CAPÍTULO 18

Annabel estuvo a punto de caer de bruces.

– ¿Qué?

– Esa no era la respuesta que esperaba -murmuró Sebastian.

Ella seguía sin salir de su asombro.

– ¿Quiere casarse conmigo?

Él ladeó la cabeza.

– Sí, creo que acabo de pedírtelo.

– No tiene que hacerlo -le aseguró Annabel porque… porque era una idiota, y eso era lo que hacían las idiotas cuando un hombre les pedía matrimonio. Les decían que no tenían que hacerlo.

– ¿Tu respuesta es no? -preguntó él.

– ¡No!

Él sonrió.

– Entonces es que sí.

– No. -Dios mío, estaba mareada.

Él avanzó hacia ella.

– No estás hablando demasiado claro, Annabel.

– Me ha cogido desprevenida a propósito -lo acusó ella.

– Yo también estaba desprevenido -respondió él, muy despacio.

Annabel se aferró con fuerza al respaldo de la butaca donde había estado sentada. Era un mueble muy incómodo, pero estaba cerca de la ventana y quería ver si llegaba lady Olivia y… Por el amor de Dios, ¿por qué estaba pensando en una estúpida butaca? Sebastian Grey acababa de pedirle que se casara con él.

Miró por la ventana. Lady Olivia todavía estaba en el carruaje. Tenía dos minutos, tres como máximo.

– ¿Por qué? -le preguntó a Sebastian.

– ¿Me estás preguntando por qué?

Ella asintió.

– No soy una damisela en apuros. Bueno, sí que lo soy, pero rescatarme no es responsabilidad suya.

– No -asintió él.

Annabel esperaba una discusión. Quizá no demasiado coherente, pero una discusión. Sin embargo, aquella respuesta la desconcertó por completo.

– ¿No?

– Tienes razón. No es mi responsabilidad. -Él siguió avanzando y acortando, con gran seducción, la distancia que los separaba-. Sin embargo, sería un placer hacerlo.

– Madre mía.

Él sonrió.

– ¡Ya he vuelto! -Era lady Olivia, desde el recibidor.

Annabel miró a Sebastian. Lo tenía muy cerca.

– Te he besado -dijo él.

Ella no podía hablar. Apenas podía respirar.

– Te he besado de formas que sólo un marido besa a su mujer.

Sin saber cómo, lo tenía más cerca que antes. Ahora, definitivamente, no podía respirar.

– Y creo -murmuró él, tan cerca de su piel que Annabel notaba su aliento-, que te ha gustado.

– ¿Sebastian? -Era lady Olivia-. ¡Oh!

– Después, Olivia -dijo él, sin ni siquiera girarse-. Y cierra la puerta.

Annabel oyó cómo la puerta se cerraba.

– Señor Grey, no sé si…

– ¿No crees que ya va siendo hora de que me llames Sebastian?

Ella tragó saliva.

– Sebastian, yo…

– Lo siento. -Volvía a ser lady Olivia, que entró en el salón como una exhalación-. No puedo.

– Sí que puedes, Olivia -gruñó Sebastian.

– No, no puedo. Es mi casa, y Annabel es soltera y…

– Y le estoy pidiendo que se case conmigo.

– ¡Oh! -La puerta volvió a cerrarse.

Annabel intentó mantener la cabeza clara, pero le costaba mucho. Sebastian le estaba sonriendo como si quisiera mordisquearla de pies a cabeza y ella estaba empezando a tener las sensaciones más extrañas del mundo en áreas de su cuerpo que casi había olvidado que existían. Pero no podía olvidar que lady Olivia debía estar, casi seguro, con la oreja pegada a la puerta, y tampoco podía olvidar que…

– ¡Un momento! -exclamó, separándolos con las manos. Intentó apartarlo y, cuando eso no funcionó, lo empujó.

Sebastian retrocedió, pero no dejó de sonreír.

– Acaba de decir a lady Olivia que no quería casarse conmigo -dijo.

– ¿Ah sí?

– Hace unas horas. Cuando estaba llorando. Le ha dicho que apenas hacía una semana que me conocía.

