CAPÍTULO 21

Esa misma noche…


Lo has visto esta tarde?

Annabel habría levantado la vista y mirado a Louisa, que acababa de entrar en la habitación, pero Nettie le tenía agarrado el pelo con mucha fuerza.

– ¿A quién? -preguntó-. ¡Au! ¡Nettie!

Nettie tiró todavía más fuerte, enroscó un mechón y lo fijó con una horquilla.

– Estese quieta y no tardaré tanto.

– Ya sabes a quién -dijo Louisa, mientras se sentaba en una silla.

– Ponte un vestido azul -le dijo Annabel, sonriente-. Es el color que mejor te queda.

– No intentes cambiar de tema.

– No lo ha visto -respondió Nettie.

– ¡Nettie!

– Es verdad, no lo ha visto -se defendió la doncella.

– No -confirmó Annabel-. No desde la hora de la comida.

La comida se había servido al aire libre y, como no había sitios predeterminados, Annabel había acabado en una mesa para cuatro con Sebastian, su primo Edward y Louisa. Se lo habían pasado de maravilla, pero, a media comida, lady Vickers había solicitado hablar en privado con ella.

– ¿Qué crees que estás haciendo? -le preguntó su abuela, cuando estuvieron lejos del grupo.

– Nada -insistió Annabel-. Louisa y yo…

– No me refiero a tu prima -la interrumpió lady Vickers. Agarró a Annabel del brazo con fuerza-. Hablo del señor Grey que, por cierto, te recuerdo que no es el conde de Newbury.

Annabel vio que el volumen de voz de su abuela estaba llamando la atención de los demás invitados, así que habló en voz baja a ver si ella la imitaba.

– Lord Newbury ni siquiera ha llegado -dijo-. Si estuviera aquí…

– ¿Te sentarías con él? -Lady Vickers arqueó la ceja con escepticismo-. ¿Estarías atenta a todas y cada una de sus palabras y te comportarías como una ramera delante de todo el mundo?

Annabel contuvo el aliento y retrocedió.

– Todo el mundo te está mirando -siseó lady Vickers-. Cuando estés casada, podrás hacer lo que te dé la gana, pero de momento tú y tu reputación os mantendréis impolutas como un copo de nieve.

– ¿Qué crees que he estado haciendo? -preguntó Annabel en voz baja. Seguro que su abuela no sabía lo que había pasado en el estanque. No lo sabía nadie.

– ¿No te he enseñado nada? -Los ojos de lady Vickers, claros y sobrios como Annabel no los había visto nunca, la miraron fijamente-. No importa lo que hagas, sino lo que la gente cree que haces. Y estás mirando a ese hombre como si estuvieras enamorada de él.

Pero es que lo estaba.

– Intentaré mejorar -dijo Annabel, nada más.

Se terminó la comida, porque no quería que nadie la viera correr hasta su habitación después de que su abuela la hubiera regañado en público. Pero, en cuanto terminó de comer, se disculpó y se marchó a su habitación. Le dijo a Sebastian que necesitaba descansar. Y era verdad. Y que no quería estar presente cuando su tío llegara.

Que también era verdad.

Así que se tendió en la cama con la señorita Sainsbury. Y su misterioso coronel. Y se dijo que se merecía una tarde para ella sola. Tenía muchas cosas sobre las que reflexionar.

Sabía lo que quería hacer, y sabía lo que debería hacer, y también sabía que eran dos cosas distintas.

También sabía que si mantenía la cabeza pegada a un libro toda la tarde, podría ignorar todo aquel embrollo durante unas horas.

Cosa que le resultaba terriblemente atractiva.

Quizá, si esperaba el tiempo suficiente, pasaría algo y todos sus problemas desaparecerían.

Quizá su madre encontraría un collar de diamantes que hubiera perdido.

O quizá lord Newbury encontraría a una chica con las caderas todavía más anchas.

O quizás habría una inundación. O una plaga. De veras, el mundo estaba lleno de calamidades. Mira a la pobre señorita Sainsbury. Entre los capítulos tres y ocho, había caído por la borda de un barco, la había capturado un corsario y casi la pisotea una cabra.

¿Quién podía asegurarle que a ella no le sucedería lo mismo?

Aunque, pensándolo bien, lo del collar de diamantes le gustaba más.

Sin embargo, una chica no podía esconderse para siempre, y ahora estaba sentada frente al espejo mientras Nettie la peinaba y Louisa la informaba de lo que se había perdido.

– He visto a lord Newbury -dijo.

Annabel soltó una especie de suspiro gruñido.

– Estaba hablando con lord Challis. Le ha… eh… -Louisa tragó saliva, muy nerviosa, y jugueteó con el encaje de su vestido-. Le ha dicho algo acerca de una licencia especial.

– ¿Qué? ¡Au!

– No haga movimientos bruscos -la riñó Nettie.

