– Me han dicho que has hablado. -La acusación procedía de los pies de su cama. Andie abrió los ojos y, por un instante, permaneció suspendida entre el sueño y el despertar, entre una realidad y… otra. Su percepción del tiempo, del espacio y de lo que era real había sido alterada radicalmente, las líneas que lo definían habían desaparecido. Quizá con el tiempo y una vez que ya no necesitase calmantes, recuperaría la agudeza del ahora, aunque no quería perder ese sentimiento de conexión con el otro lugar.
En el ahora tenía que tratar con el cirujano, el doctor Meecham, que estaba repanchingado en una silla cerca de los pies de su cama. Sus brazos, grandes, musculosos y peludos, asomaban por la manga corta de su bata, y los tenía cruzados sobre el pecho, indicándole que era testarudo y que esperaba respuestas.
Ella lo ignoró durante un rato y desvió la mirada hacia las ventanas. Los rayos de sol bañaban el cristal reflectante, dando la sensación de que en el cielo se estaba formando una tormenta eléctrica, pero que le daba tanto sol como intimidad.
Era agradable tener una habitación de verdad, ver la progresión de la luz del sol a la oscuridad; era agradable tener un poco más de intimidad, aunque las enfermeras tenían la fastidiosa costumbre de dejar la puerta abierta. Algún día, pronto, les diría que la cerrasen.
Pero ahora no. Hoy no. Decírselo implicaría hablar y no le salían las palabras. El hecho de hablar con Dina había sido por necesidad, y el esfuerzo la había agotado. Responder a las preguntas del cirujano no alcanzaba ese nivel de necesidad.
Además, le había retirado la medicación cuando aún necesitaba ayuda para luchar contra la Gran Zorra. Le haría sufrir un poquito.
– Puede que te interese saber lo que le ha ocurrido a Dina -le dijo.
¿Ah, sí? Se lo pensó durante un momento y decidió que sí, que le interesaba. Le había importado lo suficiente como para hablar, lo suficiente para hacer que las palabras viajasen desde el cerebro a la boca atravesando tierra de nadie. Poco a poco, desvió la mirada hacia él.
A pesar de lo cruel que había sido al quitarle los calmantes, le gustaba. Tenía una vocación, y para responder a su llamada era implacable. Entraba en batalla cada día, sumergía las manos en cavidades corporales sangrientas y trabajaba para ayudar a que la gente viviese, y luego hacía lo que tenía que hacerles, devolverlos a la realidad. A ella le hubiese gustado tener un par de días más de ayuda para luchar contra el dolor, aunque, de tener que elegir, prefería sentir dolor que desarrollar una dependencia a los calmantes. Tal vez se lo perdonase.
Por otro lado, tenía que dejar de ponerle los cuernos a su mujer.
– Dina bajó de todas formas por las escaleras -le dijo, observándola de cerca con su intensa mirada-, pero dijo que se sentía incómoda por lo que le habías dicho, así que bajó con muchísimo cuidado. Miró bien si había alguien que pudiese estar escondido en el hueco de la escalera y se agarró al pasamanos. Normalmente, baja las escaleras corriendo, pero esta vez las bajó agarrada al pasamanos. Iba por el tercer tramo cuando resbaló. Si no la hubieras advertido, si no hubiera estado agarrada, habría caído hasta el descansillo y se habría hecho mucho daño. Pero tal y como ocurrió sólo tuvo un esguince leve de tobillo.
Entonces había funcionado. Bien.
El doctor se quedó en silencio durante un rato, y ella suponía que era para darle la oportunidad de hablar si le apetecía. Pero no le apetecía.
Renunció a esa táctica y descruzó los brazos, se inclinó hacia delante y la miró fijamente. Abrió la boca para hablar pero volvió a cerrarla y se frotó la barbilla. Andie lo miraba, ligeramente desconcertada. Actuaba como si algo lo perturbase; seguro que no estaba molesto porque ella no hubiese hecho ese gran progreso en el habla.
– ¿Cómo fue? -le preguntó finalmente en voz muy baja, como si estuviese un poco inseguro.
Casi se le abrió la boca, esta vez a ella. Le parpadeó de estupefacción cuando sintió cómo una marea roja le invadía la cara.
– No importa -murmuró él poniéndose de pie.
