Capítulo 30

A la mañana siguiente, Andie se abrió camino entre las barricadas y los controles de seguridad del edificio Federal. Le dieron una identificación de visitante y le pusieron un escolta, le mostraron dónde esperar y por fin la llevaron a un pequeño despacho. El agente especial Rick Cotton se puso en pie cuando ella entró y le estrechó la mano que ella le tendió. Tenía un apretón de manos firme y agradable, ni demasiado fuerte ni demasiado debilucho, pero a primera vista no veía lo que tenía de especial.

Era de mediana edad y empezaba a tener canas, aunque iba muy acicalado y tenía una expresión dulce y tranquila. Por la forma en que se comportaba la gente que tenía a su alrededor, tenía la impresión de que lo apreciaban, pero no tuvo la sensación de que se tratase de alguien que moviese los hilos. Ella conocía esa sensación porque había estado en contacto directo con ella una tarde de verano el año pasado. La fuerza de la personalidad de Simon se imponía en cualquier habitación en la que estuviese, mientras que la de Rick Cotton apenas se apreciaba.

– Por favor, tome asiento, señorita Pearson -dijo el agente Cotton señalando una silla de respaldo recto medio destartalada-. Creo que su mensaje decía que tenía información sobre alguien llamado Rafael Salinas.

Si se acercaba más al pecho las cartas, pensó Andie, no podría verlas ni él mismo. Quería que ella mostrase primero su mano, y a ella no le importaba.

– No me apellido Pearson -dijo Andie-. Soy Andrea Butts. Solía utilizar el nombre de Drea Rousseau y viví con Rafael Salinas durante dos años. -Ella vio la sorpresa reflejada en su cara antes de que pudiese controlar su expresión. Pestañeó y la miró fijamente-. Entonces tenía el pelo largo, rubio y rizado -añadió amablemente.

Le dijo: «Un momento», cogió el teléfono y marcó una extensión. Entonces dijo: «Drea Rousseau está sentada en mi oficina», y volvió a colgar el auricular.

Permaneció sentado en silencio, igual que ella. Sinceramente, no tenía ni idea de si resultaría útil para el FBI, o ellos para ella, pero era el sitio más lógico por el que empezar. Ofrecerse como cebo sólo funcionaría si alguien vigilaba la trampa, si no, el cebo sencillamente se convertiría en una comida. Quizá no pudiese hacer nada respecto a Rafael; si no lo conseguía, al menos lo habría intentado.

Un hombre ligeramente pelirrojo abrió la puerta y entró.

– Señorita Rousseau -dijo-, soy el agente especial Brian Hulsey; estoy a cargo de la investigación de Salinas en este momento. ¿Le importaría pasar a mi oficina?

Andie se quedó quieta, con la cabeza ligeramente ladeada mientras lo examinaba. No había llamado a la puerta antes de entrar en la oficina del agente Cotton, y había captado el pequeño énfasis que había puesto en «en este momento», lo cual era totalmente innecesario a menos que estuviese remarcando ese punto ante el agente que estuviese a cargo antes.

Política de empresa, supuso ella, con ego y muestra de poder añadidos. Por otro lado, el agente Cotton parecía afable y sereno. Nada de ego y no le interesaba el poder.

– No -dijo ella, alargando la palabra mientras tomaba la decisión-. Hablaré con el agente especial Cotton.

– No me ha entendido. El agente Cotton ya no está a cargo de… -dijo el agente Hulsey.

– No he entendido mal nada -respondió con un tono cada vez más frío-. Esta es mi lengua materna, así que conozco muchas palabras. -El inglés era la única lengua que conocía, pero él no tenía por qué saberlo.

Él se puso colorado.

– Lo siento. No pretendía insinuar…

– ¿Que soy estúpida? No pasa nada. Muchos hombres cometen ese error. -Y entonces le sonrió, una sonrisa dulce que, si le hubiese prestado atención, le habría cuajado la sangre-. Rafael Salinas fue uno de ellos.

