Esa misma noche…
No podía casarse con él. Santo Dios, no podía.
Annabel avanzaba por el oscuro pasillo a toda velocidad, sin importarle dónde iba. Había intentado cumplir con su obligación. Había intentando comportarse como le correspondía. Pero ahora estaba asqueada, con el estómago revuelto y, sobre todo, necesitaba respirar aire fresco.
Su abuela había insistido en que debían asistir a la fiesta anual de lady Trowbridge, y cuando Louisa le explicó que estaba fuera de la ciudad, en Hampstead, Annabel se animó. Lady Trowbridge tenía un jardín espléndido, con vistas al famoso brezal de Hampstead y, si hacía buen tiempo, seguramente lo engalanaría con antorchas y adornos, con lo que la fiesta podría celebrarse fuera.
Sin embargo, antes de que Annabel pudiera ir más allá del salón de baile, lord Newbury ya la había encontrado. Ella había hecho una reverencia y había sonreído, fingiendo ante el mundo que se sentía honrada por sus atenciones. Había bailado con él, dos veces, y no dijo nada cuando lord Newbury la pisó.
Y tampoco cuando descendió la mano hasta su trasero.
Bebió limonada con él en una esquina e intentó entablar un poco de conversación, con la esperanza de que algo, lo que fuera, le resultara a él más interesante que sus pechos.
Pero entonces, lord Newbury había conseguido llevarla hasta el pasillo. Annabel no sabía cómo lo había hecho. Dijo algo acerca de un amigo y un mensaje que tenía que transmitir y, antes de darse cuenta, la tenía arrinconada en el oscuro pasillo, pegada a la pared.
– Santo Dios -gruñó él, cubriéndole uno de los pechos con la enorme mano-. Ni siquiera llego a cubrirlo entero.
– ¡Lord Newbury! -exclamó Annabel, intentando quitárselo de encima-. Deténgase, por favor…
– Rodéame con las piernas -le ordenó él, dándole un beso en los labios.
Ella intentó decir: «¿Qué?», intentó gritar, pero apenas podía mover los labios bajo la presión.
Él gruñó y se abalanzó sobre ella, con la erección dura contra ella. Se aferró a su nalga con una mano para intentar que llevara la pierna hacia donde él quería.
– Levántate la falda, si es necesario. Quiero ver hasta dónde puedes abrirte.
– No -jadeó ella-. Por favor. No puedo.
– La moral de una dama y el cuerpo de una ramera. -Lord Newbury chasqueó la lengua y jugueteó con un pezón por encima de la delicada tela del vestido-. La combinación perfecta.
Annabel notaba cómo el pánico se le acumulaba en el pecho. Había tenido que hacer frente a otros intentos de sobrepasarse con anterioridad, pero nunca por parte de nadie de la nobleza. Y jamás por parte de un hombre con el que se suponía que tenía que casarse.
¿Significaba eso que esperaba que se tomara demasiadas confianzas? ¿Antes incluso de pedir su mano?
No, era imposible. Puede que fuera un conde y que estuviera acostumbrado a ver cumplidas todas sus órdenes, pero seguro que no quería comprometer a una joven dama.
– Lord Newbury -dijo, con la intención de parecer firme-. Suélteme. Ahora mismo.
Sin embargo, él sólo sonrió e intentó besarla otra vez.
Olía a pescado y sus manos parecían dos enormes cosas fofas, y Annabel no podía tolerarlo. No se suponía que tenía que ser así. Ella no esperaba ningún príncipe azul, ni el amor verdadero, ni… Dios, no sabía qué esperaba. Pero esto no. No a ese horrible hombre abalanzándose sobre ella en una casa extraña.
Su vida no podía ser eso. No podía ser su vida.
No supo dónde encontró las fuerzas, porque debía de pesar casi ciento veinte kilos, pero consiguió colocar las manos entre los dos y lo empujó con fuerza.
Él retrocedió a trompicones, maldijo cuando se golpeó contra una mesa y estuvo a punto de perder el equilibrio. Annabel tuvo el tiempo justo para arremangarse la falda por encima de los tobillos y echar a correr. No tenía ni idea de si lord Newbury la seguía; no se detuvo para mirar atrás hasta que llegó a una cristalera y salió a lo que parecía un jardín lateral.
Se apoyó en la pared de piedra de la casa e intentó recuperar el aliento. Tenía el corazón acelerado y la piel cubierta por una fina capa de sudor, lo que provocaba que temblara ligeramente con la brisa fresca.