¿Le estaba preguntando sobre el otro lugar? Seguro que no era tan vulgar como para preguntarle cómo era que te perforase el corazón un árbol. Además era cirujano, los traumatismos no eran nada nuevo para él.
Él sabía que había estado muerta, que los médicos no habían cometido ningún error. Aun así allí estaba, era un milagro viviente, que respiraba y caminaba -bueno, a veces, cuando la obligaban-, y lo que le había dicho a Dina le había hecho darse cuenta que había estado en ese otro lugar. Quizá él mismo lo hubiese visto antes. Quizá otro paciente le hubiese hablado de ello y sintiese curiosidad. Quizá quisiese que ella le dijese que no recordaba nada para poder poner toda su confianza en la ciencia, donde se sentía más cómodo.
Ella levantó la mano para evitar que saliese por la puerta y una sonrisa beatífica le iluminó la cara.
– Hermoso -consiguió decir. Le costó tanto pronunciar aquella sola palabra que sintió que le faltaba el aliento.
Él se detuvo en seco. Tragó saliva y se puso al lado de la cama.
– ¿Qué recuerda? ¿Me lo puede decir?
Parecía destrozado, como si quisiese escuchar algo que le hiciese ignorar lo que acababa de oír de un cerebro privado de oxígeno que produce alucinaciones, pero al mismo tiempo quería creer en algo más.
Ella necesitaba hablar. Necesitaba atravesar esa barrera, conectar una vez más el mundo que tenía dentro de la cabeza con el exterior. La brecha había sido de gran ayuda, le había dado el tiempo que necesitaba para adaptarse, pero ahora había llegado el momento de volver a unirse a este mundo porque era el único que tenía.
Al pensar eso, de repente lo que la rodeaba se perfiló con intensa nitidez, como si todo hubiese estado borroso mientras había permanecido entre ambos lugares. Se dio cuenta de que había tomado la decisión final de quedarse. Hasta ahora, mientras pensaba, había estado en una especie de limbo, pero ahora se había decidido: se quedaría aquí e intentaría ganarse un lugar en ese otro mundo.
De repente, hablar se hizo más fácil, una Misión Posible, aunque aún le costaba mucho.
– Me acuerdo de todo.
Y una expresión de alivio inundó la cara de él.
– ¿Había un túnel? ¿Con luz al final?
Describir el otro lugar no iba a ser fácil porque las palabras no podían expresar literalmente la total tranquilidad y alegría y la silenciosa belleza. Pero ahora mismo no le estaba preguntando sobre adónde había ido, sólo sobre el proceso hasta llegar hasta allí.
– Luz. No había túnel. -¿Se había perdido algo o había ido demasiado rápido?
– ¿Sólo luz? Mmm…
Ahí estaba, la duda, la alternativa instintiva de la ciencia que conocía. La luz brillante podía explicarse por un cerebro que está fallando, muriéndose. Se preguntó cómo podía conciliar eso con la falta de daño cerebral. Como no quería que pensase lo que no era y sentía rencor hacia él, soltó el pensamiento al azar que le había venido antes a la cabeza.
– Deje de ponerle los cuernos a su mujer.
Él se puso pálido y luego colorado.
– ¿Cómo?
– Si no deja de hacerlo se enterará. -De repente, molesta, tiró de la sábana de arriba como si quisiera rechazarlo-. Si no la quiere, divórciese, pero hasta entonces mantenga la cremallera bien cerrada. Compórtese como un adulto.
– ¿Cómo…? ¿Cómo? -dijo la misma palabra por tercera vez abriendo y cerrando la boca como si fuera un pez.
– ¿Me cree ahora? -le dijo frunciendo el ceño. Le habría dado la espalda de indignación, pero eso era impensable. En lugar de eso lo miró con los ojos entrecerrados y lo retó en silencio a que negase su acusación, aunque lo más probable era que le dijese que se metiera en sus propios asuntos.
Podía verlo luchar para no hacer exactamente eso. Tenía cincuenta y pocos, era un hombre que llevaba toda su vida adulta perfeccionando la ciencia y la habilidad con la que salvaba vidas. Como la mayoría de los cirujanos, tenía un ego considerable, que es una manera educada de decir que era monstruosamente gigante. Hacer lo que él hacía requería una gran cantidad de confianza en uno mismo y estaba acostumbrado a ser el jefe. Verse de repente reprendido por una mujer a quien le había salvado la vida y que, sin duda, le debía una gran cantidad de dinero por sus servicios, no era fácil de asimilar.
