Capítulo 16

La furgoneta se le estaba acercando. Drea no había mirado por el espejo desde hacía varios minutos porque estaba prestando atención a la carretera, que serpenteaba y giraba al mismo tiempo que se elevaba y descendía. En ese momento estaban subiendo una pequeña colina y había un terraplén a la derecha; no era una bajada demasiado empinada ni larga, pero se había encontrado con una curva cerrada y su destreza al volante estaba siendo puesta a prueba. Había perdido la práctica a pesar de la semana pasada, durante la cual, de todos modos, la mayor parte del tiempo había conducido en terreno llano. Ya había pasado un rato desde que había visto una señal con el número de la autovía, y empezaba a preocuparle que pudiera haberse equivocado en algún cruce importante porque no se habían encontrado con ningún otro coche por lo menos desde hacía cinco minutos y la carretera era considerablemente más estrecha. ¿Continuaba todavía en la ruta que había elegido para ir a Denver? Pero no podía hacerse a un lado y mirar el mapa; la carretera no tenía arcén, por no hablar del asesino que llevaba pegado al culo.

Entonces echó un vistazo al espejo y vio que la furgoneta se encontraba a no más de cuarenta y cinco metros por detrás de ella y que seguía reduciendo distancias a un ritmo aterrador.

El corazón le palpitó en la garganta y sus manos se aferraron al volante hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Obviamente él había decidido que ése era el momento, que la carretera estaba lo suficientemente desierta y que no tenía por qué esperar más. Ella había albergado la esperanza de que la noche se les echara encima, había albergado la esperanza…

No sabía qué esperanza había albergado. ¿Que él hubiera esperado hasta que ella hubiera tenido la oportunidad perfecta para darle esquinazo? Sí, como si eso fuera a pasar. Tenía que haberse esperado esto.

Él había reducido la distancia otros dieciocho metros y ahora estaba lo suficientemente cerca para que ella pudiera distinguirlo en la cabina de la furgoneta y ver las oscuras gafas de sol que llevaba puestas.

¿Cuánto le habría pagado Rafael? Tal vez ella podría pagarle más. Tal vez, ¿por qué se estaba permitiendo distraerse con esa mierda, como si fuera a ser capaz de negociar con él? Él no pasaría el rato hablando de la situación, la mataría y se iría, treinta segundos como mucho.

¡Mierda! Drea estaba de repente furiosa consigo misma, con él, con Rafael, con todas las putas cosas. No podía acabarse así, se negaba a dejar que acabase así. Rafael no iba a ser su muerte, no cuando el cabrón había sido su dueño durante dos años en los que había soportado su mierda hasta el punto de sonreír cuando quería darle una bofetada, de chupársela y actuar como si eso la hiciera feliz. ¿Qué tipo de gilipollas pensaba que hacer una mamada era gratificante? Él fue su dueño hasta el punto de regalarla a otro hombre, de tratarla como a una puta y de hacerla sentir como una puta.

Y que le dieran a ese otro hombre por ser él, por no haberla tratado como a una puta, por haber sido amable y haberle proporcionado un placer tan increíble antes de irse sin una sola mirada atrás, espetándole esas frías palabras: «Una vez es suficiente». ¿Era él su castigo por todos los hombres con los que había jugado, por todos los hombres a los que había utilizado? Qué increíblemente irónico era que la única vez… No importaba lo que hubiese pensado, olvidarse de que le había pedido que la llevara con él, porque, a pesar de lo que hubiera pensado, los pensamientos de ambos seguramente no iban en la misma dirección.

Dio una curva demasiado rápido y la parte trasera del coche derrapó ligeramente; el paisaje, tan claro con ese calor, con la tenue luz de la puesta de sol, se volvió borroso de repente. Sus ojos se llenaron de lágrimas que ella se negaba a derramar. Ya había llorado demasiado por él. Había aprendido a no mirar nunca atrás, a no dar nunca al destino una segunda oportunidad para darle una patada en los dientes.

«Que te den», dijo al reflejo del retrovisor, al inexpresivo hombre oculto tras las gafas de sol.

La carretera giró sobre ella, una curva en forma de «s» tan pronunciada que antes de darse cuenta de lo cerrada que era ya estaba dentro de ella. Pisó el freno a la vez que notaba cómo los neumáticos traseros derrapaban de nuevo, llevándola hacia la derecha, donde el asfalto caía hacia la nada.


– Reduce la velocidad -dijo él bruscamente, consciente de que ella no podía oírlo, mientras observaba la parte trasera del coche derrapando. Levantó el pie del acelerador dejando que la furgoneta redujera la velocidad mientras entraba en la serie de curvas detrás de ella. Tal vez si él aminoraba un poco ella no tomaría las curvas tan bruscamente; la furgoneta no tomaba las curvas tan bien como un coche, de todos modos.

