Cuando el cadáver dijo: «Buenas noches», Annabel tuvo que enfrentarse a la triste conclusión de que no estaba tan muerto como le hubiera gustado.
Se alegraba por él, claro, porque no estuviera muerto, pero, en cuanto a ella, bueno, su vitalidad era un inconveniente espectacular.
«Santo Dios -quería gemir-, sólo me faltaba esto.»
Rechazó su ofrecimiento para ayudarla, aunque había sido muy educado, y consiguió levantarse sin ponerse más en evidencia.
– ¿Qué la ha traído al brezal? -preguntó el joven (vivo) como si nada, como si estuvieran charlando frente a la iglesia, rodeados de corrección y decoro.
Ella lo miró. Seguía tendido en la manta… ¡Una manta! ¿Tenía una manta?
Aquello no podía ser buena señal.
– ¿Por qué quiere saberlo? -preguntó ella. Y eso pareció la prueba de que había perdido la sensatez por completo. Estaba claro que debería haberlo esquivado y regresar a la casa corriendo. O haber pasado por encima de él. Pero, sobre todo, no debería haber entablado una conversación. Aunque hubiera chocado con la pareja de amantes que había en el jardín, aquello hubiera sido menos peligroso para su reputación que el hecho de que la descubrieran sola con un extraño en el brezal.
Sin embargo, si ese hombre tenía alguna intención de atacarla y sobrepasarse con ella, no parecía tener ninguna prisa, pues lo único que hizo fue encogerse de hombros y decirle:
– Sólo es curiosidad.
Ella se lo quedó mirando unos segundos. No le sonaba, pero, claro, estaba muy oscuro. Y le hablaba como si los hubieran presentado.
– ¿Le conozco? -preguntó ella.
Él sonrió con gesto misterioso.
– No creo.
– ¿Debería?
Ante eso, soltó una carcajada y, con firmeza, respondió:
– Le aseguro que no. Pero eso no significa que no podamos mantener una agradable conversación.
A partir de ahí, Annabel dedujo que era un granuja y estaba orgulloso de serlo, y que, por lo tanto, no era la mejor compañía para una joven soltera. Se volvió hacia la casa. Debería regresar. Sí que debería.
– No muerdo -la tranquilizó él-. O cualquier otra cosa que deba preocuparla. -Se incorporó y dio unas palmaditas en la manta-. Siéntese.
– Me quedaré de pie -respondió ella. Porque, al fin y al cabo, todavía le quedaba un poco de sensatez. Al menos, eso esperaba.
– ¿Seguro? -Le ofreció una sonrisa ganadora-. Aquí se está mucho más cómodo.
Le dijo la araña a la mosca. Annabel apenas pudo reprimir un grito de risa nerviosa.
– ¿Está esquivando a alguien? -le preguntó.
Había vuelto a girarse hacia la casa, pero, en cuanto oyó la pregunta, se volvió hacia él.
– Sucede en las mejores familias -dijo él, casi a modo de disculpa.
– Entonces, ¿usted también esquiva a alguien?
– No exactamente -respondió él, con la cabeza ladeada de forma que casi encogía el hombro-. Estoy esperando mi turno.
Annabel había querido hacer un esfuerzo por mostrarse impasible, pero notó cómo arqueaba las cejas.
Él la miró, con una pequeña sonrisa dibujada en los labios. No había malicia en su expresión y, a pesar de todo, ella notó un estremecimiento, una oleada de emoción que la invadía.
– Podría darle los detalles -murmuró él-, pero sospecho que no sería adecuado.
Nada de esa noche había sido adecuado. Difícilmente podría empeorar.
– No pretendo sacar conclusiones a la ligera -continuó él, en tono suave-, pero a juzgar por el largo de su vestido, deduzco que es soltera.
Ella asintió enseguida.
– Lo que significa que no debería, bajo ningún concepto, explicarle que estaba aquí fuera con una mujer que no es mi esposa.
Annabel debería escandalizarse. Aunque no lo consiguió. Era un tipo encantador. Rezumaba encanto. Le estaba sonriendo, como si estuvieran compartiendo una broma particular, y ella no pudo evitarlo; quería compartir la broma con él. Quería formar parte de su club, su grupo, su lo que fuera. Ese hombre tenía algo, un carisma especial, un magnetismo particular, y Annabel supo que, si pudiera retroceder en el tiempo y en el espacio, hasta Eton, suponía, o donde fuera que hubiera estudiado, seguro que era el chico alrededor del cual todos querían estar.