– Le aseguro, señorita Rousseau…

– Butts -dijo marcando muy bien cada una de las consonantes-, mi verdadero nombre es Andrea Butts. Pensé que lo sabían.

– Por supuesto, yo…

No le había dejado terminar ni una sola frase desde que se había presentado al entrar, así que no veía por qué empezar a hacerlo ahora.

– El agente especial Cotton -dijo con firmeza-, o nadie. Usted elige.

Ahí estaba, entre la espada y la pared. O delegaba sus funciones en la investigación en el agente especial Cotton o sería el responsable de perder el contacto que posiblemente acabaría con Rafael Salinas de una vez por todas. La primera opción la vería como una afrenta intolerable a su autoridad, era de esa clase de tipos, pero la segunda acabaría con su carrera.

– Lo consultaré con el subdirector -murmuró rencorosamente mientras salía de la oficina dejando la puerta abierta.

Andie se levantó y cerró la puerta con un golpe seco.

– No me gustaba -confesó mientras volvía a su asiento.

El agente especial Cotton esbozó una pequeña sonrisa, pero lo único que dijo fue:

– Es un buen agente.

– Supongo que sí, o no tendría un puesto en Nueva York, pero también puedo suponer lo mismo de usted.

Los agentes competían por conseguir un puesto en las ciudades más grandes, con Washington y Nueva York como punto más alto, que era donde estaba la acción y todo era de alta visibilidad.

– Trabajo con gente brillante. Es fácil parecer bueno cuando toda la gente que te rodea está alerta.

Lo que Andie dedujo de eso fue que estaba dispuesto a compartir el mérito, al contrario que Husley. Estaba satisfecha por haber elegido al agente especial Cotton.

– Si no le importa, me gustaría que viniese un agente que trabajó conmigo cuando tenía asignado el caso de Salinas -dijo levantando de nuevo el auricular-. Se llama Xavier Jackson y es un genio en lo que hace. Tuvo la mala suerte de que lo pusieran conmigo, pero todavía hablamos a veces aunque ya no estemos en el caso.

Dedujo que los habían retirado del caso porque no habían conseguido ningún resultado, aunque pondría la mano en el fuego por que Husley no lo había hecho mejor que ellos. No le sorprendía que Husley se mantuviese firme en su empeño de que hablase con él en lugar de con Cotton; ella habría sido su trofeo y quizá lo que necesitaba para alcanzar el punto de inflexión y conseguir pruebas que pudiesen subir a Rafael al estrado.

Ella y Cotton charlaron de manera informal mientras esperaban a Jackson el Genio. Unos quince minutos más tarde llamaron educadamente a la puerta y esperaron a que Cotton elevase la voz para decir:

– Pase.

Xavier Jackson era joven, quizá de su edad, delgado, moreno y guapo, con rasgos un tanto exóticos y piel color aceituna. Era más elegante que la mayoría de los empleados del FBI que había visto en el edificio; aunque llevaba el traje sobrio y la camisa blanca de rigor, la corbata era de un fuerte e intenso color rojo con pequeños dibujos que, vistos más de cerca, resultaban ser caballos muy estilizados también en color rojo pero más oscuro. En lugar del típico pañuelo cuadrado blanco, en el bolsillo del pecho lucía unos pequeños picos del mismo rojo intenso. En conjunto, llamaba un poco más la atención, se movía más rápido y tenía un acento tan difícil de definir como el de un presentador de las noticias de la tele. La expresión de sus ojos era como la de un tiburón, pero distinta a la de Hulsey, y mostraba respeto hacia el agente Cotton.

Ninguno de ellos iba a morir pronto.

Lo había sentido, había cogido esa convicción de la nada como si fuese una manzana madura colgada ante sus ojos, pero no veía la necesidad de decírselo. Jackson pensaba que estaba hecho a prueba de balas, y Cotton esperaba ansiosamente retirarse y tener más tiempo para pasar con su esposa, para hacer cosas que le gustaban. A ninguno le preocupaba la muerte, así que no sacó el tema.

