Dos días después…
Cuando Annabel terminó de bailar con lord Rowton, con quien había bailado después de hacerlo con el señor Berbrooke, con quien había bailado después de haberlo hecho con el señor Albansdale, con quien había bailado después de bailar con un señor Berbrooke, distinto al de antes, con quien había bailado después de bailar con el señor Cavender, con quien había bailado después de bailar con… ¡increíble! un príncipe ruso, con quien había bailado después de bailar con sir Harry Valentine, con quien había bailado después de bailar con el señor St. Clair, con quien (aquí tuvo que hacer una pausa para recuperar el aliento) había bailado después de bailar con el señor Grey…
Bastaba decir que, si hasta ahora no entendía la naturaleza veleidosa de la sociedad londinense, ahora sí. No sabía cuántos caballeros la habían invitado a bailar porque el señor Grey se lo había pedido como favor y cuántos lo habían hecho siguiendo el ejemplo de los otros, pero una cosa estaba clara: estaba causando furor. Al menos, esta semana.
El paseo por el parque había conseguido el objetivo deseado, igual que la visita a Gunter’s. Toda la alta sociedad de Londres la había visto con Sebastian Grey comportándose (en palabras de Sebastian) como una tonta enamorada. Él se aseguró que las personas más chismosas lo vieran dándole un beso en la mano, riéndole las gracias y, para aquellos que se acercaron a charlar con ellos, incluso mirándola embelesado (aunque sin rastro de lujuria).
Y sí, había utilizado la palabra «lujuria». Y le habría chocado de no ser por su forma tan divertida de decir esas cosas. Ella sólo pudo reír, algo que, según la informó el señor Grey, era perfecto, porque quedaba raro que él se riera de sus bromas y ella no se riera con él.
Y eso la hizo reírse otra vez.
Habían repetido la charada al día siguiente, y al otro, cuando fueron de picnic con sir Harry y lady Olivia. El señor Grey la acompañó a casa de sus abuelos con instrucciones de que no apareciera por el baile de los Hartside hasta, como mínimo, las nueve y media. El carruaje de los Vickers se detuvo a las nueve y cuarenta y cinco, y cuando, cinco minutos después, entró en el salón, el señor Grey estaba charlando cerca de la puerta con un señor que ella no conocía. Sin embargo, en cuanto la vio, enseguida fue a buscarla.
Annabel sospechaba que el hecho de que pasara por delante de tres mujeres excepcionalmente bellas para llegar hasta ella no fue casualidad.
Al cabo de dos minutos, estaban bailando. Y, cinco minutos después, ella estaba bailando con el caballero con quien el señor Grey había estado charlando. Y así se fueron sucediendo los bailes y los compañeros: el príncipe ruso, los dos Berbrooke y lord Rowton. Annabel no estaba segura de si quería vivir la vida como la chica más popular de la ciudad, pero tenía que admitir que, por una noche, era muy divertido.
Lady Twombley se le había acercado, cargada de veneno, pero ni siquiera ella pudo convertir el rumor en algo desagradable. No estaba a la altura de lady Olivia Valentine que, según informaron a Annabel, había mencionado que el señor Grey quizás estuviera realmente interesado en tres de sus mejores amigas.
«Y las tres sin ningún tipo de discreción», había murmurado sir Harry.
Annabel empezaba a darse cuenta de que lady Olivia sabía perfectamente cómo funcionaba la mecánica del chisme.
– ¡Annabel!
Annabel vio a Louisa que la saludaba, y en cuanto hizo una reverencia a lord Rowton y le dio las gracias por el baile, se dirigió hacia donde estaba su prima.
– Somos gemelas -comentó Louisa, señalando sus vestidos, que eran del mismo tono salvia pálido.
Annabel sólo pudo reírse. Seguro que no había dos primas más distintas.
– Lo sé -dijo Louisa-. Este color me queda fatal.
– Claro que no -le aseguró Annabel, aunque bueno, quizá sí que le quedaba un poco mal.
– No mientas -le pidió Louisa-. Como prima mía, tienes la obligación de decirme la verdad cuando nadie más quiere hacerlo.
