Capítulo 13

¿Estaba loca?, se preguntó Drea mientras revisaba su lista de tareas con implacable determinación, aunque no importaba lo determinada que estuviera, la maldita historia cada vez se alargaba más.

Cada paso que daba parecía dar lugar a dos nuevos pasos sin los que el primero de ellos no funcionaría. Como no tenía tarjeta de crédito, tendría que pagar en efectivo el ordenador portátil más barato que encontrara en Wal-Mart y estaba empezando a quedarse sin dinero. A menos que quisiera arriesgarse a ir al banco de Grissom en persona, tendría que usar el cheque de caja de ochenta y cinco mil para abrir una cuenta en un banco en el pueblo donde se encontraba el Wal-Mart, lo que haría que se generase otra notificación de transacción realizada.

Aun así, ¿qué opciones tenía? Necesitaba tener acceso a Internet para transferir electrónicamente los dos millones de pavos. Pero antes de contratar el servicio, necesitaba un ordenador portátil, necesitaba dinero en efectivo.

Todo parecía volverse en su contra. Cuando fuese a la tienda de telefonía móvil para conseguir una tarjeta de conexión inalámbrica para su nuevo ordenador y contratar el servicio de Internet móvil, tendría que tener una dirección para que le pudieran enviar las facturas o domiciliarlas en su banco para que retiraran mensualmente el dinero de su cuenta.

– Claro, ¿por qué no? -musitó al delgado chico hispano que la estaba ayudando. La información de su cuenta bancaria estaba justo allí, en su bolso, por supuesto, teniendo en cuenta que había abierto la cuenta sólo dos horas antes.

Aun así, todo eso eran meras suposiciones. Aunque estaba segura de que Rafael la estaría buscando, no tenía ninguna prueba de que hubiese contratado a alguien para seguirla. Tal vez sólo Orlando se estaba encargando de ella. Esa sería la mejor de las posibilidades: aunque a Orlando se le daban bien los ordenadores, sabía que no tenía la experiencia suficiente como para introducirse en el sistema de la Agencia Tributaria.

Y no sólo eso, sino que Rafael no se lo permitiría. Lo último que Rafael quería era que se le echase encima la Agencia Tributaria y empezara a fisgonear sus asuntos financieros. Durante esta última semana había aprendido lo difícil que era realizar movimientos de dinero de forma clandestina. No se imaginaba que el blanqueo de dinero fuera un asunto que requiriese invertir tanto tiempo; ¿de qué otra manera se suponía que los traficantes de drogas hacían que sus enormes cantidades de dinero en efectivo pasaran desapercibidas para poder gastarlo abiertamente?

Incluso aunque Rafael hubiera contratado a alguien para seguirla, tal vez no hubiera querido asumir el gasto que supondría contratarlo a él. El asesino era caro, muy caro. Rafael sería consciente de que no podría recuperar sus dos millones; sabría las dificultades a las que se enfrentaba y sabría que, una vez el dinero estuviera ingresado en su cuenta, él no podría acceder a él. ¿Sería capaz de sumar los honorarios del asesino a los dos millones que ya había perdido?

Sí. Estaba casi segura de que la respuesta era sí. Rafael estaría tan furioso que sería capaz de cualquier cosa. Y teniendo en cuenta su profesión, el asesino estaría muy al tanto de las entradas y salidas de dinero y de cómo transformarlas en efectivo.

Ésa era la única cosa que no había investigado apropiadamente, el único punto débil de su plan. Había actuado precipitadamente dejándose llevar por sus sentimientos y ahora lo estaba pagando. ¿No iba a aprender nunca?, se preguntó con amargura. Lo único que habían conseguido sus sentimientos era empañar el asunto y hacer las cosas más difíciles. Tendría que haber hecho caso omiso de lo que Rafael había hecho, armarse de valor para soportarlo y planear mejor las cosas. Podría haber esperado hasta que hubiera ingresado algo en un paraíso fiscal, lejos de la intromisión de la Agencia Tributaría y luego pasar a la acción.

Todavía tenía la bolsa con joyas que podría liquidar, pero probablemente lo mejor sería ponerlas a la venta en eBay, o algo así, y eso llevaría su tiempo. Aunque ahora que tenía un ordenador portátil, podía ponerse manos a la obra. No estaba en la ruina e indefensa, como la primera vez. Tenía opciones.

