Después de que bailara con su tío la noche anterior, Sebastian sólo había visto a Annabel una vez. Tenía los ojos cerrados y parecía sometida, pero nada hacía presagiar esto. Estaba llorando como si el mundo entero se le hubiera derrumbado encima.
Seb se sentía como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.
– Santo Dios -dijo mientras se volvía hacia Olivia-. ¿Qué le ha pasado?
Olivia apretó los labios y no dijo nada. Sólo inclinó la cabeza hacia Annabel. Sebastian tenía la sensación de que acababan de regañarlo.
– Estoy bien -sollozó Annabel.
– No, no está bien -respondió él. Volvió a girarse hacia Olivia con una expresión urgente y molesta.
– No está bien -confirmó Olivia.
Seb maldijo en voz baja.
– ¿Qué ha hecho Newbury?
– Nada -respondió Annabel, meneando la cabeza-. No ha hecho nada… porque… porque…
Sebastian tragó saliva porque no le gustaba el nudo que se le estaba formando en el estómago. Su tío no tenía fama de ser vil o cruel, aunque ninguna mujer tenía ningún motivo para llamarlo amable, tampoco. Newbury era de los que hacían daño a través de la ignorancia o, mejor dicho, del egoísmo. Tomaba lo que quería porque creía que lo merecía. Y si sus necesidades entraban en conflicto con las de alguna otra persona, le daba igual.
– Annabel -dijo-, tiene que decirme qué ha pasado.
Sin embargo, ella seguía llorando, respirando de forma entrecortada y tenía la nariz…
Sebastian le ofreció su pañuelo.
– Gracias -dijo ella, y lo utilizó. Dos veces.
– Olivia -le espetó Sebastian, mientras se volvía hacia ella-, ¿vas a explicarme de una vez por todas qué está pasando aquí?
Olivia se le acercó y se cruzó de brazos, con el aire de superioridad moral que sólo podía ofrecer una mujer.
– La señorita Winslow cree que tu tío está a punto de proponerle matrimonio.
Sebastian soltó el aire muy despacio. No le sorprendía. Annabel era todo lo que su tío buscaba en una esposa, y más ahora que creía que él también iba detrás de ella.
– A ver -dijo, intentando tranquilizar a la joven. La tomó de una mano y se la apretó-. Todo se solucionará. Si mi tío me pidiera que me casara con él, yo también lloraría.
Ella lo miró como si estuviera a punto de echarse a reír, pero se echó a llorar otra vez.
– ¿No puede decir que no? -le preguntó-. ¿No puede decir que no? -le preguntó a Olivia.
Olivia se cruzó de brazos.
– ¿Tú qué crees?
– Si lo supiera no te lo habría preguntado -respondió él mientras se ponía de pie.
– Es la mayor de ocho hermanos, Sebastian. ¡Ocho!
– Por el amor de Dios -estalló él, al final-. ¿Quieres hablar claro y decir qué significa eso?
Annabel levantó la mirada, momentáneamente callada.
– Ahora entiendo perfectamente cómo se siente -le dijo Sebastian.
– No nos queda dinero -respondió Annabel, con un hilo de voz-. Mis hermanas no tienen institutriz. Y a mis hermanos los van a echar del colegio.
– ¿Y sus abuelos? -Seguro que lord Vickers podía pagar varias matrículas del colegio.
– Mi abuelo hace veinte años que no se habla con mi madre. Nunca le ha perdonado que se casara con mi padre. -Hizo una pausa, respiró hondo con el cuerpo tembloroso y luego volvió a utilizar el pañuelo-. Sólo aceptó que yo viniera a Londres porque mi abuela insistió. Y ella insistió porque… Bueno, no lo sé. Imagino que pensó que sería divertido.
Seb miró a Olivia. Su cuñada todavía estaba de pie con los brazos cruzados, como una gallina clueca en pie de guerra.
– Discúlpenos -le dijo a Annabel, y luego agarró a Olivia por la muñeca y se la llevó al otro lado del salón-. ¿Qué quieres que haga? -susurró.
