CAPÍTULO 12

Tres días después…


Si no haces algo para reparar el daño que has causado, no volveré a hablarte en la vida.

Sebastian levantó la mirada del plato de huevos y se encontró con la preciosa y furiosa cara de la mujer de su primo. Olivia no solía enfadarse y, sinceramente, era algo digno de presenciar.

Aunque, teniendo en cuenta la situación, preferiría presenciarlo si la ira fuera dirigida a otra persona.

Miró a Harry, que estaba leyendo el periódico mientras desayunaba. Este se encogió de hombros, indicando con ese gesto que no consideraba que fuera asunto suyo.

Sebastian bebió un sorbo de té, lo tragó y luego volvió a mirar a Olivia con un semblante inexpresivo.

– Disculpa -dijo, muy contento-. ¿Hablabas conmigo?

– ¡Harry! -exclamó ella, con un resoplido de indignación. Pero su marido meneó la cabeza y ni siquiera levantó la mirada del periódico.

Olivia entrecerró los ojos con aire amenazante y Seb decidió que se alegraba de no estar en la piel de Harry cuando tuviera que enfrentarse a su mujer esa noche.

Aunque, seguramente, a esas alturas Harry ya no llevaría nada encima de la piel.

– ¡Sebastian! -exclamó Olivia, muy severa-. ¿Me estás escuchando?

Él parpadeó y la miró fijamente.

– Escucho todas tus palabras, querida prima. Ya lo sabes.

Ella retiró la silla que había delante de él y se sentó.

– ¿No quieres desayunar? -preguntó él, caballeroso.

– Después. Primero…

– Sería un placer servírtelo -se ofreció él-. No querrás dejar de comer en tu estado.

– Mi estado no es el problema que nos ocupa -dijo ella, señalándolo con un dedo largo y elegante-. Siéntate.

Seb ladeó la cabeza, descolocado.

– Ya estoy sentado.

– Ibas a levantarte.

Él se volvió hacia Harry.

– ¿Cómo la aguantas?

Harry levantó la mirada del periódico por primera vez esa mañana y sonrió con picardía.

– Tiene sus beneficios -murmuró.

– ¡Harry! -gritó Olivia.

A Sebastian le gustó ver cómo se sonrojaba.

– De acuerdo -dijo-. ¿Qué he hecho, ahora?

– Se trata de la señorita Winslow.

«La señorita Winslow.» Seb intentó no fruncir el ceño mientras pensaba en ella. Y era muy irónico porque se había pasado gran parte de los últimos dos días con el ceño fruncido mientras intentaba no pensar en ella.

– ¿Qué pasa con la señorita Winslow?

– No mencionaste que tu tío la estaba cortejando.

– No sabía que mi tío la estaba cortejando. -¿Había sonado un poco tenso? No podía ser. Tenía que controlar mejor su aspecto y su actitud.

Se produjo un breve silencio. Y entonces:

– Debes de estar muy enfadado con ella.

– Todo lo contrario -respondió Sebastian con aire despreocupado.

Los preciosos labios de Olivia se separaron ante la sorpresa.

– ¿No estás enfadado con ella?

Seb se encogió de hombros.

– Estar enfadado requiere mucha energía. -Levantó la cabeza del plato y le ofreció una sonrisa insulsa-. Tengo mejores cosas que hacer con mi tiempo.

– ¿Ah, sí? Bueno, claro que sí. Pero ¿no estás de acuerdo en que…?

Sebastian se dijo que tenía que hacer algo con aquella irritación que le estaba oprimiendo debajo de las costillas. Era bastante desagradable y le resultaba mucho más fácil ignorar y dejar que los insultos le entraran por un oído y le salieran por el otro. Pero ¿realmente Olivia creía que se pasaba el día sentado y comiendo bombones?

– ¿Sebastian? ¿Me estás escuchando?

Él sonrió y mintió:

– Por supuesto.

Olivia emitió un sonido a medio camino entre un quejido y un gruñido. Pero continuó:

– De acuerdo, no estás enfadado con ella, aunque, en mi opinión, tienes todo el derecho a estarlo. Aún así…

– Si mi tío te cortejara -la interrumpió Sebastian-, ¿no buscarías unos últimos instantes de risas? Y no lo digo para fanfarronear, aunque si se me permite decirlo, considero que soy muy buena compañía; no creo que nadie pueda negarlo. Soy una compañía mucho más agradable que Newbury.

– Tiene razón -dijo Harry.

Olivia frunció el ceño.

– Pensaba que no estabas escuchando.