– Está bien, no es el color que mejor te sienta…
Louisa suspiró.
– Se me ve muy pálida.
– ¡No digas eso! -exclamó Annabel, aunque esta noche, con ese tono malva verdoso claro que tan mal le sentaba, sí que estaba un poco pálida. Su piel siempre había sido clara, pero la iluminación tenue y el vestido parecían haber eliminado cualquier rastro de color de su rostro-. Me gustó mucho el vestido azul que llevaste a la ópera. Estabas muy guapa.
– ¿Tú crees? -preguntó Louisa, con esperanza-. Me sentía guapa con él.
– A veces, con eso tienes media batalla ganada -le dijo Annabel.
– Bueno, pues tú debes de sentirte muy guapa con el color malva -dijo Louisa-. Eres la reina del baile.
– No tiene nada que ver con el color del vestido -respondió Annabel-. Y lo sabes.
– El señor Grey ha estado muy ocupado -comentó Louisa.
– Mucho.
Se quedaron de pie un momento sin decir nada, observando a los demás invitados, hasta que Louisa dijo:
– Ha sido muy amable al interceder.
Annabel asintió y murmuró una respuesta afirmativa.
– No, quiero decir que realmente ha sido muy amable.
Annabel se volvió hacia ella.
– No tenía que hacerlo -dijo Louisa, con la voz rozando la severidad-. La mayoría de caballeros no lo habría hecho.
Annabel miró fijamente a su prima e inspeccionó su rostro en busca del significado oculto de sus palabras. Pero Louisa no la estaba mirando. Tenía la barbilla levantada y seguía mirando a los invitados, moviendo la cabeza lentamente como si estuviera buscando a alguien.
O quizá sólo estaba mirando.
– Lo que hizo su tío… -dijo Louisa, muy despacio-. Es inexcusable. Nadie le hubiera recriminado que le hubiera devuelto el golpe.
Annabel esperó más. Algún tipo de explicación. O instrucciones. Cualquier cosa. Al final, soltó el aire con desánimo.
– Por favor -dijo-. Tú también, no.
Louisa se volvió.
– ¿Qué quieres decir?
– Exactamente eso. Por favor, di lo quieras decir. Es agotador intentar descifrar lo que la gente intenta decirme cuando no tiene nada que ver con las palabras que salen de sus bocas.
– Pero si ya lo he hecho -dijo Louisa-. Tienes que entender lo extraordinario que ha sido su actitud. Después de lo que su tío le hizo, y en público, nadie le hubiera culpado si hubiera querido lavarse las manos de este asunto y dejar que te apañaras con tu escándalo.
– ¿Ves? Eso -exclamó Annabel, aliviada de que por fin Louisa se lo hubiera explicado, aunque el asunto no le resultara agradable-. Eso es a lo que me refería. Perfectamente claro. Eso es lo que quería oír.
– ¿Qué querías oír?
Annabel dio un respingo y retrocedió.
– ¡Señor Grey! -exclamó.
– Para servirla -respondió él, mientras realizaba una reverencia. Llevaba un parche encima del ojo afectado, algo que a la mayoría de hombres les habría quedado ridículo. A él, en cambio, le daba un aspecto atractivo y peligroso y Annabel deseaba no haber oído cómo dos mujeres comentaban lo mucho que les gustaría que ese pirata las saqueara.
– Parecía muy concentrada -le dijo Sebastian-. Debo saber de qué estaban hablando.
Annabel no vio ningún motivo para no ser casi completamente sincera.
– De lo agotador que me resulta interpretar lo que dice todo el mundo aquí en Londres.
– Ah -respondió él-, ha bailado con el príncipe Alexei. No se lo tenga en cuenta. Tiene un acento muy fuerte.
Louisa se rió.
Annabel contuvo las ganas de lanzarle una mirada letal.
– Nadie dice lo que realmente piensa -le dijo al señor Grey.
Él la miró con expresión de desconcierto y le preguntó:
– ¿Acaso esperaba que fuera de otro modo?
