CAPÍTULO 01

Mayfair, Londres,

Primavera de 1822.


La clave para un matrimonio feliz -pontificó lord Vickers-, es mantenerse alejado de la esposa.

En condiciones normales, una frase como esa poco alteraría la vida y el destino de la señorita Annabel Winslow, pero había diez motivos por los que la frase de lord Vickers le resultaba especialmente dolorosa.

Uno, que lord Vickers era su abuelo materno, lo que implicaba que, dos, la esposa en cuestión era su abuela, quien, tres, recientemente había decidido arrancar a Annabel de su tranquila y feliz vida en Gloucestershire y, en sus propias palabras, «pulirla y casarla».

Igual de importante era que, cuatro, lord Vickers estaba hablando con lord Newbury, quien, cinco, había estado casado, y aparentemente había sido feliz, pero, seis, su esposa había muerto y ahora era viudo y, siete, su hijo había muerto el año pasado sin descendencia.

Lo que significaba que, siete, lord Newbury estaba buscando esposa y, ocho, que creía que una alianza con Vickers estaría bien, y, nueve, que le había echado el ojo a Annabel porque, diez, tenía las caderas anchas.

Maldición. ¿Había enumerado dos sietes?

Annabel suspiró, porque era lo máximo que le permitían mientras estaba sentada en el sofá. Poco importaba que hubiera once puntos en lugar de diez. Sus caderas eran sus caderas y, ahora mismo, lord Newbury estaba decidiendo si su próximo heredero se pasaría nueve meses entre ellas.

– ¿Has dicho que es la mayor de ocho hermanos? -murmuró lord Newbury, mientras la miraba con aire pensativo.

«¿Con aire pensativo?» No era lo más adecuado. Parecía que estaba a punto de relamerse los labios.

Annabel miró a su prima, lady Louisa McCann, con inquietud. Louisa había venido a visitarla aquella tarde y se lo estaban pasando en grande hasta que lord Newbury hizo su inesperada entrada. El rostro de Louisa estaba perfectamente sereno, como siempre que estaba en reuniones sociales, pero Annabel vio que abría los ojos con compasión.

Si Louisa, cuyos modales y actitud eran inalterablemente correctos, independientemente de la ocasión, no podía borrar el horror de su cara, Annabel sabía que estaba metida en un buen lío.

– Además -añadió lord Vickers, con gran orgullo-, todos nacieron sanos y fuertes. -Alzó la copa en un brindis silencioso por su hija mayor, la fecunda Frances Vickers Winslow a quien, Annabel no pudo evitar recordar, solía referirse como «esa tonta que se casó con ese maldito tonto».

A lord Vickers no le hizo ninguna gracia que su hija se casara con un caballero de campo sin demasiado dinero. Y, por lo que Annabel sabía, no había cambiado de opinión.

La madre de Louisa, en cambio, se había casado con el hijo menor del duque de Fenniwick, apenas tres meses antes de que el hijo mayor del duque decidiera ir a saltar con un caballo mal entrenado y se rompiera su noble cuello. Había sido, en palabras de lord Vickers, «muy oportuno».

Para la madre de Louisa, claro; no para el heredero muerto. Ni para el caballo.

No era extraño que los caminos de Annabel y Louisa apenas se hubieran cruzado antes de esta primavera. Los Winslow, amontonados con su numerosa prole en una pequeña casa, tenían poco en común con los McCann que, cuando no habitaban su mansión palaciega de Londres, se trasladaban a un antiguo castillo que había junto a la frontera con Escocia.

– El padre de Annabel tenía nueve hermanos -dijo lord Vickers.

Annabel se volvió hacia él con cautela. Era lo más cerca que su abuelo había estado de elogiar a su padre, descansara en paz.

– ¿De veras? -preguntó lord Newbury, mirando a Annabel con unos ojos más resplandecientes que nunca. Annabel apretó los labios, entrelazó los dedos de las manos en el regazo y se preguntó qué podría hacer para desprender un aspecto de infertilidad.

– Y, por supuesto, nosotros tenemos siete hijos -añadió lord Vickers, agitando la mano en el aire con ese movimiento de modestia tan propio de los hombres cuando no son modestos.

– No te mantuviste lejos de tu esposa tanto como dices, ¿eh? -se rió lord Newbury.