Él parecía totalmente despreocupado.

– Ah, eso.

– ¿Acaso creía que no los oía?

– Es que apenas hace una semana que te conozco.

Ella no respondió, así que Sebastian se inclinó y le robó un beso.

– He cambiado de idea.

– ¿En… -Annabel miró a su alrededor, buscando un reloj-, dos horas?

– Dos horas y media, en realidad. -Le ofreció su sonrisa más pícara-. Pero han sido dos horas y media muy intensas, ¿no crees?

Olivia entró en el salón.

– ¿Qué le has hecho?

Sebastian gruñó.

– Serías una espía horrible, ¿lo sabes?

Olivia cruzó el salón en un santiamén.

– ¿La has comprometido de alguna forma en mi salón?

– No -respondió Annabel enseguida-. No. No. No, no, no. No.

«Eso son muchos noes», se dijo Sebastian, un poco malhumorado.

– Me ha besado -le explicó Annabel a Olivia-, pero nada más.

Sebastian se cruzó de brazos.

– ¿Desde cuándo eres tan mojigata, Olivia?

– ¡Es mi salón!

Sebastian no entendía cuál era el problema.

– No estabas aquí -dijo él.

– Exacto -concluyó Olivia, pasando por su lado y tomando a Annabel del brazo-. Tú vienes conmigo.

Uy no, ni hablar.

– ¿Adónde crees que te la llevas? -preguntó él.

– A su casa. He pasado por delante. Newbury ya se ha ido.

Seb se cruzó de brazos.

– Todavía no me ha respondido.

– Te responderá mañana. -Olivia se volvió hacia Annabel-. Puedes responderle mañana.

– No. Espera. -Sebastian alargó el brazo y agarró a Annabel. Olivia no iba a arruinarle su proposición de matrimonio. Sujetó a Annabel a su lado, se volvió hacia Olivia y le dijo-: ¿Me has estado insistiendo para que le pidiera que se casara conmigo y ahora te la llevas?

– Estabas intentando seducirla.

– Si hubiera intentado seducirla -gruñó él-, te hubieras encontrado con una escena muy distinta al llegar.

– Sigo aquí -dijo Annabel.

– Puede que sea la única mujer de Londres que nunca ha estado enamorada de ti -dijo Olivia, clavándole un dedo en el pecho-, pero eso no significa que no sepa lo encantador que puedes llegar a ser.

– Vaya, Olivia -dijo él-. ¿Y esos cumplidos?

Annabel levantó la mano.

– Todavía estoy aquí.

– Annabel tomará una decisión en la privacidad de su habitación y no mientras la miras con… esos… ojos.

Sebastian se quedó callado unos dos segundos, y luego se dobló de la risa.

– ¿Qué? -preguntó Olivia.

Seb dio un codazo a Annabel y movió la cabeza hacia Olivia.

– A ella la miró con la nariz.

Annabel apretó los labios, en un intento obvio por no reírse. Su Annabel tenía un magnífico sentido del humor.

Olivia se cruzó de brazos y se volvió hacia Annabel.

– Es mejor que lord Newbury -le dijo, mordazmente-, aunque por los pelos.

– ¿Qué está pasando aquí? -Era Harry, algo despeinado, como si se hubiera estado echando el pelo hacia atrás con las manos. Tenía una mancha de tinta en la mejilla-. ¿Sebastian?

Seb miró a su primo, y luego a Olivia, y luego se echó a reír con tanta fuerza que tuvo que sentarse.

Harry parpadeó y se encogió de hombros, como si aquella escena fuera lo más normal del mundo.

– Ah, buenas tardes, señorita Winslow. No la había visto.

– Ya te dije que la reconocerías -balbuceó Olivia.

– Estoy buscando una pluma -dijo sir Harry. Se acercó al escritorio y empezó a abrir los cajones-. Hoy ya he roto tres.

– ¿Has roto tres plumas? -le preguntó Olivia.

Harry abrió otro cajón.

– Es esa Gorely. Algunas de sus frases… Santo Dios, son eternas. No creo que pueda traducirlas.