Jackson la miró con incredulidad.

– ¿De verdad es usted Drea Rousseau? -Andie se rió y él dijo de inmediato-: Claro que sí, reconozco esa risa.

Podía ver la curiosidad en sus ojos.

– Pensé que estaría muerta. Desapareció sin más.

– Lo hice a propósito -le dijo para tranquilizarlo-, para salvar mi vida.

– ¿Salinas quiere matarla?

– Quería. Sin embargo, cuando me fui de la ciudad tuve un accidente con el coche y en las noticias dijeron por error que había muerto, lo cual me salvó la vida, porque Rafael replegó a sus sabuesos.

Sólo había habido un sabueso y había sido el que informó a Rafael de que estaba muerta, lo cual era cierto, pero su elocuente rodeo de la verdad era mucho más creíble que lo que realmente había ocurrido.

– Así que él cree que usted está muerta -dijo Cotton-. Está a salvo. ¿Por qué volver a la ciudad, a su territorio?

– Porque sé algo sobre él que podría ayudar a procesarlo, a meterlo en la cárcel; no estaría bien ir a lo seguro mientras él sigue introduciendo droga en el país cada semana. Rafael es inteligente -dijo-. Quizá nunca puedan encontrar pruebas contra él, a menos que tengan un golpe de suerte. Puede que yo sea ese golpe de suerte. No sé si lo seré o no, pero estoy dispuesta a intentarlo.

– ¿Sabe quién es su contable? El verdadero, no el que hace los libros para los asuntos públicos.

Ella negó con la cabeza. Conocer al contable y dónde estaba había sido el eje alrededor del cual giraba la operación contra Rafael.

– Nunca oí mencionar ningún nombre. Era descuidado con algunas cosas, como su contraseña del banco, pero no con eso. Tampoco creo que lo sepa ninguno de sus hombres. Hablaban delante de mí, pero nunca mencionaron nada sobre libros de contabilidad ni sobre ningún contable.

– ¿Desapareció alguna vez sin llevarse con él a alguno de sus hombres? -interrumpió Jackson.

– No, que yo sepa, aunque podría haberse ido con su guardia personal y luego deshacerse de ellos. Pero, como ya he dicho, nunca les oí hablar de nada de eso. Rafael tiene paranoias con lo de salir solo. Cree que las calles están hasta arriba de rivales que quieren eliminarlo. Quiere estar rodeado por otros cuerpos, en todo momento.

Ambos la acribillaron a preguntas, sobre cualquier detalle que se les iba ocurriendo. Hablaron durante horas y Andie colaboró con cualquier detalle que pudiese recordar, pero empezaba a desesperarse porque nada parecía suficiente para echarle el lazo. Se lo había temido, había temido que tuviese que recurrir a medidas más desesperadas.

– Hay una opción que tengo que mencionar -dijo finalmente, cuando incluso los dos agentes parecían desanimados porque su oportunidad de oro para pillar a Salinas empezaba a parecer inútil-. No es un delito federal, pero la idea es sacar a Rafael del negocio y de las calles, ¿no? Si me ve se volverá loco. Se supone que estoy muerta. Cuando me fui, yo… me llevé algo que era muy importante para él. -Sí, podía decir sinceramente que dos millones de dólares eran importantes para él, pero para alguien como Rafael era igual de importante la ofensa que le había prodigado a su ego. En realidad, quizá su ego fuese más importante. Se había convencido a sí mismo de que la amaba y ella le había tirado a la cara ese amor-. Si puede me matará donde me encuentre. Así que, ¿cómo podemos utilizar eso contra él?


– No funcionará -dijo suavemente Jackson después de que Drea Rousseau se hubiese marchado… una Drea muy cambiada, pero definitivamente era ella-. Aunque utilizásemos a un civil como cebo, cosa que, de todas formas, el subdirector no permitiría, un intento de asesinato no comporta una sentencia demasiado severa como para mantenerlo alejado de las calles durante mucho más que un año más o menos… y eso si pasa algún día en la cárcel.

