Capítulo 32

Jackson permaneció en silencio mientras él y Cotton caminaban por la calle hacia su coche. Era paciente y esperó hasta que hubieron cerrado las puertas del coche y se hubieron puesto el cinturón para preguntar:

– ¿De qué iba todo eso? -No se le ocurría ninguna razón por la cual Cotton le hubiese mentido a Drea Rousseau, le costaba mucho pensar en ella como «Andie» no sé qué más, sobre la viabilidad de cualquier plan que implicase utilizarla como cebo. Si Salinas estuviese escondido y ellos intentasen sacarlo a la luz, quizá, pero no era el caso. Físicamente podían ponerle las manos encima en cualquier momento. El problema era encontrar pruebas que presentar y, aparte de grabarlo matándola, no había ninguna manera de utilizarla. La Agencia no iba a utilizarla de chivo expiatorio, así que la idea era imposible.

Cotton examinó la calle, la gente que los rodeaba, antes de preguntar suavemente:

– ¿No lo has reconocido?

– ¿Reconocerlo? ¿Debería?

– Es el hombre del balcón.

Jackson miró a Cotton estupefacto. «El hombre del balcón», como lo llamaban, había sido objeto de frustradas especulaciones durante meses. Había desaparecido sin más y nunca habían descubierto cómo. Jackson se recostó en el asiento y miró hacia delante mientras comparaba mentalmente al hombre que tenía en su recuerdo con el que acababan de ver en el parque.

– Que me aspen. Buen ojo, Cotton. -Tamborileó con los dedos en la pierna-. Probablemente ha estado con él todo este tiempo.

De todas formas esperaba que hubiese sido así. Nunca se lo había confesado a nadie, pero tenía una especie de debilidad por ella. Cuando estaba con Salinas le daba pena, porque era la preciosa e inútil muñeca que Salinas sacaba cuando quería jugar con ella, pero si no, no le interesaba en absoluto. Sin embargo, quienquiera que fuese el hombre del balcón, ella lo amaba. Jackson era un realista puro y duro, pero ser realista implicaba que reconocía lo que tenía ante él. Cuando el tío había aparecido detrás de ellos, tan silencioso como un maldito fantasma, a él y a Cotton casi les da un infarto; pero cuando ella se giró su rostro se había iluminado… con una expresión exasperada, pero luminosa, como si el sol acabase de aparecer en su horizonte. Quizá le molestase un poco el sol, pero igualmente se alegraba de verlo.

Estaba diferente, y no sólo por llevar el pelo más corto, más oscuro y más liso. No era sólo que ya no se vistiese para enseñarse. En cierto modo ahora era más atractiva que antes, pero no por su aspecto. Había algo en su expresión, una serenidad que antes no tenía. A veces parecía que su atención estaba centrada en algo que había a lo lejos; una vez él se había dado la vuelta para ver si tenía a alguien detrás, pero no había nada, y cuando se volvió a girar ella volvió a centrarse en él. Eso era otra cosa: cuando miraba a una persona, realmente la miraba, profunda e intensamente. Cuando lo miraba de aquella manera tenía que contenerse para no mirarse la cremallera y comprobar si eso era lo que le hacía examinarlo tan minuciosamente.

Pero calar al tipo no era tan fácil como a ella. Joder, apenas había cambiado la expresión y las malditas gafas de sol no habían ayudado. Había sido tan inexpresivo como un maniquí en un escaparate. Pero Jackson había mirado atrás y había visto cómo se cogían de la mano y entrelazaban sus brazos, y algo en su forma de tocarla le decía a Jackson que el sentimiento era mutuo.

Jackson se alegraba por ella. Por la conversación que ella había tenido con Salinas en el balcón aquel día, sabían que se la había ofrecido a aquel tío como si para él no fuese más que una puta. Sabían que ella se había enfadado muchísimo. Luego, al día siguiente, desapareció. Estaban seguros de que no había hecho las maletas y se había mudado, porque le seguían la pista a todo aquel que entrase y saliese del edificio. La última vez que la habían visto fue entrando en un coche con uno de los matones de Salinas y, al volver, ella ya no estaba.

Cuando desapareció hubo mucha agitación en la rutina de Salinas, y Jackson se había preguntado entonces si la habrían matado y se habrían deshecho del cuerpo por razones que sólo podía suponer. Mientras recordaba los días que siguieron a su desaparición, de repente ató otro cabo.

– ¡Oye!, ¿recuerdas esa reunión que tuvo Salinas en Central Park? No pudimos verle la cara al otro tío, ¿te acuerdas? Creo que entonces también era él… el hombre del balcón.

Cotton consideró la posibilidad mientras buscaba en su memoria más detalles del hombre con el que se había reunido Salinas, y asintió una sola vez.

– Creo que tienes razón.

De qué trató aquella reunión, nadie lo sabía. Sin embargo, al recordar la cadena de acontecimientos, Jackson pensaba que Drea había abandonado a Salinas y se había ido con el otro hombre y que Salinas no tenía ni idea de dónde estaba. Quizá había organizado la reunión para pedirle que la encontrara, o incluso para contratarlo con ese fin. La Agencia no tenía ni idea de quién era ese hombre, ni de lo que hacía, así que las posibilidades eran infinitas.

