– ¡Cabrón!
Normalmente, Sebastian era un tipo observador, bendecido con unos buenos reflejos y un acusado sentido de la defensa, pero cuando entró en el club tenía la mente puesta en una sola cosa: la curva de los labios de la señorita Winslow, y no prestó demasiada atención a su alrededor.
Y, por lo tanto, no vio a su tío.
O, mejor dicho, el puño de su tío.
– ¿Qué diablos…?
La fuerza del golpe lo empotró contra una pared, con lo cual el hombro le dolía casi tanto como el ojo, que seguramente ya se estaba poniendo morado.
– Desde el mismo momento en que naciste -dijo su tío, furioso-, he sabido que no tenías moral ni disciplina, pero esto…
¿Esto? ¿Qué era esto?
– Esto -continuó su tío, con la voz temblorosa por la ira-, esto es caer demasiado bajo, incluso para ti.
«Desde el mismo momento que nací», pensó Seb con algo parecido a la exasperación. «Desde el mismo momento en que nací.» Bueno, al menos en eso su tío tenía razón. Ya en sus primeros recuerdos familiares, su tío estaba enfadado y serio, siempre insultando, siempre buscando formas para que un crío se sintiera mal. Más adelante, Sebastian se dio cuenta de que el rencor era inevitable. Newbury nunca había apreciado al padre de Sebastian, su hermano menor, con el que apenas se llevaba once meses. Adolphus Grey siempre había sido más alto, más atlético y más apuesto que su hermano mayor. Y, seguramente, más inteligente, aunque a su padre nunca le habían gustado los libros.
Y en cuanto a la madre de Seb, lord Newbury siempre la había considerado poco para la familia.
Y a Sebastian lo consideraba la semilla del diablo.
Seb había aprendido a vivir con eso. Y, de vez en cuando, no defraudaba a su tío. Tampoco le importaba demasiado. Su tío era un estorbo, un insecto molesto y enorme. La estrategia era la misma: ignorarlo y, si no era posible, aplastarlo.
Aunque no lo dijo, porque ¿qué iba a conseguir? En lugar de eso, se incorporó, apenas consciente del público que se había reunido a su alrededor.
– ¿De qué diablos estás hablando?
– De la señorita Vickers -dijo Newbury entre dientes.
– ¿Quién? -preguntó Seb, distraído. Seguramente, debería prestar más atención a lo que su tío estaba diciendo, pero es que el ojo le dolía mucho. El moretón le duraría una semana. ¿Quién habría dicho que ese vejestorio tenía tanta fuerza?
– No se llama Vickers -corrigió alguien.
Sebastian se apartó la mano del ojo y parpadeó con cuidado. Maldita sea. Seguía viendo borroso. Su tío compensaba el músculo que le faltaba con kilos y, por lo visto, los había puesto todos en el puño.
Varios caballeros se habían colocado a su alrededor, con la esperanza de que se pelearan, algo que por supuesto no harían. Sebastian nunca golpearía a su tío, por mucho que se lo mereciera. Si golpeaba a Newbury, seguro que resultaría una sensación demasiado deliciosa para resistirla y, entonces, tendría que hacerlo papilla. Y eso sería de muy mala educación.
Además, nunca perdía los nervios. Nunca jamás. Todo el mundo lo sabía y, si no lo sabían, deberían.
– ¿Podrías explicarme quién es la señorita Vickers? -preguntó Sebastian, adoptando una postura insolente.
– No es una Vickers -dijo alguien-. Su madre era una Vickers. Su padre viene de otra familia.
– Winslow -le espetó el conde-. Se llama Winslow.
Seb empezó a notar un cosquilleo en los dedos. Quizás incluso hubiera cerrado el puño derecho.
– ¿Qué le pasa a la señorita Winslow?
– ¿Finges que no lo sabes?
Seb se encogió de hombros, aunque necesitó toda la concentración del mundo para controlar el gesto.
Los ojos de su tío brillaban con desprecio.
– Muy pronto será tu tía, querido sobrino.
Sebastian se quedó sin aire en los pulmones y dio las gracias al dios o al arquitecto que había levantado allí mismo una pared donde poder apoyar el hombro.
Annabel Winslow era la nieta de lord Vickers. Era la exuberante y voluptuosa criatura que Newbury perseguía, la chica tan fértil que los pájaros cantaban a su paso.