Las ruedas traseras del coche derraparon sobre el asfalto, levantando una nube de grava. Él observó inútilmente enfadado, sabiendo que no había nada que pudiera hacer.


Los latidos del corazón de Drea se aceleraron salvajemente mientras el coche se deslizaba hacia el borde, una debilitadora sensación de impotencia la invadía porque las leyes de la física la tenían en sus manos y no había nada que ella pudiera hacer para zafarse.

Estaba en la parte más cerrada de la curva, con el vacío delante de ella y a la derecha. El tiempo se congeló un instante, después pasó a la siguiente imagen, luego a la siguiente, era como ver una serie de diapositivas con alguien controlando el mando. En cada imagen, ella sabía exactamente lo que estaba sucediendo, sus pensamientos volaban mucho más rápido de lo que avanzaban las imágenes.

Primera imagen: en ese instante se dio cuenta de que, si daba un volantazo mientras derrapaba, se saldría directamente de la carretera y se caería en la concavidad tachonada de árboles situada entre las dos mitades de la curva en forma de «s». Aunque sobreviviera, cualquier accidente sería su muerte, porque él estaba justo detrás de ella y podría dispararle cuando quisiera.

Segunda imagen: en la fracción de segundo en que las ruedas traseras derrapaban cada vez más hacia el borde, el coche empezó a inclinarse hacia atrás y el estómago le dio un vuelco, como si estuviera en una montaña rusa. A través del espejo retrovisor alcanzó a ver una imagen de la gran furgoneta detrás de ella y del hombre dentro, y una oleada de dolor la golpeó tan fuerte que los evidentes latidos de su corazón flaquearon con el impacto. Él no la había querido. Si al menos lo hubiera hecho. Si al menos le hubiera tendido la mano cuando le pidió: «Llévame contigo». Pero no lo había hecho, y nunca lo haría.

Tercera imagen: las ruedas traseras, de repente, encontraron adherencia, hundiéndose en el borde que se venía abajo y dirigiendo grandes abanicos de suciedad y grava en forma de parábola hacia el exterior. El volante dio un tirón hacia un lado, girando con vida propia y librándose de su aterrorizado agarre. El coche se lanzó hacia delante y la llevó más allá del borde. Tal vez gritase; podría haber estado gritando todo el tiempo, pero ella sólo era consciente de un silencio absoluto.

Cuarta imagen: el coche pareció estar flotando en el aire durante unos largos y agónicos segundos. Miró a través del hueco donde la carretera se curvaba en la segunda parte de la «s», pensando tontamente que si eso fuera una película el coche saltaría y aterrizaría en el asfalto al otro lado, botando salvajemente y tal vez tras haber perdido un parachoques, pero milagrosamente ileso. Pero eso no era una película y el momento acabó. El peso del motor hizo caer la parte delantera hacia abajo, y ella pudo ver los árboles allá abajo acercándose a ella a todo correr, como disparos de un lanzamisiles.

Sólo fracciones de segundos, retazos de tiempo, su visión todavía era cristalina, sus pensamientos ordenados y detallados. Así que esto era el final. Había pensado en la muerte; al contrario que la mayoría de los jóvenes, había conocido la muerte cuando su placenta se había desprendido durante la vigésimo segunda semana de gestación. Casi se muere; su bebé se murió, se murió mientras todavía estaba dentro de su cuerpo, después le fue arrebatado tibio e inmóvil, llevándose todos sus sueños y su agonizantemente intenso amor con él. Era tan diminuto, tan frágil y débil y se estaba poniendo azulado incluso mientras ella sollozaba y le pedía a Dios o a quien fuera que le dejase vivir, que se la llevase a ella en su lugar porque él era inocente y ella no, porque él tenía todas las posibilidades del mundo ante él mientras que ella no valía nada, pero eso no debía de ser un buen negocio porque su bebé no había sobrevivido.

Ella sí, en cierto modo. Había continuado de forma mecánica. Había sobrevivido, porque ella era esencialmente una superviviente, incluso aunque no fuera a haber otro bebé para ella. Y nunca había vuelto a amar, nunca había vuelto a sentir nada por nadie hasta hace poco más de una semana, cuando él, el él sin nombre, había atravesado su caparazón y la había tocado.

Y ahora la había matado.

El primer impacto arrancó el parabrisas como si fuera una uña postiza. Si el coche había tenido airbag cuando era nuevo, ya no lo tenía, porque ninguna almohada grande y blanca se hinchó y le dio en la cara aún cuando la fuerza del impacto fue como un enorme golpe que apagó todos sus sentidos excepto un minúsculo sentido de conciencia que perduraba y resistía, porque resistir era una parte fundamental de ella.