Annabel tragó saliva. Cuando Newbury se reía o, mejor dicho, cuando hacía cualquier movimiento, las mejillas le colgaban y zangoloteaban. Era una visión terrible que le recordaba a la gelatina de pata de ternero que el ama de llaves le obligaba a tomarse cuando estaba enferma. Realmente, bastaba para que cualquier jovencita echara a correr.

Intentó calcular cuánto tiempo tendría que pasar sin comer para reducir de forma significativa el tamaño de sus caderas, preferiblemente hasta una anchura considerada inaceptable para engendrar hijos.

– Piénsalo -dijo lord Vickers, dando una palmada en la espalda a su viejo amigo.

– Lo estoy pensando -respondió lord Newbury. Se volvió hacia Annabel, con los ojos azul claro llenos de interés-. Te prometo que lo estoy pensando.

– Pensar está sobrevalorado -anunció lady Vickers. Alzó una copa de jerez en honor de nadie en particular y se la bebió.

– Había olvidado que estabas aquí, Margaret -dijo lord Newbury.

– Yo nunca me olvido -se quejó lord Vickers.

– Me refiero a los caballeros, por supuesto -dijo lady Vickers, ofreciendo la copa vacía a cualquiera de los dos hombres que la cogiera primero para volver a llenársela-. Una dama siempre tiene que estar pensando.

– Ahí es donde no estamos de acuerdo -dijo Newbury-. Mi Margaret se guardaba sus pensamientos para ella. La nuestra fue una unión espléndida.

– Se mantenía lejos de ti, ¿no? -dijo lord Vickers.

– Como he dicho, fue una unión espléndida.

Annabel miró a Louisa, que estaba sentada con mucho decoro en la silla que había a su lado. Su prima era muy delgada, con los hombros finos, el pelo castaño claro y los ojos de color verde pálido. Annabel siempre pensaba que, a su lado, ella parecía una especie de monstruo. Ella tenía el pelo oscuro y ondulado, a la mínima que se exponía al sol acababa bronceada, y su silueta había atraído una atención no deseada desde su decimosegundo verano.

Sin embargo, nunca jamás las atenciones habían sido menos deseadas como ahora, mientras lord Newbury la miraba como si fuera un caramelo.

Annabel se quedó inmóvil, intentando imitar a Louisa, mientras procuraba que sus pensamientos no se le reflejaran en la cara. Su abuela siempre la reñía por ser demasiado expresiva. «Por el amor de Dios -decía, habitualmente-. Deja de sonreír como si supieras algo. Los caballeros no quieren una mujer que sepa cosas. Al menos, no es lo que buscan en una esposa.»

Entonces, lady Vickers solía tomarse una copa y añadía: «Puedes aprender muchas cosas cuando te hayas casado. Preferiblemente, con otro caballero que no sea tu marido.»

Si Annabel no sabía nada antes, ahora ya sí. Como el hecho de que al menos tres de los vástagos de los Vickers no eran hijos de lord Vickers. Annabel estaba empezando a descubrir que su abuela tenía, aparte de un vocabulario notablemente blasfemo, una visión de la moralidad algo diluida.

Gloucestershire empezaba a parecer un sueño. En Londres, todo era tan… reluciente. Aunque no literalmente, claro. En realidad, en Londres todo era más bien gris, cubierto por una fina capa de hollín y suciedad. No estaba segura de por qué le había venido a la cabeza la palabra «reluciente». Quizá porque nada parecía sencillo. Nada parecía franco. E incluso todo era un tanto resbaladizo.

Descubrió que tenía ganas de beberse un vaso grande de leche, como si algo tan fresco y puro pudiera devolverle el equilibrio. Nunca se había considerado particularmente remilgada, y Dios sabía que era La Winslow con más probabilidades de dormirse en la iglesia, pero parecía que cada día que pasaba en la capital traía una sorpresa nueva, otro momento que la dejaba boquiabierta y confundida.

Ya llevaba aquí un mes. ¡Un mes! Y todavía tenía la sensación de ir de puntillas, de no estar segura de si hacía o decía lo correcto en cada momento.

Y lo odiaba.

En casa estaba segura. No siempre tenía razón, pero casi siempre estaba segura. En Londres, las reglas eran distintas. Y lo peor era que todo el mundo se conocía. Y si no se conocían personalmente, habían oído hablar de los demás. Era como si toda la alta sociedad compartiera una historia secreta de la que Annabel no estaba enterada. Cada conversación escondía un significado más profundo y sutil. Y ella, que además de ser la Winslow con más probabilidades de dormirse en la iglesia, era la Winslow con más probabilidades de decir lo que pensaba, tenía la sensación de que no podía decir nada por miedo a ofender a alguien.

