Al llegar a la habitación del hotel, Simon encendió el ordenador, sólo para asegurarse de que la había convencido de que estaba a salvo y de que no había salido ya corriendo en busca de lo que pensaba que era su vida. Bien… Tanto el Explorer como el móvil estaban donde se suponía que tenían que estar e inmóviles, con lo cual lo más probable era que estuviese en cama. Configuró el programa para que le enviase un mensaje al móvil si el localizador empezaba a moverse, por si acaso intentaba engañarlo.
Le habría gustado estar allí con ella, pero cuando la besó sintió reservas por su parte que indicaban que no iba a recorrer de nuevo ese camino con él, por lo menos todavía no. No le gustaba esperar, pero lo haría… al menos durante un tiempo. Había convertido la paciencia en un arte, perfeccionándola como una especie de arma mientras superaba la perseverancia del hombre y la naturaleza en la caza de cada objetivo, pero ahora que el velo del secreto entre él y Andie había desaparecido, su instinto le decía que tenía que actuar rápido y ser duro. Ella se las había arreglado toda su vida complaciendo a los hombres, ignorando sus propias necesidades, lo que le gustaba y lo que no, y dando la imagen que el hombre quería ver. Necesitaba tiempo, sí, pero también necesitaba que la quisiesen por ser quien era. Necesitaba que la cortejasen, que la persiguiesen, darle la vuelta a la tortilla; necesitaba un hombre que la tratase como una reina.
La paciencia no era más que otra forma de perseverancia. Quizá era un cabrón por no salir de su vida y dejarla en paz, después de todo lo que había hecho y del dolor que le había ocasionado. ¿Y qué? Prefería ser un cabrón y tenerla, que ser un caballero y dejarla escapar.
Si no hubiera notado ninguna reacción por parte de ella, se habría enfrentado a la pérdida y la hubiese dejado en paz, pero estaba inquieta y no dejaba de moverse en su silla, y él sabía lo suficiente de mujeres como para darse cuenta de que había estado recordando lo que había pasado entre ellos. La conocía lo suficiente, por aquella tarde que habían pasado juntos, para saber qué aspecto tenía cuando estaba excitada. Ella quería mostrar indiferencia, pero no lo conseguía, como tampoco él mostraba indiferencia hacia ella. Quiso hacerlo; quiso olvidarla en cuanto se alejó de ella. Pero por primera vez en su vida aquello no había ocurrido. Él vivía en la realidad, no en un mundo de color de rosa y de ilusiones, y lo que había entre ellos era real… algo sin explorar ni desarrollar, pero real al fin y al cabo.
Seguro de que se quedaría allí, al menos por el momento, sacó el botiquín de primeros auxilios y, con mucho cuidado, desinfectó la mordedura del brazo y luego aplicó un aerosol en la zona para dormirla. El analgésico era de uso tópico, pero fue suficiente para que los puntos no le dolieran. Se había clavado astillas que dolían más. Después, aplicó un antibiótico sobre los puntos, le puso un par de tiritas encima y volvió a guardar el pequeño botiquín tomando nota de lo que necesitaba reponer. Siempre llevaba consigo el botiquín y probablemente ya le había salvado la vida en un par de ocasiones. En los trópicos, una herida abierta, por pequeña que fuese, podía convertirse rápidamente en mortal.
Luego, entre bostezos, se tomó un par de ibuprofenos antes de desnudarse. Encendió la luz y se tiró en la cama. Si ella intentaba escapar le llegaría un mensaje al móvil, pero estaba bastante seguro de que no iría a ninguna parte esa noche. Aunque tuviese algo en mente probablemente intentaría fingir quedándose allí durante unos días. Era muy lista, pero él lo era más. Se fue a dormir sabiendo que, por ahora, todo estaba bajo control.
Andie durmió hasta tarde -cosa rara- y a las once y media se dirigió a trompicones hacia la cocina para hacerse un café. Le dolía la cabeza, quizá por el subidón de adrenalina, o quizá sólo necesitaba una dosis de cafeína. Normalmente se levantaba a eso de las ocho para tener tiempo para hacer las tareas del hogar y los recados antes de ir a trabajar, por lo que ya habían pasado más de tres horas desde el momento en el que normalmente se tomaba su primera taza de café.