– No sé de qué me hablas.
– Déjate de juegos. Me has estado mirando con el ceño fruncido desde que he llegado.
– ¡Está triste!
– Ya lo veo -le espetó él.
Ella le dio un golpe en el pecho.
– Pues haz algo.
– ¡No es culpa mía! -Y no lo era. Newbury había querido casarse con Annabel desde mucho antes que Sebastian se viera involucrado en el asunto. De hecho, si Seb no la hubiera conocido, la chica estaría en la misma posición.
– Tiene que casarse, Sebastian.
Por el amor de Dios.
– ¿Me estás sugiriendo que le proponga matrimonio? -preguntó él, con la certeza de que era lo que le estaba sugiriendo-. Apenas hace una semana que la conozco.
Olivia lo miró como si fuera un canalla. Demonios, se sintió como un canalla. Annabel estaba sentada al otro lado de la habitación, llorando en su pañuelo. Un hombre tendría que tener un corazón duro como una piedra para no querer ayudarla.
Pero ¿matrimonio? ¿Qué clase de hombre se casaba con una mujer a la que hacía… -¿Cuántos días eran?- ocho días que conocía? Puede que la sociedad lo tuviera por un estúpido y un frívolo, pero sólo porque a él le gustaba que lo hicieran. Cultivaba esa imagen porque… porque… bueno, no sabía por qué. Quizá porque a él también le divertía.
Pero habría dicho que Olivia lo conocía mejor.
– La señorita Winslow me cae bien -susurró-. De verdad. Y me duele que esté en esta situación tan horrenda. El Señor sabe que soy plenamente consciente del desastre que supone tener que convivir con Newbury. Pero no es culpa mía. Ni mi problema.
Olivia lo miró fijamente, con los ojos llenos de decepción.
– Tú te casaste por amor -le recordó él.
Olivia tensó la mandíbula y Sebastian supo que había hecho diana. Sin embargo, no sabía por qué se sentía tan culpable. Pero ahora no podía echarse atrás.
– ¿Me negarías esa posibilidad a mí también? -le preguntó.
Aunque…
Miró a Annabel. Estaba mirando hacia la ventana. El pelo oscuro se estaba empezando a soltar de las horquillas y un mechón rizado le caía por la espalda, revelando que lo llevaba unos centímetros por debajo de los hombros.
Cuando estuviera mojado sería más largo, se dijo, ausente.
Aunque nunca lo vería largo.
Tragó saliva.
– Tienes razón -dijo Olivia, de repente.
– ¿Qué? -Sebastian la miró y parpadeó.
– Que tienes razón -repitió ella-. He sido injusta al esperar que la salvaras. Dudo que sea la primera joven de Londres que tiene que casarse con alguien que no quiere.
– No. -Sebastian la miró con recelo. ¿Estaba planeando algo? Quizás. O quizá no. Maldición. Odiaba cuando no podía leer las intenciones de una mujer.
– No puedes salvarlas a todas.
Él meneó la cabeza, aunque sin demasiada convicción.
– Muy bien -dijo Olivia, de repente-. Pero, al menos, podemos salvarla por hoy. Le he dicho que puede quedarse hasta la noche. Seguro que Newbury perderá la paciencia antes y se irá a su casa.
– ¿Está en su casa ahora mismo?
Olivia asintió.
– Ella llegaba a casa de… bueno, no sé de dónde. De comprar, me imagino. Y lo ha visto bajarse del carruaje.
– ¿Y está segura de que ha ido a proponerle matrimonio?
– No creo que tuviera ganas de quedarse y averiguarlo -respondió Olivia, en tono mordaz.
Él asintió muy despacio. Era difícil ponerse en la piel de Annabel, pero supuso que él habría hecho lo mismo.
Olivia miró el reloj que había en la repisa de la chimenea.
– Tengo una cita.
Sebastian no se lo creyó, pero igualmente dijo:
– Yo me quedaré con ella.
Olivia exhaló.
