Capítulo 6

Drea durmió más de la cuenta, y por fin consiguió arrastrarse fuera de la cama como si la hubieran apaleado, física y mentalmente. Cuatro horas de sexo, de sexo realmente bueno, en teoría podía sonar muy bien, pero no era algo que quisiera repetir aunque no fuera acompañado del trastorno emocional que le había supuesto. No podía negar el placer físico, pero le gustaba ser ella la que tuviera el control. Prefería haber tenido la mente despejada durante el acto y haberse preocupado de sus propias necesidades más tarde, cuando estuviese a solas. Mira lo loca que se había vuelto por unos cuantos orgasmos, aunque el efecto aturdidor sólo hubiera sido temporal. No volvería a cometer el mismo error; si alguien se tenía que volver loco sería el tío, no ella.

Esa mañana no se permitió derrumbarse ante el espejo; se puso delante de él y se centró en lo que veía en ese momento, no en el reflejo de lo que había estado allí hacía años. Ya no era esa niña estúpida y vulnerable, así que pensar en ella era una pérdida de tiempo.

El presente ya era lo suficientemente malo, pensó con gravedad, girando la cabeza hacia un lado y hacia el otro mientras se examinaba. Su rostro estaba pálido, si no contaba con las sombras que parecían cardenales bajo sus ojos, y tenía el pelo tan enmarañado que parecía que un nido de ratas se había estado peleando dentro de él. Tal vez era simplemente una cuestión de ego, pero no quería parecer patética. No podía hacer desaparecer todos los rastros de lo sucedido ayer, pero ciertamente podía tener un aspecto mejor que ése.

Por primera vez en su vida, echó el cerrojo de la puerta del baño antes de desvestirse. No le importaba lo que pensara Rafael, no le importaba que no le hiciese gracia.

Cogió un peine y atacó enérgicamente los nudos y los enredos de su cabello, después se metió en la ducha y se frotó con su jabón perfumado favorito. Ayer por la tarde no había tenido tiempo de echarse acondicionador en el pelo, por eso estaba tan enredado esta mañana. Ahora se tomó su tiempo y sintió cómo su tupido cabello se volvía suave bajo sus dedos.

Lo primero que haría, pensó amargamente, era cortar parte de ese desastre. No sólo porque su pelo era demasiado identificable, sino porque no le gustaba el pelo tan largo y rizado. Su pelo tenía algunas ondas naturales, pero esos tirabuzones eran el resultado de productos químicos apestosos y horas de cuidado. Había elegido su aspecto de forma deliberada, a sabiendas de que la haría parecer más frívola y menos capaz pero, maldita sea, ya se había cansado. Estaba cansada de aparentar que no tenía cerebro, cansada de anteponer las necesidades y deseos de otros a los suyos propios.

Se puso la bata y se ató fuertemente el cinturón, a continuación empezó a maquillarse rápidamente, sintiendo como si el tiempo se le estuviera escapando y sólo tuviese unas pocas horas para huir. No debería haber dormido tanto, tenía que haber puesto la alarma, pero no lo había hecho y ahora tenía que darse prisa. Con la extraña forma en que Rafael se estaba comportando con ella, como si de repente hubiese descubierto su profundo amor por ella -sí, eso parecía- no podía predecir lo que haría a continuación y la incertidumbre la asustaba. Era un hombre peligroso y listo. Bastaría con que se le escapase algo, o que se olvidara de mantener su actitud para que él la pillase. Durante los dos años que llevaba con él, nunca había cometido ningún error, pero tampoco había estado nunca tan al límite. No se fiaba de él, ni tampoco se fiaba ya de ella misma para mantener la situación bajo control.

Se le ocurrió una idea, algo que, en caso de funcionar, le daría cierta ventaja. Si no, al menos su situación no empeoraría. Se obligó a sí misma a toser. Al principio, el sonido fue suave, pero cuando lo hizo otra vez y otra más la tos se hizo más profunda, más ronca. Paró un momento y dijo «mierda» en voz alta, para ver cómo sonaba. Ya estaba ronca, pero no lo suficiente. Tosió un poco más, sacando las fuerzas del fondo de su pecho, y notó cómo le quemaba la garganta. Si estuviese enferma tendría la excusa perfecta para mantener alejado a Rafael en caso de que quisiera acostarse con ella -y también tendría una excusa para estar tan pálida, lo que era simplemente una cuestión de ego, pero después de lo de ayer necesitaba cada trocito de ego que pudiese arañar-. Entre los dos, Rafael y el asesino habían conseguido hundirla en la miseria.

