Capítulo 10

Nunca le toques las narices a una mujer inteligente. Teniendo en cuenta cómo se habían desarrollado los acontecimientos, no hacía falta ser un genio para darse cuenta de lo que había ocurrido. Drea estaba más que enfadada con Salinas por haberla entregado; estaba furiosa. Esto no era un simple mensaje de «ahí te quedas», sino un gesto de «¡ahí te quedas y chúpate ésa, cabrón!». Y, según el lenguaje de los gestos, eso era una llamada de atención.

Divertido, dio otro lametón al helado. Tenía más ganas de aplaudirle que de ir en su busca y captura. Aun así, un trabajo era un trabajo.

– ¿Cuál es tu mejor oferta? -dijo arrastrando las palabras-. ¿Según tú, cuánto vale? -No podía decidir si aceptaba el trabajo hasta que supiera cuánto dinero había sobre la mesa.

Salinas miró a su alrededor y subió todavía más el volumen de la radio. La gente le dirigía miradas de fastidio, aunque a él le importaba una mierda.

– La misma cantidad que ella robó.

Dos millones, ¿no? Definitivamente, eso daba una perspectiva diferente a la situación. Tendría que pensárselo, aunque no quería que entre tanto Salinas buscase a otro que se hiciera cargo de la situación. Si no aceptaba el trabajo, su demora como mínimo daría a Drea más oportunidades de salirse con la suya, y eso le produjo cierta satisfacción. No tenían por qué caerle bien sus clientes, pero por Salinas sentía verdadero desprecio.

– La mitad por adelantado -dijo el asesino-. Te haré saber dónde debes depositarlo. -Acto seguido, tiró el resto del cucurucho de helado en una papelera cercana y se fue paseando relajadamente, aunque sus ojos no dejaban de escrutar los alrededores. Localizó a alguien que casi con toda seguridad era un poli, demasiado trajeado para ese lugar, que se había detenido a atarse un zapato mientras mantenía la cabeza ligeramente vuelta en dirección a Salinas. Debía de ser el sabueso de Salinas, apresurándose a llegar hasta él.

Al asesino no le preocupaba demasiado. Su reunión con Salinas había durado menos de un minuto, no lo suficiente para que un sabueso se colocara en posición e hiciese alguna foto. Cuando el sabueso llegó, la reunión ya se había terminado y él ya se estaba yendo. Cruzó el puente Bow y a continuación el puente Ramble, hecho de pesados bloques de madera, que le proporcionó una agradable protección. Aunque el día era caluroso y húmedo, con una temperatura que rozaba los treinta grados, allí, en la densa sombra, el aire era más fresco y podía sentir en la piel una leve pero agradable brisa.

Evitó deliberadamente pensar en la oferta. Ya tendría tiempo más que suficiente para hacerlo más tarde, cuando estuviera seguro de que no lo seguían. Por la fuerza de la costumbre, esta vez se centró intensamente en su derecha, atento a toda la gente que estaba a su alrededor, a si alguien se le aproximaba por la espalda, a cuáles serían sus siempre cambiantes vías de escape. Prestar atención a los detalles lo había mantenido con vida hasta entonces, así que no veía ninguna razón para cambiar sus hábitos. Gracias a ello, fue capaz de reconocer a un segundo sabueso prácticamente al instante; éste llevaba tejanos y zapatillas deportivas, así que no era el poli que había estado siguiendo a Salinas.

El asesino analizó la situación con serenidad. El hecho de que este nuevo sabueso llevase ropa deportiva no significaba que no fuera un poli. Sólo significaba que estaba mejor preparado. El FBI no tenía más razón para seguirlo que su reunión con Salinas; era posible que estuviesen investigando a todos sus contactos. O tal vez el sabueso fuera uno de los gorilas de Salinas, que lo seguía sabía Dios por qué. Tal vez Salinas estaba enfadado porque había tenido que caminar hasta el parque y creía necesario un correctivo en forma de paliza -aunque, en ese caso, habría mandado a más de un hombre-. Tal vez simplemente quería saber dónde vivía el asesino, amparándose en la teoría de que nunca se tenía demasiada información.

Mantuvo el paso. Allá arriba, el sendero daba un brusco giro y la vista del sabueso quedaría bloqueada por los árboles y los arbustos durante… calculó la distancia que le llevaba de ventaja al sabueso… unos siete segundos, lo que era más que suficiente. El sabueso debió de observar el mismo punto ciego, porque aligeró el paso. El asesino no reaccionó apresurándose, lo que habría revelado que era consciente de que lo estaban siguiendo. Estaba lo suficientemente cerca como para no preocuparse, aunque ahora le debía de llevar sólo unos cinco segundos.

Dio la curva, giró sobre sí mismo, se quitó la camisa blanca por la cabeza y la arrugó en la mano como si fuera una toalla, luego empezó a trotar de forma regular, como si fuera un corredor, mientras daba la curva en dirección contraria a la que había venido.

El sabueso ni siquiera miró para él cuando pasó a su lado trotando; en lugar de ello, el tipo se apresuró a dar la curva para volver a tenerlo dentro de su campo de visión.