– Supongo que tendremos que enviar una nota a casa de sus abuelos. Seguro que, en algún momento, la extrañarán. Aunque, conociendo a su abuela, quizá no.
– Di que la has invitado a pasar la tarde contigo -sugirió él-. No podrán decir nada. -Olivia era una de las jóvenes casadas más populares de Londres y cualquiera estaría muy contento de que protegiera a su hija o nieta.
Olivia asintió y se acercó a Annabel. Sebastian se sirvió una copa y luego, después de bebérsela de un trago, se sirvió otra. Y una para Annabel. Cuando se acercó a ella, Olivia ya se había despedido y se iba hacia la puerta.
Le ofreció el vaso.
– Tiene una cita -dijo Annabel.
Él asintió.
– Tómeselo -la animó-. Quizá no le apetezca. O quizá sí.
Ella aceptó el vaso, bebió un sorbito y lo dejó en la mesa.
– Mi abuela bebe demasiado -dijo, con una horrible y monótona voz.
Él no dijo nada, pero se sentó en la butaca que había más cerca del sofá y emitió una especie de sonido tranquilizador. Las mujeres tristes no se le daban bien. No sabía qué decir. O hacer.
– No es una mala bebedora. Sólo se pone un poco tonta.
– ¿Y amorosa? -preguntó él, sonriendo. Era un comentario terriblemente inadecuado, pero no podía soportar la tristeza de sus ojos. Si lograba hacerla sonreír, habría valido la pena.
¡Y sonrió! Sólo un poco, pero, aún así, fue como una victoria.
– Ah, eso. -Annabel se tapó la boca con la mano y meneó la cabeza-. Lo siento mucho -dijo, muy apesadumbrada-. Sinceramente, no sé si alguna vez he pasado más vergüenza. Nunca la había visto hacer algo así.
– Debe de ser mi aspecto encantador y mi cara bonita.
Ella lo miró.
– ¿No va a decir nada acerca de mi modestia y discreción? -murmuró él.
Ella meneó la cabeza y sus ojos empezaron a recuperar la chispa.
– Nunca he sido buena mintiendo.
Él se rió entre dientes.
Ella bebió otro sorbo y dejó el vaso en la mesa. Aunque no lo soltó. Repiqueteó con los dedos contra el cristal, dibujando líneas cerca del borde. Su Annabel era una persona inquieta.
Se preguntó por qué le gustaba tanto. Él no lo era. Siempre había sido capaz de mantenerse preternaturalmente quieto. Seguramente por eso era buen tirador. En la guerra, a veces había tenido que mantenerse inmóvil en su sitio durante horas, esperando el momento más adecuado para apretar el gatillo.
– Sólo quiero que sepa… -empezó a decir.
Él esperó. Fuera lo que fuera lo que intentaba decir, no era fácil.
– Sólo quiero que sepa -repitió, y era como si estuviera reuniendo el valor para terminar la frase-, que esto no tiene nada que ver con usted. Y que no espero que…
Él meneó la cabeza para ahorrarle tener que hacer un discurso incómodo.
– Shhh. No tiene que decir nada.
– Pero lady Olivia…
– Puede llegar a ser muy entrometida -la interrumpió-. Por ahora, finjamos que… -Se interrumpió-. ¿Es un libro de Sarah Gorely?
Annabel parpadeó y bajó la mirada. Parecía haber olvidado que lo tenía en el regazo.
– Ah, sí. Lady Olivia me lo ha dejado.
Él alargó la mano.
– ¿Cuál le ha dado?
– Eh… -Ella bajó la mirada-. La señorita Sainsbury y el misterioso coronel. -Se lo entregó-. Imagino que lo ha leído.
– Por supuesto. -Abrió el libro por las primeras páginas. «La luz oblicua de la mañana», se dijo a sí mismo. Recordaba perfectamente haber escrito esas palabras. No, no era verdad. Recordaba haberlas pensado. Había pensado el primer párrafo entero antes de escribirlo. Lo había rehecho mentalmente una y otra vez hasta que le salió como él quería.