– Esfuérzate más -dijo Sebastian, mientras intentaba recuperarse.

Harry lo miró.

– ¿Qué te pasa?

Seb agitó una mano en el aire.

– Sólo me estoy divirtiendo un poco a expensas de tu mujer.

Harry miró a Olivia, que se limitó a poner los ojos en blanco. Se volvió hacia Annabel.

– A veces, pueden ser muy pesados. Espero que la hayan recibido bien.

Annabel se sonrojó ligeramente.

– Sí, mucho -tartamudeó.

Sin embargo, Harry era daltónico y no percibió que se había sonrojado.

– Ah, aquí está. -Levantó una pluma-. Ignoradme. Volved a lo que estuvierais… -Miró a Sebastian y meneó la cabeza-, haciendo.

– Lo haré -respondió Sebastian con solemnidad. Parecía parte de los votos matrimoniales. Le gustaba.

– Debería volver a casa -dijo Annabel mientras veía cómo Harry salía del salón.

Sebastian se levantó, prácticamente recuperado del ataque de risa.

– Te acompañaré.

– Ni hablar -intervino Olivia.

– Sí que lo haré -respondió él. Y entonces, levantó la barbilla y la miró por encima de la nariz.

– ¿Qué haces? -le preguntó Olivia, furiosa.

– Te estoy mirando -respondió él, con una cantinela.

Annabel se tapó la boca con la mano.

– Con la nariz -añadió, por si Olivia no había entendido la broma a la primera.

Olivia se tapó la cara con las manos. Y no porque estuviera riendo.

Sebastian se inclinó hacia Annabel, algo complicado mientras intentaba seguir mirando a Olivia con la nariz.

– No es mi seno favorito -le susurró.

– No quiero saber lo que acabas de decir -gimoteó Olivia desde detrás de las manos.

– No -asintió Seb-, seguramente no quieras. -Se colocó derecho y sonrió-. Acompañaré a Annabel a casa.

– Como quieras -suspiró Olivia.

Sebastian se inclinó hacia Annabel y susurró:

– La he agotado.

– Me ha agotado a mí.

– No, todavía no.

Annabel volvió a sonrojarse y Sebastian decidió que nunca se había alegrado tanto de no ser daltónico.

– Tienes que darle, al menos, un día para que considere tu propuesta -insistió Olivia.

Sebastian arqueó una ceja y miró a su prima.

– ¿Harry te dio un día?

– Eso da igual -murmuró ella.

– Muy bien -dijo Sebastian, mientras se volvía hacia Annabel-, haré caso a los expertos consejos de mi querida prima. Harry fue, al menos, el decimosegundo hombre que le propuso matrimonio. Mientras que yo jamás había pronunciado la palabra «matrimonio» en presencia de una mujer hasta hoy.

Annabel le sonrió. Fue como un amanecer.

– Mañana iré a verte para saber tu respuesta -dijo Sebastian, mientras notaba cómo iba sonriendo poco a poco-. Pero, mientras tanto… -Le ofreció el brazo-. ¿Nos vamos?

Annabel dio un paso hacia él y luego se detuvo.

– En realidad, creo que prefiero volver a casa sola.

– ¿Sí?

Ella asintió.

– Imagino que mi doncella sigue aquí y podrá acompañarme. No está lejos. Además… -Bajó la mirada y se mordió el labio inferior.

Él le acarició la barbilla.

– Habla claro, Annabel -le susurró.

Ella no lo miró cuando dijo:

– Es complicado pensar con claridad en su presencia.

Sebastian decidió tomárselo como una muy buena señal.


Annabel cerró la puerta principal con cuidado y se quedó inmóvil escuchando. La casa estaba en silencio; quizás, ojalá, sus abuelos habían salido. Dejó el libro en la mesa de la entrada mientras se quitaba los guantes, después volvió a cogerlo con la intención de subir a su habitación. Sin embargo, antes de llegar al tercer escalón, su abuela apareció en la puerta del salón.

– Ya has vuelto -dijo lady Vickers, visiblemente contrariada-. ¿Dónde diablos estabas?