– Lo sé -dijo Cotton. Su voz sonaba cansada-. Lo sé. Todavía no podemos pillar a ese cabrón, ni siquiera con su ayuda. Y Dios nos libre de utilizarla como cebo y que le dispare en la calle. Si eso ocurriese no me lo podría perdonar.


Andie paró en un bar para comer, tan desanimada que apenas podía tragar la sopa que había pedido. Estaba segurísima de que podía volver a Nueva York y, en poco tiempo, tener a Rafael en manos de los federales o muerto. En realidad, esperaba que lo matasen, fingiendo que había habido un gran tiroteo, lo cual le daría vida a un día con pocas noticias, y Rafael moriría. Si lo miraba con lógica, ahora que estaba aquí, no podía decir cómo había llegado a esa conclusión. Esto no era como las impresiones repentinas que tenía con otra gente; nunca había tenido ninguna sobre sí misma.

Su plan, si se le podía llamar así, era de altos vuelos, pero era poco preciso en cuanto a detalles. Ahora que estaba aquí se sentía un poco tonta. No había planeado las cosas, lo cual era tan raro en ella que lo único que pudo hacer fue sacudir la cabeza. No era valiente, no era intrépida, no era ninguna especie de heroína, pero había concebido este enorme esquema sin tener modo alguno de llevarlo a cabo. ¿Qué coño le estaba pasando?

A menos que su destino realmente fuese morir allí… a menos que su muerte fuese la forma en que Rafael se marchase para siempre.

Miró ciegamente por la ventana hacia la calle, con su flujo inagotable de peatones. No temía la muerte, pero temía no ser lo suficientemente buena como para volver al lugar donde estaba Alban. Había puesto todo de su parte para convertirse en un ser humano que valiese la pena, para trabajar por lo que tenía en la vida, para dejar de usar su físico y el sexo para conseguir lo que quería, pero sólo habían pasado ocho meses. Ocho meses comparados con quince años indudablemente no iban a ser suficientes para inclinar la balanza a su favor. Si moría ahora, ¿habría conseguido los suficientes puntos positivos para hacer cambiar las cosas?

Tal vez su muerte, su muerte final, fuese la verdadera prueba. «Nadie tiene mayor amor que éste», y todo eso. Si fuese necesario y su muerte fuese lo que hacía falta para acabar con Rafael, entonces lo haría. Encontraría el valor para hacerlo.

Pero no quería abandonar a Simon. A pesar de su historia, lo que había entre ellos era nuevo y frágil, estaba casi sin explorar. Y a pesar de la historia de él, a pesar de decirse a sí misma que era una mala elección para acabar con todas las malas elecciones, quería enmarcar entre sus manos su barbilla áspera por la barba, mirar la oscura opalescencia de sus ojos y observar cómo brotaba la ternura de donde antes sólo había vacío.

Quería tener tiempo para conocerlo, conocerlo de verdad. Quería conocerlo más que durante la superficial sesión de preguntas y respuestas en la crepería. Quería contarle chistes tontos y hacerle reír, quería compartir comidas con él, estar con él mientras pasaba de ser un hombre que se suturaba sus propias heridas a alguien que dejase que los demás le ayudasen.

Estaba muy solo. Si ella muriese, ¿qué le ocurriría a él? ¿Seguiría por el camino que había elegido, o volvería a sus viejas costumbres? No se creía tan especial como para que él no pudiese encontrar a nadie más a quien amar, pero la cuestión era: ¿Lo haría? ¿Lo intentaría? ¿O bien se aislaría aún más de lo que había estado antes? Ella conocía las respuestas a todas esas preguntas porque había visto cómo había ido cerrando todas las puertas que ella había abierto durante su tarde juntos, negándose incluso a decirle su nombre. Tampoco había querido que lo besase; recordaba lo frío que era al principio, como si estuviese a punto de darle un empujón para sacársela de encima. Pero no lo había hecho; algo en él deseaba que lo abrazaran, que lo besaran, y cuando empezó a devolverle los besos ella se había sentido como si nunca la hubiesen besado tan intensa y ávidamente.