De la boca de Louisa salió otra risa, aunque enseguida tosió porque nunca se atrevería a reír en público.
– A mí me encanta hablar en clave -dijo el señor Grey.
Annabel notó una tensión en el pecho. Quizá fue sólo la sorpresa. O quizá la decepción. Lo miró, incapaz de disimular sus sentimientos, y dijo:
– ¿De veras?
Él la miró a los ojos un momento que se hizo eterno y, casi con frustración, admitió:
– No.
Annabel separó los labios, pero no dijo nada. Tampoco respiró. Algo extraordinario había sucedido entre ellos; algo maravilloso.
– Creo que… -dijo él, muy despacio-. Creo que debería sacarla a bailar.
Annabel asintió, casi aturdida.
Él le ofreció la mano, pero enseguida la retiró y le indicó que se quedara donde estaba.
– No se mueva -le dijo-. Vuelvo enseguida.
Estaban cerca de la orquesta, y Annabel observó cómo se acercaba al director.
– ¡Annabel! -susurró Louisa.
Annabel se asustó. Se había olvidado de que su prima estaba allí. De hecho, había olvidado que estaba rodeada de gente. Por unos escasos y perfectos instantes, el salón se había quedado vacío. Sólo estaban él, ella, y el delicado sonido de sus respiraciones.
– Ya has bailado con él -dijo Louisa.
Annabel asintió.
– Ya lo sé.
– La gente hablará.
Annabel se volvió y parpadeó, intentando ver clara la imagen de su prima.
– La gente ya está hablando -respondió.
Louisa abrió la boca, como si quisiera decir algo más, pero luego sólo sonrió.
– Annabel Winslow -dijo, en voz baja-, creo que te estás enamorando.
Aquello la sacó de su aturdimiento.
– No es verdad.
– Sí que lo es.
– Apenas lo conozco.
– Por lo visto, lo suficiente.
Annabel vio que el señor Grey ya regresaba y notó cómo algo parecido al pánico se apoderaba de ella.
– Louisa, cierra el pico. Todo esto es un montaje. Me está haciendo un favor.
Louisa encogió los hombros de forma desdeñosa, algo poco habitual en ella.
– Si tú lo dices.
– Louisa -susurró Annabel, pero su prima se había separado para dejar espacio al señor Grey, que acababa de llegar.
– Es un vals -anunció él, como si no acabara de pedírselo al director de orquesta.
Alargó la mano.
Annabel estuvo a punto de aceptarla.
– Louisa -dijo-. Debería bailar con Louisa.
Él la miró con extrañeza.
– Y luego conmigo -añadió ella-. Por favor.
Él inclinó la cabeza y se volvió hacia Louisa, pero ella farfulló una disculpa y ladeó la cabeza hacia su prima.
– Tiene que ser usted, señorita Winslow -dijo él.
Ella asintió y dio un paso adelante, colocando su mano encima de la del señor Grey. Oyó murmullos a su alrededor, y notó los ojos clavados en ella, pero, cuando levantó la mirada y vio que él la estaba mirando con aquellos ojos tan claros y grises, todo desapareció. Su tío… los chismorreos… nada importaba. De hecho, no permitiría que importara.
Fueron hasta el centro de la pista de baile y ella se colocó frente a él, intentando ignorar la oleada de emoción que la invadió cuando él la agarró por la cintura con la otra mano. Ella nunca había entendido por qué, hace un tiempo, el vals se había considerado un baile escandaloso.
Ahora sí.
El señor Grey la estaba sujetando de forma correcta, a unos treinta centímetros de distancia. Nadie podría recriminarles su actitud. Y, sin embargo, a Annabel le parecía que el aire entre ellos se había caldeado, como si su piel hubiera rozado alguna magia extraña y reluciente. Cada respiración parecía que le llenaba los pulmones de forma distinta y era plenamente consciente de su cuerpo, de qué sensación tenía al estar en su piel y de cómo cada curva se movía y deslizaba al son de la música.
Se sentía como una sirena. Una diosa. Y cuando lo miró, vio que él la estaba mirando con una expresión directa y hambrienta. Se dio cuenta de que él también era consciente de su cuerpo y aquello provocó que estuviera más tensa.