– He salido a comprar -mintió Annabel-. He visto a unas amigas y hemos ido a tomar un helado.

Su abuela soltó un suspiro furioso.

– Te estropearás la figura.

Annabel le ofreció una sonrisa fingida y levantó el libro que lady Olivia le había dejado.

– Voy a mi habitación a leer.

Su abuela esperó a que hubiera subido otro escalón, y entonces dijo:

– No has visto al conde.

Annabel tragó saliva, incómoda, y se volvió hacia su abuela.

– ¿Ha estado aquí?

Su abuela entrecerró los ojos, pero si sospechaba que Annabel había evitado al conde, no lo dijo. Señaló con la cabeza hacia el salón, y estaba claro que esperaba que ella la siguiera. Annabel dio media vuelta, la siguió y se quedó junto a la puerta mientras su abuela se acercaba al aparador y se servía una copa.

– Habría sido mucho más fácil si hubieras estado aquí -dijo lady Vickers-, pero me alegro de decir que hemos mantenido la cordialidad. Se ha pasado casi una hora entera con tu abuelo.

– ¿Una hora? -preguntó Annabel, con una voz aguda y profunda.

– Sí, y te alegrará saber que he tenido la oreja pegada a la puerta del despacho todo el tiempo. -Bebió un sorbo y soltó un suspiro de satisfacción-. Tu abuelo se olvidó de mencionar a tu familia de Gloucestershire, así que me tomé la libertad de interceder.

– ¿Interceder?

– Puede que tenga cincuenta y un años…

Eran setenta y uno.

– Pero todavía sé salirme con la mía. -Lady Vickers dejó el vaso en la mesa y se inclinó hacia delante, con un aspecto extraordinariamente complacido consigo misma-. Newbury se encargará de que tus cuatro hermanos estudien hasta la universidad, y pagará una graduación de militar al que la quiera. En cuanto a tus hermanas, sólo he podido sacarle una dote irrisoria, pero es más de lo que tienen. -Bebió un buen trago y chasqueó la lengua-. Y tú has conseguido un conde.

Era todo lo que Annabel había soñado. Todos sus hermanos estarían protegidos. Tendrían todo lo que necesitaban.

– No quiere un compromiso largo -dijo lady Vickers-. Sabes que quiere un hijo, y deprisa. Venga, no me mires así. Sabías que esto iba a pasar.

Annabel meneó la cabeza.

– No… No te estaba mirando de ninguna forma. Es que…

– Por Dios -gruñó lady Vickers-. ¿Tengo que darte la charla?

Annabel esperaba que no.

– La tuve con tu madre y con tu tía Joan. Si voy a tener que hacerlo contigo, voy a necesitar una copa más grande.

– No pasa nada -dijo Annabel, enseguida-. No necesito la charla.

Su abuela la miró fijamente.

– ¿De veras? -le preguntó, muy interesada.

– Bueno, que no la necesito ahora mismo -contestó Annabel con evasivas-. O quizá… nunca. Contigo -continuó, aunque más despacio.

– ¿Cómo?

– Soy de campo -añadió Annabel, con una alegría fingida-. Hay muchos animales y… eh…

– Mira -intervino lady Vickers-, estoy segura de que sabes cosas de las ovejas que yo no quiero ni oír, pero yo sé un par de cosas sobre el matrimonio con un noble con sobrepeso.

Annabel se dejó caer en una butaca. Fuera lo que fuera que su abuela quería compartir con ella, no estaba segura de poder soportarlo estando de pie.

– Todo se reduce a una cosa -dijo lady Vickers, señalándola con un dedo-. Cuando haya terminado, levanta las piernas hacia el techo.

Annabel palideció.

– No, hazlo -insistió su abuela-. Confía en mí. Ayudarás a la semilla a quedarse dentro y cuanto antes te quedes embarazada, antes podrás dejar de acostarte con él. Y esto, querida, es la calve para un matrimonio feliz.

Annabel recogió el libro y se levantó, desplazándose como si estuviera aturdida.

– Voy a tenderme.

Lady Vickers sonrió.

– Por supuesto, querida. ¡Ah! Casi me olvido. Nos vamos de la ciudad esta noche.