Se tomó dos aspirinas y luego se llevó el café al salón. Encendió la tele de segunda mano que había comprado y se acurrucó en la esquina del sofá sin ganas de hacer de momento nada más que tomarse el café y esperar a que las aspirinas empezaran a hacer efecto. Vio parte de las noticias de mediodía, lo suficiente como para enterarse de que esa tarde se esperaban tormentas eléctricas y luego, a pesar del café, volvió a quedarse dormida.
La despertaron dos golpes en la puerta principal. Quizá fuesen los vecinos, pensó con amargura, quienes, con cierto retraso, venían a verla, preocupados por el jaleo de la noche anterior para saber si estaba bien. Ella sí los oía caminar, así que sabía que al menos habrían oído el ruido de la silla al volcarse. Pero ¿había comprobado alguien si había entrado un ladrón o algo así? Si ella escuchase los mismos ruidos al menos habría dado un golpe en la pared y habría pegado un grito para preguntar si todo iba bien.
Se detuvo antes de abrir la puerta y levantó un listón de la persiana para mirar al exterior. Se encontró ante sus narices a Simon, que estaba plantado delante de la puerta. Su presencia la impresionó tanto que se quedó sin respiración, como si al mirar se hubiese encontrado a un enorme lobo allí fuera. Sus ojos se encontraron a través del cristal y él levantó las cejas como diciendo: «¿Y bien?».
Consternada, dejó caer el listón de la persiana y permaneció de pie durante un minuto intentando decidir si abrir la puerta o no. Tenía la esperanza de que ya se hubiese ido de la ciudad. ¿Por qué andaba por ahí? ¿Qué más quedaba por decir?
– Puedes abrir la puerta -dijo él a través de la pared-. No me voy a ir.
– ¿Qué pasa ahora? -gruñó ella mientras giraba el pestillo y abría la puerta. Él entró con una sonrisa en los labios-. ¿Qué? -preguntó ella, apartándose de la cara la maraña de pelo de recién levantada. Ni siquiera se había pasado un cepillo y no le importaba.
– Venía a ver si te apetecía salir a comer. Supongo que no -dijo con un tonillo divertido.
Andie bostezó y volvió al sofá, subió las piernas y metió los pies descalzos debajo de los cojines. Todavía llevaba puesto el pantalón del pijama y la camiseta así que, no, no iba a salir, ni a comer ni a otra cosa.
– Supongo que no -repitió ella frunciendo el ceño-. Todavía no he desayunado. Gracias por la invitación. ¿Qué quieres?
Él levantó un hombro.
– Invitarte a comer. Nada más.
Ya, como si se lo fuese a tragar.
– Sí, ya. Probablemente ni siquiera respiras sin algún motivo oculto.
– Estar vivo lo es todo. -Entonces levantó la cabeza olisqueando-. ¿Está recién hecho el café?
– Más o menos -dijo ella. Miró la hora. La siesta había sido más larga de lo que pensaba-. Debe de llevar hecho una hora, así que todavía debería de estar bueno.
Ella también quería más café, así que se levantó y se fue a la cocina llevándose su taza con ella.
– ¿Cómo lo quieres? -preguntó mientras abría la alacena y cogía otra taza, levantando la voz para que él la pudiese oír desde el salón.
– Solo -dijo él justo detrás de ella, sobresaltándola hasta tal punto que casi se le cayó la taza. Él alargó la mano y le cubrió la suya para ayudarla a sostener la taza. Ella se apartó de inmediato, cogió la cafetera y rellenó ambas tazas.
– Haz algo de ruido cuando camines -le dijo rotundamente.
– Podría silbar.
– Lo que sea. Pero no te me acerques a hurtadillas.
Estaba más nerviosa de lo que quería aparentar, porque ese momento le había recordado intensamente a cuando se le acercó por detrás en el ático y le hizo el amor allí mismo, sin ni siquiera darle la vuelta para besarla. En ese momento no había podido dejar más claro que ella no era más que un trozo de carne para él; pero aun así ella se había dejado seducir por el intenso placer, y durante el transcurso de la tarde se fue montando una película de tal calibre que incluso llegó a pensar que realmente la llevaría con él. Todavía estaba escaldada por la humillación que había sentido al ser rechazada.
Dejó la taza de café e inspiró lentamente.
– Creo que deberías marcharte -le dijo sin rodeos-. Necesito que te vayas.
– ¿Porque te besé anoche? -Su mirada era astuta mientras la examinaba.
