Capítulo 12

Si el aburrimiento mataba, pensó Drea, ella no viviría lo suficiente para conseguir su dinero. Había dejado su pueblo natal y finalmente se había abierto camino en la ciudad de Nueva York, precisamente porque no quería vivir en un pueblo como Grissom, en Kansas. Se había criado en un pueblo pequeño; esa vida no era para ella.

No era por la gente. La gente solía ser agradable, si no era entrometida. Y aunque su vida en Nueva York no había sido todo glamour, emoción y una interminable serie de fiestas -Rafael no formaba parte del clan de la gente famosa, a menos que hubiera un subgénero de matones famosos- y ella había pasado mucho tiempo en su cuarto, por lo menos era un cuarto realmente confortable. No había ido al teatro ni al cine, pero siempre le quedaba el pago por visión en la tele. Ni siquiera eso había en la minúscula y lúgubre habitación que cogió ese viernes por la tarde en el minúsculo y lúgubre motel Grissom, lo que hacía olvidar su poco original nombre. Tampoco podía ir al cine porque Grissom no tenía salas de cine, ni muchas más cosas.

Había una pequeña cafetería y un restaurante de comida rápida atendida por adolescentes aburridos. Para ir de compras estaban la tienda de herramientas, la tienda de alimentación, la tienda de productos agrícolas y una tienda de todo a cien. Para una oferta más amplia, los ciudadanos iban en coche a un pueblo vecino situado a treinta kilómetros que tenía un Wal-Mart. ¡Vaya!

Recordaba la época en la que ir a un Wal-Mart era un gran acontecimiento para ella, porque allí era donde se compraba la mayoría de su ropa. Si se las arreglaba para reunir el dinero suficiente para comprarse algo en Sears, estaba tan orgullosa como si lo hubiera comprado en el Saks de la Quinta Avenida.

Y aquí estaba de nuevo, vestida con ropa de Wal-Mart. La diferencia era que tenía dos millones de pavos en el banco, y que sabía que pronto podría ponerse lo que quisiera. Pero mientras tanto, volver a vivir en el quinto infierno la estaba volviendo loca. Tal vez no hubiera hecho muchas cosas cuando vivía en Nueva York, pero por lo menos podía haberlas hecho.

Los nervios la estaban consumiendo; se sentía como si la espera le estuviera arrancando la piel a tiras. Después de haber pasado una noche en Grissom, se fue del motel y condujo casi cincuenta kilómetros hasta el pueblo que alardeaba de tener un pequeño centro comercial, pero se lo pensó mejor y siguió hasta el siguiente pueblo. Estar más lejos de Grissom haría mucho más difícil que alguien diera con ella.

Al día siguiente, se fue de ese motel y condujo un poco más.

Hizo lo mismo durante las siguientes tres noches. Vivir de una maleta barata, sin tener que preocuparse de deshacerla porque sólo pasaba una noche en cada lugar, la molestaba sobremanera. Cada una de las decisiones que había tomado desde el día en que había dejado su hogar, si se podía llamar así, habían sido tomadas con el objetivo de tener dinero, seguridad, y un hogar. Ahora tenía dinero, aunque todavía no lo había conseguido. ¿Un hogar? Tenía miedo de estar en un sitio el tiempo suficiente como para deshacer su maleta. Había tenido algún sitio para quedarse pero no era suyo, un lugar que le perteneciera y donde pudiera bajar la guardia. Tal vez «hogar» y «seguridad» significaran en realidad lo mismo… En cualquier caso, sabía que todavía no lo había encontrado.

Estaba conteniendo la respiración, esperando para empezar a vivir.

El miércoles se encontró conduciendo en un vasto círculo, vagando alrededor de Grissom, como si estuviera rodeando un desagüe. No había nada que ver excepto kilómetros y kilómetros de tierra plana, verde por los cereales del verano, y la gran cuenca del cielo sobre su cabeza. Había poco tráfico porque la I-70 era una larga carretera en dirección al norte y, aquí abajo, en la región agrícola, los únicos que conducían eran los lugareños, y no había muchos.