Ahora todo encajaba. Se preguntaba cómo era posible que una chica de pueblo fuera amiga de la hija de un duque. Annabel y Louisa eran primas carnales. Claro que eran amigas.
Recordó la conversación que había tenido con su primo, el fragmento sobre las caderas fértiles y los pájaros cantando. La figura de la señorita Winslow era tan espectacular como Edward la había descrito. Cuando pensaba en cómo le brillaban los ojos a Edward mientras describía sus pechos…
Tenía la boca ácida. Quizá pegara a Edward. A su tío no, porque ya tenía una edad, pero Edward era de su misma generación.
La señorita Annabel Winslow era una pieza de fruta madura. Y su tío quería casarse con ella.
– Aléjate de ella -dijo su tío, en voz baja.
Sebastian no dijo nada. No tenía ninguna respuesta preparada, así que se quedó callado. Eso era mucho mejor.
– Aunque sólo Dios sabe si todavía quiero casarme con ella, después de su fatal error de cálculo.
Sebastian se concentró en su respiración, que se aceleraba peligrosamente.
– Puede que seas joven y apuesto -continuó Newbury-, pero yo tengo el título. Y haré lo que sea para que no caiga en tus asquerosas manos.
Seb se encogió de hombros.
– No lo quiero.
– Claro que sí -se mofó Newbury.
– No -dijo Sebastian con desparpajo. Empezaba a sentirse él mismo. Era increíble cómo un toque de insolencia y personalidad podían resucitar a un hombre-. Ojalá te des prisa y tengas un heredero. Porque todo esto es muy incómodo.
Newbury enrojeció todavía más, aunque Sebastian ya se lo esperaba.
– ¿Incómodo? ¿Te atreves a decir que el condado de Newbury es una incomodidad?
Seb quiso encogerse de hombros otra vez, pero luego se dijo que sería mejor si se inspeccionaba las uñas de las manos. Al cabo de unos segundos, levantó la cabeza:
– Sí. Y tú eres muy pesado.
Quizá cruzó demasiado la línea del respeto. Vale, se la había saltado y de largo, y estaba claro que Newbury pensaba igual, porque empezó a maldecir de forma incoherente, lanzando saliva y Dios sabe qué más al aire, hasta que al final lanzó el contenido de su vaso a la cara de Sebastian. No quedaba demasiado; seguramente, se le había caído casi todo cuando le había dado el puñetazo. Pero era suficiente para que le picaran los ojos y le goteara la nariz. Y mientras estaba allí de pie, como un mocoso esperando que alguien le diera un pañuelo, notó cómo en su interior se acumulaba la rabia. Una rabia como jamás había sentido. Incluso durante la guerra había sido capaz de ignorar aquella sed de sangre. Era un francotirador, lo habían entrenado para estar tranquilo, para derribar al enemigo desde la distancia.
Actuaba, pero no entraba en combate.
El corazón le latía muy deprisa en el pecho, la sangre le subía hasta las orejas y, aún así, oyó el susurro colectivo, vio a los hombres reunidos a su alrededor, esperando que respondiera al ataque.
Y lo hizo. Aunque no con los puños. Eso nunca.
– Por respeto a tu edad y a tu fragilidad -dijo, muy frío-, no voy a pegarte. -Retrocedió un paso y entonces, incapaz de mantener a raya la rabia, añadió en su habitual tono despreocupado-. Además, sé que quieres tener un hijo. Si te tiro al suelo, con fuerza, todos saben que te… -Suspiró, como si lamentara el final triste de una historia-. Bueno, que no estoy seguro de si tu virilidad sobreviviría el golpe.
Se produjo un silencio sepulcral, seguido por los desvaríos de Newbury, aunque Sebastian no los oyó. Se dio la vuelta y se marchó.
Así era más fácil.
A la mañana siguiente, el chisme había llegado a todos los rincones de la ciudad. Los primeros buitres llegaron a Vickers House a las diez de la mañana, una hora intempestiva. Annabel estaba despierta y de pie; normalmente se levantaba temprano, porque no era fácil desacostumbrarse a los horarios del campo. La sorprendió tanto que dos condesas preguntaran por ella que ni siquiera se le ocurrió decirle al mayordomo que no recibía visitas.
– Señorita Winslow -dijo la oficiosa voz de lady Westfield.
