Capítulo 11

A Drea le cabreó sobremanera que retirar su propio dinero de un banco fuera tan complicado.

Se había tomado su tiempo para llegar a Kansas, porque no quería cansarse y cometer algún error estúpido o, peor aún, tener un accidente. Tenía que pasar desapercibida, lo que implicaba pagar todo en efectivo y, en cuanto al resto, pasar inadvertida. Una vez que tuviera en sus manos los dos millones tendría más opciones, pero hasta entonces estaba con las manos atadas.

El hecho de tomarse su tiempo implicó un viaje de tres días en lugar de dos, pero estaba bien porque se había divertido. Estaba sola, benditamente sola, sin tener que dar cuentas a nadie más que a sí misma. Ya no tenía que actuar como una imbécil descerebrada, no tenía que sonreír continuamente ni ocultar cualquier signo de enfado o impaciencia, o incluso un sentido del humor demasiado agudo.

Qué triste era que durante dos años no hubiera podido reírse espontáneamente de un chiste. Si se reía, tenía que hacer alguna pregunta antes, como si no lo hubiera pillado. Rafael y sus gorilas habían pasado mucho tiempo riéndose de ella además que de los chistes. Cabrones.

Nunca más tendría que volver a hacerse la tonta porque nunca más dependería de ningún hombre para conseguir lo que quería. Durante el viaje comió cuando le apetecía, paró para ver cosas que le parecían interesantes, se compró ropa centrándose en sus gustos en lugar de en la imagen que quería proyectar. En lugar de intentar parecer sexy, se inclinó por la comodidad de los pantalones de algodón, las camisetas y las sandalias. Después de todo, se pasaba horas a diario en el coche, en pleno verano.

Recordó las lecciones aprendidas en el banco de Nueva jersey y se dio cuenta de que no sería posible llegar allí y que le dieran los dos millones en el acto. Todo lo que podría conseguir serían unos cuantos miles más en metálico, y el resto en un cheque de caja. Ya tenía un cheque de caja por valor de ochenta y cinco mil y, total, para lo que le servía… A menos que se comprara algo realmente caro, no podía gastarlo. Sí, como si fuera posible gastar doscientos dólares y pedir que te devolvieran ochenta y cuatro mil.

Por otra parte, estaba la dificultad que suponía llevar con ella tanto dinero. No podía hacerlo. Tenía que convencerse de que era imposible, así que, con todo el tiempo del mundo a su disposición, la primera noche de viaje ya había calculado los billetes de cien dólares que le quedaban. Según sus cálculos, cada fajo de mil dólares tenía un grosor equivalente a la décima parte de dos centímetros y medio, así que uno de diez mil tendría un grosor de dos centímetros y medio. Eso significaba, a ojo, veinticinco centímetros por cada cien mil y, por lo tanto, un millón serían doscientos cincuenta centímetros, y dos millones serían quinientos o, lo que era lo mismo, un montón de más de cinco metros de alto -algo bastante difícil de transportar e incluso más difícil de ocultar-. Prácticamente, sería como estar pidiendo a gritos que alguien la golpease en la cabeza y le robara la pasta.

Así que tendría que guardar el dinero en algún banco, aunque le gustaría deshacerse de las huellas en papel en forma de cheques de caja, aun cuando por ley los bancos no estaban autorizados a dar ningún tipo de información a Rafael. Eso no significaba que no pudiera conseguirla, simplemente que tendría que tomarse muchas molestias para hacerlo, y la cantidad de molestias que se tomara dependería de lo enfadado que estuviese. Dos millones de dólares ya eran como para enfadarse, y si además se le sumaba el insulto hacia su machismo, significaba que sería capaz de invertir el doble de esa cantidad para encontrarla. Una venganza así podía no ser rentable, pero estaba claro que sí sería satisfactoria.

Para deshacerse de la documentación de las transacciones tendría que tener los dos millones en metálico en algún momento, aunque sólo fuera durante el tiempo suficiente para ir en coche hasta otro estado e ingresarlos en otro banco. El problema era que a los bancos no les gustaba entregar dos millones en metálico, ni siquiera a la persona a la que pertenecían.

Recordó que el banco de Elizabeth necesitaba tiempo para conseguir una mayor cantidad en metálico, así que el segundo día Drea paró en Illinois, se compró un teléfono barato de prepago y lo activó, a continuación se metió en el coche para llamar al banco de Grissom, en Kansas. Con el seguro de las puertas echado y el aire acondicionado encendido, hizo la llamada y dijo que quería hablar con alguien para cancelar su cuenta.

– Un momento, por favor. Le paso con la Sra. Pearson.

Tras unos segundos, escuchó un clic y una amable voz dijo:

– Soy Janet Pearson. ¿En qué puedo ayudarla?.

– Me llamo Andrea Butts -dijo Drea estremeciéndose al pronunciar su odiado nombre. En cierto modo se estaba deshaciendo de ese nombre, para siempre-. Tengo una cuenta con ustedes, y me gustaría cancelarla.