Se sentía sucia. No por dentro. Lord Newbury no podría hacerla dudar de sus valores y de su conciencia. Pero por fuera, sobre la piel, allí donde la había tocado…
Quería bañarse. Quería agarrar un trapo y una pastilla de jabón y borrar cualquier rastro de él. Incluso ahora notaba algo extraño en el pecho derecho, donde la había tocado. No era dolor. Era una sensación extraña. Tenía esa misma sensación por todo el cuerpo. No le dolía nada, pero era una sensación indescriptible de que algo no estaba bien.
A lo lejos, veía la luz de las antorchas del jardín principal, pero aquí estaba casi oscuro. Estaba claro que se suponía que los invitados no tenían que estar en esa parte de la casa. No debería estar allí, seguro, pero no podía reunir el valor para regresar a la fiesta. Todavía no.
En el césped había un banco de piedra, así que se acercó y se dejó caer en la piedra fría con un «¡Uf!». Era el tipo de expresión poco femenina, acompañada de ese tipo de movimiento poco elegante, que no podía permitirse en Londres.
El tipo de cosas que hacía cuando corría alegremente con sus hermanos en Gloucestershire.
Echaba de menos su casa. Echaba de menos su cama, su perro y las tartas de ciruela de la cocinera.
Echaba de menos a su madre, echaba mucho de menos a su padre, pero, sobre todo, echaba de menos la tierra firme bajo sus pies. En Gloucestershire sabía quién era. Sabía qué se esperaba de ella. Y sabía qué esperar de los demás.
¿Era pedir demasiado tener la sensación de saber lo que hacía? Seguro que no era un deseo poco razonable.
Levantó la mirada para intentar localizar las constelaciones. La fiesta desprendía demasiada luz para ver el cielo nocturno con claridad, pero igualmente veía el brillo de alguna estrella ocasional.
Las pobres, pensó Annabel, tenían que luchar contra la polución para poder brillar. Una polución lumínica, de brillo.
En cierto modo, parecía que estaba mal.
– Cinco minutos -dijo, en voz alta. Dentro de cinco minutos volvería a la fiesta. Dentro de cinco minutos habría recuperado el equilibrio. Dentro de cinco minutos sería capaz de volver a dibujar una sonrisa y hacer una reverencia al hombre que acababa de atacarla.
Dentro de cinco minutos se convencería de que podía casarse con él.
Y, con un poco de suerte, dentro de diez minutos quizá se lo creyera.
Pero, mientras tanto, tenía cuatro minutos más para ella.
Cuatro minutos.
O no.
Annabel oyó unos susurros y, con el ceño fruncido, se giró y miró hacia la casa. Vio a dos personas que cruzaban las cristaleras y, a juzgar por las siluetas, eran un hombre y una mujer. Annabel gruñó. Seguro que habían huido de la fiesta para tener una cita secreta. No podía haber ninguna otra explicación. Si habían buscado esa parte del jardín y habían elegido esa puerta, entonces es que querían evitar que los vieran.
Y ella no quería ser quien les arruinara los planes.
Se levantó e intentó encontrar una ruta alternativa hacia la casa, pero la pareja avanzaba deprisa y, si quería evitarlos, sólo podía adentrarse más entre las sombras. Se movió con rapidez, sin correr, pero a paso muy ligero, hasta que llegó al seto que marcaba el límite de la propiedad. No la entusiasmaba la idea de pegarse a las zarzas, así que se deslizó hacia la izquierda, donde vio una abertura en el seto que, probablemente, daba al brezal.
El brezal. El enorme, maravilloso y glorioso espacio que era todo lo que Londres no era.
Seguro que aquí no es donde se suponía que debía estar. Seguro que no. Louisa se horrorizaría. Su abuelo se pondría furioso. Y su abuela…
Bueno, su abuela seguramente se reiría, pero Annabel ya hacía tiempo que había aprendido a no basar ninguno de sus juicios morales en el comportamiento de su abuela.
Se preguntó si podría encontrar otra entrada en el seto que llevara a la casa de lady Trowbridge. Era una propiedad gigantesca; seguro que había varias entradas por ahí. Pero, mientras tanto…
Dejó que la vista se perdiera en la enorme extensión de tierra. Era increíble encontrar aquella naturaleza pura tan cerca de la ciudad. Era salvaje y oscura y el aire arrastraba una claridad fresca que ni siquiera se había dado cuenta que añoraba. Pero no era sólo que fuera fresco y limpio, ya sabía que añoraba eso, incluso desde el primer día que respiró el gas ligeramente opaco que sustituía al aire en Londres. Aquí, el aire era cortante, un poco frío y un poco penetrante. Cada bocanada le provocaba un cosquilleo en los pulmones.
Era el cielo.