Si no lo hubiese visto en el aparcamiento de los camiones, si él no hubiese ido a su casa a tranquilizarla, si no la hubiese besado, siempre lo habría recordado con un dolor y un pesar que nunca habría podido superar, pero no lo desearía. Pensar en él no le haría arrepentirse de hacer lo que sabía que debería hacer.

Después de acabarse la sopa, salió del bar y cogió un autobús que atravesó la ciudad hasta el Holiday Inn en el que se hospedaba. La ruta era bastante corta; tuvo que caminar sólo un par de manzanas. Se metió sola en aquel ascensor chirriante y subió hasta su planta. Al final del pasillo había un carrito de la limpieza, y desde la puerta abierta podía escuchar el zumbido de la aspiradora.

Metió la llave en la puerta y se quedó helada al abrirla.

– No grites. -Simon apareció de repente ante ella con una expresión enigmática.

Ella contuvo el grito justo en el momento en el que la atrajo hacia él y cerró la puerta, poniendo la cadena y echando el cerrojo.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -le gritó muy enfadado.

– Ésta es mi habitación. Estaba a punto de hacerte la misma pregunta -dijo Andie tragando saliva.

Tiró el bolso al suelo y le echó los brazos alrededor del cuello. Las lágrimas le escocían los ojos y estuvo a punto de romper a llorar, pero pestañeó para contenerlas. Si no estuviese pensando en él justo entonces, pensando cuánto deseaba verlo, se hubiese reprimido, pero el alivio que sintió al oír su voz y el tacto de los fuertes músculos de su cuerpo contra el de ella eran demasiado intensos, y su deseo salió a la superficie. Quizá muriese pronto y quería poseerlo de nuevo antes de dejar este mundo. Se puso de puntillas y presionó sus labios contra los de él, gimiendo un poco al sentir el sabor y la suavidad que tan bien recordaba.

Cuando ella lo había besado en otras ocasiones, había dudado, pero esta vez no lo hizo. La apretó entre sus brazos y la giró, medio llevándola en volandas y empujándola por el baño hasta la zona principal de la habitación… donde estaba la cama.

Interrumpió el beso lo justo para agacharse, coger la colcha y tirarla al suelo y luego la tumbó en la cama junto a él.

Sus besos tenían todo el calor y la avidez que recordaba. La cubrió con el peso de todo su cuerpo, presionándola contra el colchón; Andie lo rodeó con sus piernas, y con sus muslos le abrazó las caderas. Muy despacio, él empezó a frotar su pene erecto contra ella mientras levantaba el torso lo suficiente como para empezar a sacarle el abrigo.

– Deberías estar segura antes de hacer esto -murmuró él cruzando su mirada con la de ella-. No hay vuelta atrás.

La intensidad de sus ojos entreabiertos la agitaba, la quemaba. Ella le sujetó la cara entre las manos tal y como había imaginado y se lanzó.

– Te quiero, Simon.

Quería decirlo al menos una vez, por si no tenía otra oportunidad. Quería que supiese que lo amaban, que lo apreciaban, que no estaba solo.

Entonces él flaqueó; de repente le fallaron los brazos, no querían sostener su peso. Cayó encima de ella, respirando con dificultad, frente contra frente.

– No tienes que decir eso -le murmuró con un tono tan humilde que le rompió el corazón.

– Es cierto. Cuando no quisiste llevarme conmigo me destrozaste. Lloré durante horas. -Le acarició el pelo con dulzura-. Apenas podía pensar de lo que me dolía y tuve que convencer a Rafael de que estaba enfadada porque me había dado cuenta de que no me amaba y que tú habías dicho que era demasiado complicada y que no me habías ni tocado.

Él levantó la cabeza y la miró fijamente, cara a cara.

– ¿Quieres decir que se lo tragó? -le preguntó incrédulo.

– Por supuesto. Tengo un talento natural para mentir -dijo sonriendo ligeramente.