Algunas personas nacían con esa cualidad.
– ¿A quién está evitando? -le preguntó-. Lo más probable es que a un pretendiente pesado, pero eso no explicaría que hubiera salido aquí fuera. Es bastante fácil despistar a alguien entre el gentío, y mucho menos peligroso para la reputación de una joven.
– No debería decirlo -murmuró ella.
– No, por supuesto que no -asintió él-. Sería indiscreto. Pero será mucho más divertido si me lo dice.
Ella apretó los labios con fuerza mientras intentaba no sonreír.
– ¿La echará de menos alguien? -preguntó él.
– Al final, supongo que sí.
Él asintió.
– ¿La persona que intenta evitar?
Annabel pensó en lord Newbury y en su orgullo herido.
– Supongo que todavía tengo un poco de tiempo antes de que ese hombre empiece a buscarme.
– ¿Un hombre? -preguntó el caballero-. Vaya, la trama se pone interesante.
– ¿Trama? -respondió ella, con una mueca-. Me parece que no ha sido la mejor elección. Es un libro que no le gustaría a nadie. Créame.
Él chasqueó la lengua y volvió a dar unas palmaditas en la manta.
– Siéntese. Ofende todos mis principios caballerescos que usted esté de pie mientras yo estoy tendido.
Ella intentó imitar un tono de superioridad lo mejor que supo.
– Quizá debería levantarse usted.
– Uy no, no podría. Si lo hiciera, todo sería demasiado formal, ¿no cree?
– Teniendo en cuenta que no nos hemos presentado, quizá lo lógico sería la formalidad.
– Para nada -protestó él-. Lo ha entendido mal.
– Entonces, ¿debería presentarme?
– No, por favor -dijo, con un tono ligeramente dramático-. Por favor, no me diga su nombre. Si lo hace, seguramente despertará a mi conciencia, y es lo último que queremos.
– Ah, ¿tiene conciencia?
– Por desgracia, sí.
Aquello era un alivio. No iba a esconderla entre la oscuridad ni a abusar de ella como lord Newbury. Sin embargo, debería regresar a la fiesta. Con o sin conciencia, no era el tipo de hombre con quien una joven soltera debería estar a solas. De eso estaba segura.
Y volvió a pensar en lord Newbury, que era el tipo de hombre con quien se suponía que tenía que estar.
Se sentó en la manta.
– Una elección excelente -dijo él, mientras aplaudía.
– Sólo será un momento -murmuró ella.
– Por supuesto.
– No es por usted -respondió ella, con cierto descaro. Pero no quería que pensara que se quedaba por él.
– ¿Ah, no?
– Por ahí -dijo ella, señalando hacia el jardín lateral con un movimiento de la muñeca-, hay un hombre y una mujer… eh…
– ¿Disfrutando de la compañía mutua?
– Exacto.
– Y no puede volver a la fiesta.
– Preferiría no interrumpir.
Él la miró, apiadándose de ella.
– Extraño.
– Mucho.
Él frunció el ceño mientras pensaba.
– Aunque creo que sería más extraño si fueran dos hombres.
Annabel contuvo la respiración, aunque en realidad no estaba tan indignada como debería. Le gustaba demasiado estar cerca de él y participar de sus comentarios.
– O dos mujeres. Aunque eso no me importaría verlo.
Ella se volvió, para esconder que se había sonrojado, aunque luego se sintió estúpida porque estaba tan oscuro que, de cualquier forma, tampoco hubiera visto nada.
O quizá sí. Parecía de esos hombres que sabían cuándo una mujer se sonrojaba por el aroma del viento o por una alineación de las estrellas.
Era un hombre que conocía a las mujeres.
– Imagino que no habrá podido verlos bien, ¿no? -preguntó él, y luego añadió-: A nuestros amigos amantes.
Annabel meneó la cabeza.
– Estaba más preocupada por esconderme.
– Claro. Muy noble por su parte. Aunque es una lástima. Si los conociera, quizá supiera si iban a tardar mucho o poco.
– ¿De veras?
– No todos los hombres se crearon igual, ¿sabe? -dijo, con modestia.
