– ¿Qué diablos está pasando aquí?
Annabel se quedó de piedra. Horrorizada, no. Era algo mucho, mucho peor que el horror.
– ¿Annabel? -dijo su abuela, entrando por la puerta que conectaba las dos habitaciones-. Parece que está pasando una manada de elefantes. ¿Cómo esperas que pueda dormir cuando…? ¡Oh! -Se detuvo en seco cuando vio a Sebastian. Luego miró al suelo y vio al conde-. ¡Por Satanás!
Hizo un sonido que Annabel no supo cómo interpretar. No fue un suspiro; más bien un gruñido. De máxima irritación.
– ¿Quién de los dos lo ha matado? -preguntó.
– Ninguno -respondió Annabel enseguida-. Se ha… muerto.
– ¿En tu habitación?
– No le he invitado -respondió ella, alterada.
– No, nunca harías algo así. -Y habría jurado que había una nota de arrepentimiento en la voz de su abuela. Annabel sólo podía mirarla con sorpresa. O quizá con asombro.
– ¿Y tú qué haces aquí? -preguntó lady Vickers, dirigiendo su gélida mirada hacia Sebastian.
– Exactamente lo que está pensando, milady -respondió-. Por desgracia, llegué un poco tarde. -Miró a su tío-. Ya estaba así cuando llegué.
– Mejor -murmuró lady Vickers-. Si hubiera llegado cuando estuvieras encima de mi nieta… Santo Dios, no puedo imaginarme la conmoción.
Annabel pensó que debería sonrojarse. Sí que debería. Pero no encontraba las fuerzas. No estaba segura de si había algo que pudiera avergonzarla en ese momento.
– Bueno, tendremos que deshacernos de él -dijo su abuela, con el mismo tono de voz que Annabel imaginaba que usaría para referirse a un sofá viejo. Lady Vickers ladeó la cabeza hacia Annabel-. Debo admitir que, al final, todo te ha salido redondo.
– ¿De qué estás hablando? -preguntó ella, horrorizada.
– Ahora el conde es él -dijo lady Vickers, señalando a Sebastian-, y seguro que es más apetitoso que el pobre Robert.
«Robert», pensó Annabel mientras miraba al conde. Ni siquiera sabía su nombre de pila. Le parecía extraño. Ese hombre quería casarse con ella, la había atacado y luego había muerto a sus pies. Y ella ni siquiera sabía su nombre de pila.
Por unos momentos, los tres se quedaron mirando el cadáver del conde. Al final, lady Vickers dijo:
– Vaya, está gordo.
Annabel se tapó la boca con una mano para intentar no reírse. Porque no era gracioso. No lo era.
Pero tenía muchas ganas de reírse.
– No creo que podamos bajarlo al salón sin despertar a media casa -dijo Sebastian. Miró a lady Vickers-. Imagino que usted no sabrá cuál es su habitación, ¿verdad?
– Como mínimo, está igual de lejos que el salón. Y al lado de los Challis. No conseguiréis dejarlo en su habitación sin despertarlos.
– Había pensado en ir a buscar a mi primo -le explicó Seb-. Quizá podamos hacerlo con una persona más.
– No podremos moverlo ni que seamos cinco más -respondió lady Vickers-. Al menos, no en silencio.
Annabel dio un paso adelante.
– Quizá si…
Sin embargo, su abuela la interrumpió con un suspiro propio del escenario del Covent Garden.
– Venga -dijo, señalando la puerta de la habitación-. Metedlo en mi cama.
– ¿Qué? -exclamó Annabel.
– Dejaremos que todos piensen que murió mientras se acostaba conmigo.
– Pero… Pero… -Annabel miró boquiabierta a su abuela, luego a lord Newbury, y luego a Sebastian que, por lo visto, no tenía palabras.
Sebastian. Sin palabras. Al parecer, hacía falta algo así para que aquello sucediera.
– Oh, por el amor de Dios -dijo lady Vickers, irritada con su inactividad-. Como si no lo hubiéramos hecho antes.
Annabel contuvo el aire con tanta fuerza que se ahogó.
– ¿Que… qué?
– Fue hace años -respondió su abuela, agitando la mano en el aire como si asustara una mosca-. Pero todo el mundo lo sabía.
– ¿Y querías que me casara con él?