– Porque tú eres quien eres y yo soy quien soy. Sé lo que era antes, pero estoy sola desde el accidente… -Demonios, él ya lo sabía, la había tenido controlada durante todo este tiempo-. Y creo que estar sola es lo mejor para mí. En lo que a hombres se refiere, nunca tomo buenas decisiones. Es triste, pero cierto.
– No te estoy pidiendo que tomes ninguna decisión. Tienes que comer, ¿no? Salgamos a comer. O a desayunar. Siempre podemos ir a una crepería. -Su tono era dulce y nada apremiante y, de no estar en guardia, podría haberle transmitido una falsa sensación de seguridad. ¿Qué podía tener de peligroso una crepería? El problema era que con este hombre no existía eso de estar a salvo, al menos no por su parte, y la razón estaba en el interior de ambos.
Ella negó con la cabeza.
– No quiero ir a ningún sitio contigo.
– Si vienes, responderé a cualquier pregunta que me hagas.
Se quedó de piedra, furiosa consigo misma porque la oferta era demasiado tentadora para rechazarla, y él lo sabía. Su cabeza le decía que se mantuviese alejada, alejada de él, pero venía él y le ponía en bandeja la oportunidad de saber cualquier cosa que quisiera sobre él, y ella iba y se lanzaba sobre él como un halcón sobre un conejito. Él se divertía observándola, con los ojos brillantes y las comisuras de los labios arqueadas y estaba tan atractivo así, con la guardia baja y sin su típica expresión vacía, que realmente la hizo temblar. Aun así intentó seguir en su línea.
– No quiero saber nada de ti.
– Seguro que sí, como por ejemplo por qué me hice el tatuaje del culo.
– ¡No tienes ningún tatuaje en el culo! -le soltó ella mirándolo fijamente. Le había visto el culo y con lo bien que estaba se habría fijado; habría visto un tatuaje.
Él empezó a desabrocharse el cinturón.
– ¡No hagas eso! -le dijo alarmada-. No tienes por qué…
Sus dedos delgados agarraron el gancho de la cremallera y lo bajaron.
Andie perdió el hilo de lo que estaba diciendo.
Él se dio la vuelta, enganchó los pulgares en la cinturilla del pantalón y se lo bajó. La falda de la camisa cayó sobre sus curvas redondas y musculosas. Echó la mano hacia atrás para levantarse la camisa y allí estaba, en la parte superior de la nalga derecha, una especie de dibujo abstracto un tanto extraño, una especie de laberinto rizado. Sus dedos se contrajeron por la repentina e intensa necesidad de estirarse y tocarlo, no por el tatuaje, sino porque quería volver a sentir entre sus manos la silueta y el frescor de su trasero. Apretó los puños e intentó parecer impasible.
– Extraño dibujo. ¿Qué significa?
Él se subió los pantalones, se metió la camisa por dentro y se dio la vuelta para mirarla mientras se subía la cremallera y se abrochaba el cinturón, todo esto con una mirada pícara.
– Te lo diré durante la comida.
– Maldita sea -gruñó ella girando sobre sus talones mientras iba a la habitación a arreglarse.
Acabó en diez minutos y sólo se cepilló los dientes, el cabello y se cambió el pijama por un vaquero y una camisa; sólo llevaba un botón abierto en el cuello porque ya no se ponía nada escotado, porque la quemadura del pecho era un recordatorio constante de que las cosas habían cambiado. Ni siquiera se molestó en echarse un poco de maquillaje porque no intentaba impresionarlo ni a él ni a nadie. Se puso unas chanclas, se miró las uñas sin pintar y resopló. Su aspecto era totalmente opuesto al que tenía cuando Rafael se la entregó, pero si no le gustaba que le diesen y que se largase.
Él esbozó una sonrisa sincera al verla.
– Estás preciosa -dijo.
El cumplido era tan inesperado, tan opuesto a lo que ella pensaba, que se detuvo en seco y se quedó con la boca abierta de la impresión.
– Bueno… gracias. Pero… ¿estás ciego o qué?
– No, no lo estoy -respondió él tan serio como si la pregunta no hubiese sido retórica. Se acercó y le tocó el pelo-. Echo de menos un poco los rizos, pero me gusta el color. Ahora no llamas tanto la atención, no eres tan frágil. Eso es bueno. Tu boca sigue… bueno, déjalo.