Annabel enseguida se levantó e hizo una reverencia, y luego repitió el gesto hacia lady Challis.
– ¿Dónde está tu abuela? -preguntó lady Westfield. Entró en el salón con paso decidido. Tenía los labios apretados en un gesto severo y su actitud parecía sugerir que algo olía a podrido.
– Todavía está en la cama -respondió Annabel, cuando recordó que lady Westfield y lady Vickers eran buenas amigas. O quizá sólo amigas. O quizá ni siquiera eso, aunque hablaban con frecuencia.
Pero ella suponía que eso contaba para algo.
– Entonces, tenemos que suponer que no lo sabe -dijo lady Challis.
Annabel se volvió hacia lady Challis que, a pesar de ser unos veinticinco años más joven que su acompañante, conseguía presumir de semblante demacrado y quisquilloso.
– ¿No sabe el qué, milady?
– No te hagas la inocente, niña.
– No me hago nada. -Annabel deslizó la mirada de una cara mojigata a la otra. ¿De qué estaban hablando? Seguro que una simple conversación con el señor Grey no se merecía aquella censura. Y se había marchado en el entreacto, como Louisa le había dicho que tenía que hacer.
– Eres muy astuta -dijo lady Challis-, al enfrentar al tío con el sobrino.
– No… No sé de qué me habla -tartamudeó Annabel. Pero sí que lo sabía.
– Deja de fingir ahora mismo -le espetó lady Westfield-. Eres una Vickers, a pesar de ese horrible hombre con el que tu madre se casó, y eres demasiado inteligente para librarte con esta comedia barata.
Annabel tragó saliva.
– Lord Newbury está furioso -dijo lady Westfield entre dientes-. Furioso. Y no lo culpo.
– No le hice ninguna promesa -dijo Annabel, deseando que su voz fuera un poco más firme-. Y yo no sabía…
– ¿Tienes una idea del honor que te ha hecho interesándose por ti?
Annabel notó cómo abría y cerraba la boca. La abrió y volvió a cerrarla. Se sentía como una imbécil. Como una mula muda y con cara de pez. Si hubiera estado en casa, enseguida habría saltado a defenderse, replicando frase por frase. Sin embargo, en casa nunca se había enfrentado a dos condesas furiosas que la miraban con ojos de hielo por encima de sus rectas y regias narices.
Bastaba para que una chica quisiera sentarse, siempre que pudiera sentarse ante la presencia de dos condesas que permanecían de pie.
– Naturalmente -añadió lady Challis-, tomó medidas para proteger su reputación.
– ¿Lord Newbury? -preguntó Annabel.
– Claro que lord Newbury. Al otro le da igual su reputación, nunca le ha importado.
Sin embargo, Annabel no estaba segura de que fuera así. El señor Grey era un conocido granuja, pero era más que eso. Tenía sentido del honor, y ella sospechaba que lo valoraba mucho.
O quizás ella estaba siendo fantasiosa y lo idealizaba en su mente. Además, ¿tan bien lo conocía?
Para nada. Hacía dos días que se habían conocido. ¡Dos días! Tenía que recuperar su sentido común. Y hacerlo ya.
– ¿Y qué hizo lord Newbury? -preguntó Annabel con mucha cautela.
– Defendió su honor, como era su deber -respondió lady Westfield en lo que a Annabel le pareció una respuesta vaga e insatisfactoria-. ¿Dónde está tu abuela? -repitió, mirando por todos los rincones del salón, como si fuera a descubrirla escondida detrás de una silla-. Alguien debería ir a despertarla. No se trata de un asunto trivial.
En el mes que llevaba en Londres, Annabel sólo había visto a su abuela despierta antes de mediodía en dos ocasiones. Y ninguna de las dos había acabado bien.
– Sólo la despertamos si hay una emergencia -dijo.
– ¿Y qué diablos crees que es esto, muchacha desagradecida? -prácticamente gritó lady Westfield.
Annabel hizo una mueca como si le hubieran dado una bofetada, y notó cómo en la garganta se le formaban las palabras: «Sí, por supuesto, milady. De inmediato, milady». Pero entonces levantó la cabeza, miró a lady Westfield a los ojos y vio algo horrible, algo tan malicioso que fue como una descarga eléctrica en la columna vertebral.