Aquel había sido su momento. Su propio punto de inflexión. Se preguntó si todo el mundo tendría un punto de inflexión en su vida. Un momento que marcara claramente un antes y un después. Aquel había sido el suyo. Aquella noche en su habitación. No había sido muy distinta a la noche anterior, ni a la posterior. No podía dormir. No tenía nada de extraordinario.
Excepto por un motivo, por un inexplicable y milagroso motivo: había empezado a pensar en libros.
Y había cogido una pluma.
Y ahora estaba disfrutando de su «después». Miró a Annabel.
Y enseguida apartó la mirada. No quería pensar en su «después».
– ¿Quiere que se lo lea? -preguntó, quizás un poco demasiado alto. Pero tenía que hacer algo para quitarse aquella imagen de su cabeza. Además, quizás así lograra animarla.
– De acuerdo -respondió ella, con una sonrisa dubitativa-. Lady Olivia dice que es un lector maravilloso.
Era imposible que Olivia hubiera dicho eso.
– ¿Eso dice?
– Bueno, no exactamente. Pero me ha dicho que hizo llorar a todas las doncellas.
– En el buen sentido -explicó él.
Y ella se rió. Y él sintió un absurdo placer.
– Empecemos -dijo-. «Capítulo Uno». -Se aclaró la garganta y continuó-: «La luz oblicua de la mañana entraba por la ventana, y la señorita Anne Sainsbury estaba acurrucada debajo de la delgada manta preguntándose, como solía hacer, de dónde sacaría el dinero para poder comer al día siguiente.»
– Me lo imagino perfectamente -dijo Annabel.
Él la miró sorprendido. Y complacido.
– ¿Ah sí?
Ella asintió.
– Solía levantarme muy temprano. Antes de venir a Londres. La luz de la mañana es distinta. Más plana, supongo. Y más dorada. Siempre he pensado que… -Dejó la frase en el aire y ladeó la cabeza. Era una expresión de lo más adorable.
Sebastian se dijo que, si la miraba fijamente, vería sus pensamientos.
– Sabe exactamente a qué me refiero -dijo ella.
– ¿Sí?
– Sí. -Irguió la espalda y los ojos resplandecieron con los recuerdos-. Usted mismo lo dijo. Cuando nos conocimos en la fiesta de lady Trowbridge.
– El brezal -recordó él, con un suspiro. Ahora parecía un delicioso y lejano recuerdo.
– Sí. Dijo algo de la luz de la mañana. Dijo que… -Se detuvo y se sonrojó-. Da igual.
– Debo admitir que ahora me muero de ganas de saber qué dije.
– Oh… -Ella meneó la cabeza con ferocidad-. No.
– Annabel -dijo, muy despacio. Le gustaba la musicalidad de su nombre.
– Dijo que le gustaría bañarse en ella -dijo, de golpe y sin casi respirar.
– ¿Dije eso? -Qué raro. No recordaba haberlo dicho. A veces, se perdía en sus propios pensamientos. Pero sonaba a algo que hubiera podido decir.
Ella asintió.
– Hmmm. Bueno, supongo que sí. -Ladeó la cabeza hacia ella, como hacía siempre antes de soltar algún comentario agudo-. Aunque querría un poco de intimidad.
– Claro.
– O quizá no tanta -murmuró él.
– Basta. -Pero no parecía ofendida. Al menos, no mucho.
Sebastian la miró cuando creía que ella no lo estaba mirando. Estaba sonriendo para sí misma, sólo un poco. Lo suficiente para que él viera su coraje y su fuerza. Su habilidad para mantener la compostura en medio de la adversidad.
Se detuvo. ¿En qué diantres estaba pensando? La chica sólo había mantenido la compostura ante su comentario arriesgado. No podía compararse con la adversidad.
Tenía que tener cuidado porque, si no, la convertiría en algo que no era. Es lo que hacía casi cada noche: se encerraba en su habitación con papel y pluma. Creaba personajes. Si se dejaba llevar por su imaginación, la convertiría en la mujer perfecta.
Y no era justo para ninguno de los dos.