– No os estoy escuchando -respondió él-. Estoy aquí leyendo mientras mis orejas se ven atacadas.

– ¿Cómo lo aguantas? -murmuró Sebastian.

Olivia apretó los dientes.

– Hay ciertos beneficios -gruñó.

Aunque Sebastian estaba bastante seguro de que, esa noche, Harry no tendría ningún beneficio.

– Pues ya está -le dijo a Olivia-. La perdono. Debería haberme dicho algo, pero entiendo por qué no lo hizo, y sospecho que cualquiera de nosotros habría hecho lo mismo.

Se produjo una pausa y luego Olivia dijo:

– Es un gesto muy generoso por tu parte.

Él se encogió de hombros.

– El rencor no es bueno para la salud. Fíjate en Newbury. No estaría tan gordo ni demacrado si no me odiara tanto. -Se volvió hacia el desayuno mientras se preguntó qué haría Olivia con aquella dosis de lógica.

Ella esperó unos diez segundos antes de continuar:

– Me alegro de saber que no le guardas ningún resentimiento. Como te he dicho, necesita tu ayuda. Después de tu escena en White’s…

– ¿Qué? -exclamó Sebastian, y apenas pudo reprimir las ganas de dar un puñetazo en la mesa-. Espera un momento. Yo no monté ninguna escena. Si quieres llamar la atención a alguien, ve a buscar a mi tío.

– Está bien, lo siento -dijo Olivia, tan incómoda que Sebastian la creyó-. Fue culpa de tu tío, lo sé, pero el resultado es el mismo. La señorita Winslow está en una situación terrible y tú eres el único que puede salvarla.

Sebastian se metió otro bocado de comida en la boca y luego, con cuidado, se secó los labios. Había al menos diez cosas acerca del comentario de Olivia por las que Sebastian podría haberse ofendido, si fuera el tipo de hombre que se ofende por los comentarios de mujeres enojadas. Serían:

Una, la posición de la señorita Winslow no era tan terrible porque, dos, por lo visto, estaba muy cerca de convertirse en la condesa de Newbury, un título que, tres, venía con todo tipo de fortunas y prestigio, aunque también venía con el conde de Newbury, al que nadie podía considerar un premio.

Por no hablar de, cuatro, que él era quien lucía un ojo morado y, cinco, también a quien habían lanzado el contenido de un vaso a la cara, y todo porque, seis, a ella no le había parecido adecuado decirle que su tío la estaba cortejando a pesar de que, siete, sabía perfectamente que eran parientes, porque, ocho, estuvo a punto de desmayarse cuando, esa noche en el brezal, le dijo su nombre.

Sin embargo, quizá Sebastian debería centrarse más en la segunda parte del comentario de Olivia, el que hacía referencia a que él era la única persona que podía salvar a la señorita Winslow. Porque, nueve, no veía ningún motivo para que eso fuera así y, diez, tampoco veía por qué debería preocuparle.

– ¿Y bien? -le preguntó Olivia-. ¿No se te ocurre nada que decir?

– Sí, varias cosas, la verdad -respondió él sosegado. Volvió a concentrarse en la comida. Al cabo de unos segundos, levantó la mirada. Olivia estaba aferrada a la mesa con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos, y una mirada…

– Ten cuidado -murmuró él-. Se te va a cortar la leche.

– ¡Harry! -gritó ella.

Harry bajó el periódico.

– Aunque te agradezco que solicites mi opinión, estoy casi seguro de que no tengo nada que aportar a esta conversación. Dudo que reconociera a la señorita Winslow si me cruzara con ella por la calle.

– Pero si te pasaste una noche entera en el mismo palco de la ópera que ella -dijo Olivia con incredulidad.

Harry se lo pensó unos segundos.

– Supongo que reconocería la parte posterior de su cabeza, puesto que fue la única vista que me ofreció.

Sebastian se rió, pero enseguida recuperó el gesto serio. A Olivia no le había hecho ninguna gracia.

– De acuerdo -dijo, uniendo las manos a modo de súplica-. Dime por qué todo esto es culpa mía y qué puedo hacer para arreglarlo.

Olivia lo miró fijamente un interminable segundo más antes de añadir con tono remilgado:

– Me alegro que me lo preguntes.

Harry se atragantó con algo. Seguramente, con su propia risa. Aunque Sebastian esperaba que fuera con la lengua.

– ¿Tienes idea de lo que la gente está diciendo de la señorita Winslow? -preguntó Olivia.

