A Sebastian lo sorprendió las ganas que tenía de ir a la ópera esa noche. Y no es que no fuera un gran aficionado; lo era, aunque ya hubiera visto La flauta mágica tantas veces que se sabía de memoria las dos arias de la Reina de la Noche.
Otra cualidad más a añadir a su lista de talentos inútiles.
No sabía por qué las compañías de teatro de Gran Bretaña insistían en representar una y otra vez la misma ópera. Suponía que era en deferencia a la legión de caballeros británicos demasiado tozudos para aprender un idioma extranjero. Para Seb, era más fácil seguir una comedia que una tragedia. O, al menos, saber cuándo reír.
Sin embargo, por mucho que quisiera ver la ópera desde la privilegiada posición del palco de los Fenniwick, quería ver más a la chica.
A la señorita Winslow.
La señorita Annabel Winslow.
Annabel.
Le gustaba el nombre. Tenía cierto aire bucólico, algo que olía a limpio, como la hierba.
No conocía a muchas mujeres que consideraran esa comparación un cumplido, pero sospechaba que la señorita Winslow era de las pocas que sí.
Aparte de eso, sabía poco de ella, excepto que era amiga de la hija de un duque. Era un movimiento sensato para cualquier joven que quisiera trepar en la sociedad, pero le había parecido que la señorita Winslow y lady Louisa disfrutaban de la compañía mutua.
Otro punto a favor de la señorita Winslow. Sebastian nunca había soportado a los que fingían una amistad para escalar posiciones sociales.
Y también sabía que tenía un pretendiente que no le gustaba. Aunque no era nada extraordinario; la mayor parte de las jóvenes con un aspecto aceptable y/o una fortuna tenía uno o dos pretendientes. Lo interesante era que ella se había escapado de la fiesta para evitar a ese hombre. La única explicación es que fuera particularmente atroz.
O que ella tuviera tendencia a las actitudes estúpidas.
O que dicho pretendiente hubiera intentado sobrepasarse.
O que ella hubiera exagerado.
Sebastian consideró todas esas opciones mientras se dirigía hacia la ópera. Si él escribiera la historia (y no descartaba la posibilidad de hacerlo algún día, porque la historia parecía sacada de una novela de la Gorely), ¿cómo lo haría?
El pretendiente tendría que ser horrible. Muy rico, quizá con un título; alguien que pudiera presionar a la familia pobre y arruinada de la chica. Y no estaba diciendo que la familia de la señorita Winslow fuera pobre y estuviera arruinada, pero para el argumento del libro quedaba mejor.
La habría atacado en una esquina oscura, lejos de la fiesta. No, eso no. Sería demasiado temprano en la novela para tanto drama, y seguramente demasiado morboso para su público. Sus lectores no querían ver a una mujer repeliendo un ataque indeseado; sólo querían leer cómo los demás chismorreaban al respecto después del ataque.
O, al menos, eso el lo que le había dicho el editor.
Perfecto, si no la había atacado, entonces quizá le había hecho chantaje. Sebastian se emocionó. El chantaje siempre era un buen elemento en una historia. Lo usaba casi siempre.
– ¡Hemos llegado!
Sebastian parpadeó y levantó la mirada. Ni siquiera se había dado cuenta de que habían llegado a la ópera. Había alquilado un carruaje, por desagradable que fuera. No tenía uno propio y le había dicho a Olivia que no hacía falta que Harry y ella pasaran a buscarlo. Era mejor dejar a los no tan recién casados un tiempo a solas.
Harry se lo agradecería después. Seb lo sabía.
Sebastian bajó, pagó al conductor y entró. Había llegado un poco temprano, pero ya había varias personas en el vestíbulo, para ver y ser vistos con sus mejores galas.
Lentamente, se abrió camino entre la gente, hablando con conocidos, sonriendo, como siempre hacía, a las jóvenes que menos lo esperaban. La noche prometía todo lujo de placeres y entonces, justo cuando casi había llegado a las escaleras…
Su tío.
Sebastian se tensó y apenas contuvo un gruñido. No sabía por qué se sorprendía; era perfectamente lógico que el conde de Newbury acudiera a la ópera, y más si iba en busca de nueva esposa. Sin embargo, hasta ahora estaba de muy buen humor. Parecía casi un crimen que su tío estuviera allí para estropearlo.
Normalmente, se habría desviado para evitarlo. Seb no era ningún cobarde, pero, en serio, ¿por qué seguir adelante si sabes que te vas a encontrar con algo desagradable?
Por desgracia, esta vez no tenía escapatoria. Su tío lo había visto, y Sebastian sabía que Newbury sabía que lo había visto. Además, cuatro caballeros habían visto cómo se veían, y aunque Seb no se considerara un cobarde por evitar a su tío, otros quizá sí lo hicieran.