No podía resistirse a un reto, nunca había sido capaz. Su ágil mente empezó a barajar todas las posibilidades y situaciones, contrastándolos con los hechos que tenían, descartando algunos, extendiendo otros, tan entretenido que no se había dado cuenta hasta mucho después de que Cotton no había respondido a su pregunta.


Simon sentía el frío de su vieja amiga, la Muerte, sobre él. No era una persona que le diese muchas vueltas a sus opciones; las identificaba, las analizaba, tomaba la que consideraba mejor y seguía adelante. Sin embargo, esta decisión le había dejado un amargo sabor de boca. No es que se arrepintiese, porque no lo hacía, no podía. Pero no le gustaba, no le gustaba verse obligado a hacerlo, aunque hubiese tomado la misma decisión sin intervención externa. Protegería a Andie y punto. Esa era la base.

La llevó de vuelta al Holiday Inn y la acompañó hasta la habitación; tenía que ver con sus propios ojos que estaba a salvo allí y que nadie había entrado. Luego le agarró la cara con las manos y la besó, con un beso largo y lento, dejando que su sabor y su tacto lo calmasen.

– Tengo cosas que hacer -dijo por fin cuando separó su boca de la de ella. Quería llevarla directamente a la cama y perderse en el cálido abrazo de su cuerpo, pero si había algo que lo caracterizaba era la disciplina-. No me esperes despierta. No sé cuánto tardaré.

Los ojos azules de Andie se oscurecieron de preocupación al mirarlo.

– No te vayas -le dijo de repente, aunque no tenía ni idea de lo que iba a hacer. Simon había notado que sus instintos, siempre a flor de piel, habían pasado a otro dominio, como si ella supiese cosas que posiblemente no podría saber. ¿Sería Andie consciente del mucho tiempo que pasaban mirándose a los ojos hasta que a veces a él le parecía que sus identidades se confundían? No lo creía. En la mayoría de los sentidos, Andie seguía siendo de este mundo, un poco cascarrabias, un poco impaciente y muy, muy sexy, pero de vez en cuando se evadía, y cuando volvía parecía un poco más radiante.

Fuese como fuese, ella lo conocía mejor que nadie, como si tuviese un localizador en su mente.

– Volveré en cuanto pueda -dijo él volviendo a besarla-. Espérame. No dejes que esos gilipollas del FBI te convenzan de nada antes de que yo vuelva. Prométemelo.

Ella frunció el ceño y abrió la boca para estallar contra él por pedirle que le prometiese algo cuando él no había cumplido lo que ella le había pedido. Él le puso un dedo sobre los labios y entrecerró los ojos.

– Lo sé -le dijo-, pero prométemelo de todas formas.

Ella entrecerró los ojos y luego se giró para mirar el reloj.

– Dame una hora exacta. No me trago eso de «Tengo cosas que hacer, no sé cuanto tardaré». Paparruchas. ¿Dos horas? ¿Cinco?

– Veinticuatro -dijo él.

– ¡Veinticuatro!

– Es una hora exacta. Ahora prométemelo. -Veinticuatro horas tampoco era demasiado; necesitaría todas y cada una de ellas-. Esto es importante para mí. Necesito saber que estás a salvo. -Eso la conmovió porque lo amaba. Lo amaba. La irrealidad de aquello lo sorprendió, aunque su veracidad le llegó al corazón.

Como lo amaba, le dijo a regañadientes:

– De acuerdo, lo prometo -aunque aquello no le gustaba nada. Él volvió a besarla y se marchó, pero se quedó en el pasillo hasta oír cómo pasaba la cadena y echaba el pestillo. Cuando llegó al ascensor ya había hecho la llamada más importante de todas.

– Soy Simon -dijo cuando Scottie respondió al teléfono-. Necesito un favor, probablemente el último.

– Lo que sea -dijo Scottie rápidamente, porque gracias a Simon su hija estaba viva-. Tú decides si es o no el último. Yo siempre estaré aquí para lo que necesites.

Entonces le explicó lo que necesitaba. Scottie pensó durante un minuto y luego le dijo:

– Hecho.

Después de ocuparse de eso, empezó a analizar la situación más a fondo. Las dos cosas necesarias para matar a alguien eran un arma y la oportunidad de hacerlo. El resto de los detalles entraban dentro de una de estas dos categorías. Conseguir un arma no era ningún problema; conseguir un arma buena que no fuese rastreable sería fácil si tuviese el tiempo suficiente, pero el tiempo era lo único que no tenía. Normalmente se pasaría días preparando los detalles, la logística. Esto tenía que hacerlo rápido, luego cogería a Andie y saldría del país mientras pudiese.

Eso también le jodía. No le gustaba verse forzado a abandonar su país, pero al meterse en esto sabía que quizá nunca podría regresar. Si todo salía bien, quizá. Sólo el tiempo lo diría.