– Sospecho que no debería indagar en esa afirmación -respondió ella, con osadía.
– Si es sensata, no. -Él volvió a sonreírle y, por todos los santos, la dejó sin aliento.
Quien quiera que fuera ese hombre, los dioses de la odontología lo habían visitado muchas veces. Tenía unos dientes blancos y perfectos, y una sonrisa amplia y contagiosa.
Era muy injusto. Ella tenía los dientes de abajo amontonados, igual que sus hermanos. Una vez, un cirujano le había dicho que podía arreglárselos, pero cuando lo vio venir con un par de alicates, Annabel salió corriendo.
Este hombre, en cambio, tenía una sonrisa que le subía hasta los ojos, le iluminaba la cara y toda la habitación. Aunque era una estupidez, porque estaban al aire libre. Y estaba oscuro. Sin embargo, Annabel habría jurado que el aire que los rodeaba había empezado a brillar.
Eso o se había servido ponche del cuenco incorrecto. Había uno para las jóvenes y otro para el resto de los invitados y ella estaba segura de que… O, al menos, bastante segura. Lo había cogido del de la derecha. Louisa le había dicho que era el de la derecha, ¿verdad?
Bueno, como mucho, era uno de los dos.
– ¿Conoce a todo el mundo? -le preguntó porque, en realidad, ella tenía que conocerlos. Además, él había sacado el tema.
Él arqueó las cejas, porque no entendía nada.
– ¿Cómo dice?
– Me ha pedido una descripción de la pareja -se explicó ella-. ¿Conoce a todo el mundo o sólo a los que se comportan con falta de decoro?
Él soltó una carcajada.
– No, no conozco a todo el mundo, pero, por desgracia, y es una desgracia mayor que la existencia de mi conciencia, sí a casi todo el mundo.
Annabel repasó mentalmente a varias de las personas que había conocido en las últimas semanas y le ofreció una irónica sonrisa.
– Entiendo por qué le resulta tan desalentador.
– Una dama inteligente y con buen gusto -dijo él-. Mis preferidas.
Estaba flirteando con ella. Annabel intentó contener el escalofrío de emoción que le recorría la piel. Ese hombre era realmente apuesto. Tenía el pelo oscuro, seguramente entre el nogal y el chocolate, y lo llevaba limpio y despeinado de aquella forma que todos los jóvenes se pasaban horas intentando imitar. Y su cara era… Bueno, Annabel no era artista y nunca había aprendido a describir una cara, pero esta era irregular y perfecta al mismo tiempo.
– Me alegro mucho de que tenga conciencia -susurró.
Él la miró y se acercó más a ella, con una sonrisa cargada de diversión.
– ¿Qué ha dicho?
Ella se sonrojó y, esta vez, sabía que él podía verlo. ¿Qué se suponía que tenía que decir, ahora? «¿Me alegro mucho de que tenga conciencia porque, si decidiera besarme, creo que le dejaría?»
Era todo lo que lord Newbury no era. Joven, atractivo y astuto. Un poco gallardo y muy peligroso. Era la clase de caballero que las jóvenes juraban evitar, pero con quien soñaban en secreto. Y, durante los siguientes instantes, lo tenía sólo para ella.
Sólo unos minutos más. Se daba unos minutos más. Sólo eso.
Él debió de darse cuenta de que ella no iba a decirle qué había dicho, así que le preguntó (otra vez, como si aquello fuera una conversación en un marco convencional):
– ¿Es su primera temporada?
– Sí.
– ¿Y se lo está pasando bien?
– Eso depende de cuándo me haga la pregunta.
Él sonrió con ironía.
– Una verdad irrefutable. ¿Se lo está pasando bien ahora?
El corazón de Annabel dio un vuelco.
– Mucho -respondió, y no acababa de creerse lo firme que había sonado su voz. Debía de estar aprendiendo el arte de fingir en las conversaciones que tanto abundaba en la ciudad.
– Me complace oírlo. -Se inclinó un poco más hacia ella y ladeó la cabeza en un gesto que casi denotaba desaprobación hacia él mismo-. Me enorgullezco de ser un buen anfitrión.
Annabel deslizó la mirada hasta la manta, y luego lo miró con reservas.
Él la miró con calidez.
– Uno siempre debe ser un buen anfitrión, por humilde que sea el domicilio.
