El posoperatorio de cirugía estaba una planta más abajo, así que Simon bajó por las escaleras en lugar de pelearse con el ascensor. De todas formas, prefería las escaleras porque de este modo podía escapar en dos direcciones, mientras que el ascensor era una pequeña caja en la que estaba atrapado y que ejecutaba los comandos electrónicos en el orden en que los recibía. Si estaba bajando y lo llamaban desde una planta inferior, no podía pulsar el botón para ir a un piso superior y hacer que el ascensor en lugar de bajar subiese.
El hospital tenía forma de T gigante, aunque estaba tumbada en lugar de erguida. Salió al final del largo pasillo y recorrió la planta metódicamente. Fuera de cada habitación había una pequeña placa con el apellido del paciente y el nombre del médico, lo cual era realmente práctico para lo que tenía que hacer.
El control de enfermeras estaba en la intersección de la T, pero las enfermeras no podían ver el pasillo a menos que saliesen de detrás del biombo. En ese momento, cuando el cambio de turno estaba a punto de terminar y se estaban sirviendo los desayunos, los pasillos eran un hervidero de actividad y se mezcló con el bullicio general. Caminaba despacio y miraba en todas las habitaciones que tenían la puerta abierta, poniendo mucho cuidado en no mover la cabeza, sólo los ojos, para que al observador casual no le pareciese que se estaba fijando en los pacientes.
Al menos la mitad de las puertas estaban cerradas, pero con una primera ronda de reconocimiento pudo descartar a todos los pacientes cuyas puertas estaban abiertas porque ninguno de ellos era Drea. Mientras caminaba se fijó en las habitaciones en las que el doctor Meecham aparecía como médico, y fue marcando su situación en el mapa tridimensional que siempre llevaba en la cabeza.
Luego vio el nombre «Jane Doe», que es como suelen llamar a las personas con identidad desconocida, y estuvo a punto de tropezar.
Habitación 614. El médico era Meecham.
Aunque la puerta estaba cerrada, supo que la había encontrado. Estaba allí, justo al otro lado de aquella puerta. Sabía que era Drea. Había gente cuyo apellido real era «Doe» pero ¿qué probabilidades había de que estuviese en esa planta, en ese momento y tuviese a Meecham como médico?
Agarró el pomo de la puerta casi antes de darse cuenta de que lo estaba haciendo.
Lentamente y con cuidado, se obligó a sí mismo a soltarlo. Si entraba, ella gritaría hasta desgañitarse, suponiendo que le reconociese. Todavía no sabía cuál era su estado mental.
El apellido «Doe» no le decía nada. Si no hubiese sufrido daños cerebrales se aprovecharía de la situación y no les diría su verdadero nombre. Si tenía el cerebro dañado, lo cual era probable, entonces podía ser que no supiera cómo se llamaba.
Después vio un cartel en la puerta: No se aceptan visitas.
El cartel tenía dos niveles de información. El primero era obvio: que no se aceptaban visitas. El segundo era: ¿Por qué no? ¿Quién lo había puesto allí? ¿El hospital, porque los curiosos y/o la prensa habían estado molestando/perturbando/ mirando como bobos a la paciente? ¿O había sido la paciente la que había pedido que pusieran ese cartel? Estaba claro que Drea no querría nada de prensa y que también querría mantener a raya a la poli hasta que hubiese maquinado una historia creíble y fuese capaz de manipularlos.
Pero ahora sabía con qué nombre estaba registrada y el número de habitación. Podría averiguar todo lo que quisiera. En realidad no tenía que verla, no tenía que hablar con ella; podía ignorar el extraño impulso que sentía de hacer exactamente eso.
Al mirar el pasillo vio que el enorme carrito cargado de bandejas con comida estaba sólo tres habitaciones más allá. La puerta de la habitación contigua a la de Drea también estaba cerrada, así que se acercó y se apoyó en la pared, justo al lado de la puerta, como si una enfermera o un técnico hubiesen entrado en la habitación para realizar alguna tarea y le hubiesen pedido que esperase fuera. Miraba fijamente el suelo.
La auxiliar encargada de la comida trabajaba rápido y llevaba las bandejas con comida a cada habitación. Empujó el carrito hacia él y lo detuvo justo después de pasar la puerta de la habitación de Drea. Él levantó la mirada, listo para soltar una sonrisa rápida y educada si lo miraba, pero ella lo ignoró como si fuese un mueble. La gente que trabajaba en los hospitales veía a mucha gente apoyada en las paredes.
Sacó una bandeja, que parecía contener sólo gelatina de naranja, zumo de frutas, café y leche, pero ninguna comida que indicara que Drea fuese capaz de alimentarse por sí misma; más bien parecía que tuviese que alimentarse por medio de un tubo.
– ¿Eso es comida de verdad? -escuchó preguntar a Drea con un tono gruñón.
La auxiliar se rió.