Si siguiese teniendo su apartamento en el mismo edificio que Salinas no habría ningún problema, pero lo había dejado hacía meses y se había mudado a San Francisco. De todas formas no tenía tiempo para conocer la rutina de Salinas, así que tendría que ponerse manos a la obra. Sacarlo a la luz no sería un problema, porque Salinas siempre estaba intentando contactar con él para otro golpe. Ahora nunca sabría cuál era el gran plan que Salinas tenía entre manos, pensó, y luego decidió olvidarlo porque no importaba. Salinas no viviría lo suficiente para verlo en marcha. En algún lugar del mundo, alguien viviría otro día más.

Tendría que dar un golpe en plena calle, lo cual aumentaba considerablemente los riesgos. Lo bueno era que todavía hacía frío como para llevar abrigo. Lo malo era que no sólo tenía que llevar el arma, sino también un silenciador, lo que aumentaría mucho la visibilidad de la pistola porque doblaba su longitud.

Tener que utilizar silenciador añadía todo tipo de complicaciones a su plan. Para empezar, usar una pistola significaba tener que estar cerca, y Salinas siempre estaba rodeado de sus hombres. Por su funcionamiento, un silenciador podía convertir una pistola semiautomática en una de tiro a tiro porque evitaba que la corredera se desbloquease; pero como una pistola implicaba tener que trabajar a corta distancia, tenía que tener disponible más de un tiro, por si acaso uno o más de los hombres de Salinas estuviesen lo suficientemente bien entrenados como para actuar ante la sorpresa y la confusión inicial. Necesitaría un silenciador avanzado que superase ese inconveniente, o tendría que utilizar otro tipo de arma.

Cuanto más silencioso fuese el disparo, más difícil les sería precisar la situación del tirador. Utilizaría un arma de menor calibre, pensó, un modelo con recarga automática y cañón fijo; sería más efectiva. Todavía no había visto ningún arma real que hiciese tan poco ruido como las de Hollywood, pero, con todo el ruido de la calle, el sonido resultante no sería reconocido de inmediato como un disparo. La mayoría de los transeúntes no tendrían ni idea de que habían oído un tiro, por lo menos al principio, porque ni era el «chisporroteo» que habían oído en las películas ni el fuerte crujido de un disparo sin silenciador. Cuando Salinas cayera y sus hombres lo agarrasen, los transeúntes se sentirían confusos y, o bien se arremolinarían a su alrededor para observar o estirarían el cuello para fisgonear, pero seguirían andando. Los hombres de Salinas prestarían más atención a los peatones, ya que se imaginarían que el tirador estaría entre ellos, intentando escabullirse. Pero él estaría en medio de ellos, delante de sus narices. Sin embargo, hasta entonces, tenía un montón de tareas que llevar a cabo.


Un poco después de mediodía, Rafael Salinas salió de su edificio de apartamentos rodeado por su habitual cuadrilla de siete hombres. El conductor había aparcado junto a la acera con el motor en marcha. Un tío con la melena atada con una cinta estrecha de cuero, salió primero, girando la cabeza en todas direcciones. Vigilaba la calle y a los peatones, aunque centraba casi toda su atención en los coches. Al no ver nada sospechoso, y sin girarse, hizo un gesto afirmativo con la cabeza y siete hombres más salieron del edificio: Rafael Salinas caminaba en medio de seis hombres que utilizaban sus cuerpos para bloquear el tráfico de la acera y para que Salinas tuviese vía libre para ir desde la puerta del edificio hasta la puerta abierta de su coche. La gente se paraba, intentaba sortearlos y gruñía «¡Quitaos de en medio!» o incluso cosas peores a las que hacían caso omiso. Un hombre mayor encorvado que iba con un bastón estuvo a punto de perder el equilibrio.

Se oyó el retumbar de un autobús que pasaba por allí y luego un pum, apenas audible por encima del rugido del motor diesel. Rafael Salinas tropezó, estirando la mano como para agarrarse a sí mismo. Un segundo pum, justo después del primero, hizo que varias personas mirasen a su alrededor con curiosidad, preguntándose qué era ese ruido. Salinas cayó al suelo con un chorro rojo saliéndole del cuello.

El primer hombre que había salido del edificio se dio cuenta de que algo iba mal y se agachó mientras sacaba la mano de la chaqueta sosteniendo una semiautomática.

Pum.

El primer hombre, con una mancha de sangre en el pecho, se cayó contra el conductor. De su mano repentinamente débil cayó el arma, que resbaló por la acera. La gente se dio cuenta de que algo iba mal y empezaron a oírse unos cuantos gritos seguidos por una oleada de peatones corriendo o tirándose al suelo. Alguien empujó al señor del bastón, que aterrizó bajo el parachoques trasero del coche de Salinas con mitad del cuerpo en la acera y la otra mitad en la carretera y el bastón a varios metros de su mano estirada. Su arrugado rostro mostraba una expresión de susto mientras intentaba arrastrarse hasta su bastón, cayendo de bruces al suelo cuando se quedaba sin fuerzas.