Levantó la mirada y se preguntó si desde allí se verían mejor las estrellas. Y la respuesta era que no, no mucho mejor, aunque ella mantuvo la cara hacia el cielo y retrocedió muy despacio mientras contemplaba la delgada tajada de luna que flotaba por encima de las copas de los árboles.
Era una de aquellas noches que tenían que ser mágicas. Y lo habría sido si no la hubiera manoseado un hombre con la edad suficiente para ser su abuelo. Lo habría sido si le hubieran dejado ponerse un vestido rojo, que favorecía a su complexión mucho más que aquel tono rosa pastel.
Habría sido mágica si el viento hubiera soplado al ritmo de un vals. Si el susurro de las hojas fueran castañuelas españolas y hubiera un príncipe apuesto esperándola entre la niebla.
No había niebla, claro, pero tampoco había príncipe. Sólo un horrible viejo que quería hacerle cosas horribles. Y, al final, tendría que dejar que se las hiciera.
La habían besado tres veces en la vida. El primero fue Johnny Metham, que ahora insistía en que lo llamaran John, pero sólo tenía ocho años cuando le había dado un beso en los labios, de modo que siempre sería Johnny.
El segundo fue Lawrence Fenstone, que le había dado un beso el primero de mayo de hacía tres años. Estaba oscuro y alguien había puesto ron en los dos cuencos de ponche, con lo que la ciudad entera perdió el norte. A Annabel la sorprendió, pero no se enfadó y, en realidad, se rió cuando él intentó meterle la lengua en la boca.
Le pareció lo más ridículo del mundo.
A Lawrence no le hizo tanta gracia y se marchó, con el orgullo por lo visto demasiado herido para continuar. No le dirigió la palabra en un año, hasta que regresó de Bristol con su nueva esposa: rubia, menuda y sin cerebro. Todo lo que Annabel no era y aliviada reconoció que no pretendía ser.
El tercer beso había sido esa noche, cuando lord Newbury se había abalanzado sobre ella y había intentado hacerle lo mismo con la boca.
De repente, todo aquel episodio con la lengua de Lawrence Fenstone ya no parecía tan gracioso.
Lord Newbury le había hecho lo mismo, intentando meterle la lengua entre los labios, pero ella había apretado tanto los dientes que creía que se iba a hacer daño en la mandíbula. Y, entonces, había echado a correr. Siempre había equiparado correr con la cobardía, pero ahora, después de haber huido, se dio cuenta de que a veces es la única acción prudente, incluso si significaba que tenía que estar sola en un brezal con una pareja de amantes bloqueándole el camino hasta el baile. Era casi cómico.
Casi.
Llenó la boca de aire y luego lo soltó, retrocediendo muy despacio. Menuda noche. No era mágica en absoluto. Era…
– ¡Oh!
Su tacón chocó con algo; Dios mío, ¿era una pierna?, y cayó al suelo. Y lo único que le venía a la mente, por macabro que pareciera, era que había topado con un cadáver.
O, al menos, esperaba que lo fuera. Un cadáver dañaría menos su reputación que un ser vivo.
Sebastian era un hombre paciente y no le importaba esperar veinte minutos con tal de que Elizabeth y él pudieran reaparecer en el salón de baile por separado y de forma respetable. La encantadora lady Cellars tenía que mantener su reputación, aunque él no. Aunque su relación no era ningún secreto. Elizabeth era joven y guapa, ya le había dado dos hijos a su marido y, si Sebastian estaba bien informado, lord Cellars estaba mucho más interesado en su secretario que en su esposa.
Nadie esperaba que lady Cellars fuera fiel a su marido. Nadie.
No obstante, tenían que mantener las apariencias, así que Sebastian se quedó encantado allí, estirado en la manta (que había introducido en la fiesta un intrépido lacayo), observando el cielo nocturno.
Allí fuera en el brezal había un silencio extraordinario, a pesar de que se oían los ruidos de la fiesta. No se había alejado demasiado de los límites de la propiedad Trowbridge; Elizabeth no era tan aventurera. Sin embargo, se sentía bastante solo.
Y lo más extraño era que le gustaba.
No solía disfrutar de la soledad. En realidad, casi nunca lo hacía. Pero había algo encantador en el hecho de estar solo en el brezal, al aire libre. Le recordaba a la guerra, a todas esas noches en las que se acostaba debajo de las copas de los árboles.
Odiaba esas noches. No tenía sentido que algo que le traía recuerdos de la guerra le gustara ahora, aunque casi nada de lo que le pasaba por la mente tenía sentido. Como tampoco lo tenía cuestionárselo.