Tal vez fueran los largos días de soledad o la carretera, generalmente vacía, lo que hacía que no se sintiera en grave peligro si se ponía a divagar, pero el hecho de no tener nada en que ocupar su tiempo libre excepto en sus pensamientos había empezado a hacerla sentirse… insegura. Esa era la única manera de explicarlo. Cometería un error en algún lugar, de alguna manera.

Recorrió mentalmente todos los pasos que había dado y los analizó uno por uno. Intentó pensar en qué podría haber hecho de manera diferente y en otra alternativa que no fuera la de transferir todo el dinero al banco de Elizabeth ateniéndose al riesgo que implicaba pasar tanto tiempo en la zona, pero se quedó en blanco. Por otra parte, ¿se estaba arriesgando más por quedarse en la zona de Grissom durante tanto tiempo?

¿Se estaba confiando demasiado al suponer que Rafael no recurriría a la policía? No lo creía. Rafael querría encargarse de ella a su manera, a su manera de siempre, lo que descartaba a la poli. Otra cosa que había dado por hecho era que Rafael, que había vivido toda su vida en Los Ángeles y Nueva York, no tendría ni idea de cómo seguirle la pista por la zona centro de Estados Unidos. Este era su territorio, no el de él. Pero ¿y si estaba equivocada?

¿Y si le encargaba el trabajo a alguien?

Sintió un escalofrío. Eso era lo que había pasado por alto. Rafael no intentaría darle caza él mismo, no enviaría a sus hombres a otra cosa que no fuera golpear los arbustos de hormigón de Nueva York. Le había robado dos millones de dólares, había destrozado su ego, y le había dado con su recién descubierto «amor» en las narices. Para él, las últimas dos razones serían incluso más importantes que la primera. Para reparar tamaña ofensa, contrataría al mejor.

Y el mejor era… él.

Su corazón empezó a latir aceleradamente y su respiración se volvió demasiado rápida. Bruscamente, se hizo a un lado de la carretera y se aferró al volante intentando luchar contra el ataque de pánico. No podía dejarse llevar por el pánico, no se pedía permitir perder el tiempo. Tenía que pensar.

A ver. El banco no le daría a nadie ningún tipo de información sobre su cuenta sin una orden de busca y captura, algo que obviamente Rafael no podría conseguir. Pero… ¿y un pirata informático? El asesino se ganaba la vida persiguiendo a gente y era realmente bueno en su trabajo, o de otra manera no cobraría lo que cobraba. Se ganaba el dinero a base de resultados. Por lo tanto, la consiguiente conclusión era que se le debía dar realmente bien acceder a sitios informáticos supuestamente seguros, o que conocía a alguien que lo hacía.

Drea respiró profundamente y retuvo el aire durante unos segundos. Era algo que hacía a menudo para hacer que su corazón latiera más lentamente. Reflexiona, reflexiona.

Para entrar ilegalmente en el sistema de un banco, primero tendría que saber de qué banco se trataba aunque, mierda, tendría el punto de partida porque sabría cuál era el banco de Rafael. O podía haber entrado en el sistema de Hacienda, ya que cada vez que se hacía una transacción de más de diez mil dólares se enviaba una notificación a la Agencia Tributaria y, según había leído, la Agencia Tributaria no tenía el mejor sistema informático del mundo. Asimismo, el banco de Rafael era uno de esos bancos nacionales con miles y miles de millones en activos, así que, consecuentemente, el banco tendría un sistema de seguridad infalible en su red de ordenadores.

Mientras ella había estado perdiendo el tiempo vagando en coche, mirando los campos y el cielo y no mucho más, él podía haber rastreado las transferencias bancarias y podría estar esperándola en Grissom.

Lo mejor que podía hacer era olvidarse de los dos millones, al menos por ahora, y ponerse a salvo. Todavía tenía el cheque de caja por valor de ochenta y cinco mil dólares del banco de Elizabeth, así que no estaba precisamente en la ruina.

Aunque ella sabía que, en cuanto lo depositara en algún lugar, se generaría otra de esas malditas notificaciones de transacción que lo guiarían directamente al banco donde había hecho el ingreso.