– ¡Ahí esta! ¡A por él! -dijo uno de los hombres que quedaban señalando la calle, donde un hombre joven corría entre la multitud intentando alejarse lo máximo posible. Dos de los hombres de Salinas salieron corriendo tras él. Todos habían sacado ya las armas y apuntaban a una persona y luego a otra con una grave falta de disciplina. Rodearon a Rafael Salinas como si ahora pudiesen protegerlo, a pesar de la evidencia que tenían ante sus ojos. El chorro rojo de la garganta de Salinas había dejado de brotar; su corazón sólo había latido unas cuantas veces después de que lo hubiese alcanzado la primera bala. El segundo tiro, desviado por la repentina caída de Salinas, le había dado en el cuello.

El anciano intentó de nuevo ponerse de pie.

– Mi bastón -gimoteaba sin parar-, mi bastón.

– Aquí tiene su puto bastón -dijo uno de los matones lanzándoselo de una patada-. Fuera de aquí, abuelo.

El viejo recogió el bastón con sus manos enguantadas y temblorosas y, con dificultad, se puso de pie. Fue cojeando hasta situarse detrás del siguiente coche que había aparcado y permaneció allí mirando a su alrededor como si no entendiese lo que estaba pasando.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó varias veces-. ¿Qué ha ocurrido?

Nadie le prestaba atención. Empezaron a oírse sirenas a medida que la poli de Nueva York intentaba abrirse camino entre el tráfico. El anciano se mezcló entre la multitud y siguió caminando calle abajo… hacia el lugar del había venido. Quince minutos más tarde, un poli uniformado encontró el arma del crimen, una pistola con un silenciador unido al cañón tirada en el suelo bajo el coche de Rafael Salinas.


Simon llamó a Andie al móvil.

– Haz las maletas -le dijo en voz baja-. Nos vamos.

– ¿Nos vamos? Pero…

– Salinas está muerto. No tienes ningún motivo para quedarte aquí. Ahora haz las maletas porque tenemos que actuar rápido.

Medio paralizada, colgó el teléfono. Rafael estaba muerto.

No era estúpida, no tenían que explicarle las cosas. Horrorizada, se dio cuenta de lo que acababa de hacer Simon. Aturdida, reunió las cosas del baño y las metió en una maleta; como aún no la había deshecho, sólo tardó unos minutos en terminar.

Simon apareció por la puerta media hora después. La expresión fija y hermética de su cara no la invitaba a hacer preguntas. Cogió las maletas y ella lo siguió en silencio, con una mirada tan fría como la de él.

Dos horas más tarde estaban despegando de un aeródromo privado en Nueva Jersey con Simon en el asiento del piloto. Andie nunca había volado en un avión tan pequeño y no le gustaba. Iba inmóvil como una roca y agarrada con las manos al borde del asiento, como pudiese mantener el avión en el aire agarrándose con fuerza. El sol del atardecer estaba a las dos en punto en su ventana, lo cual le indicaba que se dirigían al suroeste.

A medida que pasaba el tiempo y el avión no se caía, fue liberándose del terror que la había paralizado. Entonces consiguió decir:

– ¿Adónde vamos?

– A México. Lo más lejos posible.

Asimiló aquello mientras miraba su perfil impertérrito. No estaba enfadado con ella, pero se había encerrado en sí mismo y ella intentaba desesperadamente llegar a él.

– No tengo pasaporte -dijo finalmente.

– Sí lo tienes -respondió él-. Está en mi bolsa.

El silencio volvió a instalarse entre ellos, un silencio que no se veía capaz de superar ni siquiera cuando tomaron tierra para repostar combustible. La vida como la había conocido hasta entonces había terminado, y pensó que, probablemente, no habría marcha atrás. A Simon lo buscarían por asesinato y no le dejaría correr el riesgo de pasar por la sala de un tribunal. Había hecho aquello por ella; no dejaría que sacrificase nada más, ni un solo minuto de libertad, pasase lo que pasase.

Pasase lo que pasase.


– No se va a creer esto -dijo el técnico girándose en su asiento-. Esa cámara no funciona.

– ¿Cómo? -Jackson giró sobre sí mismo sin dar crédito. Casi podía sentir cómo se le ponía el pelo de punta a medida que lo invadía la cólera-. ¿Me está diciendo que la transmisión que más necesitamos es de la única cámara de la ciudad que no funciona y que nadie se ha dado cuenta? ¿Cómo no pueden darse cuenta de que hay una puta pantalla en blanco?

– Porque la puta pantalla no está en blanco -le respondió el técnico acalorado y molesto-. No te metas en lo mío, colega. -Volvió a girarse y empezó a teclear comandos como un loco-. Aquí está, venga aquí y véalo usted mismo. Mire. -Señaló la pantalla, a las imágenes en blanco y negro sin voz que se movían con un propósito desconocido.

Jackson hizo un esfuerzo por refrenar su impaciencia. Cabreando a este tío no conseguiría nada y, quienquiera que fuese, el que había a matado a Salinas merecía un monumento. No convertiría esto en una cruzada personal, pero aun así tenía que llevar a cabo la investigación.