Puesto que Sebastian se había pasado los dos últimos días encerrado en su habitación, trabajando para conseguir que la ficticia señorita Spencer saliera de debajo de la cama ficticia de su escocés ficticio, no, no sabía lo que decían de la señorita Winslow.

– ¿Y bien? -insistió Olivia.

– No -admitió él.

– Dicen… -Se inclinó hacia delante y con una expresión tan seria que Sebastian estuvo a punto de retroceder-, que sólo es cuestión de tiempo que la seduzcas.

– No es la primera señorita sobre la que dicen eso -respondió Seb.

– Es diferente -dijo Olivia, con los dientes apretados-, y lo sabes. La señorita Winslow no es una de tus viudas alegres.

– A mí me encanta una viuda alegre -murmuró él, sólo porque sabía que la sacaría de quicio.

– Dicen -gruñó ella-, que arruinarás su reputación sólo para fastidiar a tu tío.

– Te aseguro que no tengo intención de hacerlo -dijo Sebastian-, y espero que el resto de la sociedad lo entienda cuando se dé cuenta de que ni siquiera la he visitado.

Y no pretendía hacerlo. Sí, le caía bastante bien y sí, se había pasado la mayor parte de las horas que había estado despierto estudiando las distintas formas en que le gustaría atarla a la cama, pero no tenía ninguna intención de materializar esa fantasía. Puede que la hubiera perdonado, pero no quería tener más contacto con ella. En lo que a él respetaba, si Newbury la quería, podía quedársela.

Y es lo que le dijo a Olivia, aunque quizá con un poco más de delicadeza. Sin embargo, sólo obtuvo una mirada furiosa y un:

– Es que Newbury ya no la quiere. Ése es el problema.

– ¿Para quién? -preguntó Seb con suspicacia-. Si yo fuera la señorita Winslow, esto me parecería lo más semejante a una solución.

– No eres la señorita Winslow y, además, no eres mujer.

– Gracias a Dios -dijo, sin ningún tipo de tacto. A su lado, Harry dio tres golpes en la mesa.

Olivia los miró a los dos con el ceño fruncido.

– Si fueras una mujer -dijo ella-, entenderías las dimensiones de este desastre. Lord Newbury no ha ido a visitarla ni una sola vez desde vuestro altercado.

Sebastian arqueó las cejas.

– ¿De veras?

– Sí. ¿Y sabes quién sí ha ido a visitarla?

– No -respondió, porque sabía que ella no se guardaría la información.

– ¡Todos los demás! ¡Todos!

– Ha debido de estar muy ocupada -murmuró él.

– ¡Sebastian! ¿Sabes a quién incluye ese «todo el mundo»?

Por un segundo, Sebastian se planteó una respuesta sarcástica pero luego, y básicamente para preservar su integridad física, decidió que era mejor morderse la lengua.

– Cressida Twombley -dijo Olivia, entre dientes-. Y Basil Grimston. Han ido a verla tres veces.

– ¿Tres ve…? ¿Cómo sabes todo eso?

– Yo lo sé todo -respondió ella, quitándole importancia.

Y Sebastian se lo creía. Si Olivia hubiera estado en la ciudad antes de conocer a la señorita Winslow en el parque, nada de esto habría pasado. Habría sabido que Annabel Winslow era la prima de lady Louisa. Y, seguramente, también sabría su cumpleaños y su color favorito. Y seguro que habría sabido que la señorita Winslow era nieta de los Vickers y, por lo tanto, la presa de su tío.

Y entonces habría mantenido las distancias. El beso en el brezal habría quedado en un recuerdo vago, aunque precioso. No habría aceptado la invitación a la ópera, no se habría sentado a su lado y no habría descubierto que sus ojos, de un color gris muy claro, adquirían una tonalidad verde cuando iba vestida de ese color. No sabría que tenía unas sensibilidades parecidas a las suyas, o que se mordía el labio inferior cuando estaba concentrada en algo. O que le costaba mucho estarse quieta.

O que olía ligeramente a violetas.

Si hubiera sabido quién era, ninguno de esos datos inútiles le invadiría el cerebro, quitándole espacio a algo importante. Como un análisis detallado de las diferencias entre un lanzamiento bajo y uno alto en el críquet. O recordar las palabras exactas del soneto de Shakespeare («¡Ay, cuánta pobreza acarrea mi Musa!») que llevaba más de un año recitando mal.

– La señorita Winslow se ha convertido en el hazmerreír de la ciudad -dijo Olivia-, y no es justo. Ella no ha hecho nada.

– Yo tampoco -señaló Sebastian.

– Pero tú tienes la capacidad de arreglarlo. Y ella no.