Lady Vickers colocó los brazos en jarra y miró a Annabel.
– ¿Te parece que es el momento de empezar a quejarte? Además, no estaba tan mal, tú ya me entiendes. Y tu tío Percival ha salido bastante bien.
– Oh, Dios mío -gimió Annabel-. El tío Percy.
– Por lo visto es mi tío Percy -añadió Sebastian, meneando la cabeza.
– Tu primo, mejor dicho -lo corrigió lady Vickers-. Bueno, ¿vamos a moverlo o no? Ah, por cierto, y todavía nadie me ha agradecido que me haya ofrecido a recibir todos los disparos, por decirlo de alguna manera.
Era verdad. Aunque su abuela fue quien la metió en todo ese embrollo, insistiendo para que se casara con lord Newbury, ahora estaba haciendo lo que podía para salvarle el cuello. Sería un escándalo increíble, y Annabel no quería ni imaginarse los dibujos y las caricaturas que aparecerían en los periódicos sensacionalistas. Aunque sospechaba que a su abuela le gustaría gozar de un poco de notoriedad a su avanzada edad.
– Gracias -dijo Sebastian, que fue el primero que recuperó el habla-. Se lo agradecemos mucho.
– Venga, venga. -Lady Vickers los animó a ponerse en marcha-. No se meterá solo en mi cama.
Sebastian volvió a agarrar a su tío por los brazos y Annabel se colocó a los pies, pero, en cuanto lo agarró y empezó a levantarlo, oyó un ruido muy peculiar. Y, cuando levantó la mirada, lo hizo horrorizada por lo que aquello significaba…
Newbury abrió los ojos.
Annabel gritó y lo soltó.
– Por todos los santos -exclamó su abuela-. ¿Es que ninguno de los dos ha comprobado si realmente estaba muerto?
– Lo supuse -protestó Annabel. Tenía el corazón acelerado y parecía que no podía relajar la respiración. Se apoyó en el borde de la cama. Era como aquella noche de Halloween en que sus hermanos se taparon con sábanas y aparecieron saltando delante de ella, aunque mil veces peor. No, dos mil veces peor.
Lady Vickers se volvió hacia Sebastian.
– Yo la creí -dijo, mientras dejaba la cabeza de lord Newbury otra vez en el suelo. Todos se lo quedaron mirando. Había vuelto a cerrar los ojos.
– ¿Ha vuelto a morirse? -preguntó Annabel.
– Más te vale -respondió su abuela muy mordaz.
Annabel miró a Sebastian muerta de miedo. Él también la estaba mirando, con una expresión que obviamente decía: «¿No lo comprobaste?»
Ella intentó responder abriendo los ojos como platos y con gestos, pero tenía la sensación de que no la entendía, hasta que al final Sebastian dijo:
– ¿Qué dices?
– No lo sé -gimoteó ella.
– Sois un par de inútiles -se quejó lady Vickers. Se acercó a lord Newbury y se agachó-. ¡Newbury! -gritó-. Despierta.
Annabel se mordió el labio y miró la puerta con inquietud. Hacía un rato que habían dejado de susurrar.
– ¡Despierta!
Lord Newbury empezó a hacer un sonido mascullado.
– Robert -le espetó lady Vickers-, despierta. -Y le dio una bofetada. Fuerte.
Annabel miró a Sebastian. Parecía tan atónito como ella, y muy feliz de dejar que su abuela llevara la voz cantante.
Lord Newbury volvió a abrir los ojos y pestañeó como un cruce extraño entre una mariposa y una medusa. Tosió y contuvo el aliento, en un esfuerzo por levantar el torso y apoyarse en los codos. Miró a lady Vickers y parpadeó con incredulidad varias veces antes de decir:
– ¿Margaret?
Ella le dio otra bofetada.
– ¡Imbécil!
Él volvió a caer al suelo.
– ¿Qué diablos es esto?
– Es mi nieta, Robert -dijo lady Vickers entre dientes-. ¡Mi nieta! ¿Cómo te atreves?
Annabel pensó que, de vez en cuando, el amor que su abuela sentía hacia ella salía a relucir. Y, normalmente, de la forma más peculiar.
– Se suponía que tenía que casarse conmigo -farfulló lord Newbury.
– Pues ya no. Y eso no te da derecho a atacarla.