– ¿Ésa es la cámara?

– Eso es.

– A mí me parece que está funcionando -dijo Jackson eliminando el sarcasmo hasta que apenas fue apreciable.

– Eso es porque no está prestando atención, agente especial. -Al técnico se le daba tan bien el sarcasmo como a Jackson-. Vale, ahí. ¿Ve a este tío al que se le cae el maletín? -Paró la imagen, rebobinó y volvió a pasarla. Jackson observó a un hombre de negocios corpulento que intentaba equilibrar una bebida, un perrito caliente y llevar su maleta sin detenerse. Cuando todo empezó a resbalar, cogió la bebida y el perrito caliente y el maletín se le cayó sobre los pies y salió disparado por la acera.

– Lo veo. ¿Qué le pasa?

– Siga observando. Avanzaré a cámara rápida.

El técnico pulsó una tecla y la gente de la pantalla empezó a correr como hormigas. Unos diez minutos después pulsó otra tecla y volvió a la velocidad normal. Pasados unos minutos, Jackson volvió a ver al hombre de negocios corpulento sacrificando su maletín.

– Mierda-dijo-. ¡Mierda! ¡Es un puto bucle!

– Así es, es un puto bucle. Alguien entró en el sistema, capturó la señal y volvió a introducirla. Fuese quien fuese es muy bueno, es todo lo que puedo decir.

– Gracias por su ayuda -le dijo Cotton con un tono tranquilo lanzándole una mirada inescrutable-, señor…

– Jensen. Scott Jensen.

– Señor Jensen. Volveremos a ponernos en contacto con usted si nos surge alguna pregunta, pero imagino que de momento ya tiene bastante trabajo.

– No hay de qué -dijo Scottie Jensen en un tono un tanto arisco, y luego volvió a su teclado.

Jackson parecía estupefacto ante el hecho de que Cotton no hubiese seguido una pista que definitivamente debería ser investigada, pero disimuló su reacción. Mientras volvían en silencio al coche, una expresión pensativa sustituyó a la de agitación.

Lo que estaba pensando estaba ahí afuera… ahí afuera. El Rick Cotton que conocía era un tío que seguía las normas al pie de la letra, era más correcto que nadie que hubiese conocido. No tenía ninguna prueba y si le contaba sus sospechas a alguien de la Agencia se reirían de él. Lo único que tenía era su instinto, y lo estaba llamando a gritos.

No dijo nada, no entonces. Guardó silencio hasta que volvieron al Federal Plaza e hicieron todos los trámites esperados. Los detalles no dejaban de darle vueltas en la cabeza, matices de expresiones que había visto, el horario. Todo encajaba. No podía demostrar nada… maldita sea, no sabía que quisiese que algo fuese demostrable ni que quisiese actuar aunque lo fuese, pero sabía lo que había ocurrido en el fondo de su ser.

Y Cotton también.

Esperó hasta que el día terminase. Cotton se dirigió a casa junto a su mujer y Jackson cenó en la ciudad y luego fue andando hasta casa mientras asimilaba las luces y el movimiento constante a su alrededor. Siempre hay algo nuevo a la vuelta de la esquina, ¿verdad? Ocurría tanto con la gente como con las cosas. En realidad, más con la gente.

Tomó una decisión, se sacó el móvil del bolsillo y marcó un número. Cuando oyó responder a Cotton, Jackson dijo:

– Lo ha hecho él, ¿verdad? Tú sabías que lo haría.

Cotton permaneció en silencio durante un momento y luego le preguntó tranquilamente:

– ¿De qué estás hablando?

Jackson colgó sin querer decir nada más. Caminó un poco más con las manos en los bolsillos. El aire nocturno se enfriaba por minutos, pero necesitaba seguir caminando.

Lo primero, y más importante, era la decisión que tenía que tomar. ¿Diría algo? La respuesta inmediata que resonó en su cabeza fue un firme «No, joder». No había ni una sola cosa que pudiese probar, aunque estuviese dispuesto a hacerlo, y no lo estaba.

El tío que había matado a Salinas se merecía un monumento, no una investigación. Lo había hecho para proteger a la mujer a la que amaba, y, joder, en eso había algo noble, ¿no? Cotton había sentido algo de inmediato, cuando su reunión con Drea había sido interrumpida y, por puro instinto, había desencadenado los hechos al sugerir que quizá el FBI la utilizase como cebo. Eso había sido una gilipollez. La única manera de construir un caso utilizándola habría sido si Salinas se hubiese vuelto majara y la hubiese matado… y el hombre del balcón lo sabía. La amaba y no la dejaría arriesgarse, así que tomaría las riendas del asunto.

¿Cómo había sabido Cotton que ese tipo sería capaz de hacer algo así? El plan había sido hábil, pero llevarlo a cabo no sólo requería un buen par de pelotas, sino unas pelotas cuadradas. Ni siquiera sabía el nombre del tío ni nada sobre él. No tenía ninguna huella con la que trabajar ni un análisis facial para intentar situarlo en ninguno de los lugares donde había ocurrido todo el tema. Pero Cotton lo había evaluado en una reunión muy breve y en pocos segundos tuvo un arma humana apuntando directamente a Rafael Salinas.