– ¡Ay, cuánta pobreza acarrea mi Musa! -murmuró él.

– ¿Qué dices? -preguntó Olivia, impaciente.

Él ignoró su comentario anterior. Era inútil intentar explicárselo. En lugar de eso, la miró fijamente y preguntó:

– ¿Qué quieres que haga?

– Ir a verla.

Sebastian se volvió hacia Harry, que seguía fingiendo que leía el periódico.

– ¿No acaba de decirme que todo Londres cree que pretendo seducirla?

– Sí -confirmó Harry.

– Santo Dios -blasfemó Olivia, con tanta fuerza que los dos hombres parpadearon-. ¿Por qué sois tan obtusos?

Los dos la miraron, y su silencio confirmaba la pregunta.

– Ahora parece que tanto tu tío como tú la habéis abandonado. Por lo visto, el conde no la quiere y, a juzgar por tu actitud, tú tampoco. Dios sabe lo que las señoras estarán chismorreando.

Sebastian se lo imaginaba. La mayoría diría que la señorita Winslow había sido demasiado ambiciosa, y no había nada que les gustara más que ver cómo una chica ambiciosa se daba de bruces contra la realidad.

– Ahora mismo, la gente va a visitarla por curiosidad -dijo Olivia. Y, entrecerrando los ojos, añadió-: Y por crueldad. Pero no te equivoques, Sebastian. Cuando todo esto termine, nadie la querrá. No, a menos que hagas lo que tienes que hacer en este mismo instante.

– Por favor, dime que lo que tengo que hacer no incluye una propuesta de matrimonio -dijo él. Porque, a ver, por muy encantadora que fuera la señorita Winslow, no creía que se hubiera sobrepasado tanto para tener que pagar ese precio.

– Por supuesto que no -respondió Olivia-. Sólo tienes que ir a verla. Demostrar a la sociedad que te sigue pareciendo una chica encantadora. Y tienes que ser todo un caballero. Si haces algo que pueda considerarse seductor, estará perdida.

Sebastian estaba a punto de hacer uno de sus habituales comentarios irónicos, cuando una punzada de indignación le atravesó el cuerpo y, en cuanto abrió la boca, no pudo evitarlo. Quería saberlo.

– ¿Cómo es que la gente, y entre ellos personas que hace años que me conocen, algunos incluso décadas, me consideran el tipo de persona que seduciría a una inocente por venganza?

Esperó un segundo, pero Olivia no le respondió. Y Harry, que ya había dejado de fingir que leía el periódico, tampoco.

– No es una cuestión trivial -añadió Sebastian, enfadado-. ¿Alguna vez me he comportado de forma que pueda sugerir tal cosa? Explicadme qué he hecho para convertirme en un villano depredador de tales dimensiones. Porque tengo que confesar que no lo entiendo. ¿Sabes que nunca, ni una sola vez, me he acostado con una virgen? -dirigió la pregunta a Olivia, básicamente porque le apetecía ofender e incomodar-. Ni siquiera cuando yo era virgen.

– Ya basta, Sebastian -dijo Harry, muy despacio.

– No, no basta. Me pregunto, ¿qué creen que pienso hacer con la señorita Winslow después de seducirla? ¿Abandonarla? ¿Matarla y lanzar su cuerpo al Támesis?

Por un segundo, sus primos se lo quedaron mirando. Era lo más cerca que había estado de levantar la voz desde…

Desde…

Desde siempre. Ni siquiera Harry, con quien había ido al colegio y al ejército, lo había oído levantar la voz.

– Sebastian -dijo Olivia, con cariño. Alargó el brazo y le acarició la mano, pero él la apartó.

– ¿Es lo que piensas de mí? -preguntó él.

– ¡No! -exclamó ella, con los ojos llenos de horror-. Por supuesto que no. Pero yo te conozco. Y… ¿Adónde vas?

Sebastian ya se había levantado y se dirigía hacia la puerta.

– A visitar a la señorita Winslow -le espetó él.

– Pero no vayas de ese humor -dijo ella, levantándose de la silla.

Sebastian se detuvo en seco y la miró fijamente.

– Yo… Eh… -Olivia miró a Harry, que también se había levantado. Él respondió la pregunta silenciosa de su esposa arqueando una ceja y ladeando la cabeza hacia la puerta-. Quizá debería ir contigo -dijo. Tragó saliva y enseguida se agarró del brazo de Sebastian-. Así todo parecerá más formal, ¿no crees?

Sebastian asintió, pero la verdad es que ya no sabía qué pensar. O quizá le daba igual.

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