Oyó un débil ruido en su cuarto y un escalofrío descendió por su columna vertebral. ¡Rafael! Se dio la vuelta y quitó el cerrojo de la puerta a la vez que la abría, saliendo sin mirar, como si no hubiese oído nada y no supiera que él estaba allí. A punto de chocar contra él, dio un salto a la vez que emitía un gritito de falsa sorpresa.

– No sabía que estuvieras aquí -dijo alegrándose de lo ronca que sonaba su voz.

Él le puso las manos en la cintura y, bajando la mirada hacia ella, frunció el ceño.

– ¿Estás enferma? Tienes la voz fatal.

– Debo de estar incubando algo -murmuró, mirando hacia abajo-. Me he levantado con tos.

Él le levantó la cabeza, examinando su palidez y sus ojeras con sus oscuros ojos. Drea apenas lograba forzarse a permanecer allí y dejar que la tocara. Era un hombre guapo, con un cabello espeso y negro y rasgos esculpidos a cincel, pero ella nunca lo había querido y, en el mejor de los casos, sólo había sentido un ligero placer estando con él. Ya no había placer, sólo un odio tan profundo y ardiente que apenas conseguía contenerlo.

Aun así, se las arregló para aparentar sufrimiento mientras le devolvía la mirada, entonces cerró los ojos y tragó saliva. Enderezándose, retiró suavemente sus manos y se dirigió hacia el armario. Abrió la puerta y encendió la luz, mirando dentro de la pequeña habitación hacia los zapatos esparcidos por el suelo y las perchas repletas apretadas unas contra otras sin orden ni concierto.

– Necesito encontrar un trabajo -dijo con voz temblorosa, con tono un poco perdido y aturdido-. Pero no sé qué ponerme.

La verdad era que no había nada apropiado en su armario para buscar trabajo, ni nada que le importase dejar allí. Cada una de las prendas había sido seleccionada con el propósito de exhibir sus cualidades y todas eran o demasiado llamativas o demasiado atrevidas. No había nada apropiado, ni una sola falda lo suficientemente larga para llegarle a la rodilla o, si la había, tenía además una abertura lateral de esas que quitaban el hipo.

Rafael la siguió y, esta vez, deslizó su brazo alrededor de ella, acercándola hacia él. Ladeó la cabeza, presionando su cálida boca contra su sien.

– Creo que tienes fiebre -murmuró-. Deberías quedarte en casa, ya te preocuparás de qué ponerte cuando te encuentres mejor. -Le dedicó una leve e indulgente sonrisa, como si estuviese hablando con una niña pequeña.

– Pero tengo que… -Sabía de sobra que no tenía fiebre porque no estaba enferma, pero eso era exactamente lo que quería que él dijera.

– No -la interrumpió-. No tienes que irte, y está clarísimo que no tienes que buscar trabajo. No tienes que hacer nada, excepto descansar.

Se desembarazó de él y buscó su cara con una mirada desolada. Dejó que sus labios temblaran un poco.

– Pero… ayer…

– Ayer fui un idiota -dijo con energía-. Escúchame, nena: no sé cuántas veces quieres que te lo repita, pero no estoy cansado de ti, te lo prometo. No quiero que te vayas. Quiero que te quedes aquí y me dejes cuidarte como siempre he hecho. No puedes arreglártelas sola. No estás cualificada para ningún otro trabajo que no sea el de ponerte guapa, aunque en eso eres realmente buena.

Drea dejó escapar un suspiro de hastío y apoyó la cabeza en su hombro, dejando que soportara su peso.

– No sé qué hacer.

La vulnerabilidad de su postura lo desarmó, y también le dio la oportunidad a ella de asegurarse de que podía controlar su actitud. No se podía creer que él hubiese finalmente admitido que se había equivocado en todo -vaya novedad- y estaba furiosa porque la hubiese infravalorado de ese modo. Lógicamente, eso último no debería importarle, porque ella había trabajado realmente duro para hacerle pensar exactamente eso, pero a la mierda la lógica. Estaba cayendo en picado emocionalmente hablando, y lo único a lo que podía agarrarse era al odio y a la rabia. Se aferró a ellos, porque sin ellos la caída nunca finalizaría.