Annabel notó que Sebastian la cogía de la mano, con calidez y apoyo. Ella se la apretó.
– Ha intentado matarme -dijo Newbury.
– ¡No es verdad! -Annabel salió disparada hacia delante, pero Sebastian la retuvo.
– Deja que tu abuela se encargue de esto -murmuró.
Sin embargo, Annabel no podía pasar por alto el insulto.
– Sólo me defendía -dijo, muy alterada.
– ¿Con un atizador? -respondió Newbury
Annabel se volvió hacia su abuela con gesto de incredulidad.
– ¿De qué otra forma querías que me defendiera?
– Robert, por favor -dijo lady Vickers, con sarcasmo.
Al final, el conde consiguió incorporarse y sentarse en el suelo, aunque no sin gruñir y gimotear.
– Por el amor de Dios -les espetó-, ¿es que nadie piensa venir a ayudarme?
Nadie se movió.
– Yo no tengo tanta fuerza -dijo lady Vickers mientras se encogía de hombros.
– ¿Qué está haciendo él aquí? -preguntó lord Newbury, moviendo la cabeza hacia Sebastian.
Sebastian se cruzó de brazos y sonrió.
– No creo que estés en posición de hacer preguntas.
– Está claro que tendré que encargarme yo de solucionar todo esto -anunció lady Vickers, como si no lo hubiera hecho hasta hora-. Newbury -gritó-, ahora mismo volverás a tu habitación y te irás a Londres a primera hora de la mañana.
– No -respondió él, enojado.
– Te preocupa que todos piensen que te has ido con la cola entre las piernas, ¿eh? -comentó ella con perspicacia-. Bueno, ten en cuenta la alternativa. Si todavía estás aquí cuando me levante, diré a todo el mundo que has pasado la noche conmigo.
Lord Newbury palideció.
– Suele despertarse tarde -añadió Annabel, con ironía. Empezaba a recuperar el ánimo y, después de todo lo que lord Newbury le había hecho, no pudo evitar el comentario. Y como a su lado oía cómo Sebastian intentaba no reírse, añadió-: Pero yo no.
– Además -continuó lady Vickers, atravesando a Annabel con la mirada por haberse atrevido a interrumpirla-, dejarás esta estúpida búsqueda de esposa. Mi nieta se casará con tu sobrino y tú vas a dejar que él herede.
– Ni habl… -Lord Newbury entró en cólera.
– Silencio -le espetó lady Vickers-. Robert, eres mayor que yo. Es indecoroso.
– Pues ibas a dejar que se casara conmigo -rebatió él.
– Sólo porque creía que te morirías.
Aquello lo dejó sin palabras.
– Compórtate con elegancia -dijo ella-. Por el amor de Dios, mírate. Si te casas, seguramente le harás daño a la pobre en tu intento por dejarla embarazada. O morirás encima de ella. Y vosotros dos… -Se volvió hacia Sebastian y Annabel, que estaban intentando no reírse-. No es gracioso.
– Bueno -murmuró Sebastian-, un poco sí.
Lady Vickers meneó la cabeza y puso una cara como si quisiera deshacerse de todos.
– Y ahora, lárgate -le dijo a lord Newbury.
Él obedeció, con todo tipo de sonidos de rabia. Pero todos sabían que, por la mañana, ya no estaría. Seguramente, retomaría la búsqueda de esposa; lady Vickers no lo intimidaba hasta ese punto. Sin embargo, cualquier amenaza que pudiera suponer para el matrimonio de Sebastian y Annabel había desaparecido.
– Y tú -dijo lady Vickers, de forma dramática. Estaba frente a Annabel y Sebastian, de modo que costaba saber a quién se estaba dirigiendo-. Tú.
– ¿Yo? -preguntó Annabel.
– Los dos. -Les ofreció otro suspiro teatral y luego se volvió hacia Sebastian-. Vas a casarte con ella, ¿no?
– Sí -respondió él con mucha solemnidad.
– Perfecto -gruñó ella-. No creo que pudiera soportar otro desastre. -Se colocó la mano encima del corazón-. El corazón, ya sabes.
Annabel sospechaba que el corazón de su abuela estaba más sano que el suyo.
– Me voy a la cama -anunció lady Vickers-, y no quiero que me moleste nadie.