Tenía que haber un periodo de demora, sin embargo, aunque fuera pequeño, entre el banco y la Agencia Tributaria. Jugaba con la ventaja del cheque de caja que le abonarían al momento. Necesitaba ir a una ciudad grande, usar el cheque de caja para abrir una cuenta en un banco nacional grande, hacerles saber con antelación que iba a ingresar dos millones de dólares y hacer las gestiones necesarias para obtener al menos parte del dinero en efectivo.

De repente se le ocurrió cómo hacerlo. Podía abrir diferentes cuentas con el dinero en metálico, en diferentes pueblos cercanos unos de otros, siempre inferiores a diez mil dólares para que el banco no tuviera que enviar esas malditas notificaciones. Después, en una actividad frenética, podría ir retirando pequeñas cantidades del banco de Grissom e ingresarlas en todos esos bancos recorriéndolos a continuación uno por uno cerrando las cuentas y obteniendo el dinero en efectivo. Pasaría desapercibida. Hacerse con los dos millones le llevaría más tiempo -mucho más- pero, a menos que él pudiera introducirse ilegalmente en el sistema informático del banco, estaría fuera de peligro.

Bueno, casi fuera de peligro. Como mínimo ganaría más tiempo para conseguir una nueva identidad y empezar de cero. Con un nuevo nombre y un nuevo número de la Seguridad Social, podría desaparecer.

Cogió su teléfono móvil y comprobó el nivel de cobertura. Una raya. No lo suficiente. Se tendría que acercar más a algún pueblo. Esa era otra de las cosas que tenía el campo abierto; era demasiado abierto, demasiados kilómetros sin gente, sin tráfico, sin casas, sólo campos hasta donde alcanzaba la vista. Las espigas no necesitaban teléfono móvil, pero definitivamente ella sí.

Estuvo conduciendo al menos una hora, sin perder de vista el indicador de cobertura del teléfono. Cuando, de repente, el número de rayas aumentó hasta tres, decidió intentarlo y se hizo a un lado.

Al primer intento le salió el buzón de voz de la Sra. Pearson. «Sra. Pearson, soy Andrea Butts. Ha surgido un imprevisto y ya no quiero los dos millones en efectivo. Espero que su jefe de caja todavía no haya dado la orden. Necesito hablar con usted urgentemente, pero me da miedo ir al banco. Por favor, llámeme al número…». Se detuvo, incapaz de recordar el número de su nuevo teléfono. «La volveré a llamar», dijo atropelladamente y colgó.

Mierda, ¿cuál era el número? Apagó el teléfono, lo volvió a encender y observó la pantalla mientras la información aparecía fugazmente en ella. Cogió un bolígrafo en el bolso, garabateó el número y llamó de nuevo a la Sra. Pearson.

Para su sorpresa, fue la Sra. Pearson en persona la que contestó.

– Hola, Srta. Butts, acabo de recibir su mensaje. Estaba fuera visitando a unos clientes y no llegué a atender su llamada por unos segundos. En este momento le estoy pasando una nota a Judy sobre la solicitud de efectivo. He de admitir que me siento aliviada porque haya decidido cambiar de opinión, pero… ¿algo va mal? -bajó la voz-. ¿Le da miedo venir al banco?

– Se trata de mi ex marido -dijo Drea, alegrándose de que la dramática historia que se había inventado fuera a servir para algo, después de todo-. No sé cómo, pero me ha seguido hasta aquí y sabe que tengo una cuenta con ustedes. Me da miedo que esté vigilando el banco y que si yo aparezco por allí me siga.

– ¿Ha llamado a la policía? -preguntó la Sra. Pearson con un gratificante tono de alarma en su voz.

– Tantas veces que casi se han borrado los números de las teclas del teléfono -dijo Drea cansinamente-. Siempre dicen lo mismo: que hasta que haga algo de verdad, no tienen motivos para detenerlo. Es representante de una gran empresa agrícola, así que tiene una buena excusa para estar por la zona, y yo no tengo derecho a impedirle hacer su trabajo, bla, bla, bla. Supongo que me lo merezco por haber encubierto todos los golpes que me daba fingiendo que me había caído por las escaleras o que me había pillado el dedo con la puerta del coche cuando había sido él el que me había roto el dedo.