– Siento oírla decir eso, Srta. Butts. ¿Hay algún problema o…?

– No, nada de eso, pero me voy a mudar a otro lugar.

– Entiendo. No queremos perderla como cliente, pero así es la vida, ¿no? Si viene aquí en persona, yo misma haré las gestiones necesarias.

– Estaré ahí mañana por la tarde -dijo Drea calculando la duración del viaje y esperando que el cálculo, como mínimo, fuera bastante aproximado-. El problema es que se trata de una suma considerable, y me gustaría que me la entregaran en efectivo.

Hubo un pequeño silencio, hasta que la Sra. Pearson dijo:

– ¿Tiene su número de cuenta?

Drea se lo recitó, y pudo oír el sonido de las teclas del ordenador mientras la Sra. Pearson obtenía la información de su cuenta.

– Srta. Butts, por su propia seguridad no le recomiendo en absoluto que retire esta suma en efectivo.

– Soy consciente de la dificultad -dijo Drea-. Aun así, eso no cambia el hecho de que la necesite en efectivo, y la estoy llamando con antelación, así que podrán tener esa cantidad disponible.

La Sra. Pearson suspiró.

– Lo siento mucho, pero ni siquiera podemos pedir esa cantidad hasta que hayamos verificado su identidad.

Drea intentó armarse de paciencia, pero la habían tratado mal demasiadas veces como para ser maleducada con alguien que sólo estaba haciendo su trabajo y que tenía que seguir la política del banco. Sin embargo, no pudo contener su propio suspiro.

– Lo entiendo. Como le he dicho, estaré ahí mañana por la tarde. Es demasiado tarde para conseguir el dinero, ¿no?

– En realidad es demasiado pronto. Somos un banco pequeño y es la Reserva Federal quien nos proporciona el dinero en efectivo una vez a la semana. El jefe de caja hace el pedido los miércoles, así que el pedido se hizo ayer. No volverá a hacer otro pedido hasta el próximo miércoles.

Drea tenía ganas de darse cabezazos contra el volante.

– ¿No puede hacer un pedido especial al tratarse de una cantidad así?

– Estoy segura de que tendría que tener una autorización especial.

Evaluó rápidamente la situación.

– ¿Cuánto tiempo pasa desde que hacen el pedido hasta que reciben el dinero en efectivo? ¿Al día siguiente?

La Sra. Pearson dudó de nuevo.

– Estaré encantada de hablar del tema con usted en persona, pero la verdad es que no me gusta dar ese tipo de información por teléfono.

Una vez más no podía echarle la culpa a la mujer, ya que no la conocía absolutamente de nada; para ella, Drea estaba planeando asaltar el banco y estaba intentando enterarse de cuándo tenían la mayor cantidad de dinero en efectivo disponible.

Las cosas no estaban yendo como había planeado. En lugar de conseguir el dinero y desaparecer, parece que tendría que esperar en Grissom por lo menos una semana. Grissom era un pueblo pequeño y, si no recordaba mal, tenía sólo un minúsculo motel, lo que haría increíblemente fácil que dieran con ella.

Podía reducir su vulnerabilidad, sin embargo, quedándose por ejemplo a unos ciento cincuenta kilómetros de distancia pero en continuo movimiento, sin pasar nunca más de una noche en el mismo sitio. Eso era un engorro, pero si quería deshacerse de las huellas en papel tendría que hacerlo en algún lugar y prefería que fuese más temprano que tarde.

– Entiendo -dijo-. Sé que es un problema. Estaré ahí mañana por la tarde.

– Espero que podamos solucionarlo -dijo la Sra. Pearson, lo que Drea supuso que en la jerga bancaria querría decir «espero que entre en razón».

Llegó al banco al día siguiente, unos veinte minutos antes de la hora de cierre; había calculado mal el tiempo que le llevaría, así que se había tenido que levantar a las cuatro de la mañana y conducir sin parar durante todo el día. Estaba cansada, un poco atontada por los tres días de conducción y definitivamente agotada. Su cabello era una maraña de rizos porque por la mañana no había tenido tiempo de alisárselo con el secador, aunque al menos con los rizos se parecía más a la fotografía del carné de conducir. No quería ni imaginarse el lío que se armaría si el banco no creía que ella era quien decía ser. ¿Cómo probaría su identidad? ¿Pidiéndole una carta a Rafael, o algo así? Sí, claro.

Por suerte, su aspecto desaliñado actuó a su favor. La Sra. Pearson parecía haberse escapado de la antigua serie de televisión Dinastía, aunque su mirada era amable y su traje de hombros anchos estaba abrochado sobre un corazón maternal. Para entonces, Drea ya se había inventado una triste historia que incluía un ex marido maltratador que la había estado persiguiendo, pero no fue necesario que la utilizase. La madre del director del banco había fallecido la noche anterior; él se había ido a Oregón y no regresaría hasta después del funeral. Nadie quería molestarlo y, por supuesto, ninguno de los empleados del banco asumiría la responsabilidad de pedir una cantidad de dinero tan grande que se encontraba fuera de su rutina habitual.