– Maldita sea. Sabía que eras buena, pero eso lo supera todo.

– Gracias. -Y se rió mientras levantaba la cabeza para volver a saborear aquellos labios. Sintió cómo los de él se curvaban formando una sonrisa y se le estremeció el corazón.

Él le pellizcó delicadamente la barbilla y deslizó la mano para agarrarle el muslo y levantárselo.

– Saquémonos algo de ropa. Siento una enorme necesidad de follarte durante un rato.

– ¿Cuánto es durante un rato? -dijo mientras empezaba a desabrocharse la camisa, pero dejó de hacerlo para ocuparse de la de él, porque deseaba más sentir su piel que la suya propia-. ¿Quieres conseguir un récord personal?

– ¿Quieres decir más de cuatro horas? -Sacudió la cabeza, sonriendo-. No puedo. Esta vez no. Vayamos a por veinte minutos.

– ¡Cobarde! Sé que puedes hacerlo mejor. -No necesitaba veinte minutos, pensó mientras levantaba las caderas y se frotaba contra él buscando su erección. Cinco minutos bastarían. Todos sus músculos internos se contrajeron de repente al recordar lo que sentía cuando él entraba en su interior, empujando hasta el fondo. Su pene era lo suficientemente grueso como para sentir cómo se expandían sus tejidos internos, incluso entonces. ¿Qué sentiría ahora, cuando llevaba meses practicando el celibato? Era como si su libido se hubiese secado, porque ni siquiera había pensado en el sexo desde el accidente… Hasta que él apareció en su cocina y se dio cuenta de que no se había secado, simplemente había estado dormida porque estaba preocupada por otras cosas.

Le desabrochó la camisa y le quitó los pantalones. La enorme envergadura de su pecho y su ligera mata de pelo la excitaban; lo acarició con sus manos para que el pelo le hiciese cosquillas en las palmas y sus dedos encontrasen las planas monedas de sus pezones, con pequeñas protuberancias en su centro que se endurecían cuando ella la tocaba. Los pómulos de Simon tomaron un tono más intenso mientras se sujetaba sobre ella dejándole jugar.

Ya era suficiente. Le gustaba mucho, muchísimo su pecho, pero lo que más deseaba estaba en sus pantalones. Dejó los pezones y fue a por la hebilla del cinturón, que casi rompe al intentar abrirla.

– Cuidado con la cremallera… -consiguió decir, y luego recuperó su erección de su peligrosa avidez por liberarla. De repente estaba frenética y le golpeaba las manos en un esfuerzo para llegar a él.

– Rápido -murmuró Andie-. Dámelo ya.

– Tranquila. Te lo daré… Mierda. Espera un minuto.

– No. Date prisa.

– Quítate también la ropa.

Simon se echó a un lado y ella, impaciente, se puso de rodillas sobre él arrancándose la ropa y tirándola a un lado. En cuanto se hubo quitado los vaqueros y la ropa interior, los echó a un lado y se sentó a horcajadas sobre él, concentrándose en algo mucho más gratificante.

– Te quiero, Simon -le dijo mientras le agarraba el pene y lo guiaba entre sus piernas. Utilizó su nombre a propósito para reforzar que lo amaba a él, al hombre, no sólo al sexo que le daba. Su expectación candente le tensaba los músculos del estómago. Entonces descendió, sólo lo justo para que la hinchada cabeza presionase su orificio. La fuerte presión la quemaba a medida que su carne cedía, se abría y tomaba forma a su alrededor. Dolía, pero no le importaba. Andie empujó un poco, demasiado hambrienta, y luego se torturó a sí misma elevándose un poco.

Simon emitió una especie de gruñido y la agarró por la cadera, echándola hacia abajo con un rápido tirón que lo introdujo por completo dentro de ella. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos mientras saboreaba por un instante la penetración, luego relajó su abrazo y su cuerpo y una hermosa sonrisa se formó en su boca mientras le decía a ella:

– Ahí lo tienes. Coge lo que quieras, cariño. Es todo tuyo.

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