No tener airbag no importaba, sin embargo, porque no fue el primer impacto lo que la mató. Fue el segundo.


«¡Mierda!», dijo Simon violentamente mientras clavaba el freno y obligaba a la furgoneta a detenerse tan bruscamente que los neumáticos echaron humo, a la vez que ponía el cambio de marchas en posición de punto muerto y saltaba de ella mientras la furgoneta todavía estaba balanceándose. «¡Joder!».

Se detuvo un instante en el borde de la carretera del que se estaban desprendiendo pequeños pedazos, para considerar cuál sería el mejor camino para tomar; a continuación bajó de lado y precipitadamente la empinada cuesta, medio arrodillado aquí, agarrándose a un arbusto allá, hundiendo sus talones cuando podía.

– ¡Drea! -gritó, aunque no esperaba respuesta. Se detuvo un momento para escuchar y no oyó nada más de lo que era casi una vibración en el aire, una sensación más que un ruido, como si la violencia del impacto todavía resonara.

El desnivel era demasiado grande y había demasiados árboles. Cuando un coche se enfrenta a un árbol, normalmente el árbol gana. Aún así, tal vez no estuviese muerta; tal vez estuviera inconsciente. La gente sobrevivía a accidentes de tráfico todos los días, incluso a aquellos de los que parecía imposible salir con vida, mientras que uno que parecía no mucho más que un accidente sin importancia podía romperle la columna a alguien y se acabó. Dependía de la posición, de la coordinación; demonios, dependía de la suerte.

No podía explicar por qué el corazón le latía tan aceleradamente y sentía el estómago como si lo tuviese lleno de hielo. Había visto la muerte muchas veces, de cerca y directamente. Y la mayor parte de las veces él había sido la causa. La transición era rápida, el guiño de un ojo, el vuelo de una bala, y listo: luces fuera. Nada del otro mundo.

Pero no se sentía como si esto no fuera nada del otro mundo. Se sentía… Dios, no sabía qué sentía. Pánico, tal vez. O dolor, aunque la razón por la cual estaba sintiendo eso se le escapaba.

Se abrió paso entre la maleza, perdió el equilibrio y recorrió los últimos seis metros arrastrándose sobre su trasero. El coche estaba a su derecha, medio escondido entre las ramas rotas de los árboles y arbustos, un montón de metal enmarañado del cual todavía salía polvo. Los cristales rotos de los faros delanteros y traseros estaban por todas partes, fragmentos rojos, blancos y ámbar, brillando bajo el sol. Una rueda se había salido completamente, el neumático había reventado por la fuerza del impacto. Otros trozos de metal retorcido y cortado estaban por aquí y por allá.

Llegó primero a la parte trasera del coche. Podía ver la parte superior de su cabeza, justo sobre el reposacabezas; ella todavía estaba en su asiento. La puerta del conductor se había separado por completo y podía ver su brazo izquierdo colgando mustio, con la sangre goteando lentamente de las yemas de sus dedos.

– Drea -dijo con más suavidad.

No hubo respuesta. Se abrió camino entre la maleza y los restos del accidente hasta que llegó a su lado, entonces se quedó helado unos instantes.

Dios. Un pino joven se había metido por el parabrisas -o mejor dicho, por donde solía estar el parabrisas- y se le había clavado en el pecho. Estaba sentada erguida sólo porque estaba clavada al asiento, que ya estaba empapado de negro por su sangre. Extendió la mano, después la dejó caer. No podía hacer nada.

Una brisa agitó los árboles a su alrededor, y unos pájaros entonaron sus cánticos vespertinos. El calor del sol poniente le abrasaba la espalda y los hombros y bañaba todo con una clara y dorada luz. Los detalles eran nítidos, pero extrañamente distantes. El tiempo pasaba alrededor de ellos, pero él se sentía como si estuviera encerrado en una burbuja donde todo permanecía inmóvil. Tenía que asegurarse por sí mismo. Introdujo la mitad de su cuerpo en el coche, intentando sentir el pulso de su cuello.

De la extraña manera en que las cosas suceden, su bello rostro sólo tenía unos pequeños cortes. Sus puros ojos azules estaban abiertos, su cabeza girada hacia él como si lo estuviese mirando.

Su pecho se elevó en una lenta y leve respiración y, con una sacudida que lo recorrió hasta los pies, se dio cuenta de que ella lo estaba mirando. Se estaba yendo, y rápidamente, pero por ahora lo veía, lo reconocía.

