Capítulo 9

Rafael estuvo a punto de no coger el teléfono cuando vio que la llamada era de su banco. Había permanecido despierto toda la noche estimulado por el café y la ansiedad, pero las horas pasaban una detrás de otra sin noticias de los secuestradores de Drea. Había perdido la pequeña esperanza que albergaba, que nunca había sido mucha, de poder rescatarla o intercambiarla de alguna manera.

– Salinas -dijo secamente-. ¿Qué quiere?

– Sr. Salinas, soy Manuel Flores, de…

– Sí, ya sé quién es, he visto la llamada entrante.

Sólo quería que el tipo fuera directo al grano y que colgara de una vez. Ese día no estaba de humor para tratar con peseteros, no cuando sabía que Drea probablemente estaba muerta en algún lugar y ni siquiera podía expresar su tristeza delante de sus hombres sin parecer un blando.

– Ehh… sí, vale. El banco le envió ayer un correo electrónico para certificar la transferencia que realizó, pero yo quería saber si…

– ¿Transferencia?

Rafael estaba agotado, pero no tan agotado como para que eso no le llamara la atención. Se irguió y chasqueó los dedos hacia Orlando, señalando el teléfono y luego su habitación.

– ¿Qué transferencia?

Orlando entró a grandes zancadas en la habitación y un segundo después se oyó un clic mientras cogía el teléfono.

– Ehh… la transferencia de su cuenta a la cuenta de la Srta. Butts. La… La cuenta que fue abierta a nombre de Drea Rousseau.

– Sí, sí.

Como si él no supiera el verdadero apellido de Drea. A él no le importaba que ella usara Rousseau como apellido en lugar de Butts. ¿Demonios, cómo iba a importarle? Jamás habría querido presentarla como Drea Butts.

– Yo no hice ninguna transferencia ayer.

La voz de Flores adquirió un tono de clara preocupación.

– Ayer por la tarde se efectuó la transferencia de una considerable suma de dinero, y aunque en el momento de la verificación certificamos que procedía de su dirección IP, con su contraseña, al tratarse de una cantidad fuera de lo normal se le envió una notificación por correo electrónico para informarle de dicha transacción. Por eso esta mañana, cuando observé que todos los fondos habían sido transferidos a la cuenta de la Srta. Butts ayer a última hora de la tarde, me pareció oportuno llamarlo por teléfono…

– ¡Ayer yo no transferí nada a su cuenta! -gritó Rafael poniéndose en pie y dirigiéndose hacia su habitación, donde Orlando ya estaba sentado delante del ordenador portátil de Rafael, comprobando su cuenta de correo electrónico. Con todo lo sucedido ayer, Rafael no se había preocupado por mierdas como ésa.

Orlando comprobó rápidamente todos los mensajes, a continuación levantó la vista hacia Rafael y negó con la cabeza.

– Aquí no hay ningún mensaje del banco -dijo.

– No tengo ningún correo electrónico -dijo bruscamente Rafael-. Si lo tuviese les habría llamado, porque ayer yo no hice ninguna transferencia. ¿De cuánto estamos hablando?

– Ehh… de dos millones cien mil dólares.

Rafael tuvo la sensación de que la cabeza le iba a explotar.

– ¿Qué?

¿Qué demonios estaba pasando? ¿Habrían obligado los secuestradores a Drea a darles el dinero a través de su cuenta? Pero ¿quién diablos lo había transferido primero de su cuenta a la de ella? Drea no sabía su contraseña, y él no la había escrito en ningún sitio donde ella la pudiera haber visto, y aun así ella no se habría dado cuenta de que se trataba de algo más que de su número de teléfono, de todos modos.

– Ehh…

– Como vuelva a decir «ehh» una vez más, me meto por el teléfono y le rajo ese maldito cuello -dijo Rafael atropelladamente-. Yo no hice ninguna transferencia ayer y tengo la maldita certeza de que no transferí ningún millón de dólares y no tengo ningún maldito correo electrónico. ¡Así que devuelvan el dinero a mi cuenta!