– ¿Qué? ¿Adónde? -¿Y cómo iba a decírselo a Sebastian?

– Winifred organiza una fiesta en el campo -dijo su abuela-, y estás invitada.

– ¿Yo?

– Yo también tengo que ir, maldita sea, la muy estúpida…

Annabel se quedó boquiabierta ante aquella serie de improperios, impresionantes incluso para su abuela.

– Odio el campo -gruñó lady Vickers-. Es una pérdida de aire perfectamente bueno.

– ¿Tenemos que ir?

– Por supuesto que tenemos que ir, boba. Alguien tiene que tener la sartén por el mango.

– ¿Qué quieres decir? -le preguntó Annabel, con cautela.

– Es una vaca mañosa, pero Winifred me debe un favor -explicó su abuela, resolutiva-. Así que se ha asegurado de que Newbury también acuda. Sin embargo, no he podido evitar que invitara al otro, también.

– ¿A Seb…? ¿Al señor Grey? -preguntó Annabel, mientras dejaba caer el libro.

– Sí, sí -dijo lady Vickers, bastante malhumorada. Esperó medio segundo, mientras Annabel, con los nervios, dejaba caer el libro de nuevo y, al final, lo dejó encima de la mesa-. Supongo que no puedo culparla -continuó-. Será la invitación de la temporada.

– ¿Y él ha confirmado su asistencia? ¿Aún sabiendo que su tío estará allí?

– ¿Quién sabe? Ha enviado las invitaciones esta tarde. -Lady Vickers se encogió de hombros-. Es muy guapo.

– ¿Qué tiene que ver eso con…? -Annabel cerró la boca. No quería saber la respuesta.

– Nos vamos dentro de dos horas -dijo lady Vickers, mientras se terminaba la copa.

– ¿Dos horas? No puedo estar lista en dos horas.

– Por supuesto que sí. Las doncellas ya han hecho tu equipaje. Winifred no vive demasiado lejos de la ciudad y, en esta época del año, anochece muy tarde. Con buenos caballos, podemos llegar poco después de la puesta de sol. Y prefiero irme esta noche. Detesto viajar por la mañana.

– Has estado muy ocupada -dijo Annabel.

Lady Vickers irguió la espalda y parecía bastante orgullosa de sí misma.

– Sí. Y harías bien de imitarme. Así te he conseguido un conde.

– Pero yo… -Annabel se quedó inmóvil, paralizada por la mirada que le lanzó su abuela.

– Seguro que no ibas a decir que no lo quieres, ¿verdad? -dijo lady Vickers, con los ojos entrecerrados.

Annabel no dijo nada. Nunca había oído ese tono amenazador de su abuela. Muy despacio, meneó la cabeza.

– Bien, porque sé que no querrías hacer nada que pusiera las cosas más difíciles a tus hermanos.

Annabel retrocedió. ¿Era posible que su abuela la estuviera amenazando?

– Oh, por el amor de Dios -le espetó lady Vickers-. No me mires así. ¿Crees que voy a pegarte?

– ¡No! Es que…

– Te casarás con el conde y puedes acostarte con el sobrino en secreto.

– ¡Abuela!

– No pongas esa cara de puritana. No podrías desear nada mejor. Si tienes un hijo con el otro, al menos todo queda en la familia.

Annabel estaba sin habla.

– Ah, por cierto, Louisa también viene. La arrugada de su tía se ha constipado y no puede hacerle de carabina esta semana, así que he dicho que me la llevaría conmigo. No queremos que se marchite en su habitación, ¿verdad?

Annabel meneó la cabeza.

– Perfecto. Prepárate. Nos vamos en una hora.

– Has dicho dos.

– ¿Sí? -Lady Vickers parpadeó y luego se encogió de hombros-. Debo de haberte mentido. Aunque es mejor haberte mentido que no haberte avisado.

Annabel observó, boquiabierta, cómo su abuela salía del salón. Estaba segura de que había sido el día más extraño y trascendental de su vida.

Aunque tenía la sensación de que mañana podía ser todavía más extraño…

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