– Tienes que empezar por la gelatina. Si tu estómago lo acepta y no sientes molestias, quizá mañana puedas tomar puré de patatas. Sólo te traemos lo que tu médico nos dice que puedes tomar.
Después de un breve silencio Drea dijo:
– ¡Naranja! Me gusta la gelatina de naranja.
– ¿Te gustaría tomar dos?
– ¿Se puede?
– Claro. Cuando quieras más, dínoslo.
– En ese caso sí, definitivamente quiero otra gelatina. Me muero de hambre.
Mientras Drea hablaba con la auxiliar y se concentraba en su comida, Simon se separó de la pared y pasó rápidamente por delante de la puerta, sin girar la cabeza para mirarla.
Durante un momento caminó a ciegas y no vio a la joven que salía de una habitación hasta que tropezó con ella.
– Perdone -dijo de forma mecánica sin mirarla, y siguió caminando.
Cuando se dio cuenta, estaba aplastado contra la esquina posterior de un ascensor lleno de gente en el que no recordaba haberse metido. Él, que siempre sabía no sólo exactamente lo que estaba haciendo, sino lo que la gente que lo rodeaba estaba haciendo, que incluso estudiaba estratégicamente un aseo público antes de entrar en él, se había enredado tanto en sus pensamientos que no había prestado atención a lo que estaba haciendo ni adonde iba.
Salió en la planta baja, pero el ascensor que había tomado no estaba en el mismo lado por el que había subido. En lugar de salir cerca de la entrada de urgencias estaba en el vestíbulo principal, un majestuoso hall de dos plantas de altura lleno de ficus naturales.
Atontado y un poco espeso, caminó hacia la salida hasta que recordó que su coche de alquiler estaba aparcado en el exterior de la entrada de urgencias. Se detuvo, miró a su alrededor, pero no vio ningún cartel que señalase la dirección hacia urgencias.
Su sentido de la orientación, normalmente infalible, le decía que tomase el pasillo de la izquierda, así que eso hizo. Tenía ganas de reírse, y eso que él nunca se reía. La sensación de alivio se mezcló con su sangre como si fuera champán, haciéndole sentirse mareado. El corazón le martilleaba en el pecho, y el tórax se le quedaba pequeño, como si le acorralase el corazón y los pulmones, como si los limitase.
Un discreto cartel le llamó la atención y se detuvo. En un inexplicable impulso, abrió la puerta y entró.
Tan pronto como cerró la puerta tras de sí sintió el silencio, como si la habitación estuviese insonorizada. El ruido incesante y el movimiento del hospital se detuvieron en la puerta, como si hubiese entrado en otro mundo. Se quedó allí de pie durante un momento, con ganas de marcharse pero al mismo tiempo sintiéndose obligado a quedarse. No era un cobarde. Por muy desagradable que fuese la realidad, y a menudo era una mierda, siempre la había aceptado y había vivido en ella. La compasión no era una de sus cualidades, ni hacia sí mismo ni hacia los demás. Alguna gente se engañaba sobre su verdadera naturaleza, pero Simon nunca lo había hecho. Era lo que era porque ninguna vida, ni la suya ni la de nadie, había significado jamás nada especial para él.
Hasta ahora.
Hasta Drea.
La habitación estaba oscura, había apliques en las paredes laterales y en la pared del fondo había un panel de vidrios de colores iluminado desde atrás que bañaba de color la pequeña habitación. El aire era fresco y su aroma provenía de un ramo de flores frescas que estaba sobre una mesa situada delante del pequeño altar. Había tres bancos acolchados lo suficientemente largos como para albergar a unas cuatro personas, pero allí sólo estaba él. Se sentó en el banco del medio y cerró los ojos, dejando que el silencio se apoderase de él y lo calmase. No había música. Si hubiese empezado a sonar música de coro probablemente se hubiese marchado, pero lo único que había era paz y silencio.
Drea estaba viva. Todavía no había podido asimilar lo que eso significaba, todavía no había sido capaz de aceptar que el suelo que había bajo sus pies se había hundido y que estaba arañando el aire. Se relajó durante un momento y sintió la brillante y suave luz de la vidriera colorear el interior de sus párpados. El aroma de las flores le hacía querer inspirar más profundamente, conduciendo el aire fresco hasta sus pulmones, aflojando la constricción de su pecho.
La impiedad formaba parte de él igual que su piel. Su propio carácter hacía imposible restarle importancia a lo que había visto, a lo que sabía. Drea había muerto. Había sentido su último aliento, había visto cómo se le apagaba la mirada. Había sentido la diferencia en su carne al tocarla, porque los cuerpos muertos pronto comienzan a enfriarse. Su suave piel había perdido el calor, la energía. En un nivel aún más profundo, había sentido su ausencia, la ausencia de la persona, del espíritu, del alma o como se le quiera llamar. Sin esa chispa estimulante el cuerpo es diferente, y ya deja de ser aquella persona.