En ese preciso momento, Rick Cotton había actuado por encima de sus posibilidades y lo único que podía hacer Jackson era rendirle homenaje mentalmente.

– Bien hecho -le murmuró a la noche.


Rick Cotton durmió bien aquella noche. Pronto se retiraría después de una larga y mediocre carrera, pero esta vez había superado sus propios límites y se sentía bien por ello. Iría aún más lejos y haría lo posible para obstaculizar cualquier investigación. Esos dos merecían su oportunidad para ser felices y él haría lo que estuviese en su mano para asegurarse de ello.

A veces había una diferencia entre la ley y la justicia, y a veces la justicia tenía que salirse de la ley. La prueba de ello, pensó justo antes de quedarse dormido, era que él no trabajaba para el Departamento de Ley, sino para el Departamento de Justicia… y se había hecho justicia.


Los últimos días habían sido tensos, como si no supiesen cómo comportarse el uno con el otro, y Andie suponía que así era. A cierto nivel, su intimidad se había hecho más profunda; el momento de conocerse estuvo marcado por el drama y la pasión, y por un profundo dolor. En un nivel más mundano, todavía había muchas cosas que no sabían el uno del otro y eso sólo lo remediaría el tiempo. Por ahora manejaban con cautela lo que sentían; para ella era como un enorme elefante en medio de la habitación: no hablaban de él ni reconocían que estaba allí, aunque ambos se apartaban para esquivarlo.

No sabía lo que él pensaba, lo que sentía. De todas formas él era reservado -lo cual era el eufemismo del año- y desde que habían salido de Nueva York se había encerrado en sí mismo y no era capaz de tocarlo, pero no estar con él le hacía aún más daño. Bueno, físicamente podía tocarlo, pero la barrera mental que había levantado entre ambos le recordó a aquella tarde en el ático, cuando había intentado desesperadamente llegar a él y él la había rechazado.

Ahora lo conocía mejor, sabía que no tenía nada que temer de él… más bien lo contrario. Pasase lo que pasase, este hombre se pondría entre ella y el peligro sin dudarlo ni un instante.

Una tarde, mientras lo observaba apoyado en el marco de la puerta inmóvil durante varios minutos seguidos, mirando al mar, su corazón se partió de dolor por él. Estaba totalmente solo, dispuesto a correr cualquier riesgo para protegerla, aunque una vez que lo había aceptado se había distanciado de ella. ¿La culpaba por obligarlo a matar de nuevo después de jurar que no volvería a hacerlo?

Andie sabía cómo se sentiría ella si alguien la obligase a hacer algo que impidiese su vuelta a aquel lugar perfecto de alegría para volver a ver a su hijo. Sentiría amargura y soledad, como si no tuviese sentido seguir intentándolo. ¿Era así como se sentía Simon ahora?

Le miró la espalda intentando adivinar su humor, obtener alguna impresión, pero estaba tan cerrado ante ella como ella lo estaba ante sí misma. Estaba demasiado cerca de ella, supuso; no podría ver nada de su futuro como tampoco podía ver el suyo propio.

Con la luz iluminándolo desde atrás, Andie podía adivinar sus rasgos, pero estaba rodeado por un halo de luz que volvía su camisa transparente y dejaba entrever la forma delgada y musculosa de su cuerpo. Lo miró fijamente mientras sentía cómo se le iba la sangre de la cabeza y le fallaban las piernas, y el mundo que la rodeaba empezó a desvanecerse hasta que no quedó nada más que él y la luz.

Él había estado entre ella y la muerte otra vez, protegiéndola con su dolor y con su amor, enviando una señal, quizá, de que tenía cosas a su favor. El amor por su hijo había sido el mayor factor en la decisión de darle otra oportunidad, pero también lo fue el amor que Simon sentía por ella.

Estaban unidos; lo que ella hacía le afectaba a él y viceversa. Si alguien hubiese preguntado si ella se había enamorado aquella tarde que estuvieron juntos por primera vez, ella habría dicho rotundamente que no, pero la verdad era que había sentido su conexión incluso antes de aquel día y por eso le había tenido tanto miedo. Lo había reconocido, en cierto modo, a algún nivel molecular que desafiaba a la lógica y sabía que la obligaría a arriesgarse una vez más a enamorarse. Y si no, ¿estaría ella aquí ahora? ¿O no habría el suficiente amor para equilibrar el páramo emocional en que Andie se había convertido?

Por el contrario, ¿al amarlo lo estaba protegiendo igual que él la había protegido? Él amaba y era amado. ¿Qué diferencia marcaría en su vida? Ella diría que la diferencia ya era enorme, pero el amor era como una enredadera agresiva que se expandía e iba acaparando cada vez más espacio, estrangulando la maleza. Por amor había dejado de ofrecer sus servicios como asesino a sueldo. Por amor estaba intentando -y ella sabía el gigantesco esfuerzo que suponía para él- abrirse a ella, dejarla traspasar los escudos férreos que lo separaban del resto del mundo. Estaba más cómodo solo, pero por ella estaba dispuesto a salir de esa zona y a vivir el resto de su vida expuesto y vulnerable.