– Seguro que no intenta decirme que vive aquí, en el brezal de Hampstead.
– No, por Dios. Me gustan demasiado las comodidades modernas. Pero, por un par de días, sería divertido, ¿no le parece?
– No sé por qué, pero creo que toda novedad desaparecería con el amanecer.
– No -respondió él, pensando en voz alta. Adquirió un gesto ausente y dijo-: Quizás un poco después, sí, pero no con la primera luz de la mañana.
Ella quería preguntarle a qué se refería, pero no sabía cómo hacerlo. Parecía tan ensimismado en sus pensamientos que casi era de mala educación interrumpirlo. De modo que esperó, y lo observó con curiosidad, aunque sabía que si se volvía hacia ella, vería la pregunta en sus ojos.
Él no se volvió, pero, al cabo de un minuto, dijo:
– Por la mañana, es distinta. La luz es más plana. Más roja. Se aferra a la neblina del aire, casi como si quisiera escalarla desde abajo. Todo es nuevo -dijo, con suavidad-. Todo.
Annabel contuvo la respiración. Parecía muy melancólico. Ella tuvo ganas de quedarse justo donde estaba, a su lado, en la manta, hasta que el sol empezara a aparecer por el horizonte. Le hacía tener ganas de ver el brezal al amanecer. Le hacía tener ganas de verlo a él al amanecer.
– Me gustaría bañarme en ella -murmuró él-. En la luz de la mañana y nada más.
Debería haberse escandalizado, pero Annabel presentía que no hablaba con ella. Durante la conversación, se había burlado y le había tomado el pelo, y había comprobado hasta dónde podía llegar antes de que ella se asustara y saliera corriendo. Pero esto… Era quizá lo más sugerente que había dicho y, sin embargo, ella lo sabía…
No había ido dirigido a ella.
– Creo que es un poeta -dijo, y estaba sonriendo porque, por algún motivo desconocido, eso le provocaba una gran alegría.
Él soltó una risotada.
– Sería precioso, de ser cierto. -Se volvió hacia ella y Annabel supo que el momento había desaparecido. La parte oculta que había sacado a relucir había vuelto a su sitio, bien encerrada, y él volvía a ser el seductor empedernido con el que todas las chicas querían estar.
Y el que todos los chicos querían ser.
Y ni siquiera sabía su nombre.
Aunque era mejor así. Al final, se enteraría de quién era, y él también, y entonces se apiadaría de ella, de la pobre chica obligada a casarse con lord Newbury. O quizá le echaría una reprimenda porque creería que lo hacía por el dinero, que era la verdad.
Dobló las piernas debajo del cuerpo, no del todo, pero descansó sobre la cadera derecha. Era su posición preferida, absolutamente incorrecta en Londres, pero, sin duda alguna, la forma en que a su cuerpo le gustaba estar. Dejó la mirada perdida hacia delante y se dio cuenta de que estaba mirando en dirección contraria a la casa. Le gustaba. Aunque no sabía qué marcaría una brújula. ¿Estaba mirando hacia el oeste, hacia su casa? ¿O hacia el este, hacia el continente, donde nunca había estado y adonde, seguramente, nunca iría? Lord Newbury no parecía muy aficionado a viajar y, puesto que su interés en ella se limitaba a su capacidad reproductora, dudaba que la dejara viajar sin él.
Siempre había querido visitar Roma. Seguramente, aunque no hubiera aparecido lord Newbury babeando por sus anchas caderas, tampoco habría ido nunca, pero siempre hubiera existido la posibilidad.
Cerró los ojos un momento, casi con dolor. Ya pensaba como si el matrimonio fuera un hecho consumado. Se había estado diciendo que todavía podía rechazarlo, pero sólo era la parte desesperada de su cerebro que intentaba hacerse notar. La parte práctica ya había aceptado.
Así que ya estaba. Si lord Newbury se lo pedía, se casaría con él. Por repulsiva y horrible que le resultara la idea, lo haría.
Suspiró, porque se sentía derrotada. No habría Roma para ella, ni historia de amor, ni un millón más de cosas que ahora ni siquiera se le ocurrían. Sin embargo, su familia estaría atendida y, como había dicho su abuela, quizá Newbury muriera pronto. Era un pensamiento inmoral, pero Annabel no creía que pudiera afrontar el matrimonio sin aferrarse a esa idea como su tabla de salvación.