– ¿Y qué ha dicho de la licencia especial? -susurró Annabel, con cierta urgencia. Aunque no había ningún motivo para susurrar. Nettie estaba al corriente de todo. Annabel le había prometido dos sombreros y un par de zapatos para que le guardara el secreto.

– Que había conseguido una. Y que por eso había llegado tan tarde. Ha venido directamente desde Canterbury.

– ¿Has hablado con él?

Louisa meneó la cabeza.

– Ni siquiera creo que me haya visto. Yo estaba leyendo en la biblioteca y la puerta estaba abierta. Ellos estaban en el pasillo.

– Una licencia especial -repitió Annabel, con voz grave. Una licencia especial. Significaba que una pareja podía casarse enseguida, sin anunciarlo. Se podrían ahorrar tres semanas y la ceremonia se podía celebrar en cualquier parte y en cualquier parroquia. Incluso a cualquier hora, aunque la mayoría de las parejas seguían la tradición de casarse el sábado por la mañana.

Annabel se miró en el espejo. Era jueves.

Louisa alargó el brazo y la tomó de la mano.

– Puedo ayudarte -dijo.

Annabel se volvió hacia su prima. Había algo en su voz que la incomodó.

– ¿Qué quieres decir?

– Tengo… -Louisa se detuvo, miró a Nettie, que estaba clavando otra horquilla en el pelo de Annabel-. Necesito hablar con mi prima en privado.

– Sólo me queda un mechón -respondió Nettie y le dio un último tirón en el pelo, que a Annabel le pareció más vigoroso de lo que era necesario. Lo fijó con una horquilla y se marchó.

– Tengo dinero -dijo Louisa, en cuanto la puerta se cerró-. No mucho, pero suficiente para ayudarte.

– Louisa, no.

– Nunca me gasto todo lo que me dan. Mi padre me da mucho más de lo que necesito. -Se encogió de hombros con tristeza-. Estoy segura de que es para compensar su ausencia en las demás áreas de mi vida. Pero eso da igual. La cuestión es que puedo enviar ese dinero a tu familia. Bastará para, al menos, que tus hermanos sigan en la escuela otro trimestre.

– ¿Y el otro? -dijo Annabel. Porque después vendría otro trimestre. Y, a pesar de que la oferta de Louisa era muy generosa, no duraría para siempre.

– Ya lo veremos en su momento. Al menos, habrás ganado un poco de tiempo. Puedes conocer a otra persona. O quizás el señor Grey…

– ¡Louisa!

– No, escúchame -la interrumpió Louisa-. Quizá tiene dinero y nadie lo sabe.

– Si lo tuviera, ¿no crees que habría dicho algo?

– ¿Y no ha…?

– No -intervino Annabel, mientras odiaba cómo la voz se le quebraba. Pero es que era muy difícil. Era difícil pensar en Sebastian y en todos los motivos por los que no podía casarse con él-. Dice que no es pobre y que no nos moriríamos de hambre, pero cuando le he recordado que somos ocho hermanos, ha hecho una broma diciendo que igual nos adelgazábamos.

Louisa hizo una mueca y luego intentó borrarla.

– Bueno, ya sabíamos que no era tan rico como el conde, pero ¿quién lo es? Y no necesitas joyas ni grandes palacios, ¿verdad?

– ¡Claro que no! Si no fuera por mi familia, yo…

– ¿Tú qué? ¿Qué, Annabel?

«Me casaría con Sebastian.»

Pero no se atrevió a decirlo en voz alta.

– Tienes que pensar en tu propia felicidad -le dijo Louisa.

Annabel se rió.

– ¿Y en qué crees que he estado pensando? Si no hubiera estado pensando en mi propia felicidad, seguramente le habría pedido al conde que se casara conmigo.

– Annabel, no puedes casarte con lord Newbury.

Annabel miró a su prima con sorpresa. Era la primera vez que la había oído levantar la voz.

– No permitiré que lo hagas -añadió, con cierta urgencia.

– ¿Acaso crees que quiero hacerlo?

– Pues no lo hagas.

Annabel apretó los dientes frustrada. No con Louisa. Con la vida.

– No tengo tus opciones -dijo, al final, intentando mantener un tono tranquilo y pausado-. Ni soy la hija del duque de Fenniwick, ni tengo una dote tan grande que me permita comprarme un pequeño reino en los Alpes, ni me crié en un castillo, ni…

Se detuvo. La cara dolida de Louisa bastó para que se callara.

– No lo decía en ese sentido -farfulló.

Louisa guardó silencio unos instantes antes de decir.

– Ya lo sé. Pero yo tampoco tengo tus opciones. Los hombres no se pelean por mí en White’s. Nadie ha flirteado conmigo en la ópera. Y te aseguro que jamás me han comparado con una diosa de la fertilidad.