Su mano se deslizó hacia arriba y hacia abajo por su espalda, frotándola cariñosamente.

– Lo que quiero decir es que no tienes que hacer nada. Continuaremos como antes. Las cosas no tienen por qué cambiar.

Él no tenía ni idea de la cantidad de cosas que ya habían cambiado. No dijo nada, como si estuviera reflexionando, después tosió aparatosamente sólo por si acaso. Lo último que quería era que su voz empezara a recuperarse y a sonar normal.

Él la abrazó, estrechándola contra él.

– Hoy deberías tomártelo con calma, a ver si mañana estás mejor. ¿Qué te parece si te traigo un regalo esta noche? ¿Qué te gustaría?

– No lo sé -dijo, y suspiró de nuevo-. Creo que hoy me quedaré en casa. No me apetece ir de compras. ¿Tú qué vas a hacer hoy? ¿Te vas a quedar aquí? -Añadió un ligero toque de esperanza a su afónica voz como si realmente quisiera que se quedase, aunque se sentía relativamente segura asumiendo que no lo haría; Rafael raramente pasaba el día en el ático. Le gustaba ver y dejarse ver y, a menos que tuviera que asistir a alguna fiesta, nunca la llevaba con él.

– No, tengo negocios que atender. Dejaré a dos de los chicos aquí, ¿vale? Si necesitas cualquier cosa, si quieres ir a algún sitio, sólo tienes que decírselo.

Nunca dejaba el ático vacío; siempre había alguien en él para que al FBI o a cualquier otra persona les resultara más difícil colarse e instalar aparatos de vigilancia. Al principio, siempre había dos canguros vigilándola; uno se quedaba allí, mientras el otro la seguía si iba a algún sitio. Pasado un tiempo, cuando Rafael decidió que podía fiarse de ella, sólo se quedaba uno de los hombres para vigilar el ático y si ella salía lo hacía sola. Hacía poco tiempo le había asignado uno exclusivamente para ella; Rafael probablemente pensaba que le estaba haciendo un favor, cuando en realidad lo único que estaba haciendo era dificultar la ejecución de su plan.

– ¿A quién? -A Orlando no, por favor, rogó.

Orlando Dumas era la flecha más afilada del carcaj de Rafael, especialmente en cuanto a informática se refería. Lo último que necesitaba era a un genio de la informática mirando sobre su hombro. Cuando se fue a vivir con Rafael, Orlando había sido su niñera más habitual porque Rafael sabía que Orlando era el que mejor podría descubrir cualquier cosa sospechosa.

– ¿A quién quieres?

– Me da igual -respondió con indiferencia.

Si ella expresaba cualquier tipo de preferencia, Rafael se preguntaría por qué; aunque le preguntara a quién prefería ella no quería levantar ningún tipo de sospecha, así que era más seguro que dejara que él escogiera a la persona que quisiera. Ella lo aceptaría como si no pasara nada.

– Creo que miraré algunas cosas por Internet por la mañana, y si luego me siento mejor, iré a la biblioteca.

– Muy bien. -La besó de nuevo, esta vez en la frente-. No sé a qué hora volveré, así que no me esperes para comer, ¿vale?

– Vale.

Perfecto. No era raro que comiera sin él. Normalmente desayunaban juntos, lo que no había podido hacer hoy porque había dormido demasiado y era tarde, pero la mayor parte de las veces ella hacía el resto de las comidas sola. Se dio cuenta de que nunca había formado parte de su vida en gran medida; ¿cómo podía haberse hecho ilusiones pensando que era algo más para él que sexo práctico? Era fácil de reemplazar, fácil de olvidar… y fácil de canjear.

Pero eso estaba a punto de cambiar. Cuando ella hubiese terminado, Rafael nunca la olvidaría.