O a hacer el ridículo.

O a dejar en ridículo a otra persona.

No podía soportarlo. No podía soportar la idea de demostrar a su abuelo que su madre realmente había sido una tonta, que su padre había sido un maldito tonto, y que ella era la mayor tonta de todos.

Había mil maneras de hacer el ridículo, y cada día se presentaban nuevas oportunidades. Era agotador intentar evitarlas todas.

Annabel se levantó e hizo una reverencia cuando lord Newbury se marchó, e intentó no darse cuenta de que la mirada del anciano se clavaba en su escote. Su abuelo salió del salón con él y ella se quedó con Louisa, su abuela y la botella de jerez.

– Tu madre estará encantada -anunció lady Vickers.

– ¿Con qué, señora? -preguntó Annabel.

Su abuela la miró con hastío, con una pizca de incredulidad y una nota de enfurecimiento.

– Con el conde. Cuando acepté traerte a Londres jamás imaginé que pudiéramos aspirar a algo más que un barón. Has tenido suerte de que esté desesperado.

Annabel sonrió con ironía. Era encantador ser el objeto de la desesperación.

– ¿Jerez? -le ofreció su abuela.

Annabel meneó la cabeza.

– ¿Louisa? -Lady Vickers ladeó la cabeza hacia su otra nieta, que enseguida negó con la cabeza-. No es gran cosa, eso es cierto -dijo Lady Vickers-, pero cuando era joven era bastante apuesto, así que vuestros hijos no serán feos.

– Qué bien -respondió Annabel, con un hilo de voz.

– Varias de mis amigas estaban enamoradas de él, pero él sólo tenía ojos para Margaret Kitson.

– Tus amigas -murmuró Annabel. Las amigas de su abuela habían querido casarse con lord Newbury. Las amigas de… ¡su abuela! Habían querido casarse con el hombre que, seguramente, quería casarse con ella.

Santo Dios.

– Y morirá pronto -continuó su abuela-. No podrías pedir más.

– Creo que ahora sí que me tomaré esa copita de jerez -anunció Annabel.

– Annabel -dijo Louisa, incrédula, lanzándole una mirada de «¿Qué estás haciendo?».

Lady Vickers asintió y le sirvió una copa.

– No se lo digas a tu abuelo -dijo la mujer, mientras le daba la copa-. Cree que las chicas de menos de treinta años no deberían beber alcohol.

Annabel bebió un buen trago. Le resbaló por la garganta ardiendo, aunque no tosió. En casa nunca le habían ofrecido jerez, al menos no antes de la cena. Pero ahora necesitaba fuerzas.

– Lady Vickers -dijo el mayordomo-, me ha pedido que le recuerde cuándo había llegado la hora de marcharse a la reunión en casa de la señora Marston.

– Ah sí, es verdad -respondió esta, gruñendo mientras se levantaba-. Es una vieja muy pesada, pero siempre sirve la mesa de forma estupenda.

Annabel y Louisa se levantaron mientras su abuela salía del salón y, en cuanto lo hizo, volvieron a sentarse y Louisa dijo:

– ¿Qué ha pasado mientras he estado fuera?

Annabel suspiró.

– Imagino que te refieres a lord Newbury.

– Sólo he estado en Brighton cuatro días. -Louisa lanzó una mirada rápida hacia la puerta para verificar que no hubiera nadie y luego suspiró con urgencia-. ¿Y ahora quiere casarse contigo?

– No ha dicho nada de matrimonio -respondió Annabel, aunque hablaba más desde la esperanza que desde la realidad. A juzgar por las atenciones que le había prestado durante esos últimos cuatro días, seguro que iría a Canterbury a obtener una licencia especial antes de finales de semana.

– ¿Sabes su historia? -le preguntó Louisa.

– Creo que sí -respondió Annabel-. En parte. -En cualquier caso, no tan bien como Louisa. Ya era la segunda temporada en Londres de su prima y, lo más importante, ella había nacido en ese ambiente. Puede que el pedigrí de Annabel incluyera un abuelo vizconde, pero, a fin de cuentas, era hija de un hombre de campo. Louisa, en cambio, había pasado todas las primaveras y los veranos de su vida en Londres. Su madre, su tía Joan, había muerto hacía varios años, pero el duque de Fenniwick tenía varias hermanas, todas muy bien situadas socialmente. Puede que Louisa fuera tímida, y puede que fuera la última persona que uno esperaría que difundiera chismorreos y rumores, pero lo sabía todo.