Se aclaró la garganta y señaló el libro.
– ¿Continúo?
– Por favor.
– «Deslizó la mirada hasta su fiel perro pastor escocés…»
– Yo tengo un perro -interrumpió ella.
Él levantó la mirada, sorprendido. No porque tuviera un perro. Parecía de las chicas que tenían perro. Pero no esperaba otra interrupción tan seguida.
– ¿Ah sí?
– Un galgo.
– ¿Compite en las carreras?
Ella meneó la cabeza.
– Se llama Ratón.
– Annabel Winslow, es una mujer muy cruel.
– Me temo que es un nombre que le va como anillo al dedo.
– Imagino que no fue el ganador del concurso El Winslow con más probabilidades de correr más que un pavo.
Ella se rió.
– No.
– Usted dijo que había quedado tercera -le recordó.
– Normalmente, limitamos los candidatos a los de raza humana. -Y luego añadió-: Dos de mis hermanos corren muy, muy deprisa.
Él levantó el libro.
– ¿Quiere que continúe?
– Echo de menos a mi perro -suspiró ella.
«Creo que no.»
– ¿Y sus abuelos no tienen uno? -le preguntó.
– No. Sólo está el ridículo perro de Louisa.
Sebastian recordó a la salchicha con patas que había visto aquel día en el parque.
– Estaba robusto.
Ella soltó una risita.
– ¿Quién le pone Frederick a un perro?
– ¿Cómo? -Cambiaba de tema a la velocidad del rayo.
Ella irguió un poco más la espalda.
– Louisa le ha puesto Frederick a su perro. ¿No le parece ridículo?
– La verdad es que no -admitió él.
– Mi hermano se llama Frederick.
Sebastian no sabía por qué le estaba explicando todo eso, pero parecía que cada vez se acordaba menos de sus problemas, así que él le siguió el juego.
– ¿Y Frederick es uno de los rápidos?
– Pues sí. Y también el Winslow con menos probabilidades de convertirse en cura. -Se señaló el pecho-. Ahí seguro que le habría ganado, si no hubieran descalificado a las chicas en asuntos religiosos.
– Por supuesto -murmuró él-. Dormirse en la iglesia y esas cosas. -Y entonces le preguntó-: ¿Realmente lo hizo? ¿Dormirse en la iglesia?
Ella suspiró.
– Cada semana.
Él se rió.
– Menudo par que habríamos hecho.
– ¿Usted también?
– No. Nunca me he dormido. Pero me echaron por mala conducta.
Ella se inclinó hacia delante, con los ojos brillantes.
– ¿Qué hizo?
Él se inclinó hacia delante, con una sonrisa pícara.
– Nunca se lo diré.
Ella retrocedió.
– No es justo.
Él se encogió de hombros.
– Ahora ya no voy.
– ¿Nunca?
– No, aunque si le soy sincero, seguramente me dormiría. -Y era verdad. Las misas eran a una hora muy mala para los que dormían mal.
Ella sonrió, pero con una nota de melancolía y se levantó. Él hizo ademán de levantarse, pero ella lo detuvo.
– Por favor. Si es por mí, no lo haga.
Sebastian la observó acercarse a la ventana y apoyar la cabeza en el cristal mientras miraba hacia la calle.
– ¿Cree que todavía estará allí? -le preguntó.
Sebastian no fingió que no sabía de qué le estaba hablando.
– Seguramente. Es muy tenaz. Si sus abuelos le dicen que esperan que regrese pronto, esperará.
– Lady Olivia dijo que pasaría por delante de Vickers House después de su cita para ver si el carruaje sigue en la puerta. -Se volvió y no lo miró a la cara mientras le preguntaba-. No tenía ninguna cita, ¿verdad?
Sebastian se planteó mentir. Pero no lo hizo.
– Creo que no.
Annabel asintió muy despacio, y luego pareció que su rostro se desmoronaba y él sólo pudo pensar: «Más lágrimas, no, por favor», porque las lágrimas no se le daban bien. Y menos las de Annabel. Sin embargo, antes de que pudiera pensar algo adecuado que decir, se dio cuenta de que…
– ¿Se está riendo?