Cerró los ojos. La parte interior de los párpados era de color marrón ennegrecido, un color completamente distinto al azul oscuro de la noche. La oscuridad tenía muchos colores. Era extraño, y quizás un poco inquietante pero…
– ¡Oh!
Un pie le golpeó en la espinilla izquierda y abrió los ojos justo a tiempo para ver a una mujer que caía al suelo.
Encima de la manta.
Sonrió. Los dioses todavía lo querían.
– Buenas noches -dijo, apoyando el peso del tronco en los codos.
La mujer no respondió, aunque eso no lo sorprendió, puesto que la pobre todavía estaba intentando entender cómo había acabado en el suelo. La observó mientras ella intentaba volver a levantarse. Y le estaba costando un poco. El suelo bajo la manta no era firme y ella había perdido el equilibrio, a juzgar por el ritmo acelerado de su respiración.
Sebastian se preguntó si también venía de una cita secreta. Quizás había otro caballero en medio del oscuro brezal, oculto y esperando el momento para atacar.
Sebastian ladeó la cabeza, observó a la chica mientras se sacudía el vestido y luego decidió que, seguramente, no. No tenía ese aspecto furtivo. Además, iba de blanco, o de rosa claro, o algún otro color virginal. A las debutantes se las podía seducir, aunque Sebastian no lo había hecho nunca; se regía por un determinado código moral, aunque nadie se lo reconociera nunca. Pero, por lo que había observado, las vírgenes había que cortejarlas in situ. Era imposible convencer a una para que saliera al jardín y fuera hasta el brezal para buscarse su propia ruina. Incluso la más estúpida de todas entraría en razón antes de llegar a su destino.
A menos que…
Esto podía ser interesante. Quizás a aquella joven patosa ya la habían desflorado. Quizás iba camino de reunirse con su amante. El intrépido caballero debía de haberlo hecho de maravilla la primera vez para que ella quisiera repetir. Sebastian sabía de buena fuente que una chica no solía disfrutar con la primera vez.
Aunque claro, quizá su muestra científica estaba sesgada. Todas las mujeres con las que se había acostado últimamente habían experimentado la primera vez con sus maridos que, casi por definición, eran malos en la cama. Si no, ¿por qué otro motivos sus esposas buscaban sus atenciones?
En cualquier caso, por deliciosas que fueran sus deliberaciones, era casi imposible que aquella joven fuera a reunirse con su amante. La virginidad era el único aspecto de la vida de las jóvenes solteras que contaba y, generalmente, no la descuidaban.
Entonces, ¿qué hacía allí fuera? Y sola. Sonrió. Le encantaba una buena historia de misterio. Casi tanto como un buen melodrama.
– ¿Puedo ayudarla? -le preguntó, puesto que la chica no había respondido al saludo anterior.
– No -respondió ella, meneando la cabeza-. Lo siento. Me voy enseguida. Es que no puedo… -Lo miró y tragó saliva.
¿Lo conocía? Parecía como si lo conociera. O quizá lo había reconocido por lo que era, una especie de libertino; alguien con quien no debería estar a solas.
Sebastian no podía culparla por esa reacción.
No la conocía, de eso estaba seguro. No solía olvidar una cara y de esa le habría sido imposible olvidarse. Era preciosa en el sentido más salvaje de la palabra, casi como si encajara a la perfección en el entorno del brezal. Tenía el pelo oscuro y, seguramente, ondulado; los pocos mechones que se le habían soltado del recogido formaban unos preciosos rizos que le acariciaban el cuello. Parecía de risa fácil y pícara, incluso ahora, que estaba absolutamente sonrojada y avergonzada.
Básicamente, parecía… cálida.
Sintió curiosidad por su propia elección de ese adjetivo. No recordaba haberlo utilizado antes, y menos para referirse a una completa extraña. Pero parecía cálida, y si su personalidad era cálida, su risa sería cálida, y su amistad también.
Y en la cama… seguro que allí también sería cálida.
Aunque no se estaba planteando comprobarlo. Todo su aturdimiento destilaba virginidad.
Lo que significaba que estaba muy lejos de su territorio.
Era alguien en quien no estaba interesado. Para nada. Ni siquiera podía ser amigo de una virgen, porque siempre habría alguien que seguro que lo malinterpretaría, y luego vendrían las recriminaciones o, peor, las expectativas, y al final él acabaría en alguna cabaña de Escocia huyendo de todo.
Sabía lo que tenía que hacer. Siempre sabía lo que tenía que hacer. Lo complicado, al menos para él, era hacerlo.
Podría levantarse como el caballero que era, indicarle la dirección de la casa y dejar que se marchara.
Podría hacerlo, pero, si lo hacía, ¿dónde estaría la diversión?