– N-no puedo -tartamudeó Flores. Rafael casi pudo oír el «ehh» que él había ahogado-. La transferencia se hizo desde su dirección IP utilizando su contraseña y, de todas formas, como ya le he dicho, todo el dinero fue retirado ayer a última hora de la tarde. Nuestro banco ya no tiene el control de esos fondos.

– Alguien me ha robado, así que me importa una mierda lo que el banco controle o deje de controlar. Ustedes permitieron que se llevasen mi dinero, así que por supuesto que podrán devolverlo.

– No es posible, Sr. Salinas. Legalmente, el banco tiene las manos atadas…

– ¡No hay ninguna maldita forma de que la transferencia se haya hecho desde mi ordenador porque yo no la hice, así que no me hable de legalidades!

Orlando tenía una mirada muy peculiar en su rostro. De repente, se levantó y salió de la habitación, dejando a Rafael gritando al teléfono. En menos de un minuto estuvo de vuelta con el ordenador de Drea. Lo puso al lado del de Rafael en la mesa, lo desconectó y conectó el de Drea. Entonces abrió su programa de correo electrónico y empezó a buscar. Tenía alrededor de veinte mensajes, la mayoría de ellos propaganda de varias tiendas donde había hecho alguna compra online, así que revisarlos no le llevó mucho tiempo. Orlando se detuvo y señaló la pantalla.

– Espere un momento -dijo Rafael por el teléfono, inclinándose para ver lo que Orlando le estaba señalando. Orlando abrió el mensaje y, ahí estaba, el correo que el banco había enviado. ¿Qué estaba haciendo su correo electrónico en el ordenador de Drea?

– Hemos encontrado su e-mail -gruñó-. No me llegó a mí, le llegó a mi novia. Ni siquiera fueron capaces de hacer eso bien, así que…

– Le aseguro, Sr. Salinas, que el correo electrónico fue enviado a la dirección especificada en su información de cuenta.

– Yo mismo la configuré, y estoy absolutamente seguro de que no usé la dirección de correo electrónico de mi novia, usé la mía.

– Sin embargo, ésa es la dirección que figura en estos momentos en nuestros archivos y cualquier cambio realizado se ha hecho con su contraseña, así que tenemos que asumir que sabía lo que quería hacer.

– Le estoy diciendo que yo no lo hice…

Rafael se calló, respirando con dificultad, como si empezara a caer en la cuenta de una horrible posibilidad. A pesar de la repentina sensación en su garganta, su cerebro automáticamente rechazó la idea. No era posible. Drea sabía utilizar el ordenador lo suficiente como para hacer pedidos por Internet, pero eso era todo; y aún así, Orlando había tenido que guiarla a través del proceso varias veces antes de que pillara que todo lo que tenía que hacer era seguir las instrucciones que ponían en la pantalla. Le había costado aprender que lo que hacía en una página era lo que tenía que hacer en todas.

Rafael recordó cómo decía indefensa: «¡Pero no tiene sentido!». ¿Se suponía que tenía que creerse que esa misma mujer había conseguido su contraseña, había entrado en su cuenta bancaria, había transferido casi todo su dinero en efectivo a su cuenta y que rápidamente lo había movido a Dios sabe dónde? La Drea que él conocía no sólo no habría sido capaz de hacer eso, sino que nunca se le habría ocurrido.

Su actitud hacia el dinero era casi como la de una niña. Nunca le había pedido ni un penique. Ella creía que si tenía tarjetas o una chequera, ya tenía dinero. Si él no controlara su cuenta, ella tendría descubiertos continuamente porque nunca prestaba atención a su saldo.

Aceptar que cabía la posibilidad de que ella hubiera hecho esto era aceptar que lo había estado engañando, que había estado engañando a todo el mundo durante dos años. Su ego rechazó violentamente la idea, porque él no era ningún ingenuo, él era Rafael Salinas y todo aquel que había intentado robarle alguna vez había muerto arrepintiéndose de ello. Él no confiaba en nadie. Había hecho que investigaran a Drea, que la siguieran, y él la había controlado. Ni una sola vez había dicho o hecho nada que le hubiera hecho pensar que era una persona diferente a lo que aparentaba ser, o sea, dulce y boba.

– Hablaremos más tarde -dijo abruptamente a Flores, y colgó el teléfono.