Ella meneó la cabeza. Mientras se reía.
Él se levantó.
– ¿Qué le hace tanta gracia?
– Su prima -balbuceó ella-. Creo que intenta comprometerlo.
Era lo más absurdo que había oído en la vida. Y lo más cierto.
– Oh, Annabel -dijo, acercándose a ella con una mirada depredadora-. Estoy comprometido desde hace mucho, mucho tiempo.
– Lo siento. -Seguía riéndose-. No pretendía que…
Sebastian esperó, pero fuera lo que fuera lo que no quería dejar claro se perdió en otra carcajada.
– ¡Oh! -Se apoyó contra la pared, con las manos sobre la tripa.
– No es tan gracioso -dijo, aunque estaba sonriendo. Era imposible no sonreír cuando ella se reía.
Tenía una risa extraordinaria.
– No, no -respondió ella, casi sin aliento-. Eso no. Estaba pensando en otra cosa.
Él esperó. Nada. Al final, dijo:
– ¿Le importaría explicármelo?
Ella rió por la nariz, literalmente, y se colocó las manos en la cara.
– Parece que esté llorando -dijo él.
– No lloro -respondió ella, aunque el sonido llegó muy mitigado.
– Lo sé. Sólo quería decirle que, en el improbable caso de que entrara alguien, quizá creería que la he hecho llorar.
Ella separó los dedos y lo miró.
– Lo siento.
– ¿Qué le hace tanta gracia? -Porque, a estas alturas, ya no podía vivir sin saberlo.
– Ah, es que… anoche… cuando estaba hablando con su tío…
Sebastian se apoyó en el respaldo del sofá y esperó.
– Dijo que quería devolverme al seno de la sociedad.
– No fue una frase demasiado afortunada -admitió él.
– Y yo sólo podía pensar en que… -Parecía que iba a estallar a reír otra vez-. No estoy muy segura de si me gusta el seno de la sociedad.
– No es mi preferido -respondió él, al tiempo que hacía un gran esfuerzo por no mirar los de ella.
Y aquello pareció que le hacía más gracia, lo que provocó que se sacudiera en esa zona en particular.
Cosa que tuvo cierto efecto en la entrepierna de Sebastian.
Se quedó inmóvil.
Ella se tapó los ojos, avergonzada.
– No puedo creerme que haya dicho eso.
Él dejó de respirar. Sólo podía mirarla, mirarle los labios, rosados y carnosos, y que seguían dibujando una sonrisa.
Quería besarla. Quería besarla con todas sus fuerzas. Quería besarla más allá de su sensatez porque, de ser sensato, se habría alejado. Habría salido del salón. Y se habría dado una ducha bien fría.
Sin embargo, se acercó a ella. Colocó la mano encima de la suya, manteniéndola encima de sus ojos.
Ella abrió los labios y él oyó cómo soltaba el aire de golpe. Sebastian no sabía si había exhalado o se había sorprendido. Y no le importaba. Sólo quería que sus alientos fueran uno.
Se inclinó hacia delante. Muy despacio. No podía ir deprisa, no podía arriesgarse a perderse un segundo. Quería recordarlo. Quería que su memoria recordara cada instante. Quería saber qué sensación tenía al estar a dos centímetros de ella, y luego a uno, y luego…
Le rozó los labios. Una pequeña y delicada caricia antes de retroceder. Quería mirarla y comprobar qué aspecto tenía inmediatamente después de recibir un beso.
Comprobar qué aspecto tenía mientras esperaba el siguiente.
Entrelazó sus dedos y, muy despacio, le apartó la mano de la cara.
– Mírame -susurró.
Pero ella meneó la cabeza y mantuvo los ojos cerrados.
Pero Sebastian no podía esperar más. La abrazó, la pegó a él y la besó. Pero fue mucho más que un beso. Movió las manos y las deslizó hasta las nalgas y apretó. No sabía si estaba intentando pegarla a él o simplemente estaba disfrutando de la sensualidad de su cuerpo.