– Está desesperado por encontrar esposa -le dijo su prima.

Annabel le ofreció lo que ella esperaba que fuera un gesto de desprecio hacia sí misma y dijo:

– Yo también estoy desesperada por encontrar marido.

– No tan desesperada.

Annabel no la contradijo, pero la verdad era que si no concertaba un buen matrimonio pronto, sólo Dios sabía qué sería de su familia. Nunca habían tenido mucho, pero, mientras su padre estuvo vivo, siempre habían conseguido salir adelante. No sabía de dónde habían sacado sus padres el dinero suficiente para enviar a sus cuatro hermanos a la escuela, pero estaban donde tenían que estar: en Eton, recibiendo una educación de caballeros. Annabel no sería la responsable de que tuvieran que marcharse.

– Su esposa murió hace no sé cuántos años -continuó Louisa-, pero no importaba porque le había dado un hijo sano. Y dicho hijo había tenido dos hijas, de modo que la nuera era fértil.

Annabel asintió y se preguntó por qué la fertilidad siempre era un asunto de la mujer. ¿Acaso los hombres no podían ser infértiles, también?

– Pero entonces su hijo murió. De unas fiebres, creo.

Annabel conocía esa parte de la historia, pero estaba convencida de que Louisa sabía más, así que preguntó:

– ¿Y no tiene a nadie que pueda heredar el título? Seguro que debe de existir un hermano o un primo.

– Su sobrino -confirmó Louisa-. Sebastian Grey. Pero lord Newbury lo odia.

– ¿Por qué?

– No lo sé -respondió Louisa, mientras se encogía de hombros-. Nadie lo sabe. Por celos, quizás. El señor Grey es terriblemente apuesto. Todas las damas caen rendidas a sus pies.

– Eso me gustaría verlo -dijo Annabel, pensando en voz alta, mientras trataba de imaginarse la escena. Se imaginó a un Adonis rubio, con los músculos tensando la tela del chaleco y avanzando entre un mar de féminas inconscientes. Sería mejor si algunas de ellas todavía no hubieran perdido el sentido por completo, quizás aferradas a su pierna, desequilibrándolo…

– ¡Annabel!

Annabel volvió a la realidad. Louisa la estaba mirando con una urgencia poco habitual en ella, y haría bien de escucharla.

– Annabel, esto es importante -dijo Louisa.

Annabel asintió y la invadió una sensación desconocida: quizás era gratitud, aunque seguro que era amor. Apenas acababa de conocer a su prima, pero ya habían establecido un vínculo de afecto, y sabía que Louisa haría todo lo que estuviera en su mano para evitar que ella terminara en un matrimonio infeliz.

Por desgracia, la influencia de Louisa no era demasiado grande. Además, no entendía… No, no podía entender la presión que significaba ser la hija mayor de una familia empobrecida.

– Escúchame -imploró Louisa-. El hijo de lord Newbury murió hace poco más de un año. Y antes de que el cuerpo de su hijo estuviera frío, Lord Newbury empezó a buscar esposa.

– ¿Y no debería haberla encontrado ya?

Louisa meneó la cabeza.

– Estuvo a punto de casarse con Mariel Willingham.

– ¿Quién? -Annabel parpadeó, intentando ubicar el nombre.

– Exacto. Nunca has oído hablar de ella. Murió.

Annabel notó cómo arqueaba las cejas. Realmente, era una manera muy fría de anunciar algo tan trágico.

– Dos días antes de la boda. Se resfrió.

– ¿Y murió en dos días? -preguntó Annabel. Era una pregunta morbosa, pero es que tenía que saberlo.

– No. Lord Newbury insistió en retrasar la ceremonia. Dijo que era por la salud de ella, que estaba demasiado enferma para presentarse en la iglesia, pero todos sabían que sólo quería asegurarse de que estuviera suficientemente sana como para darle un hijo.

– ¿Y entonces?

– Bueno, y entonces la chica murió. Resistió dos semanas. Fue realmente triste. Siempre fue muy amable conmigo. -Louisa meneó la cabeza y luego continuó-: Fue una pérdida para lord Newbury, aunque no demasiado cercana. Si se hubieran casado antes de que ella muriera, habría tenido que guardarle luto. En realidad, ya había intentado casarse escandalosamente pronto después de la muerte del hijo. Si la señorita Willingham no hubiera muerto antes de la boda, habría tenido que dejar pasar un año de luto.