Entonces él empezó a replicarle. Ella se dio cuenta y le dijo frunciendo el ceño:
– No empiece a dudar sólo porque no haya visto un túnel. Supongo que alguna gente lo ve. Yo no. Me atravesó un árbol, uno pequeño, pero un árbol al fin y al cabo y pasó rápido. Así que demándeme.
Él volvió a cruzarse de brazos y se balanceó sobre los talones; era un hombre que no que estaba dispuesto a rendirse sin luchar.
– Si ha tenido una experiencia cercana a la muerte se supone que tendría que estar serena y feliz.
– No tuve una experiencia cercana a la muerte, he experimentado la muerte. Me morí -le dijo rotundamente-. Me dieron una segunda oportunidad. Por lo que sé, tener una segunda oportunidad no implica tener que fingir que estoy de buen humor. Si quiere saber lo que recuerdo, a ver qué le parece esto: recuerdo mirar hacia abajo y ver a un tío rebuscando en mi bolso y luego llevarse mi ordenador portátil. ¿Se llevó todo el dinero?
Era totalmente transparente, incluso ahora, mientras intentaba controlar su expresión. Su conmoción era evidente, al menos para ella.
– No, creo que había una cantidad de dinero considerable en su bolso, pero ningún carné de identidad ni ninguna tarjeta de crédito.
No tenía ninguna tarjeta de crédito, pero no se lo dijo. ¿Así que sólo le faltaba el carné de identidad? Qué raro. ¿Por qué llevarse su carné de conducir y no el dinero?
– Tampoco había ningún registro del vehículo en su coche. Creo que el detective Arrons quiere hablar de ello con usted.
Imaginaba que sí, y también de la matrícula de pega. Ya se preocuparía de eso más tarde. De momento, lo dejó a un lado.
– Si el dinero estaba todavía allí puede servir para pagar la factura del hospital. No soy un caso para la beneficencia.
– No me preocupa…
– Quizá a usted no, pero al hospital sí.
– Aprovechando que está tan habladora, ¿cómo se llama?
– Andie -dijo rápidamente-. ¿Y usted?
– Travis. ¿Apellido?
Siempre las pillaba al vuelo, pero de repente se había quedado en blanco. Nada, absolutamente nada le vino a la cabeza. Sencillamente no se le ocurría ningún apellido falso. Lo miró fijamente frunciendo el ceño.
– Estoy pensando -le dijo finalmente.
Él juntó las cejas un poco.
– ¿No se acuerda?
– Claro que me acuerdo. Lo tengo en la punta de la lengua. Deme un minuto.
Si Rafael pensaba que estaba muerta no había ninguna razón para que comprobase si había alguien con su nombre dondequiera que fuese. Sin embargo, para estar segura, debería utilizar un nombre diferente. ¿Jodería eso por completo su segunda oportunidad? ¿Mentir para protegerse? Quizá mentir estuviese mal cuando le haces daño a otra persona, pero si no, no tanto.
Debería haber pedido adiestramiento, o al menos una serie de pautas.
– Andie -volvió a decir esperando a que le viniese la inspiración.
– Eso ya lo ha dicho. ¿Es un diminutivo de Andrea?
– Sí. -¿Qué más podía decir? No se le ocurría otro nombre de mujer que empezase por A-n-d. No iba a decirle que su apellido era Butts, pasase lo que pasase. Finalmente se rindió, encogiéndose de hombros.
– Tal vez mañana.
Tenía el bolígrafo en la mano y estaba escribiendo en su historia clínica. De repente, su atención se centró en otra cosa.
– No sufro daño cerebral -arremetió irritada-. Es todo culpa suya. Estoy lo suficientemente drogada para no poder pensar, pero no lo suficientemente drogada para dejar de sentir dolor. ¿Se ha parado alguna vez a pensar cómo se siente uno cuando le cortan el pecho a la mitad, se lo abren y le tocan con las manos el corazón? ¿Eh? Me han puesto grapas. Me siento como un expediente o algo así, ¡llevo tantas grapas que se podría construir una casa con ellas! ¿Y qué hace usted? Me reduce los calmantes. Debería darle vergüenza.