– Dios, cariño -susurró recordando bruscamente su sabor, lo suaves y sedosos que eran sus pechos, el dulce aroma de mujer bajo el caro perfume que ella usaba. Recordó cómo se había sentido ella en sus brazos, lo sedienta de afecto que estaba, el tenso y resbaladizo calor de su cuerpo cuando se deslizaba dentro de ella, y la mirada perdida en esos ojos azules cuando la dejó. Recordó que su risa era tan musical como las campanas y el hecho de darse cuenta de que nunca la volvería a oír fue como un puñetazo en el pecho que lo dejó sin aliento.

No creía que lo oyera. Su expresión era tan tranquila y serena como si ya se hubiera ido, su cara, blanca porcelana. Su mirada todavía permaneció clavada en su rostro y lentamente su expresión cambió como si se suavizara y se llenara de asombro. Sus labios se movieron, formaron una sola palabra… y luego se fue. Los ojos azules se quedaron fijos, empezaron a apagarse. Automáticamente, su cuerpo tomó otra vez aliento, todavía luchando por una vida que ya se había ido, entonces eso también se detuvo.

La brisa coqueteó con un mechón de su cabello, acercándolo a su pálida mejilla. Dulcemente, Simon estiró un dedo y tocó el mechón, ahora oscuro y lacio, pero tan sedoso como lo había sido cuando era rubio y rizado. Se lo echó hacia atrás, sujetándoselo tras la oreja, entonces acarició su mejilla. Había cosas que necesitaba hacer, pero por ahora no podía hacer nada excepto quedarse justo donde estaba, mirándola y acariciándola, sintiéndose como si la tierra cediese bajo sus pies. La miró, esperando, con la esperanza de otra respiración, pero ella se había ido y él lo sabía. No había nada.

Respiró varias veces profunda e irregularmente, luego se obligó a sí mismo a salir del coche. El sentimentalismo no tenía cabida en su vida; no podía permitirse que nada ni nadie le preocupara, que atravesara su coraza emocional y mental.

Ágilmente, hizo lo que debía. Miró alrededor hasta que encontró su bolso, tirado a unos cuantos metros de allí. Rápidamente sacó su teléfono móvil y su carné de conducir de su cartera, y se los metió en el bolsillo. Ella no tenía ninguna tarjeta de crédito ni ninguna otra identificación, así que metió de nuevo su cartera en el bolso y lo puso en el salpicadero delantero. Su ordenador fue más fácil de encontrar porque estaba en el asiento trasero, aunque llegar hasta él fue bastante más difícil. Finalmente, logró llegar hasta él y sacarlo de allí.

Una cosa más: la factura de la compra del coche. Se abrió camino alrededor hasta el otro lado del coche y utilizó su navaja para hacer palanca y abrir la guantera rota. Extrajo la factura de compra, se detuvo un momento para pensar si había algo más que pudiera revelar su identidad. No, lo tenía todo.

Lo último que hizo fue usar su teléfono móvil para hacerle una fotografía. Era macabro, pero necesario.

Llevándose el ordenador portátil, volvió a subir a la carretera. No habían pasado más de cinco minutos desde el accidente, como mucho. No había pasado ningún otro vehículo, pero ésta no era exactamente una autovía interestatal. Abrió la puerta de la furgoneta, todavía en marcha, puso el ordenador portátil sobre el asiento del copiloto y sacó el teléfono móvil de Drea de su bolsillo para comprobar si había cobertura. Había, pero no demasiada; tal vez podría hacerse entender. Marcó el 911 y cuando la operadora respondió dijo:

– Quiero informar de un accidente de coche con una víctima mortal en la autovía…

Les dio la información pertinente y, cuando la operadora empezó a hacerle preguntas, cerró el teléfono y cortó la llamada.

Esperaría hasta que oyera las sirenas. Se quedaría vigilando su cuerpo, protegiéndola y haciéndole compañía hasta que supiera que alguien venía para encargarse de ella.

De pie con una bota sobre el estribo lateral y un brazo sobre el techo de la furgoneta, vio ponerse el sol tras las lejanas montañas, vio el crepúsculo color púrpura comenzar su rápida progresión. Finalmente, un débil lamento llegó hasta él, transportado por el claro y seco aire, y a varios kilómetros pudo ver el parpadeo de las luces rojas.

Se metió en la furgoneta y permaneció un momento sentado, con los brazos cruzados sobre el volante, recordando la manera en que ella lo había mirado y la forma en que su expresión se había suavizado, entonces había pronunciado una palabra: «Ángel…».

Y se murió.

Maldijo y golpeó una vez el volante con el puño. A continuación, puso en marcha la furgoneta y se fue.

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