– ¿Cuánto tiempo esperó antes de empezar a buscar a otra candidata? -preguntó Annabel, temiendo la respuesta.

– Menos de dos semanas. Sinceramente, no creo que hubiera esperado tanto si ya tuviera a otra chica en la recámara. -Louisa miró a su alrededor y sus ojos se posaron en el jerez de Annabel-. Necesito una taza de té -dijo.

Annabel se levantó y tocó la campana, porque no quería que Louisa perdiera el hilo de la historia.

– Cuando regresó a Londres -dijo Louisa-, empezó a cortejar a lady Frances Sefton.

– Sefton -murmuró Annabel. El nombre le sonaba, aunque no sabía de qué.

– Sí -dijo Louisa, muy animada-. Exacto. Su padre es el conde de Brompton. -Se inclinó hacia delante-. Lady Frances es la tercera de nueve hermanos.

– Dios mío.

– La señorita Willingham era la mayor de cuatro, pero… -Louisa se interrumpió, porque no sabía cómo decirlo de forma educada.

– ¿Tenía la misma figura que yo? -sugirió Annabel.

Louisa asintió, muy seria.

Annabel respondió con un gesto de ironía.

– Imagino que lord Newbury nunca se fijó en ti.

Louisa bajó la mirada hacia su cuerpo, ese cuerpo de cuarenta y siete kilos.

– Nunca. -Y entonces, en una muestra extraordinaria de blasfemia, añadió-: Gracias a Dios.

– ¿Qué le pasó a lady Frances? -preguntó Annabel.

– Se fugó. Con un lacayo.

– Santo cielo. Pero debían de estar enamorados ya antes. Nadie se fuga con un lacayo para evitar una boda con un conde.

– ¿Crees que no?

– No -dijo Annabel-. No es práctico.

– No creo que pensara en términos prácticos. Creo que estaba pensando en la posibilidad de casarse con ese… ese…

– No termines la frase, te lo suplico.

Louisa le hizo caso.

– Si alguien quisiera evitar un matrimonio con lord Newbury -continuó Annabel-, creo que debe de haber otras formas mejores de hacerlo que casándose con un lacayo. A menos, por supuesto, que estuviera enamorada del lacayo. Eso lo cambia todo.

– Bueno, ahora da igual. Se marchó a Escocia y nadie ha vuelto a saber de ella. Para entonces, la temporada había terminado. Estoy segura de que lord Newbury ha seguido buscando esposa, pero es mucho más fácil durante la temporada, cuando todo el mundo está en Londres. Además -añadió, por si acaso-, si hubiera estado persiguiendo a otra joven, yo no me habría enterado. Vive en Hampshire.

Mientras que Louisa se había pasado el invierno en Escocia, tiritando de frío en su castillo.

– Y ahora ha vuelto -dijo Annabel.

– Sí, y ahora que ha perdido un año entero, querrá encontrar a alguien deprisa. -Louisa la miró con una expresión horrible, entre lástima y resignación-. Si está interesado en ti, no va a querer perder el tiempo con ningún cortejo.

Annabel sabía que era cierto y sabía que si lord Newbury le proponía matrimonio, le costaría mucho rechazarlo. Sus abuelos ya habían dejado claro que aprobaban la unión. Su madre le habría permitido oponerse, pero estaba a casi cien kilómetros de distancia. Además, ella sabía exactamente la expresión que vería en sus ojos mientras le decía que no tenía que casarse con el conde.

Habría amor, pero también preocupación. Últimamente, la cara de su madre siempre reflejaba preocupación. Durante el primer año después de la muerte de su padre, todo era dolor, pero ahora sólo había preocupación. Annabel creía que su madre estaba tan preocupada por cómo mantener a la familia que ya no tenía tiempo para el dolor.

Si lord Newbury realmente quería casarse con ella, aportaría suficiente seguridad económica a la familia para aliviar las cargas de su madre. Pagaría la enseñanza de sus hermanos, y aportaría cuantiosas dotes para sus hermanas.

Annabel no aceptaría casarse con él a menos que le garantizara esas dos cosas. Por escrito.

Pero se estaba adelantando a los acontecimientos. No le había pedido matrimonio. Y ella todavía no había decidido aceptar la propuesta. ¿O sí?

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