– ¿Que deje qué? -Estaba jugando con ella como si fuese un pez en un anzuelo. Ella lo sabía, pero eso no cambiaba nada. ¿Qué pasaba con su boca? No se lo iba a preguntar porque la respuesta tenía que ser algo sexual, y no quería llegar a eso, pero… ¿qué pasaba con su boca?
– Te lo diré mientras comemos -le dijo.
Hasta que estuvieron sentados en una mesa en la crepería, con la carta en la mano y el café humeando delante de ellos, Andie no se dio cuenta de que le había dicho que contestaría a cualquier pregunta, pero no que le diría la verdad. Enfadada consigo misma por no haberse dado cuenta antes, estampó la carta contra la mesa y lo miró con frustración.
– Responder a cualquier pregunta es una cosa, pero ¿me dirás la verdad?
– Por supuesto -le dijo con facilidad, con tanta facilidad que se dio cuenta de que le había tomado el pelo.
– Estás mintiendo.
Él puso la carta en la mesa.
– Andie, piénsalo. ¿Qué tengo que ocultarte? ¿O tú a mí?
– ¿Cómo iba a saberlo? Si supiese todo sobre ti no necesitaría hacerte ninguna pregunta, ¿no?
– Buena observación.
Simon le sonrió. Ella deseaba que dejase de hacerlo. Cuando sonreía se olvidaba de que era un asesino a sueldo, se olvidaba del agua gélida que corría por sus venas y de que al marcharse de su lado le había hecho más daño que cualquier otro hombre. Pensar en él marchándose le hizo pensar en el tatuaje del culo y en cómo se le podía haber pasado.
– Entonces, ¿qué significa el dibujo de tu tatuaje?
– No lo sé. Es un tatuaje temporal para niños. Me lo puse esta mañana.
Ella estaba tomando un sorbo de café y se atragantó. Tuvo que cubrirse la boca y la nariz con la mano para no soltar el café por toda la mesa. En cuanto pudo tragar empezó a reírse por lo hábil que había sido al tenderle una trampa para conseguir que hiciese lo que él quería.
– Eso no vale, piqué. Sabía que no tenías ningún tatuaje.
Entonces llegó la camarera, libreta y bolígrafo en mano.
– ¿Ya sabéis lo que queréis, chicos?
Andie pidió huevos revueltos, beicon y tostadas, y Simon pidió lo mismo pero con patatas fritas. En cuanto volvieron a estar solos, ella dejó la taza en la mesa para no morirse de la vergüenza al escupir el café por si tenía alguna otra sorpresa guardada en la manga, o en los pantalones.
Había muchas preguntas que quería hacerle, pero algunas no se atrevía a formularlas porque no estaba segura de querer escuchar la respuesta. Ahora que lo pensaba, que le diesen el poder de hacer cualquier pregunta que quisiera y obtener una respuesta, le asustaba un poco. Le asustaría con cualquiera, pero con este hombre se sentía como si estuviese atizándole con un palo a un tigre, lo cual, aun con el permiso del tigre, podría ser una actividad peligrosa.
Empezó con preguntas sencillas, por su propio bien.
– ¿Cuántos años tienes?
Él levantó las cejas, un poco sorprendido por su elección.
– Treinta y cinco.
– ¿Cuándo es tu cumpleaños?
– El 1 de noviembre.
Entonces se quedó callada. Quería saber cuál era su verdadero apellido, pero quizá fuese algo que era mejor no saber. Sus secretos eran más oscuros que los de ella, los límites que lo definían eran más violentos y estrictamente trazados.
– ¿Eso es todo? -le preguntó cuando vio que no le hacía más preguntas-. ¿Querías saber cuántos años tengo y cuándo nací?
– No, no es todo. Esto es más duro de lo que esperaba.
– ¿Quieres saber cuántos años tenía la primera vez que maté a alguien?
– No. -Rápidamente miró a su alrededor para ver si alguien lo había oído, pero su voz era demasiado tenue para que la escuchasen y nadie lo miraba aterrorizado.
– Diecisiete -continuó él implacable-. Descubrí que tenía un talento natural para los trabajos sucios. Pero lo dejé el año pasado, después de sentarme en la capilla de un hospital, de llorar porque acababa de estar en la puerta de tu habitación del hospital y te había escuchado hablar con tu enfermera y de saber que no sólo estabas viva, sino también que estabas entera. Desde entonces no he aceptado ningún trabajo.