Se había quedado con ella demasiado tiempo como para pensar que se había equivocado sobre su muerte. No tenía pulso y no respiraba. Para cuando llegaron los servicios de emergencia ya había pasado al menos media hora, o quizá más. No les había dado tiempo a reanimarla; el cerebro empieza a morir después de cuatro minutos. Tendría que haber sufrido muerte cerebral, a pesar de los heroicos esfuerzos por reanimarla. El tío de la sala de espera había dicho que los médicos estaban guardando su instrumental cuando empezó a respirar por sí misma. ¿Es que habían intentado reanimarla? A eso había que añadirle el tiempo que había estado muerta.
Y aun así estaba en una cama de hospital, obviamente viva y hablando con normalidad, regocijándose con el hecho de que le hubiesen dado de comer gelatina de naranja.
Que estuviese viva, en las condiciones que fuesen, era un milagro. Que hubiese superado aquella horrible experiencia sin sufrir aparentemente ningún daño cerebral, un milagro aún mayor. Él no creía en los milagros. Si hubiese tenido alguna filosofía de vida sería del tipo «hay que joderse». Normalmente, eran cosas malas, a veces buenas, pero siempre era algo aleatorio. Uno vivía su vida y cuando el viaje acababa pues eso era lo que había. Nada.
Pero esto… esto era algo que no podía explicar. Lo tenía cogido por la garganta y por las pelotas y no lo soltaba, tenía que enfrentarse a ello.
Algo la había devuelto a la vida.
Abrió los ojos y miró fijamente la vidriera, mirando pero sin ver.
¿Podría haber algo entre el nacimiento y la muerte, algo más que un organismo alcanzando el fin de su supervivencia? ¿Podría haber algo con el suficiente poder como para devolverle la vida a un cuerpo ya frío? De ser así, eso significaba… eso significaba que había algo después de la muerte, que la muerte en este mundo no era el fin.
Si había vida después de la muerte entonces tenía que haber otro lugar, otro cuándo y otro dónde. Si en realidad la muerte era un paso hacia otro lugar, la forma en la que uno vivía su vida realmente importaba.
Bueno, malo… esos conceptos nunca habían significado demasiado para él. Él era quien era y hacía lo que hacía. La gente normal de la calle estaba totalmente a salvo de él. No pretendía hacerles daño ni sentía desprecio hacia ellos. En ocasiones incluso había sentido una especie de cariño distante por la sociedad en general, porque sus integrantes seguían con sus vidas pasara lo que pasara. Trabajaban, se iban a casa, cenaban, veían un poco la televisión, se iban a dormir, se levantaban y volvían a trabajar. Había ejércitos de personas que seguían esa rutina, y la rutina era lo que hacía funcionar el mundo.
Él sentía desprecio por los que se dedicaban a acosar a la gente normal. Pensaban que podían llevarse aquello por lo que las personas habían trabajado, que sólo los tontos y los idiotas trabajaban para vivir. En cuanto a él, creía que matar escoria estaba bien.
Y aun así, si reflexionaba sobre ello, su vida era mucho peor que las suyas… no en el aspecto material, sino en el desierto que era su alma.
El negro abismo que se abría bajo sus pies era lo que le esperaba, lo que se había ganado, y ahora tenía esta oportunidad para cambiar el curso de su vida. Gracias a Drea, vio cosas que nunca antes había visto, aceptó que había algo más. ¿De verdad había un Dios? ¿De eso se trataba esto?
Gracias a Drea, vio que la Muerte caminaba rodeándolo con su brazo. Si continuaba como hasta ahora, ya sabía lo que le esperaba. Pero si fuera capaz de autocensurarse, de dejar esa vida, ¿cambiaría el resultado?
Sonaba bastante simple, pero el concepto era un cambio radical.
De pronto sintió un intenso y asfixiante dolor y su garganta emitió un sonido como el de un animal herido, indefenso y dolorido.
Se abrió una puerta situada en el lateral de la pequeña habitación. Simon no se había dado cuenta de que estaba allí, un lapsus increíble por su parte y también imperdonable, porque tal falta de atención podía ser mortal.
– No quiero entrometerme -dijo una tranquila voz de hombre-, pero he oído…
Había oído el grito ahogado de dolor. Simon aún no se había dado la vuelta.
– Si le apetece hablar… -volvió a decir el hombre al no responderle Simon.
Simon se puso de pie lentamente, tan cansado como si llevase despierto días, tan molido como si se hubiese caído por un acantilado. Se giró y miró al hombre bajito de mediana edad que llevaba un traje normal, ni sotana ni alzacuellos blanco. Físicamente era poco atractivo, menudo y con poco pelo, pero en él había una energía que hacía que no fuese insignificante.
– Estoy agradeciendo un milagro -dijo simplemente, y se enjugó las lágrimas.