Era una diosa en sus brazos, delicada y sinuosa, y quería sentir cada centímetro de su cuerpo. Quería tocarla, acariciarla y masajearla y, santo Dios, casi se olvida de que también la estaba besando. Era un milagro estar en sus brazos y cuando, por fin, separó los labios para respirar, no pudo evitarlo. Gruñó y se abalanzó sobre su mandíbula y su garganta. No quería besarle sólo la boca. Quería besarla por todas partes.
– Annabel -gruñó, mientras los dedos localizaban los botones de la espalda del vestido. Era bueno. Sabía perfectamente cómo desnudar a una mujer. Normalmente, lo hacía despacio, saboreando cada instante, cada nuevo centímetro de piel, pero con ella… No podía esperar. Estaba como loco; desató los suficientes botones como para poder bajárselo por los hombros.
La camisola que llevaba era muy sencilla; ni sedas ni encajes, sólo algodón blanco. Pero lo volvía loco. Annabel no necesitaba adornos. La habían hecho perfecta.
Con los dedos temblorosos, se acercó a las cintas de los hombros y tiró, y contuvo la respiración mientras la delicada tela resbalaba por su piel.
Susurró su nombre, y otra vez, y otra. La oyó gemir, un sonido gutural que, a medida que él deslizaba la mano por el hombro hacia la deliciosa curva del pecho, se hizo más oscuro y ronco. Llevaba un pequeño corsé, pero las cintas le elevaban el busto y le formaban unos pechos increíblemente redondos y altos.
Sebastian estuvo a punto de perder el control allí mismo.
Tenía que detenerse. Aquello era una locura. Era una joven decente y la estaba tratando como a una…
Le dio un último beso en la piel, respirando su cálida esencia, y luego se separó.
– Lo siento -farfulló. Pero no lo sentía. Sabía que debería sentirlo, pero no creía que jamás pudiera arrepentirse de haberla visto de aquella forma tan íntima.
Empezó a darse la vuelta, porque no creía que pudiera verla y no volver a tocarla, pero antes de hacerlo vio que todavía tenía los ojos cerrados.
Le dio un vuelco el corazón y corrió a su lado.
– ¿Annabel? -Le tocó el hombro, y luego la mejilla-. ¿Qué te pasa?
– Nada -susurró ella.
El dedo de Sebastian se deslizó hasta la sien de ella, justo junto al ojo.
– ¿Por qué tienes los ojos cerrados?
– Tengo miedo.
– ¿De qué?
Ella tragó saliva.
– De mí misma. -Y entonces los abrió-. De lo que quiero. Y de lo que tengo que hacer.
– ¿No querías que…? -Santo Dios, ¿acaso no había querido que la besara? Intentó pensar. ¿Le había devuelto el beso? ¿Lo había acariciado? No lo recordaba. Se había quedado tan ensimismado con ella, y con su propia necesidad, que no recordaba lo que ella había hecho.
– No -respondió ella, muy despacio-. Quería que lo hiciera. Ése es el problema. -Volvió a cerrar los ojos, pero sólo un momento. Parecía como si estuviera intentando ajustar algo en su interior, y luego abrió los ojos-. ¿Podría ayudarme?
Sebastian empezó a decir que sí, que la ayudaría. Que haría lo que estuviera en su mano para protegerla de su tío, para salvar a su familia y mantener a sus hermanos en el colegio, pero entonces vio que se refería a las cintas de la camisola y que quería que la ayudara a vestirse.
Y lo hizo. Ató las cintas y le abotonó el vestido, y no dijo nada mientras ella se sentaba cerca de la ventana. Él se sentó junto a la puerta.
Esperaron. Y esperaron. Y al final, después de lo que pareció una eternidad, Annabel se levantó y dijo:
– Ya ha vuelto.
Sebastian se levantó y la miró mientras observaba por la ventana cómo Olivia bajaba del carruaje. Ella se volvió, y en ese instante las palabras fluyeron de su boca:
– ¿Quieres casarte conmigo?