– Parece muy pensativa -dijo la cálida voz a su lado.
Annabel asintió muy despacio.
– Un penique por sus pensamientos.
Ella sonrió con melancolía.
– Sólo pensaba.
– En todo lo que tiene que hacer -intentó adivinar él. Aunque no sonó como una pregunta.
– No. -Se quedó callada un momento, y luego añadió-: En todas las cosas que nunca haré.
– Entiendo. -Él se quedó callado un instante y luego dijo-: Lo siento.
Ella se volvió hacia él de golpe, se sacudió la neblina que le cubría los ojos y lo miró con franqueza.
– ¿Ha estado alguna vez en Roma? Sé que es una locura, porque ni siquiera conozco su nombre, ni quiero saberlo, al menos por esta noche, pero ¿ha estado alguna vez en Roma?
Él meneó la cabeza.
– ¿Y usted?
– No.
– He estado en París -dijo él-. Y en Madrid.
– Era soldado -dijo ella. Porque, ¿qué otra cosa podía ser, habiendo visitado aquellas ciudades en un momento como ese?
Él se encogió de hombros.
– No es la forma más agradable de ver el mundo, pero matas dos pájaros de un tiro.
– Aquí es lo más lejos que he estado nunca de casa -dijo Annabel.
– ¿Aquí? -La miró, parpadeó, y luego señaló el suelo-. ¿Este brezal?
– Este brezal -confirmó ella-. Creo que Hampstead está más lejos de casa que Londres. O quizá no.
– ¿Importa?
– Sí -respondió ella, sorprendiéndose a sí misma con la respuesta, porque estaba claro que no importaba.
Aunque el cuerpo le decía que sí.
– Nadie puede discutir ante tanta certeza -dijo él, en un murmullo teñido de sonrisa.
Ella también sonrió.
– Me gusta mucho la certeza.
– ¿No nos gusta a todos?
– Quizá sólo a los mejores -dijo ella, con aire de superioridad, siguiéndole el juego.
– Algunos dicen que es temerario disfrutar con esa certeza eterna.
– ¿Algunos?
– Sí, pero yo no -la tranquilizó-. Sólo algunos.
Ella se rió, a carcajadas y desde lo más profundo de su ser. Resultó una risa sonora y poco refinada, pero le sentó de maravilla.
Él se rió con ella y luego dijo:
– Entonces, debo entender que Roma está en la lista de cosas que nunca hará, ¿no es cierto?
– Sí -respondió ella, con los pulmones todavía llenos de alegría. De repente, no parecía tan triste que nunca pudiera ver Roma. Al menos, no cuando acababa de reírse con tantas ganas.
– He oído que puede llegar a ser muy polvorienta.
Los dos estaban mirando al frente, así que ella se volvió y alineó el perfil con el hombro.
– ¿De veras?
Él también se volvió, de modo que ahora estaban frente a frente.
– Cuando no llueve.
– Es lo que ha oído -dijo ella.
Él sonrió, aunque sólo un poco, y ni siquiera movió la boca.
– Es lo que he oído.
Sus ojos… Oh, sus ojos. La miraban abiertamente. Y lo que ella veía en ellos… No era pasión porque, ¿por qué iba a ser pasión? Pero igualmente era algo increíble, algo ardiente, y conspiratorio, y…
Desgarrador. Era desgarrador. Porque, mientras lo miraba, mientras miraba a ese atractivo hombre que perfectamente podía ser producto de su imaginación, sólo veía la cara de lord Newbury, colorada y flácida, y su voz resonaba en sus oídos, burlona, y Annabel se vio invadida por una repentina lástima.
Este momento… Cualquier momento como ese…
No podría vivirlos.
– Debería irme -dijo, muy despacio.
– Sé que debería irse -respondió él, igual de serio.
Ella no se movió. No conseguía que sus músculos reaccionaran.
Y entonces, él se levantó porque era, como Annabel sospechaba, un caballero. Y no sólo en teoría, sino también en la práctica. Le ofreció la mano, ella la aceptó y acto seguido… fue como si flotara sobre los pies, se levantó, echó la cabeza hacia atrás, lo miró y en ese momento lo vio… vio su vida futura.
Todas las cosas que no tendría.
Y susurró.
– ¿Querría besarme?