Dios, pensó Drea con desesperación, ¿por qué no habría tenido una cuenta en un importante banco nacional que probablemente pidiera dinero en efectivo todos los días, o varias veces al día, en lugar de en ese banco perdido de la mano de Dios en ese pueblo perdido de la mano de Dios que no llegaba ni a los 3.000 habitantes?

Podía ir en coche hasta un pueblo más grande, tal vez Kansas City, abrir una nueva cuenta y transferir el dinero, pero en las ciudades más grandes había más flujo de dinero procedente del narcotráfico y eso hacía que Rafael tuviera más influencia en ellas. Podría hacerse con el dinero más rápidamente, pero correría mucho más peligro.

Como era un viernes a última hora de la tarde, como muy pronto podría abrir otra cuenta el lunes por la mañana. Incluso aunque hiciera la transferencia inmediatamente, probablemente no la harían efectiva hasta última hora del día. Así que no podría pedir el dinero en efectivo hasta el martes y el banco podría conseguir o no la cantidad en ese mismo día. Por si acaso, tenía que imaginarse que el próximo miércoles sería lo más pronto que le podrían entregar el dinero en otro banco, mientras que conseguir aquí el dinero le llevaría dos días más, el próximo viernes.

Esperar dos días más, o correr un enorme riesgo. Ninguna de las opciones era tentadora, pero eran las únicas que tenía. La única opción más alentadora era que enterraran a la madre del director del banco el fin de semana y que éste volviese a trabajar el lunes, lo que dudaba mucho que sucediera.

– Supongo que me quedaré unos días -dijo con una leve y agotada sonrisa-. ¿Me recomienda el motel, o es mejor que me vaya al pueblo más cercano?


Ella necesitaría tres cosas, pensó Simon: dinero en efectivo, un coche y un teléfono móvil. Con lo lista que era, probablemente tendría alguna cuenta secreta en algún lugar cercano, así que asumió que tendría dinero en metálico. Pero el coche… ¿dónde podía haber conseguido un coche? En Nueva York no, la última vez que la vio estaba entrando en el túnel Holland para cruzar a Nueva Jersey. Tenía más sentido que lo hubiera hecho en un estado diferente, así que buscaría en Nueva Jersey. Y en algún lugar cercano; no habría desperdiciado el dinero cogiendo un taxi para recorrer una gran distancia.

Tampoco sería un concesionario de coches nuevos; trataría de pasar desapercibida, lo que implicaba conseguir un coche de segunda mano, uno que estuviera en buen estado pero que no fuera nada espectacular.

Se introdujo en el sistema de la Dirección General de Tráfico para conseguir una copia de su carné de conducir de Nueva York. Un nativo de la ciudad podía no haber tenido carné, podría no saber siquiera conducir dada la cantidad de transporte público disponible, pero, según su propia experiencia, la gente que se mudaba a la ciudad solía mantener sus carnés de conducir al día. Una vez que hubo conseguido la foto, jugó con la imagen usando su ordenador para cortarle el pelo y oscurecérselo. Después imprimió el resultado, porque ahora era el momento de hacer algunas investigaciones previas y tenía que tener alguna foto para enseñarla.

El lunes hizo un negocio redondo y cien pavos después tenía la marca y el modelo del coche, además del número de la matrícula. En Nueva Jersey había que llevar dos matrículas, una en el parachoques delantero y otra en el trasero, y algunos individuos sin escrúpulos hacían dinero robando sólo la matrícula delantera y vendiéndola después a personas que querían una matrícula para la parte de atrás simplemente para que no los multaran por no llevarla, y que no tenían intención de quedarse en Nueva Jersey. Era increíble la cantidad de personas que pasaban por Nueva Jersey, y cuántas necesitaban sólo una matrícula. Una vez fuera del estado, una persona inteligente podría intercambiar las matrículas y eludir el sistema informático.

Un teléfono móvil, sin embargo, era algo más complicado. Podría haber comprado un móvil de prepago para mantener su nombre fuera del sistema. Maldita sea, eso sería un callejón sin salida.

Le quedaba la Agencia Tributaria.

Él era como el resto del mundo; no quería tocarle las narices a la Agencia Tributaria, pero el taxista era la única manera de saber dónde había depositado Drea el dinero. Cualquier transacción monetaria de diez mil dólares o superior era puesta en conocimiento de la Agencia Tributaria. Esa era la razón por la que él movía su propio dinero por partes y luego el total a un destino ubicado en un paraíso fiscal. Manejar dinero daba un trabajo horroroso.

De todos modos, la Agencia Tributaria no tenía un sistema informático demasiado bueno, lo que era una muy buena noticia para él y muy mala para Drea.

El martes descubrió que había transferido los dos millones de dólares a un banco de Grissom, en Kansas.

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