Por un instante, cerró los ojos y tuvo que recordarse que todo aquello era mentira. Que estaban interpretando un papel para rehabilitarla ante los ojos de la sociedad. Al bailar con ella, el señor Grey la estaba convirtiendo en deseable. Y si se sentía deseada por él, es que tenía que aclararse la mente. Era un hombre de honor, generoso, aunque también era un actor consumado en el escenario de la sociedad. Sabía exactamente cómo mirarla y sonreírle para que todo el mundo creyera que estaba enamorado.
– ¿Por qué me ha pedido que bailara con su prima? -le preguntó, aunque su voz sonó un poco extraña. Casi ahogada.
– No lo sé -admitió ella. Y no lo sabía. O quizá simplemente no quería admitir que estaba asustada-. Todavía no había bailado ningún vals.
Él asintió.
– Además, ¿no quedaría bien para nuestra charada -preguntó ella, intentando pensar en cómo tenía que poner los pies-, que bailara con mi prima? No se molestaría en hacerlo si sólo estuviera pensando en…
– ¿En qué? -preguntó él.
Ella se humedeció los labios. Se le habían quedado secos.
– Seducirme.
– Annabel -dijo él, sorprendiéndola con el uso de su nombre de pila-. Cualquier hombre que la mira piensa en seducirla.
Annabel lo miró, aturdida por la punzada de dolor que le había provocado ese comentario. Lord Newbury la había querido por sus curvas, por sus generosos pechos y por sus caderas anchas y fértiles. Y Dios sabía que nunca se acostumbraría a las miradas lascivas que despertaba en los hombres, excepto en los más decorosos. Pero el señor Grey… De algún modo había creído que era distinto.
– Lo que importa -añadió él, muy despacio-, es si piensan en algo más aparte de eso.
– ¿Y usted lo hace? -susurró.
Él no respondió enseguida. Pero entonces dijo, casi como si estuviera hablando consigo mismo:
– Creo que quizá sí.
Ella contuvo el aliento y analizó su expresión para intentar traducir esa frase en algo que pudiera entender. No se le ocurrió que igual él tampoco lo entendía; que igual estaba tan desubicado como ella ante aquella atracción que había nacido entre ellos.
O quizá no había querido decir nada en concreto. Era uno de esos pocos hombres que sabían ser amigos de una mujer. Quizá sólo había pretendido eso, decirle que disfrutaba de su compañía, que se lo pasaba bien con ella y que quizá, por ella, incluso valía la pena recibir un puñetazo.
Quizá sólo era eso.
Y entonces, el baile terminó. Él se inclinó, ella hizo una reverencia y se alejaron de la pista de baile hacia la mesa de la limonada, y Annabel lo agradeció mucho. Estaba sedienta, pero lo que realmente necesitaba era tener algo en las manos, algo que la distrajera, algo que la calmara. Porque la piel le seguía ardiendo, y tenía mariposas en el estómago y, si no encontraba algo con qué entretenerse, no podría parar de moverse.
El señor Grey le ofreció un vaso y Annabel acababa de dar el primer sorbo cuando oyó que alguien lo llamaba. Se volvió y vio que una señora de unos cuarenta años avanzaba hacia ellos agitando la mano.
– ¡Oh, señor Grey! ¡Señor Grey!
– Señora Carruthers -dijo él, inclinando la cabeza con educación-. Qué alegría volver a verla.
– Me acabo de enterar de algo asombroso -dijo la señora Carruthers.
Annabel se preparó para algo horrible, que seguramente la afectaría a ella, pero la señora Carruthers centró toda su alterada atención en el señor Grey y dijo:
– Lady Cosgrove me acaba de decir que posee una caja de libros autografiados de la señora Gorely.
¿Era eso? Annabel se quedó casi decepcionada.
– Es cierto -confirmó el señor Grey.
– Tiene que decirme dónde los ha conseguido. Soy una gran seguidora y no consideraría mi biblioteca completa sin su firma.