Por ella era capaz de volver a matar y valía la pena considerar los riesgos, siempre que él fuese el que pagase y no ella.

No creía que estuviese haciendo ningún sonido, jadeo o sollozo. Por supuesto, él sabía que estaba en la habitación, detrás de él, porque no había intentado andar a hurtadillas y de todas formas la casa era demasiado pequeña, tanto que probablemente él sabría dónde estaba en cada momento. Pero estaba tan compenetrado con ella que de repente se dio la vuelta, con todos los músculos alerta, listo para entrar en acción una vez que identificase la fuente de lo que estaba molestando a Andie. La vio allí, tambaleándose, con la cara blanca como el papel y la cogió dando una zancada para envolverla en sus fuertes brazos auxiliadores.

– ¿Qué te pasa? ¿Estás enferma? -Mientras hablaba, seguía sosteniéndola en brazos con los pies en el aire y acunándola contra su pecho. Entre ellos ahora no había distancia, ni tampoco reserva en esos ojos oscuros que podían llegar a parecer tan fríos.

– No, estoy bien -dijo ella rodeándolo con sus brazos y acercándolo a ella, acercándose a él, dos acciones que podrían parecer una pero que eran muy diferentes en su objetivo-. Te quiero, Simon Goodnight. Simon Smith. Simon Jones. Simon Brown, Simon Johnson, sea cual sea tu apellido, da igual, te quiero.

Él la apretó con más fuerza y ella vio que se aflojaba algo en su interior, un peso que se hacía más ligero.

– ¿Da igual? ¿Aunque mi verdadero nombre fuese Clarence, Homer o Percy?

– Bueno, entonces tendría que pensármelo -dijo rápidamente sólo para fastidiarlo, y fue recompensada con una de sus sonrisas.

– Cross -dijo él con tanta ligereza que durante medio segundo no se dio cuenta de a qué se estaba refiriendo.

– ¿Cross? ¿Es de verdad? ¿En serio?

– En serio.

Ella rozó la barbilla contra su hombro.

– Gracias -dijo ella, porque la confianza que representaba esta acción, decirle su nombre, era inmensa-. Ya puedes dejarme en el suelo. Estoy muy bien.

– Parecía como si fueses a desmayarte.

– No. ¿Sabes cuando amas tanto a una persona que es casi imposible soportarlo? Es eso.

Presionó los labios contra la parte inferior de su mandíbula, adorando su olor, el tacto de su piel fría bajo sus labios, pero con la calidez vital justo bajo la superficie.

Él le soltó las piernas y la dejó deslizarse hasta ponerse de pie, pero simplemente cambió de posición los brazos y la apretó contra él mientras se inclinaba para besarla. Ella se puso de pie y se encontró con él a medio camino con las manos agarrándole el cuello. Al sentir su erección, una acalorada mezcla de excitación y anticipación empezó a despertarse en el fondo de su vientre. Aunque dormían juntos desde que habían llegado aquí, él no le había hecho el amor y ella no se había sentido capaz de recorrer la distancia que los separaba para llegar a él.

Sin embargo ahora sí se veía capaz. Estaba justo allí, entre sus brazos. Deslizó las manos por su cuello, las pasó por el pecho y el vientre, le desabrochó los vaqueros, le bajó la cremallera y descubrió que no llevaba ropa interior. Gimiendo ligeramente de placer, lo envolvió con sus manos arrancándole un sonido gutural que la hizo estremecerse.

Actuando de nuevo con rapidez, la volvió a coger en brazos haciendo que le soltase el pene.

– ¿Cama o sofá? -le preguntó.

– Cama. -Sí, la cama. Necesitaba espacio para hacerle todo lo que quería hacerle.

La llevó hasta la pequeña y soleada habitación y la dejó caer en la enorme cama, que ocupaba la mayor parte de la habitación. Andie se reía mientras intentaba quitarse los vaqueros al mismo tiempo que rebotaba en la cama. Él se quitó la camisa y los vaqueros rápidamente, así que centró su atención en ayudarla con el resto de la ropa.

Ella no llevaba demasiada ropa; el calor era demasiado intenso para llevar capas y capas de ropa. Vaqueros, ropa interior y una camiseta floja de sisas era lo único que podía soportar. Le quitó la camiseta e, inmediatamente, le cubrió los pechos con las manos.

– Son preciosos -murmuró mientras le masajeaba los pezones con los pulgares, haciéndolos cambiar de color a medida que se iban endureciendo bajo su tacto.

Todo lo que le hacía sentirse hermosa, la forma en que la miraba, como si pudiese lamerla de los pies a la cabeza. Nunca se había sentido hermosa, aunque el espejo le dijese lo contrario. A veces estaba impresionante, pero en su interior sentía que no valía la pena. Pero cuando Simon la tocaba, cuando sentía la ternura con la que la manejaba, como si fuese algo precioso, entonces -entonces- se sentía hermosa.