Miró fijamente a Orlando, que estaba mirándolo fijamente a él.

– Dime cómo puede haber sucedido esto. Dime cómo alguien pudo haber entrado en mi cuenta bancaria y haberme robado dos malditos millones de dólares.

– Ha tenido que ser desde aquí -dijo Orlando.

Pulsó la tecla de las últimas acciones realizadas y allí estaba, mostrando claramente que alguien, por medio del ordenador de Drea, había accedido a la página web del banco.

– Para el que lo recibe, tanto tu ordenador como el de Drea tienen la misma dirección IP porque van a través del mismo router. Si ella sabía tu contraseña, para el banco eras tú el que estaba haciendo la transferencia.

– Yo no le dije la contraseña -dijo bruscamente Rafael-. Ni tampoco la escribí en ningún sitio.

Ni siquiera Orlando sabía cuál era su contraseña.

– Pues de alguna manera la consiguió. -Orlando mantuvo su expresión vacía mientras señalaba lo obvio-. Si accediste alguna vez a la cuenta con ella delante, pudo haber prestado la suficiente atención para descifrar la secuencia de teclas.

– Estamos hablando de Drea. Apenas podía descifrar cómo abrir el grifo de la ducha.

Vale, estaba exagerando; pero aún así seguían sin estar hablando de una mente privilegiada.

– Tal cantidad de dinero es una poderosa motivación, y la prueba está aquí mismo. -Orlando dio un golpecito a la pantalla del ordenador-. No creo que nadie la haya secuestrado, yo creo que cogió el dinero y huyó.

Rafael permaneció allí de pie, la ira y la humillación lo estaban consumiendo por dentro. Se había permitido cuidar de ella, y la muy puta lo había tomado por un idiota. Nunca debería haberse permitido bajar la guardia, no debería haberse permitido ni por un segundo pensar que a ella le importaba. Tenía que ser la mejor actriz del mundo para haber estado actuando durante dos años sin haber cometido ni un solo error, para derramar todas esas lágrimas dos días antes. Y él había caído por eso; eso era lo que lo corroía como si fuera ácido. Se lo había tragado todo, se había engañado a sí mismo creyendo que ella lo amaba de verdad, joder, creyendo incluso que él estaba enamorado de ella.

Pagaría por ello. No importaba lo que le costara, ella se las pagaría.

– No llegará muy lejos -dijo rotundamente.

Le gustaría agarrarla con sus propias manos, pero había aprendido a poner cierta distancia entre él y el acto final de manera que, incluso aunque él lo hubiese ordenado, cupiera la posibilidad de negarlo. Podía evitar matarla él mismo, siempre y cuando le demostraran que estaba muerta. Lamentaría no darse el gusto de hacer justicia él mismo, pero la venganza podía proporcionarle un placer similar, y él sabía exactamente cómo lo iba a conseguir.


El asesino esperó tres días después de haber recibido la última citación de Salinas antes de contactar con él. No estaba haciendo nada más, pero le apetecía pasar unos días sin hacer nada y era un trabajador independiente, no uno de los empleados de ese cabrón. Lo que fuera que quisiera Salinas, podía esperar.

No se fiaba de la citación; había pasado demasiado poco tiempo desde la tarde que había pasado con Drea. Tal vez Salinas había cambiado de opinión sobre la oferta y se había sentido, de forma retrospectiva, como si le hubieran asestado un golpe a su machismo. Le habían asestado algo más que un golpe, pero el asesino no creía que Salinas ya se lo hubiera imaginado. Drea era demasiado buena en todo lo que hacía; habría mantenido en secreto todo el placer que había obtenido a raíz del trato.

Así que esperó y observó. Sentía más curiosidad que nunca por los futuros planes de Salinas, pero aunque no tenía muchas virtudes, poseía en abundancia la de la paciencia. Algo estaba sucediendo; podía adivinarlo por la expresión de las caras de los gorilas de Salinas, del propio Salinas. El asesino había visto ir y venir al hombre varias veces, y era obvio que estaba de muy mal humor.