– Eh… Fue en una librería de… Oxford, creo.
– Oxford -repitió la señora Carruthers, visiblemente decepcionada.
– No creo que valga la pena hacer el trayecto para ir a buscar más -dijo él-. Sólo había una colección de libros autografiados y el vendedor me dijo que nunca había visto ninguno hasta entonces.
La señora Carruthers se mordió el nudillo del dedo índice de la mano derecha mientras apretaba los labios, pensativa.
– Qué intrigante -dijo-. Quizá sea de Oxford. O quizás esté casada con un profesor.
– ¿Existe algún profesor que se llame Gorely? -preguntó Annabel.
La señora Carruthers se volvió hacia ella y parpadeó, como si acabara de descubrir su presencia, al lado del señor Grey.
– Perdón -farfulló él, y procedió a presentarlas oficialmente.
– ¿Existe? -repitió Annabel-. Me parece que sería la forma más directa de averiguar si es la mujer de un profesor.
– Es muy poco probable que Gorely sea su verdadero apellido -le explicó tranquilamente la señora Carruthers-. No me imagino que una dama permita que su nombre aparezca en una novela.
– Si no es su nombre real -se preguntó Annabel-, ¿tiene algún valor su autógrafo?
Se encontró con un silencio por respuesta.
– Además -continuó-, ¿cómo sabe que es su firma? Yo podría haber escrito su nombre en la tapa.
La señora Carruthers se la quedó mirando fijamente. Annabel no sabía si estaba pasmada por sus preguntas o simplemente molesta con ella. Al cabo de unos segundos, la señora se volvió hacia el señor Grey y dijo:
– Si alguna vez se encuentra con otra colección firmada, o aunque sólo sea un libro, cómprelo y tenga por seguro que se lo pagaré.
– Será un placer -murmuró él.
La señora Carruthers asintió y se marchó. Annabel la vio alejarse y dijo:
– Creo que no le he causado muy buena impresión.
– No -respondió él.
– Creí que mi pregunta sobre el valor de la firma era pertinente -añadió ella, encogiéndose de hombros.
Él sonrió.
– Empiezo a entender su obsesión con que la gente diga lo que piensa.
– No es una obsesión -protestó ella.
Él arqueó una ceja. El movimiento quedó escondido por el parche, aunque así resultó más provocativo.
– No lo es -insistió Annabel-. Es sentido común. Piense en todos los malentendidos que se evitarían si la gente hablara a la cara en lugar de hablar con una persona que le puede explicar a otra, que le puede explicar a otra, que le puede…
– Está confundiendo dos cosas -la interrumpió él-. Una cosa es la prosa enrevesada y la otra son los dimes y diretes.
– Las dos cosas son igual de insidiosas.
Él la miró con cierto aire condescendiente.
– Es muy dura con sus congéneres, señorita Winslow.
Ella sacó las uñas.
– No creo que sea pedir demasiado.
Él asintió, muy despacio.
– En cualquier caso, yo creo que hubiera preferido que mi tío no me dijera lo que pensaba el miércoles por la noche.
Annabel tragó saliva, con cierta sensación de incomodidad. Y culpa.
– Supongo que agradezco su sinceridad. En términos puramente filosóficos, claro. -Le ofreció media sonrisa-. En términos prácticos, en cambio, creo que soy más apuesto sin el parche.
– Lo siento -dijo ella. No fue el comentario más acertado, pero fue lo primero que se le ocurrió. Y, al menos, no fue inadecuado.
Él restó importancia a su disculpa.
– Toda experiencia nueva es buena para el alma. Ahora sé exactamente qué se siente cuando recibes un puñetazo en la cara.
– ¿Esto es bueno para su alma? -preguntó ella, cautelosa.
Él se encogió y dirigió la mirada hacia los invitados.
– Uno nunca sabe cuándo tendrá que describir algo.
A Annabel le pareció una explicación muy extraña, pero no dijo nada.
– Además -añadió él, contento-, si no fuera por los malentendidos, nos habríamos perdido gran parte de la buena literatura.
Ella lo miró con curiosidad.