– Pobrecilla -murmuró la Sra. Pearson-. No, está claro que no debe venir aquí si cree que él está al acecho. Pero… ¿qué piensa hacer?

– No lo sé. -Sí lo sabía, sólo que aún no había pensado en los detalles-. El cree que el dinero le pertenece porque todavía estábamos casados cuando mis padres murieron y yo heredé mi parte de la herencia.

– Una herencia es propiedad exclusiva del heredero, según creo.

– Eso dice la ley, pero él cree que se lo ha ganado por aguantarme. -Drea usó un tono amargo-. Sólo necesito deshacerme de la documentación de las transacciones para que no me pueda seguir.

– La información de su cuenta es confidencial. ¿Cómo iba a…?

– Tiene un amigo que trabaja en la Agencia Tributaria.

– Ya.

El hecho de que no fuera necesario dar más explicaciones hizo ver a Drea que su razonamiento sobre la Agencia Tributaria era más acertado de lo que le hubiera gustado.

– Tengo que hacer algo, pero no sé qué.

– Me temo que cualquier transacción que realice será notificada a la Agencia Tributaria -dijo la Sra. Pearson con pesar-. Los bancos tienen la obligación de notificar cualquier transacción de cualquier movimiento de fondos de diez mil dólares o más, así que está claro que sus dos millones generarán un comprobante.

– No quiero causarles ningún problema con la Agencia Tributaria y, por supuesto, no estoy intentando evadir impuestos. Sólo necesito hacerme con mi dinero y transferirlo a otro lugar antes de que él me encuentre.

– Donde tendrá más oportunidades de obtener una gran cantidad en efectivo será en una ciudad que tenga un banco de la Reserva Federal. Nosotros estamos en el distrito de Kansas City, pero tenemos otra oficina en Denver que está bastante cerca de aquí. El único problema es que cuando vaya adonde sea a depositar su dinero, ese banco tendrá que emitir también un informe de operación de divisas.

No si el banco no estaba en este país, pensó Drea con gravedad. Si alguna vez conseguía hacerse con el dinero, sería enviándolo a un paraíso fiscal lo más rápidamente posible para ocultarlo de los siempre alerta ojos del gobierno. Cuando consiguiera un nuevo DNI se haría con un pasaporte -uno legal- y entonces por fin podría irse de vacaciones a las Islas Caimán y conseguir el dinero. Estaba harta de esta mierda.

– La manera más segura de transferir el dinero es por medio de Internet -continuó la Sra. Pearson.

– No tengo ordenador -dijo Drea-. ¿Puedo usar un ordenador de una cafetería con Internet o de una biblioteca?

– Bueno, sería mejor si tuviera la misma dirección IR ¿Podría acceder desde su móvil?

– Es de los baratos. No tiene acceso a Internet.

– Hágase con uno que tenga. Así podrá acceder a su cuenta dondequiera que esté. Yo le recomendaría que se comprase un ordenador portátil.

– Y después, ¿qué hago?

– Vaya a nuestra página web y siga las instrucciones.

– ¿No tengo que firmar nada?

– Sí, hay un acuerdo que tiene que aceptar. Se lo puedo enviar por correo electrónico…

– No tengo cuenta de correo electrónico -confesó Drea, sintiéndose como si una vez más se estuviera dando cabezazos contra la pared.

Al cabo de un rato, la Sra. Pearson dijo:

– No lo suelo hacer, pero si consigue un ordenador portátil y acceso a Internet llámeme. Imprimiré el acuerdo y me encontraré con usted en algún sitio. Querer es poder, Srta. Butts. Lo conseguiremos.

Para conseguir acceso a Internet tendría que meter sus datos en el sistema, pensó Drea, pero qué demonios, de otra manera no llegaría a ningún lado y si algo tenía claro era que no iba a aparecer en persona en el banco.

– Lo haré -dijo cansinamente-. Gracias. La volveré a llamar cuando lo haya organizado todo.

Colgó y dejó caer la cabeza hacia atrás, sobre el reposacabezas. ¿Quién se iba a imaginar que robar dos millones de dólares sería tan jodidamente complicado?

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