Satisfecho por haber solucionado el problema que amenazaba su bienestar doméstico, Rafael la abrazó y la besó de nuevo y se fue. Drea exhaló un profundo suspiro y las piernas le temblaron de alivio. Mantener su actuación, medir cada uno de sus gestos y palabras, nunca había significado un problema para ella, pero ahora le suponía un esfuerzo terrible y acusaba la tensión. Podía oír en su cabeza el tictac de un reloj, avisándola de que no podría continuar así durante mucho más tiempo.

Aun así, se mantuvo alerta porque él podría volver de nuevo junto a ella antes de dejar el ático. Encendió la televisión, la puso en un canal de compras con el volumen muy bajo y se hizo un ovillo en un sillón con un chal de cachemira sobre las piernas. Entonces esperó, cerró los ojos y aguzó el oído para escuchar el sonido de la puerta al cerrarse. Habría bajado completamente el volumen de la televisión si hubiera tenido la certeza de que Rafael no volvería a entrar en la sala, pero hasta que realmente se fuera tenía que asumir que podía volver. ¿Cuánto tiempo de su vida había malgastado haciendo eso, preparando el escenario y asegurándose de que cada detalle era perfecto, para evitar cualquier remota posibilidad de que él se diera cuenta?

Esta vez mereció la pena. Él abrió la puerta sin llamar. Drea abrió los ojos mientras él atravesaba la habitación y, para su sorpresa, vio que llevaba una taza de café en la mano.

– Te he traído tu café -dijo-. Te vendrá bien para la garganta.

La impaciencia la irritó interiormente, hizo que tuviera deseos de apretar los dientes, pero se detuvo justo a tiempo. Él habría notado el movimiento de los músculos de su mandíbula y habría descubierto que estaba fingiendo. Por todos los santos, ¿por qué no se iba de una vez? Debía de tener algún gusano en el cerebro, para estar actuando de ese modo.

– Eres un encanto -dijo, y tosió un poco más mientras cogía la taza-. Gracias.

– Con nata y tres azucarillos, ¿no?

– Sí.

No, era con dos azucarillos y leche desnatada, lo que le hacía darse cuenta de cuánta atención le prestaba. Ahora tendría que saltarse su tostada de la mañana para compensar esas calorías de más. Sorbió el hiperdulce e hipercalórico brebaje y le sonrió.

– Perfecto.

Un leve rubor tiñó sus prominentes pómulos, y ella hizo todo lo posible para no quedarse mirándole boquiabierta. ¿Rafael Salinas ruborizándose? El mundo tal y como ella lo conocía debía de estar acabándose, y ella debía de haber estado demasiado ocupada mientras comerciaban con ella para haberse dado cuenta.

Apoyó la cabeza en el respaldo del sillón y suspiró como si se sintiera realmente desgraciada. Quizá el muy cabrón se daría por aludido y la dejaría en paz. Sin embargo, tenía que tener cuidado y no sobreactuar o inmediatamente obligaría a un médico a que fuera a verla. Tampoco quería que él se pasara todo el día cuidándola. Nunca lo había hecho antes, pero hoy era un día de novedades.

– Llámame si me necesitas -dijo.

– Lo haré.

Estaba claramente dividido, quería irse y tratar de sus negocios pero, al mismo tiempo, no quería dejarla. Por primera vez ella se había quedado sin ideas. Sólo quería que él se fuera y no podía pensar en ninguna treta que lo obligase a irse, así que se hundió todavía más en el sillón, acurrucándose y cerrando los ojos; por lo menos así no tendría que mirarle.

Pero, afortunadamente, o eso funcionó o a él no se le ocurrieron más razones para retrasarse. Oyó cómo salía de su habitación, a continuación el ruido sordo de voces masculinas y, finalmente, el bendito sonido que había estado esperando: el ruido de la puerta principal al cerrarse. Todavía se oía la televisión en el salón y algún comentario de vez en cuando, mientras los dos hombres que él había hecho que se quedaran se acomodaban para ver algún programa de deportes en la tele.

Resistió el impulso de ir a ver a quiénes había elegido Rafael para cuidar de ella. Se suponía que tenía que estar enferma y en cama; no quería levantar ninguna sospecha saliendo de la habitación inmediatamente después de que la puerta se hubiera cerrado tras Rafael. No tenía que planear su horario minuto a minuto, pero quería dejarle a Rafael el mínimo tiempo posible para reaccionar.

