; se limitó a cruzarse de brazos y a mirarla con una expresión como si no supiera de qué le estaba hablando.
La mente de Annabel se aceleró. ¿Cómo no se había dado cuenta? Había muchas pistas. Cuando su tío le puso el ojo morado y dijo que uno nunca sabía cuándo necesitaría describir algo. Los libros autografiados. Y en la ópera, había dicho que un héroe nunca se desmaya en la primera página. ¡No en la primera escena, sino en la primera página!
– ¡Eres Sarah Gorely! -exclamó-. Eres tú. Incluso tenéis las mismas iniciales.
– Annabel, por favor…
– No me mientas. Voy a ser tu mujer. No puedes mentirme. Sé que eres tú. Incluso pensé que el libro me recordaba a ti mientras lo leía. -Sonrió con vergüenza-. De hecho, eso es lo que más me gusta.
– ¿De veras? -Se le iluminó la mirada y ella se preguntó si se daba cuenta de que acababa de admitirlo.
Ella asintió.
– ¿Cómo lo has mantenido en secreto tanto tiempo? Imagino que nadie lo sabe. Estoy segura de que lady Olivia no habría dicho que esos libros son horribles si hubiera sabido que… -Hizo una mueca de dolor-. Vaya, es terrible.
– Y por eso no lo sabe -respondió él-. Se sentiría muy mal.
– Tienes muy buen corazón. -Y, de repente, contuvo el aliento-. ¿Y sir Harry?
– Tampoco lo sabe -confirmó él.
– ¡Pero si te está traduciendo! -Hizo una pausa-. Bueno, tus libros.
Sebastian se encogió de hombros.
– Ay, el pobre se sentiría fatal -dijo Annabel mientras intentaba imaginárselo. No conocía demasiado bien a sir Harry, pero, aún así, ¡eran primos!-. ¿Y nunca han sospechado nada?
– Creo que no.
– Dios mío. -Se sentó en una enorme roca plana-. Dios mío.
Él se sentó a su lado. Con cautela, dijo:
– Seguro que hay a quien le pueda parecer una actividad estúpida e indigna.
– A mí no -respondió ella enseguida, meneando la cabeza. Santo Dios, Sebastian era Sarah Gorely. Iba a casarse con Sarah Gorely.
Hizo una pausa. Quizá no debería pensarlo en esos términos.
– Me parece maravilloso -declaró, y levantó la cabeza hacia él.
– ¿De veras? -La miró a los ojos y, en ese momento, Annabel se dio cuenta de lo importante que era para él su opinión. Era muy sensato y estaba muy seguro de sí mismo. Fue una de las primeras cosas que descubrió, incluso antes de saber cómo se llamaba.
– Sí -respondió ella, y se preguntó si era mala persona por adorar aquella mirada vulnerable en sus ojos. No podía evitarlo. Le encantaba significar tanto para él-. Será nuestro secreto. -Y entonces, se rió.
– ¿Qué te pasa?
– Cuando te conocí, antes incluso de saber tu nombre, recuerdo que pensé que sonreías como si tuvieras una broma secreta y que quería ser partícipe de ella.
– Siempre -dijo él, con solemnidad.
– Quizá pueda ayudarte -sugirió ella, con una sonrisa pícara-. La señorita Winslow y el misterioso escritor.
Él tardó unos segundos en entenderlo, pero entonces se le iluminaron los ojos.
– No puedo volver a utilizar «misterioso». Ya he tenido un misterioso coronel.
Ella soltó una expresión de irritación.
– Vaya, el negocio editorial es muy complicado.
– ¿La señorita Winslow y el espléndido amante? -sugirió él.
– Demasiado morboso -respondió ella, pegándole en el hombro-. Perderás a tu público y entonces, ¿qué será de nosotros? Tenemos unos futuros niños con ojos grises que alimentar, ¿lo sabes?
Los ojos de Sebastian se llenaron de emoción, pero, a pesar de todo, siguió con el juego.
– La señorita Winslow y el precario heredero.
– Uy, no lo sé. Es cierto que es posible que no heredes, aunque gracias a Dios yo no habré tenido nada que ver en eso, pero «precario» suena demasiado…
– ¿Precario?
– Exacto -respondió, aunque el sarcasmo de Sebastian no le había pasado inadvertido-. ¿Qué te parece señora Grey? -sugirió, en voz baja.
– Señora Grey -repitió él.
– Me gusta cómo suena.
Él asintió.
– La señora Grey y el sumiso marido.
– La señora Grey y el amado marido. No, no, La señora Grey y su amado marido -rectificó, haciendo hincapié en «su».
– ¿Será una historia que tendrá continuación? -preguntó él.
– Yo creo que sí. -Levantó la cabeza para darle un beso, y luego se quedaron allí, con las narices pegadas-. Siempre que no te importe escribir un final feliz cada día.
– Parece mucho trabajo… -murmuró él.
Ella se separó lo suficiente para mirarlo con severidad.
– Pero que merece la pena.
Él se rió.
– No ha sido una pregunta.
– Habla claro, señor Grey. Habla claro.
– Es lo que me encanta de ti, futura señora Grey.
– ¿No crees que debería ser señora futura Grey?
– ¿Ahora me editas?
– Sólo era una sugerencia.
– Pues resulta -respondió él, pegando la nariz a la de Annabel-, que tengo razón yo. El «futura» tiene que ir delante del «señora» porque, si no, parece que antes fuera señora Lo Que Sea.
Annabel lo pensó.
Y él la miró con la ceja arqueada.
– Está bien -dijo ella-, pero yo tengo razón en todo lo demás.
– ¿En todo?
Ella sonrió con gesto seductor.
– Te he elegido a ti.
– El señor Grey y su amada esposa. -Le dio un beso, y luego otro-. Creo que me gusta.
– Me encanta.
Y era verdad.