– No pienso despertar a mi abuela -dijo, con firmeza-. Y espero que usted no lo haya hecho con sus gritos.
Lady Westfield retrocedió.
– Antes de volver a hablarme así piénsatelo dos veces, señorita Winslow.
– No le he faltado al respeto, milady. Todo lo contrario, se lo aseguro. Mi abuela no es ella misma hasta mediodía y estoy segura de que, como amiga suya que es, no desea incomodarla.
La condesa entrecerró los ojos y miró a su amiga, que tampoco sabía demasiado bien cómo responder ante la frase de Annabel.
– Dile que hemos venido -dijo por fin lady Westfield, con dureza y marcando las sílabas.
– Lo haré -prometió Annabel, al tiempo que realizaba una reverencia que bastaba para ser reverente aunque sin caer en el servilismo.
¿Cuándo había aprendido aquellas sutilezas a la hora de hacer reverencias? Debía de haber absorbido más conocimientos inútiles en Londres de lo que creía.
Las dos mujeres se marcharon, pero Annabel apenas tuvo tiempo de dejarse caer en el sofá antes de que el mayordomo anunciara las dos siguientes visitas: lady Twombley y el señor Grimston.
A Annabel se le encogió el estómago, alarmada. Se los habían presentado un día, pero los conocía bien. Louisa le había dicho que eran unos chismosos, insidiosos y crueles.
Annabel se levantó enseguida e intentó detener al mayordomo antes de que los hiciera pasar, pero ya era demasiado tarde. Había recibido a las primeras visitas, de modo que no era culpa del mayordomo dar por sentado que estaba en casa para todo el mundo. Además, poco habría importado; el salón se veía desde la puerta de la casa y pudo ver cómo lady Twombley y el señor Grimston avanzaban hacia ella.
– Señorita Winslow -dijo lady Twombley, que entró con un precioso vestido de muselina rosa. Era una joven muy agradable, con el pelo rubio de color miel y los ojos verdes, pero, a diferencia de lady Olivia Valentine, cuyo aspecto pálido irradiaba amabilidad y humor, lady Twombley parecía astuta. Y no en el buen sentido.
Annabel hizo una reverencia.
– Lady Twombley. Qué amable al venir a visitarnos.
Lady Twombley señaló a su acompañante.
– Conoce a mi querido amigo el señor Grimston, ¿verdad?
Annabel asintió.
– Sí, nos presentaron en…
– En el baile de los Mottram -terminó el señor Grimston.
– En efecto -murmuró Annabel, sorprendida de que lo recordara. Ella no se acordaba.
– Basil tiene muy buena memoria en todo lo relacionado con las jóvenes damas -dijo lady Twombley, de forma atropellada-. Seguramente por eso es un experto en moda.
– ¿En moda femenina? -preguntó Annabel.
– Cualquier tipo de moda -respondió el señor Grimston, con una mirada desdeñosa hacia el salón.
A Annabel le habría gustado reprenderle la expresión, pero estaba de acuerdo; el salón estaba decorado en unos tonos malva muy pesados.
– Vemos que se encuentra bien -dijo lady Twombley, que se sentó en el sofá sin que nadie la hubiera invitado.
Annabel también se sentó.
– Por supuesto. ¿Por qué iba a encontrarme mal?
– Dios mío. -Los ojos de lady Twombley eran la viva imagen de la sorpresa afectada y se colocó la mano encima del corazón-. No lo sabe. Oh, Basil, no lo sabe.
– ¿El qué? -gruñó Annabel, aunque, para ser sincera, no estaba segura de si quería saberlo. Si lady Twombley estaba tan emocionada no podía ser nada bueno.
– Si me pasara a mí -continuó la mujer-, tendrían que meterme en la cama.
Annabel miró al señor Grimston, por si parecía dispuesto a explicarle de qué estaba hablando lady Twombley, pero estaba demasiado ocupado fingiendo estar aburrido.
– Menudo insulto -murmuró lady Twombley-. Menudo insulto.
«¿A mí?», quería preguntar Annabel, pero no lo hizo.
– Basil lo vio todo -dijo lady Twombley, señalando a su amigo.
Casi presa del pánico, Annabel se volvió hacia el caballero, que suspiró y dijo:
– Fue todo un número.
– ¿Qué ha pasado? -exclamó al final Annabel.