– Por supuesto -farfulló Sebastian y, cuando se dio cuenta de que quizá debería añadir algo más cercano, dijo-: ¿Puedo traerle algo?
– Silencio. Puedes traerme silencio. -Lady Vickers volvió a mirarlo, aunque esta vez con los ojos entrecerrados-. Entiendes lo que quiero decir, ¿verdad?
Él asintió, sonriendo.
– Me voy a mi habitación -repitió-. Aquí podéis hacer lo que queráis, pero… no me despertéis.
Y, dicho eso, dio media vuelta y cerró la puerta que conectaba las dos habitaciones.
Annabel se quedó mirando la puerta y luego se volvió hacia Sebastian, un poco desubicada.
– Creo que mi abuela acaba de darme permiso para arruinar mi reputación.
– De eso me encargo yo -dijo él, sonriendo-. Si a ti no te importa.
Annabel volvió a mirar la puerta y luego lo miró, boquiabierta.
– Creo que se ha vuelto loca -concluyó.
– Au contraire -dijo él, colocándose detrás de ella-. Ha demostrado que es la más cuerda de todos. -Se inclinó y le dio un beso en la nuca-. Creo que estamos solos.
Annabel se volvió entre sus brazos.
– Yo no me siento sola -dijo, inclinando la cabeza hacia la habitación de su abuela.
Él la abrazó y pegó los labios al hueco que había encima de la clavícula. Por un momento, Annabel creyó que estaba intentando que se olvidara de sus preocupaciones y buscando intimidad, pero luego se dio cuenta de que se estaba riendo. O, mejor dicho, intentando no reírse.
– ¿Qué? -le preguntó.
– Es que me la imagino con la oreja pegada a la puerta -respondió él, con las palabras sofocadas por su cuerpo.
– ¿Y eso te parece gracioso?
– Es que lo es. -Aunque no parecía muy seguro de por qué.
– Tuvo un romance con tu tío -dijo Annabel.
Sebastian se quedó inmóvil.
– Si estás intentando apagar mi ardor, te prometo que con esa imagen el objetivo está garantizado.
– Sabía que mis tíos Thomas y Arthur no eran hijos de mi abuelo, pero Percy… -Annabel meneó la cabeza, incapaz de asimilar todo lo que había sucedido esa noche-. No tenía ni idea. -Suspiró y se relajó en sus brazos, empezando a amoldarse a su cuerpo, pero de repente dio un respingo.
– ¿Qué pasa?
– Mi madre. No sé si…
– Es una Vickers -dijo Seb con firmeza-. Tienes los ojos de tu abuelo.
– ¿De veras?
– El color no, pero sí la forma. -Sebastian le dio media vuelta, la tomó de los hombros y la giró hacia él-. Aquí -dijo, con dulzura, mientras le rozaba la parte externa del ojo-. La misma curva.
Ladeó la cabeza y contempló su rostro con una tierna concentración.
– Y los mismos pómulos -murmuró.
– Me parezco mucho a mi madre -dijo ella, incapaz de apartar la mirada de él.
– Eres una Vickers -concluyó él con una sonrisa sincera.
Ella intentó reprimir una sonrisa.
– Para lo bueno y para lo malo.
– Casi todo es bueno -respondió él, mientras se acercaba para besarle la comisura de los labios-. ¿Crees que ya estará dormida?
Ella meneó la cabeza.
Le dio un beso al otro lado de la boca.
– ¿Y ahora?
Ella volvió a menear la cabeza.
Él se separó y ella no pudo evitar reírse mientras lo veía mirando al techo y contando hasta diez en silencio.
Lo observó divertida y con la risa en la punta de la lengua, aunque no la dejó estallar. Cuando Sebastian terminó, la miró con los ojos brillantes, el mismo brillo de un niño que espera ansioso la noche de Navidad.
– ¿Y ahora?
Ella abrió la boca y quería regañarlo, pedirle que no fuera impaciente, pero no pudo. Estaba muy enamorada de él, iba a casarse con él y ese día habían pasado tantas cosas que se había dado cuenta de que la vida había que vivirla y que a las personas había que quererlas, y que, si tenía la oportunidad de ser feliz, se aferraría a ella con ambas manos y no la soltaría jamás.
– Sí -dijo, mientras levantaba los brazos y le rodeaba el cuello-. Creo que ahora ya estará dormida.