No era tan iluso como para creer que le daba igual la opinión de los demás. No iba a permitir que medio Londres susurrara que le tenía miedo a su tío.
Además, puesto que era imposible evitarlo, se propuso llevar su actitud hasta el otro extremo y se aseguró de que sus pasos lo llevaran directamente hasta él.
– Tío -dijo, deteniéndose ligeramente para saludarlo.
Su tío frunció el ceño, pero se quedó tan sorprendido por la interpelación directa que no tuvo tiempo para pensar una respuesta mordaz. Sólo inclinó la cabeza, junto con un gruñido, puesto que sus labios eran incapaces de pronunciar el nombre de Sebastian.
– Un placer verte, como siempre -añadió Sebastian, con una amplia sonrisa-. No sabía que te gustaba la música. -Y entonces, antes de que Newbury pudiera hacer algo más que rechinar los dientes, volvió a inclinarse y se marchó.
En resumen, un encuentro positivo. Y mejoraría cuando el conde se diera cuenta de que su sobrino estaba sentado en el palco de los Fenniwick. Newbury era un esnob y seguramente se enfurecería cuando viera que Sebastian tenía mejores asientos que él.
Aunque esa no había sido su intención al aceptar la invitación de lady Louisa, pero ¿quién era él para discutir una ayuda inesperada?
Cuando llegó al palco, vio que lady Louisa y la señorita Winslow ya habían llegado, junto con lady Cosgrove y lady Wimbledon, que, si no le fallaba la memoria, eran hermanas del duque de Fenniwick. El duque no estaba, a pesar de que el palco iba a su nombre.
Sebastian se fijó que lady Louisa estaba flanqueada por ambas tías. En cambio, la señorita Winslow se encontraba sola en la primera fila. Sin duda, lady C y lady W querían proteger a su sobrina de su insidiosa influencia.
Sonrió. Mucho mejor influir en la señorita Winslow, que, no pudo evitar fijarse, estaba deliciosa con su vestido de color verde manzana.
– ¡Señor Grey! -exclamó lady Louisa cuando lo vio.
Él se inclinó.
– Lady Louisa, lady Cosgrove, lady Wimbledon. -Y entonces, volviéndose un poco y sonriendo de una forma distinta, añadió-: Señorita Winslow.
– Señor Grey -respondió ella. Se sonrojó un poco, algo inapreciable bajo la luz de las velas. Pero bastó para que él sonriera por dentro.
Sebastian comprobó cómo estaban sentadas las señoras y enseguida se alegró de haber venido temprano y solo. Las opciones eran: en la primera fila con la señorita Winslow, el único asiento libre en la fila del medio, junto a la seria lady Wimbledon, o en la última fila, esperando a los demás invitados.
– No puedo permitir que la señorita Winslow se siente sola -dijo, y se sentó a su lado.
– Señor Grey -repitió ella-. Creía que sus primos también querían venir.
– Y vendrán. Pero no les venía de paso pasar a recogerme. -Se volvió para incluir a lady Louisa en la conversación-. Puesto que no vivo por donde pasarán.
– Ha sido muy amable por no insistir -dijo lady Louisa.
– La amabilidad no ha tenido nada que ver -mintió él-. Habrían insistido en mandarme el carruaje antes de arreglarse, lo que significa que yo habría tenido que vestirme una hora antes.
Lady Louisa se rió y entonces, como si de repente se hubiera acordado, dijo:
– ¡Ah! Debo darle las gracias por el libro.
– Ha sido un placer -murmuró él.
– ¿Qué libro? -preguntó una de las tías.
– Le habría enviado uno a usted -le dijo a la señorita Winslow mientras lady Louisa hablaba con su tía-, pero no sabía dónde vive.
La señorita Winslow tragó saliva algo incómoda y dijo:
– Ah, no pasa nada. Seguro que Louisa me deja el suyo cuando haya terminado.
– Uy, no -respondió lady Louisa, inclinándose hacia delante-. Este no lo prestaré nunca. Está firmado por la autora.
– ¿Firmado por la autora? -exclamó lady Cosgrove-. ¿De dónde ha sacado una copia autografiada?
Seb se encogió de hombros.
– Lo encontré el año pasado. Y pensé que a lady Louisa le gustaría.
– Me encanta -respondió ella, de corazón-. Es uno de los mejores regalos que he recibido en la vida.
– Tienes que dejarme verlo -le dijo lady Wimbledon a lady Louisa-. La señora Gorely es una de mis autoras preferidas. ¡Tiene una imaginación!
Seb se preguntó cuántas copias más autografiadas sería creíble que se hubiera encontrado. Estaba claro que era un regalo mucho mejor que cualquier otra cosa que pudiera comprar. Decidió sentar las bases de su historia desde ahora mismo.