Satisfecha con el nivel de nerviosismo de la muchacha, lady Twombley respondió:
– Lord Newbury atacó al señor Grey.
Annabel se quedó de piedra.
– ¿Qué? No. Es imposible. -El señor Grey era joven y muy fuerte. Y lord Newbury… no.
– Le dio un puñetazo en la cara -añadió el señor Grimston, como si fuera lo más normal del mundo.
– Dios mío -dijo Annabel, con la mano delante de la boca-. ¿Está bien?
– Supongo -respondió el señor Grimston.
Annabel miró a lady Twombley y al señor Grimston, y otra vez a lady Twombley. Maldición, querían que lo preguntara otra vez.
– ¿Y qué pasó después? -preguntó, irritada.
– Se produjo un intercambio de palabras -respondió el señor Grimston, tras un educado bostezo-, y luego lord Newbury le lanzó la bebida a la cara al señor Grey.
– Me gustaría haberlo visto -murmuró lady Twombley. Annabel la miró horrorizada y la mujer se encogió de hombros. Y añadió-: Lo que no podemos evitar, siempre es mejor verlo con nuestros propios ojos.
– ¿Y el señor Grey le devolvió el golpe? -le preguntó Annabel al señor Grimston y se dio cuenta, para su mayor horror, de que estaba un poco mareada. No debería desear que una persona hiciera daño a otra, pero…
La idea de lord Newbury recibiendo un puñetazo… después de lo que había intentado hacerle…
Tuvo que hacer un gran esfuerzo para que la emoción no se le reflejara en la cara.
– No -respondió el señor Grimston-. A muchos les sorprendió el autodominio del señor Grey, pero a mí no.
– Es un granuja -dijo lady Twombley, que se inclinó hacia delante con un elocuente brillo en los ojos-, pero no es de los temerarios, ya me entiende.
– No -le espetó Annabel, que casi estaba perdiendo la paciencia con tanto comentario vago-. No la entiendo.
– Lo cortó -dijo el señor Grimston-. Y no por la vía directa. Imagino que ni siquiera él se atrevería. Pero creo que puso en duda la hombría del conde.
Annabel contuvo la respiración.
Lady Twombley se rió.
– Tal y como yo lo veo -continuó el señor Grimston-, ahora sólo pueden ocurrir dos cosas.
Por una vez, pensó Annabel, no iba a tener que insistir para sonsacarles la información. A juzgar por la mirada rapaz del señor Grimston, era imposible que se guardara sus pensamientos.
– Es bastante probable -continuó el hombre, satisfecho con el silencio de concentración que se había apoderado del salón-, que lord Newbury se case con usted de inmediato. Tendrá que defender su honor y la forma más rápida de hacerlo es tomándola enseguida.
Annabel retrocedió, más asqueada que antes mientras el señor Grimston la miraba de arriba abajo.
– Parece de las que procrean rápido -dijo.
– Por supuesto -añadió lady Twombley con un movimiento de muñeca.
– ¿Cómo dice? -preguntó Annabel, tensa.
– O -añadió el señor Grimston-, el señor Grey la seducirá.
– ¿Qué?
Aquello hizo que lady Twombley volviera a prestar atención.
– ¿De veras que lo crees, Basil? -preguntó.
Él se volvió hacia ella, y le dio la espalda a Annabel.
– Uy, seguro. ¿Se te ocurre una venganza mayor para con su tío?
– Voy a tener que pedirles que se marchen -dijo Annabel.
– ¡Ah, se me ha ocurrido una tercera opción! -exclamó lady Twombley, como si Annabel no acabara de intentar echarla.
El señor Grimston era todo oídos.
– ¿En serio?
– El conde podría elegir a otra joven. La señorita Winslow no es la única joven casadera de Londres. Nadie se lo echaría en cara después de lo que pasó anoche en la ópera.
– Anoche en la ópera no pasó nada -gruñó Annabel.
Lady Twombley la miró apiadándose de ella.
– No importa si pasó algo o no, ¿no se da cuenta?
– Continúa, Cressida -dijo el señor Grimston.
– Sí, claro -dijo ella, como si hubiera ofrecido un regalo-. Si lord Newbury elige a otra muchacha, el señor Grey no tendrá ningún motivo para seducir a la señorita Winslow.
– Y entonces, ¿qué pasará? -preguntó Annabel, aunque sabía que no debería hacerlo.