Lo que no tenía era tiempo. Ya habían pasado varios días desde que había dejado Nueva York, tiempo más que suficiente para que él la estuviera siguiendo. A menos que fuera capaz de olvidarse de los dos millones, por lo menos durante un tiempo. Pero ¿cuánto tiempo pasaría hasta que pudiera tener acceso a ellos sin temor? ¿Un año? ¿Dos años? ¿Cinco? Tenía que ser rápida.

Ahora ni siquiera tenía los ochenta y cinco mil, por lo menos no en sus manos. Acceder a ellos suponía el mismo riesgo que acceder a los dos millones. Todavía le quedaba algún dinero y tenía las joyas, pero aunque podría subsistir con eso, no podría conseguir ese nuevo DNI para desaparecer. No tendría una casa, un hogar sólo para ella. Tendría que trabajar en algún lugar en el que le pagaran en negro, probablemente como camarera en algún antro. Ya había vivido eso antes, y no tenía intención alguna de volverlo a hacer.

Según su punto de vista, fuera arriesgado o no, tenía que actuar.

Finalmente, con todo solucionado, llamó a la Sra. Pearson.

– Estoy lista -dijo-. Tengo un ordenador y tengo una conexión de Internet móvil.

– Bien. Yo tengo el formulario listo. Salgo de trabajar a las cinco; la puedo ver en… ¿dónde puede ser un buen sitio?

– No lo sé. Déjeme pensar.

En un pueblo del tamaño de Grissom, no había ningún buen sitio. La cafetería no servía; Drea no quería que la pillaran en un lugar pequeño, de pie, con la única salida a través de la cocina. Había estado en la cafetería y le pasaban los platos a la camarera a través de un gran mostrador. Había una puerta en la parte trasera de la cafetería que daba a la sala de descanso y tal vez a la cocina, pero no lo había comprobado cuando había estado allí, así que no estaba segura. A menos que quisiera trepar por el mostrador, cosa que no debía hacer porque la plancha debía de estar justo debajo de él: la cafetería era una ratonera.

Ese era otro ejemplo de falta de previsión. Tenía que haber comprobado todo, dado que su vida dependía de ello. A partir de ahora, asumiría que él estaba sólo a un paso de ella y actuaría en consecuencia. No estaría a salvo hasta que se hubiese deshecho de la notificación de transacción, y eso llevaría su tiempo.

– ¿Qué le parece el aparcamiento de la tienda de todo a cien? -sugirió finalmente. Tenía más de una entrada; aún mejor, estaba en una esquina, así que tenía más de una calle para elegir. Nadie que la conociera se molestaría siquiera en buscarla en una tienda de todo a cien.


Eso era como una partida de ajedrez, pensó Simon con deleite. Le divertía medir sus fuerzas con alguien como Drea. La mayoría de las veces no conocía en absoluto a sus víctimas, incluso a aquellas que debería conocer mejor. La mayor parte de sus objetivos adoptaban medidas de seguridad, pero entonces se sentían muy seguros y bajaban la guardia. Gran error. Pésimo error. La única manera de seguir con vida era no relajarse nunca, no dar nunca por hecho que se está a salvo.

Había cogido un vuelo la tarde anterior, había alquilado una furgoneta para pasar desapercibido entre la población de la zona rural, y había hecho en ella el resto del camino. Llevaba puestos unos pantalones vaqueros, botas negras de trabajo y una camisa de color azul oscuro de manga corta como de mecánico. Su camisa incluso tenía un nombre escrito, Jack, bordado sobre el bolsillo izquierdo. Todo el mundo conocía a algún Jack. Los Jacks estaban por todas partes, y era un nombre tan común que nadie le prestaría atención. Una gorra de béisbol sucia, unas gafas de sol y una barba de tres días completaban su disfraz.

En cierto modo, sus opciones para disfrazarse eran limitadas porque no podía romper la rutina de un pueblo tan pequeño. La gente se detendría para ayudarlo, le preguntaría de dónde era, se preguntaría por qué no lo habían visto antes. Aun así, estaba satisfecho con su aspecto; pasaba desapercibido, que era precisamente lo que quería.

Si Drea no se había dado cuenta antes de lo difícil que era conseguir una gran suma de dinero en efectivo, ahora ya lo habría hecho. Sería como la mayoría de sus objetivos y pensaría que estaba a salvo en ese pueblucho sólo porque no había utilizado ninguna tarjeta de crédito en ningún sitio y porque había ido en coche en lugar de en avión, aunque él esperaba que fuera más inteligente que todo eso.