Pero había muchas cosas que podía ir haciendo para estar preparada. Caminó de puntillas hacia la puerta y giró la cerradura del pomo. Las cerraduras de ese tipo eran frágiles y no retendrían a ninguno de los hombres de Rafael durante más de unos segundos, pero ella se sentía más a salvo tomando esa pequeña medida seguridad.

Fue hacia el armario y sacó un gran bolso de piel. Lo primero que metió en él fue uno de sus pocos pares de zapatos planos. Una vez que se las hubiese arreglado para burlar a su canguro tendría que caminar muy rápido, y los tacones de diez y doce centímetros que ella solía utilizar podían ser muy glamurosos, pero eran infernales para caminar.

Una de las cosas que le preocupaban era no saber hasta dónde llegaba la influencia de Rafael en determinadas zonas. Las cámaras estaban por todas partes en esa ciudad, grabando a la gente en las tiendas, mientras caminaban por las aceras, entrando en el metro. No cabía duda de que en los bancos grababan todo lo que sucedía, aunque ella se sentía más tranquila en relación con eso porque Rafael no sabía nada sobre su caja de seguridad, ni qué banco había utilizado. Pero si tenía algún contacto en el ayuntamiento, con los ingenieros de tráfico o con la policía, podría tener acceso a las grabaciones y ser capaz de seguir sus pasos. Eso era una posibilidad que tenía que tener en cuenta porque, si el arte de la desaparición se podía aprender, ella todavía no había encontrado ninguna clase donde lo enseñaran.

Tendría que dejar casi todo. Seleccionó algunos cosméticos básicos, los suficientes como para arreglárselas, pero no los suficientes para que Rafael se diera cuenta de que faltaban parte de sus cosas. El resto los dejó esparcidos por el tocador, como si pensara regresar. Enrolló unos pantalones piratas negros y una simple camisa negra y los metió dentro del bolso. El negro era el color que pasaba más desapercibido en Nueva York porque mucha gente vestía de ese color, incluso en verano. También metió dentro del bolso otro bolso más pequeño y discreto.

Eso era todo. Compraría el resto de las cosas que necesitaba a medida que las fuera necesitando. Estaba satisfecha, porque nadie que entrara en esa habitación pensaría otra cosa que no fuese que se había ido de compras y que volvería pronto. Rafael, sabiendo cuánto adoraba la ropa y el maquillaje, nunca la creería capaz de dejarse todas esas cosas, lo que le facilitaría un tiempo precioso -o eso esperaba-. Tendría que llevar a cabo una huida perfecta; si su canguro se daba cuenta, si intentaba atraparla, entonces no tendría ninguna opción.

Caminó arriba y abajo. Miró el reloj. Al cabo de un rato, los retortijones de hambre la llevaron de su cuarto a la cocina. Rafael no tenía cocinero porque no se fiaba de la gente ajena a su círculo y generalmente los matones no desarrollaban sus habilidades culinarias, pero sí tenía comida precocinada, así que siempre había algo en la nevera.

Se obligó a caminar despacio, como si no tuviera mucha energía. Los dos hombres sentados en el salón miraron hacia ella. Para su tranquilidad, ninguno de ellos era Orlando Dumas. Sus nombres eran Amado y Héctor y, si es que alguna vez había sabido sus apellidos, ya se le habían olvidado. Estaban bien, eran de los de la media: ni demasiado listos, ni demasiado tontos. Genial. Podría arreglárselas.

– ¿Te encuentras mejor? -preguntó Héctor.

– Un poco. -Se había olvidado de seguir tosiendo, pero su voz todavía estaba un poco ronca-. Voy a calentar un poco de sopa para comer. ¿Queréis? -Lo dudaba, porque veía platos y vasos en la mesita de centro, lo cual indicaba que ya habían comido. Además, Amado tenía en la mano una enorme bolsa de Doritos.

– No, ya hemos comido. Gracias de todos modos.

Héctor tenía bastantes buenos modales, para ser un matón.

Drea fue a la cocina, calentó una taza de sopa en el microondas y se la tomó de pie en el mostrador. Su corazón latía a toda velocidad, sentía cómo el nerviosismo empezaba a correr por sus venas. Miró de nuevo el reloj: las dos de la tarde.

Hora de que comenzara el espectáculo.

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