– ¿Dónde estarían Romeo y Julieta?
– Vivos.
– Cierto, pero piense en las horas de entretenimiento que nos habríamos perdido los demás.
Annabel sonrió. No pudo evitarlo.
– Yo prefiero las comedias.
– ¿De veras? Bueno, supongo que son más entretenidas, pero, sin las tragedias, no experimentaríamos el elevado nivel de drama que aportan. -Se volvió hacia ella con la expresión a la que Annabel estaba empezando a acostumbrarse: la máscara de educación que se ponía en sociedad, la que lo catalogaba de aburrido bon vivant, aunque pareciera una contradicción. Además, soltó un suspiro ligeramente fingido antes de decir-: ¿Qué sería la vida sin los momentos sombríos?
– Muy agradable, la verdad. -Annabel recordó su momento sombrío más reciente a manos, bueno, a manazas de lord Newbury. Le habría gustado vivir sin eso.
– Hmmm -dijo él, y ya está.
Annabel sintió la extraña necesidad de llenar el silencio y le espetó:
– Me votaron como la Winslow con más probabilidades de decir lo que piensa.
Eso llamó la atención de Sebastian.
– ¿En serio? -Torció los labios-. ¿Y quién votaba?
– Los demás Winslow.
Él se rió.
– Somos ocho -explicó ella-. Diez con mis padres; bueno, nueve ahora que mi padre ha muerto, pero, aún así, somos suficientes para una votación decente.
– Siento lo de su padre -dijo él.
Ella asintió y esperó a que apareciera el habitual nudo en la garganta. Pero no apareció.
– Era un buen hombre -dijo ella.
Él asintió y luego le preguntó:
– ¿Qué más títulos ha ganado?
Ella sonrió con gesto culpable.
– El de la Winslow con más probabilidades de quedarse dormida en la iglesia.
Él soltó una carcajada.
– Todo el mundo nos está mirando -susurró ella, con cierta urgencia.
– No se preocupe. Al final, será beneficioso para usted.
Correcto. Annabel sonrió incómoda. Todo seguía siendo una representación, ¿verdad?
– ¿Alguna otra cosa? -preguntó él-. Aunque dudo que haya algo que supere esto último.
– Quedé tercera en la votación de la Winslow con más probabilidades de correr más que un pavo.
Esta vez, Sebastian no se rió, aunque tuvo que hacer un gran esfuerzo para controlarse.
– Es realmente una chica de campo -dijo.
Ella asintió.
– ¿Tan difícil es correr más que un pavo?
– Para mí, no.
– Más, más -insistió él-. Me resulta fascinante.
– Claro -dijo ella-. No tiene hermanos.
– Nunca he deseado tanto tenerlos como esta noche. Piense en los títulos que habría ganado.
– ¿El de el Grey con más probabilidades de zarpar en un barco pirata? -propuso ella, señalando el parche del ojo.
– De corsarios, por favor. Soy demasiado fino para la piratería.
Ella puso los ojos en blanco y sugirió:
– ¿El de el Grey con más probabilidades de perderse en un brezal?
– Es una mujer cruel. Siempre supe dónde estaba. Yo estaba pensando en el de el Grey con más probabilidades de ganar una fortuna jugando a los dardos.
– ¿El de el Grey con más probabilidades de abrir una biblioteca de préstamo?
Él se rió.
– El de el Grey con más probabilidades de destrozar una ópera.
Ella se quedó boquiabierta.
– ¿Canta?
– Lo intenté una vez. -Se inclinó hacia ella para una confidencia-. Fue un momento que no debe volver a repetirse.
– Será lo mejor -murmuró ella-, teniendo en cuenta que quiere mantener a sus amigos.
– O, al menos, permitirles que mantengan sus oídos intactos.
Ella sonrió, porque empezaba a dejarse llevar por la broma.
– ¡El de el Grey con más probabilidades de escribir un libro!
Él se quedó inmóvil.
– ¿Por qué lo dice?
– No sé -respondió ella, perpleja ante su reacción. No estaba enfadado, pero se había puesto muy serio-. Supongo que creo que tiene don de palabra. ¿No le dije una vez que era un poeta?