Annabel gruñó.

– Lo has oído, ¿eh?

Louisa asintió.

– Lo siento.

– No lo sientas. -Annabel meneó la cabeza-. Imagino que es gracioso.

– No, no lo es -dijo Louisa, pero parecía que intentaba no reírse. Miró de reojo a Annabel, vio que ella también estaba intentando no reírse y se rindió-. Sí que lo es.

Y las dos se echaron a reír.

– Oh, Louisa -dijo Annabel, cuando la risa dejó paso a una bonita sonrisa-. Te quiero.

Louisa alargó el brazo y le dio unas palmaditas en la mano.

– Yo también te quiero, prima. -Y, de repente, echó la silla hacia atrás y se levantó-. Ha llegado la hora de bajar.

Annabel se levantó y la siguió hasta la puerta.

Louisa salió al pasillo.

– Lady Challis dice que, después de cenar, habrá charadas.

– Charadas -repitió Annabel. Parecía algo ridículamente apropiado.


Lady Challis había dado instrucciones a sus invitados para que se reunieran en el salón antes de la cena. Annabel había esperado hasta el último minuto para bajar. Lord Newbury no era estúpido; lo había estado evitando durante días y Annabel sospechaba que lo sabía. Y, por supuesto, en cuanto cruzó la puerta del salón, la estaba esperando.

Annabel vio que Sebastian también estaba cerca de la puerta.

– Señorita Winslow -dijo el conde, interceptándola enseguida-, tenemos que hablar.

– La cena -respondió Annabel, mientras hacía una reverencia-. Eh… Creo que ya casi es la hora de pasar al comedor.

– Tenemos tiempo -dijo Newbury, cortante.

De reojo, Annabel vio que Sebastian se acercaba a ella muy despacio.

– He hablado con su abuelo -dijo Newbury-. Ya está todo arreglado.

¿Estaba todo arreglado? Annabel tenía en la punta de la lengua pedirle si en algún momento se había planteado preguntarle si quería casarse con él. Pero se contuvo. Lo penúltimo que quería era montar una escena en el salón de lady Challis. Sin olvidarse de que, seguramente, lord Newbury se lo tomaría como una invitación para proponerle matrimonio allí mismo.

Y eso sí que era lo último que quería.

– Me parece que no es el momento, milord -contestó ella, con evasivas.

Pero Newbury tensó el gesto. Y Sebastian se estaba acercando.

– Haré el anuncio oficial después de la cena -le dijo Newbury.

Annabel contuvo la respiración.

– ¡No puede hacer eso!

Aquella respuesta pareció hacerle gracia.

– ¿Ah no?

– Ni siquiera me ha pedido matrimonio -protestó ella. Estuvo a punto de morderse la lengua por la frustración. Básicamente, por no haberle dado la oportunidad.

Newbury se rió.

– ¿Ese es el problema? He herido tu pequeño orgullo. Muy bien, pues te presentaré mis respetos y un ramo de flores después de cenar. -Sonrió con lascivia y el labio inferior le tembló por el esfuerzo-. Y quizá tú me des algo a cambio.

Le acarició el brazo y deslizó la mano hasta sus nalgas.

– ¡Lord Newbury!

La pellizcó.

Annabel se separó de un salto, pero el conde ya iba camino del comedor con una sonrisa. Y, mientras lo veía alejarse, empezó a tener una sensación muy extraña.

Libertad.

Porque al final, después de evitar, buscar excusas y esperar que sucediera algo para no tener que decir que sí, o no, al hombre cuya proposición de matrimonio solucionaría los problemas de su familia, se dio cuenta de que, sencillamente, no podía hacerlo.

Quizá la semana pasada, quizás antes de Sebastian…

No, se dijo, por encantador y magnífico que fuera, y por mucho que lo adorara y esperara que él la adorara a ella, no era el único motivo por el cual no podía casarse con lord Newbury. Sin embargo, suponía una alternativa espléndida.

– ¿Qué diablos acaba de suceder? -le preguntó Sebastian, que se colocó a su lado en menos de un segundo.

– Nada -respondió ella, y estuvo a punto de sonreír.

– Annabel…

– No, de veras. No ha sido nada. Por fin, no ha sido nada.

– ¿Qué quieres decir?

Ella meneó la cabeza. Todos iban hacia el comedor.

– Luego te lo explico.

Se estaba divirtiendo demasiado con sus pensamientos como para compartirlos, ni siquiera con él. ¿Quién habría dicho que un pellizco en el culo sería lo que, al final, haría que lo viera todo claro? En realidad, no había sido el pellizco, sino su mirada.

La había mirado como si fuera suya.

En ese momento, Annabel se había dado cuenta de que había al menos diez razones por las que nunca jamás podría comprometerse en matrimonio con ese hombre.

Diez, pero, si se esforzaba, seguramente encontraría cien.

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