Los dos la miraron con la misma cara inexpresiva.
– Pues que se convertirá en una paria -dijo lady Twombley, como si fuera lo más obvio del mundo.
Annabel se quedó sin habla. Y no tanto por el mensaje, sino por la forma de transmitirlo. Aquella gente había venido a su casa, bueno era la casa de sus abuelos, pero mientras viviera allí también era su casa, y la habían insultado de todas las formas posibles. Y el hecho de que tuvieran razón en sus predicciones sólo lo empeoraba un poco más.
– Sentimos traerle tan malas noticias -dijo lady Twombley, que no parecía sentirlo en absoluto.
– Creo que deberían marcharse -respondió Annabel, mientras se ponía de pie. Le habría gustado pedírselo de otra forma, pero era muy consciente de que su reputación colgaba de un hilo y que esa gente, esas personas horribles, tenían el poder para sacar unas tijeras y cortarlo.
– Por supuesto -dijo lady Twombley, mientras se levantaba-. Imagino que estará un poco atolondrada.
– Parece sofocada -añadió el señor Grimston-. Aunque podría ser por el color borgoña del vestido. Haría bien en buscarse un tono menos azulado.
– Lo tendré en cuenta -respondió Annabel, muy fría.
– Debería hacerlo, señorita Winslow -dijo lady Twombley mientras se dirigía hacia la puerta-. Basil tiene muy buen ojo para la moda. De veras.
Y se marcharon.
Casi.
Ya casi habían llegado a la puerta cuando Annabel oyó la voz de su abuela. A las, madre mía, Annabel miró el reloj… ¡Las diez y media! ¿Qué diantres habría sacado a lady Vickers de la cama a esa hora?
Annabel se pasó los siguientes diez minutos de pie junto a la puerta del salón, escuchando a su abuela mientras recibía el Evangelio según Grimston y Twombley. Qué alegría, se dijo con ironía, volver a escuchar el relato. Con todo lujo de detalles. Al final, la puerta se abrió y se cerró y, al cabo de un minuto, lady Vickers entró.
– Necesito una copa -anunció-. Y tú también.
Annabel no se opuso.
– Esos dos son como dos molestas comadrejas -dijo su abuela, bebiéndose la copa de brandy de un trago. Se sirvió otro, dio un sorbo, y le sirvió una copa a Annabel-. Pero, por mucho que me indigne, tienen razón. Niña, te has metido en un buen lío.
Annabel rozó el brandy con los labios. Bebiendo a las diez y media de la mañana. ¿Qué diría su madre?
Su abuela meneó la cabeza.
– Serás burra. ¿En qué estabas pensando?
Annabel esperaba que fuera una pregunta retórica.
– Bueno, supongo que no lo hiciste con mala intención. -Lady Vickers se terminó la copa y se sentó en su sillón preferido-. Tienes suerte de que tu abuelo sea tan buen amigo del conde. Todavía podremos salvar el matrimonio.
Annabel asintió sumisa, deseando…
Deseando…
Sólo deseando. Lo que fuera. Algo bueno.
– Gracias a Dios que Judkins ha tenido el acierto de avisarme de todas las visitas que has tenido -continuó su abuela-. Te digo una cosa, Annabel, da igual el tipo de marido que tengas, pero un buen mayordomo vale su peso en oro.
A Annabel no se le ocurrió ninguna respuesta.
Su abuela dio otro sorbo.
– Judkins me ha dicho que Rebecca y Winifred han estado aquí.
Annabel asintió, dando por sentado que se refería a lady Westfield y lady Challis.
– Nos van a inundar. A inundar. -Se volvió hacia Annabel con los ojos entrecerrados-. Espero que estés preparada.
Annabel notó cómo algo desesperado se apoderaba de su estómago.
– ¿No podemos decir que no estamos en casa?
Lady Vickers se rió.
– No, no podemos decir que no estamos en casa. Te has metido en este lío tú solita, y lo afrontarás como una dama: con la cabeza alta, recibiendo a todas las visitas y recordando todas y cada una de sus palabras para diseccionarlas y analizarlas luego.
Annabel se sentó, y se levantó cuando entró Judkins anunciando la siguiente visita.
– Será mejor que te termines el brandy -le dijo su abuela-. Lo vas a necesitar.