Cuando le pareció que Salinas ya había esperado lo suficiente, primero se dio un capricho visitando con calma el museo Metropolitan, que era uno de sus lugares preferidos en Nueva York. No le importaban ni los turistas ni las hordas de niños; las exposiciones eran su propia recompensa. Cuando terminó, se quedó de pie en los anchos escalones e hizo la llamada.

– Ven al ático -le ordenó Salinas-. ¿Cuándo puedes estar aquí?

– Estoy cerca -dijo el asesino con tranquilidad-, pero hace un día precioso. Bethesda Terrace, en media hora.

Desconectó el teléfono y lo guardó en el bolsillo. Salinas no sólo tendría problemas para tenderle una emboscada en tan poco tiempo, sino que además el Terrace era un lugar público, lleno de turistas y residentes de la ciudad. Por otra parte, era un espacio abierto, por lo que su aproximación no estaría limitada. Desde allí podía desaparecer en la espesura de Central Park, en caso de que Salinas tuviera pensado perseguirlo.

No tenía ni idea de dónde se encontraba Salinas, así que cabía la posibilidad de que le resultase imposible llegar en media hora. Para él, sin embargo, llegar hasta Bethesda Terrace implicaba un agradable paseo. Si Salinas estaba arriba, en el ático, tendría tiempo de sobra para llegar hasta allí. Si estaba por la ciudad… difícilmente. Si se trataba de algo importante volvería a ponerse en contacto con él.

Al asesino le divertía ponérselo difícil a ese cabrón, incluso en menudencias como ésa. El placer estaba donde cada uno lo encontraba, sin embargo, así que siguió tanto su instinto para ir sobre seguro como su inclinación a desestabilizar la cadena de Salinas.

Caminó por el parque, deteniéndose para comprar un helado de cucurucho. Aunque conocía el parque bastante bien, compró un mapa y dedicó algunos minutos a estudiarlo porque le gustaba saber cuáles eran exactamente sus opciones si se veía en la necesidad de tener una. Se quedó con el mapa en la mano, sabiendo que Salinas se daría cuenta y llegaría a la conclusión de que el asesino no vivía allí y que, por lo tanto, no estaba familiarizado con el parque. La conclusión sería correcta a medias, porque en realidad él no vivía en ningún lado; se quedaba en varios lugares durante diferentes periodos de tiempo, y en ese preciso momento resultaba que ese lugar estaba unos pisos por debajo de Salinas.

Encontró un lugar desde el que no lo podrían ver y observó. Si veía algo que pareciese sospechoso, podría suspender el encuentro. Sabía que Salinas no iría solo; un hombre como él no se podía permitir ir a ningún lado sin un gorila. Pero al asesino no le preocupaban los matones; era a los que podían estar escondidos a quienes buscaba.

Finalmente vio a Salinas, sólo un par de minutos atrasado y con tres hombres detrás de él. El asesino estudió los alrededores, pero no vio nada sospechoso: conocía de vista a muchos de los hombres de Salinas, así que no tuvo que fiarse sólo del comportamiento para juzgar si era o no seguro acercarse. Nadie parecía estar merodeando sin razón alguna, nadie parecía intentar ocultarse. Finalmente dejó su propio escondite y continuó su paseo, todavía comiendo el helado.

Salinas miraba su reloj con irritación cuando alzó la vista y vio al asesino.

– Llegas tarde -gruñó mientras hacía un gesto a sus hombres para que se alejaran.

– Había mucha cola en el puesto de helados -dijo perezosamente el asesino-. ¿Qué pasa?

Salinas miró alrededor, después sacó un viejo transistor de su bolsillo y lo encendió. El volumen estaba alto, tan alto que si Salinas no se hubiera acercado el asesino no lo habría oído.

– Drea me robó dos millones de pavos hace cuatro días y puso pies en polvorosa. Quiero que la encuentres y que soluciones el tema. Definitivamente.

Un hilillo de helado derretido se deslizó por el cucurucho. El asesino lo lamió, disimulando su sorpresa.

– ¿Estás seguro? No parecía lo suficientemente lista; aunque supongo que eso sería la prueba, ¿no?

– Estoy seguro. -Salinas esbozó una lúgubre sonrisa-. Y, sí, en la lista de estupideces que tenía que hacer, robarme estaba justo arriba de todo.

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