Entonces se detuvo, confusa por su propia falta de control. Nunca había estallado así contra alguien. Sonrió y se comportó con más dulzura. ¿Por qué se estaba convirtiendo en una zorra? Pero también se detuvo porque él se estaba riendo. Se estaba riendo.
Podría ser amiga de este hombre.
– Siéntese -lo invitó-, y le hablaré del otro lado.
Simon había hecho de resistirse a la tentación una costumbre crónica, pero estaba acabando con él. La idea siempre estaba ahí, fastidiándolo, y no podía deshacerse de ella.
No podía olvidar la muerte de Drea. No podía olvidar su rostro ni la forma en que su expresión de repente se llenó de alegría justo en el momento de morir. No podía olvidarla. Su muerte le había dejado un dolor del que no se podía librar y que no podía olvidar.
Le había mostrado a Salinas la fotografía que había sacado con su móvil y le había enseñado el carné de conducir de Drea. Salinas palideció cuando vio la foto y luego se sentó durante un instante sin decir nada.
Finalmente dijo:
– Dime adonde tengo que hacerte la transferencia.
– Olvídalo -dijo Simon-, yo no hice el trabajo. Tuvo un accidente.
Pero él la había seguido y la razón por la que tuvo el accidente fue porque conducía demasiado rápido para escapar de él. Si hubiese sido otro se habría llevado sus honorarios sin dudar. Aunque no la había matado, definitivamente había causado su muerte. Aun así, y por primera vez, no pudo aceptar el dinero por la muerte de alguien.
Esto era diferente.
Él no quería que fuese diferente. No quería sentirse como si se hubiese abierto un enorme hueco en su vida, como si hubiese perdido algo tan importante que ni siquiera pudiera imaginarse la profundidad de esa pérdida. Quería olvidar la gran dicha con la que ella se había enfrentado a la muerte.
Pero no podía, y durante unas semanas sintió una corrosiva obsesión por encontrar su tumba. En su bolso había dinero más que suficiente para pagar un entierro decente. ¿Intentaría el estado identificarla primero y la tendría en un depósito de cadáveres mientras buscaban a su familia a cámara lenta? ¿O bien le sacarían fotos, le tomarían muestras de ADN y la enterrarían rápido?
Si ocurría lo primero quizá pudiese reclamar su cuerpo. Compraría la parcela del cementerio más hermosa y tranquila que encontrase y la pondría allí. Una lápida de granito marcaría el principio y el final de su vida. Podría llevarle flores y visitarla de vez en cuando.
Y si ya la habían enterrado, podría asegurarse de que le pusieran una lápida y así poder llevarle flores. Sólo tenía que averiguar dónde estaba.
Encontrarla sería fácil, pensó. Sabía dónde había ocurrido el accidente, así que lo único que tenía que hacer era comprobar los periódicos de la zona. Un accidente mortal, una mujer sin identificar. Cinco minutos como máximo y lo sabría.
Sucumbió a la tentación y se sentó ante el ordenador. Encontrarla no le llevó ni cinco minutos, sólo dos minutos y siete segundos.
Lo leyó todo dos veces, sacudiendo la cabeza con escepticismo. No era posible. El periódico tenía que estar equivocado, eso ocurría continuamente. Comprobó la edición del día siguiente en busca de una actualización, una corrección. Pero en lugar de eso encontró lo mismo. No sabían su nombre, era «Jane Doe», pero…
Dios. Se sentía como si hubiese agarrado un cable conectado a la corriente y lo hubiese dejado echo polvo. La impresión fue tan grande que se dio cuenta, con una especie de distanciamiento, de que estaba respirando con dificultad y muy rápido y que su visión se había reducido hasta no ver nada más que la pantalla encendida del ordenador. Era imposible. La había visto morir. Había visto sus ojos apagados y sus pupilas fijas. Le había buscado el pulso en el cuello pero no lo había encontrado.
Pero había ocurrido algo. De algún modo, los médicos tenían que haberla reanimado, haberla mantenido con vida lo suficiente como para llegar al hospital. No sabía cómo, tenía que ser un puto milagro, pero el cómo ahora no importaba.
Drea estaba viva.