Hasta ahora había jugado de forma inteligente, aunque a estas alturas ya habría advertido los puntos débiles de su plan y de cómo la podrían descubrir. ¿Se imaginaría que sería él el que la estaba siguiendo? Podía ser. Conocía a Rafael lo suficiente como para jugársela, lo que significaba que también podría predecir con exactitud lo que haría.

Tendría que contratar un servicio de Internet para transferir el dinero vía electrónica y tendría que rellenar algunos papeles para llevar a cabo la operación. Eso significaba que primero tendría que conseguir el servicio de Internet. La noche anterior había estado navegando en los sistemas de las empresas que daban servicio en esa zona y ella no estaba registrada. Hasta que pudiera conseguir un nuevo DNI tendría que usar su nombre real y todo el nuevo papeleo supondría un gasto de más dinero en efectivo del que él se imaginaba que ella tendría. Hasta que consiguiera cambiar de identidad, no conseguiría quitárselo de encima.

Sentado en la furgoneta, utilizó su ordenador portátil para introducirse de nuevo en los archivos de servicios móviles de Internet, empezando por la compañía más importante; y allí estaba. Como solía suceder con los eficientes proveedores de servicios de telefonía, habían introducido inmediatamente sus datos en el sistema.

Ahora tendría que hacer todo el papeleo del banco, lo que significaba que tendría que ir en persona al banco o bien que habría entrado en contacto con alguien del banco que pudiera llevarle los papeles. Tratándose de Drea, apostaría por esto último.

Observó pacientemente. A las cuatro y media cerraron las puertas principales. Bien, esto no iba a ser fácil, aunque le habría decepcionado que lo fuese. Tendría que analizar a los empleados del banco a medida que se marchaban, y seguir al que pareciera más indicado.

Inmediatamente decidió que no sería un hombre. Drea no confiaba en los hombres, tenía buenas razones para ello. Despreciaba a los que podía manejar y desconfiaba de los que no. Eliminar a los hombres de su lista no era de mucha ayuda porque la mayoría de los empleados de los bancos eran mujeres.

Su sospechosa número uno sería una mujer de mediana edad, pensó; alguien con experiencia, alguien que tuviera un puesto de cierta responsabilidad. Al ser una mujer mayor sería más probable que tuviera instinto de protección hacia alguien de la edad de Drea. Además tendría que llevar papeles, ya fuese en la mano, en un maletín o en una bolsa grande. Una vez asentados los parámetros, esperó y observó.

La identificó al instante. Por una razón, salió puntualmente a las cinco, como si tuviera algo que hacer. Ese algo podría no ir más allá de hacer la cena, pero llevaba una carpeta en la mano. Alma cándida, pensó ligeramente divertido. Quería ayudar, pero estaba completamente fuera de su elemento. No podría ser más descarada.

Se subió a un Chrysler beis. Odiaba los coches de color beis, no destacaban. Al menos había poco tráfico.

La gran pregunta era: ¿adónde iba? La elección de lugares públicos de Grissom era limitada. Tal vez había quedado con Drea en su propia casa, lo que haría que las cosas quedaran en suspenso en lo que se refería a seguirla.

No salió a la calle inmediatamente, sino que dejó que otro empleado del banco se situase entre él y el Chrysler. Se quedó rezagado para que no reparase en su presencia, aunque creía que había muy pocas posibilidades de que lo hiciera.

Condujo durante dos manzanas y en la segunda esquina giró a la derecha y se metió en el aparcamiento de la tienda de todo a cien. Simon no pisó el freno, no miró directamente al Chrysler mientras cruzaba, pero con su visión periférica estudió el aparcamiento buscando coches en los que hubiera alguien dentro. ¿Se subiría Drea al Chrysler o iría la mujer del banco hasta ella? Apostó a que sería la mujer del banco la que abandonase la seguridad del coche; Drea era demasiado lista como para andar exhibiéndose por ahí cuando sospechaba que alguien la estaba buscando.

Por el espejo retrovisor vio a la mujer del banco salir del coche, detenerse y a continuación empezar a andar resueltamente a través del aparcamiento.

– Bingo -dijo en voz baja-. Ya eres mía, cariño.

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