– Encontré una colección entera en una librería el otoño pasado -dijo, encantado con su inventiva. Ahora tenía tres oportunidades más de hacer un regalo autografiado. ¿Quién sabe cuándo iba a necesitar más?
– No puedo pedirle que deje la colección incompleta -murmuró lady Louisa, con la obvia esperanza de que Sebastian le dijera que no le importaba.
– No me importa -le aseguró-. Es lo mínimo que puedo hacer a cambio de un asiento tan excepcional en la ópera. -Aprovechó la ocasión para incluir a la señorita Winslow en la conversación-. Tiene mucha suerte de ver su primera ópera desde aquí.
– Estoy impaciente -dijo ella.
– ¿Tanto que no le importa sentarse a mi lado? -preguntó él en voz baja.
Vio que ella intentaba no sonreír.
– Por supuesto.
– Siempre me dicen que soy bastante encantador -le dijo.
– ¿Ah sí?
– ¿Si soy encantador?
– No. -Volvió a esforzarse por no reír-. Si se lo dicen.
– Ah. De vez en cuando. Aunque mi familia, no.
Esta vez sí que sonrió. Sebastian se quedó absurdamente complacido.
– Naturalmente, vivo para molestarlos -comentó.
Ella se rió.
– Seguro que no es el mayor.
– ¿Cómo lo sabe?
– Porque los hermanos mayores odiamos molestar.
– ¿Ah sí?
Ella parpadeó, sorprendida.
– ¿Es el mayor?
– Me temo que soy hijo único. Una gran decepción para mis padres.
– Ah, entonces eso lo explica todo.
Una respuesta que no pudo ignorar.
– Explíquese, por favor.
Ella se volvió hacia él, absolutamente implicada en la conversación. Su expresión quizás era un poco altanera, pero a Sebastian le gustaba esa mirada astuta en sus ojos.
– Bueno -dijo, de forma tan oficiosa que, si no hubiera sabido que era la hermana mayor, lo habría adivinado-. Como hijo único, ha crecido sin compañía y, por lo tanto, nunca ha aprendido a interactuar con sus congéneres.
– Fui a la escuela -respondió él, ligeramente.
Ella agitó la mano en el aire.
– Da igual.
Él esperó un momento, y luego repitió:
– ¿Da igual?
Ella parpadeó.
– Seguro que quiere añadir algo.
Ella se lo pensó.
– No.
Él hizo otra pausa y ahora ella añadió:
– ¿Es necesario?
– Por lo visto no, si eres el mayor y lo suficientemente grande como para pegar a tus hermanos.
Ella abrió los ojos como platos y estalló a reír; un sonido precioso y gutural que no era en absoluto musical. La señorita Winslow no reía con delicadeza.
A Sebastian le encantaba.
– Nunca he pegado a nadie que no lo mereciera -le respondió, cuando recuperó la compostura.
Él se rió con ella.
– Pero, señorita Winslow -dijo, fingiendo sorpresa-, acabamos de conocernos. ¿Cómo puedo confiar en usted?
Ella sonrió con picardía.
– No puede.
El corazón de Sebastian dio un peligroso vuelco. Por lo visto, no podía apartar la mirada de la comisura de los labios de Annabel, aquel pequeño punto donde la piel se plegaba y se curvaba. Tenía unos labios preciosos, carnosos y rosados, y se dijo que le gustaría volver a besarlos ahora que había tenido la oportunidad de contemplarla a la luz del día. Se preguntó si sería distinto ahora que podía formarse una imagen de ella en color mientras la besaba.
Se preguntó si sería distinto ahora que sabía su nombre.
Ladeó la cabeza, como si ese movimiento lo ayudara a verla mejor. Y funcionó, y se dio cuenta de que sí, que sería distinto.
Mejor.
Evitó tener que reflexionar sobre el significado de aquella admisión porque justo en ese momento llegaron sus primos. Harry y Olivia aparecieron con las mejillas sonrosadas y un poco despeinados y, después de saludar a los ocupantes del palco, los no tan recién casados se sentaron en la última fila.
Sebastian volvió a ocupar su asiento. No era como si estuviera solo con la señorita Winslow; había seis personas más en el palco, y eso sin mencionar a los cientos de asistentes a la ópera. Pero estaban solos en la primera fila y, de momento, era más que suficiente.
Se volvió para mirarla. Annabel estaba asomada al palco, con los ojos llenos de emoción. Sebastian intentó recordar la última vez que había sentido esa emoción. Cuando regresó de la guerra, se instaló en Londres y todo eso (las fiestas, la ópera, los flirteos) se había convertido en una rutina. Disfrutaba mucho, obvia decirlo, pero no podría decir que hubiera algo en particular que lo emocionara de verdad.
Entonces, ella se volvió. Lo miró y sonrió.
«Hasta ahora.»