– ¿Lo dijo?
– Antes de saber quién era -aclaró ella-. En el brezal.
– Ah, sí. -Apretó los labios mientras pensaba.
– Y acaba de expresar un gran respeto por Romeo y Julieta. Por la obra, no por los protagonistas. Ellos le dan bastante igual.
– A alguien tienen que darle igual -dijo él.
– Bien dicho -añadió ella, riéndose.
– Lo intento.
Y entonces, Annabel lo recordó.
– Ah, claro, ¡y también está la señora Gorely!
– ¿Ah sí?
– Sí, es un gran seguidor. Empiezo a pensar que debería leer uno de sus libros -pensó Annabel en voz alta.
– Quizá le dé una de mis copias autografiadas.
– Uy no, no lo haga. Resérvelas para las auténticas devotas. Ni siquiera sé si me gustará. A lady Olivia parece que no le gusta.
– A su prima, sí -respondió él.
– Cierto, pero a Louisa también le gustan las horribles novelas de la señora Radcliffe con las que, sinceramente, yo no puedo.
– La señora Gorely es mucho mejor que la señora Radcliffe -dijo él, con firmeza.
– ¿Las ha leído a las dos?
– Claro. Y no hay punto de comparación.
– Vaya, entonces creo que debería darle una oportunidad y juzgar por mí misma.
– Entonces, le daré una de mis copias sin autógrafo.
– ¿Tienes varias ediciones? -Santo Dios, no se había dado cuenta de que le gustaba tanto esa escritora.
Él se encogió de hombros.
– Ya las tenía antes de encontrar las autografiadas.
– Ah, claro. No se me había ocurrido. ¿Y cuál es su favorita? Empezaré por esa.
Él se quedó pensando unos instantes y luego, meneando la cabeza, respondió:
– No sabría elegir. Me gustan cosas distintas de cada una de ellas.
Annabel sonrió.
– Se parece a mis padres cuando alguien les pregunta a qué hijo quieren más.
– Imagino que es algo parecido -murmuró él.
– Siempre que haya parido un libro, claro -respondió ella mientras apretaba los labios para no reírse.
Pero él no se rió.
Ella parpadeó sorprendida.
Y entonces, él se rió. Fue una risita, aunque extraña, porque sonó como si hubiera reaccionado cinco segundos después de la broma, y no era propio de él. ¿No?
– ¿Más sinceridad, señorita Winslow? -le preguntó, mientras una sonrisa sardónica convertía la pregunta en una especie de gesto de cariño.
– Siempre -respondió ella, muy alegre.
– Creo que quizá… -Pero dejó la frase en el aire.
– ¿Qué sucede? -Sonrió mientras lo preguntaba, pero entonces vio que estaba mirando hacia la puerta. Y se ponía muy serio.
Se humedeció los labios algo nerviosa y tragó saliva. Y se volvió. Lord Newbury había entrado en el salón.
– Parece enfadado -susurró.
– No puede reclamarle nada -le espetó el señor Grey.
– A usted tampoco -dijo ella, en voz baja, y se volvió hacia una puerta lateral que llevaba a la sala de descanso de las señoras. Sin embargo, el señor Grey la agarró de la muñeca y la sujetó con fuerza.
– No puede salir corriendo -dijo-. Si lo hace, todo el mundo pensará que ha hecho algo malo.
– O -respondió ella, mientras detestaba la oleada de pánico que se estaba apoderando de su ser-, quizá le echen un vistazo y entiendan que cualquier joven en su sano juicio querría evitar el encuentro.
Aunque no lo entenderían. Y Annabel lo sabía. Lord Newbury se dirigía hacia ellos con paso firme y la gente se apartaba para dejarlo pasar. Se apartaba y luego se volvía, claro, para mirar a Annabel. Si se montaba una escena, nadie quería perdérsela.
– Estaré aquí a su lado -susurró el señor Grey.
Annabel asintió. Era increíble, y aterrador, lo mucho que la tranquilizaban aquellas palabras.