Él le estiró las piernas y se colocó encima de ella, posando todo su peso sobre la uve que formaban sus muslos. Andie suspiró de felicidad. Le habría bastado con los juegos preliminares, pero también le gustaba su urgencia y el sentimiento de presión que notaba en su interior a medida que él entraba lentamente en su cuerpo apenas preparado. Agitó las piernas y lo rodeó con ellas, y luego se tensaron a medida que su cuerpo se levantaba hacia el de él y lo acogía más adentro.

Magia. Hacer el amor con él había sido como magia, desde el principio. En su cuerpo se disparaba la alegría, un placer puro y abrasador, porque ésa era la diferencia… no estaba practicando sexo ni follando, estaba haciendo el amor, tan absorta en el hecho de estar con él que todos sus mecanismos de defensa se desconectaban y simplemente se dejaba llevar.

Pasó de no estar preparada a tener un orgasmo tan rápidamente que sintió que se habría salido disparada si él no la estuviese sujetando con fuerza. Cuando su mente se aclaró y su cuerpo se relajó sintiendo una profunda felicidad, le devolvió el favor sujetándolo con las manos y las piernas mientras él se ponía rígido, se estremecía y se perdía en el placer.

Echaron una siesta y cuando Andie se despertó le vino el incómodo recuerdo de que no habían utilizado condón. La mayoría de los hombres estarían felices de no tener que usarlo, pero Simon no era como la mayoría y se preguntaba si quizá deseaba tener un hijo con ella. Se le encogió el corazón, porque hay ciertos dolores que nunca desaparecen.

– No puedo tener hijos -dijo en medio del silencio, y luego se tapó la cara con el brazo para no tener que ver la suya si le invadía la decepción.

– Yo tampoco -le respondió con tranquilidad.

Sorprendida, se quedó inmóvil durante unos segundos mientras se preguntaba si lo había entendido bien. Cuando se pudo mover, miró por debajo del brazo para encontrárselo allí tumbado, observándola con una especie de sensación de alivio en los ojos.

– ¿Qué?

– Me hice la vasectomía hace años. No creía que mis genes fuesen algo que tuviera que pasar a la posteridad.

Probablemente tenía razón, pensó ella, y rompió a llorar. Maldito hombre, podía hacerla llorar cuando no había nada en el mundo que le hiciese soltar una lágrima. Pero ¿no era algo típico de él analizar tranquilamente la situación y luego dar los pasos adecuados para proteger al mundo de su progenie, que podía llevar en ella la peculiar combinación que lo hacía letal, pero sin su frialdad de pensamiento, sin su control?

– Me tuvieron que hacer una histerectomía cuando tenía quince años -dijo llorando, hablando y con hipo al mismo tiempo.

Se levantó, fue al baño y cogió un pañuelo para sonarse. Mientras estaba allí se ocupó de otra zona que necesitaba su atención; luego humedeció otra toallita y se la llevó a él.

– Mis genes tampoco son para estar orgullosa -dijo, todavía sorbiéndose la nariz-. Hizo falta un milagro para que me centrase, y no se puede esperar que los milagros sean algo que ocurra tan a menudo.

– Una vez en la vida, probablemente. -Le dedicó una sonrisa irónica y torcida-. Yo ya he tenido la mía… contigo.

Volvió a tumbarse junto a él acurrucando la cabeza en su hombro y posando la mano sobre su pecho. Sentir el latido fuerte y constante de su corazón la hacía sentir bien, más segura. Siempre se sentía mejor cuando él estaba cerca, ya que el lazo entre ambos le hacía sentirse más fuerte; esperaba tener aunque fuese la mitad de ese efecto sobre él, porque no sería justo recibir todos esos beneficios y que él diese y diese sin recibir nada a cambio.

– No espero demasiado -murmuró él mirando fijamente al techo mientras le acariciaba el pelo-. Al final. Si el remordimiento es un requisito para la redención, entonces no estaré allí. No me imagino estando allí. Lo único que puedo ofrecer es… venganza, quizá, y castigo. Puedo ofrecer contención… a menos que tu vida esté amenazada, si es así no hay nada que hacer. Pero no siento remordimientos. Alguna gente necesita matar, y yo hacía el trabajo. Así que… esta vida contigo probablemente sea todo lo que tengo, pero es suficiente, cariño. Es suficiente.

Las malditas lágrimas volvieron y Andie le sonrió entre sollozos mientas se inclinaba para besarlo. El corazón de Simon latía con fuerza bajo los dedos de ella y le puso la palma de la mano sobre esa oleada vital y rítmica.

– No te excluyas -le aconsejó-. Tengo información de primera mano y creo que al final estarás bien.

Sería un largo camino para ambos, pensó viendo de repente un gran lapso de años extendiéndose ante ellos. Lo único que sintió fue el tiempo pasando, sin ningún dato específico, pero durante años y años. Tenían tiempo y se tenían el uno al otro.


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