Buena suerte, pensó mientras abandonaba el sendero y desaparecía entre la espesura. Sólo era uno más de los cientos, tal vez miles de corredores que sudaban llevando a cabo sus rutinas en el parque aquel día. Sus pantalones de color gris oscuro, a simple vista, se parecían lo suficiente a unos pantalones de chándal como para que nadie reparase en ellos. El único inconveniente eran sus zapatos, y es que, ¿quién salía a correr con unos mocasines de Gucci? Obviamente él, pero nunca se lo recomendaría a nadie. Cuando ya estaba a unos cien metros de distancia, se detuvo para ponerse la camisa. El calor húmedo hacía brillar su piel cubierta por el sudor y el tejido se pegaba a él mientras se la volvía a poner; sin embargo, no respiraba más rápido de lo normal. Con paso relajado, siguió caminando hacia la salida del parque.


– ¿Has conseguido alguna foto de la reunión? -preguntó Rick Cotton con expresión tranquila mientras escuchaba la respuesta.

Xavier Jackson se maravilló de la indulgencia de Cotton. No había dicho: «¿Por lo menos has conseguido alguna foto de la reunión?» y no había nada en su tono de voz que revelase ni un ápice de impaciencia. La mayoría de los agentes especiales estarían agitando la cabeza de izquierda a derecha con desaprobación, pero Cotton no. Él siempre era justo; incluso cuando los resultados no eran los esperados.

No esperaban que Salinas se fuera caminando a ningún lado y mucho menos a Central Park. Cuando el agente que estaba en la calle se dio cuenta de que a Salinas no lo recogía ningún coche, él y su séquito ya estaban a media manzana de distancia. Entonces, aunque se había dado toda la prisa posible para alcanzarlos, un semáforo lo había hecho detenerse y lo había obligado a esperar para cruzar la calle. Como resultado, cuando el agente llegó, la reunión ya había tenido lugar y todo lo que les pudo proporcionar fue una descripción parcial del hombre con el que Salinas se había reunido, aunque total, para lo que les sirvió… Aproximadamente un metro noventa, noventa kilos, pelo corto y oscuro era una descripción que encajaba con al menos cien mil hombres de por allí, como mínimo.

– Creo que era el mismo hombre que estaba en el balcón con la novia -dijo Cotton al colgar.

Jackson pensaba lo mismo. La gran pregunta era ¿dónde estaba la novia? Se había ido hacía cuatro días y no había vuelto desde entonces. Habían dejado de seguirla hacía meses, porque su presupuesto y sus recursos humanos eran limitados y utilizarlos para seguir al propio Salinas había sido mucho más productivo. Además, ella nunca hacía nada interesante, por lo menos hasta lo del numerito en el balcón.

Tal vez su ausencia se debía simplemente a que había roto con Salinas, pero algo estaba sucediendo. Salinas y sus hombres andaban de un lado para otro como si estuvieran buscando pelea con alguien, con cualquiera. Si se tratase sólo de una ruptura, Salinas podría -podría- estar enfadado, pero no sus hombres.

Y ahora Salinas se había reunido con el que, probablemente, era el mismo hombre que había estado en el balcón haciendo el amor con su novia. Algo estaba sucediendo, aunque parecía más algún asunto de carácter personal y a ellos eso no les interesaba. A menos que pudieran utilizarlo de algún modo en su contra, la vida amorosa de Salinas era problema suyo, no de ellos.


Había más de dos mil trescientas cámaras de seguridad en las calles de Nueva York, y sólo Dios sabía cuántas más había ocultas. Si alguien andaba por la calle en la ciudad, tenía todas las papeletas para ser grabado por una cámara. Ésa era la razón por la que él siempre llevaba tan a rajatabla la costumbre de cambiar de aspecto con regularidad. Incluso aunque una cámara lo grabase, su pista se perdería cuando entrase en un edificio como una persona y saliese como alguien diferente. Sólo un análisis exhaustivo podría, con mucha suerte, identificarlo de nuevo, y en este país se esforzaba al máximo para asegurarse de que él era alguien por el que no merecía la pena molestarse hasta tal punto.

También Drea era lo suficientemente inteligente como para haber cambiado de aspecto; eso lo tenía claro. Lo que no sabía era dónde habría cambiado, o qué aspecto tendría después de haberlo hecho. Podía haberle preguntado a Salinas qué se sabía sobre los últimos movimientos de Drea en el día de su desaparición pero, entonces, ¿cuál era la gracia? Encontrarla sin la ayuda de Salinas lo mantendría ágil, sería algo así como hacer cálculos matemáticos mentalmente en lugar de usar una calculadora.

Tenía bastantes conocimientos de informática, pero en este caso los contras asociados a poner en práctica sus propias habilidades de piratería informática superaban a los pros. No tenía sentido arriesgarse a hacer saltar la alarma cuando podía conseguir lo que quería saber por otros medios. La verdad es que había muchas cosas que giraban alrededor del antiguo dicho de que lo importante no es lo que tú sabes, sino a quién conoces; y daba la casualidad de que él conocía a alguien que trabajaba para el ayuntamiento de Nueva York, alguien que tenía una deuda con él tan grande que nunca sería capaz de pagársela, y que tenía acceso a esa red de cámaras de seguridad.

Había tenido suerte en que no hubiera pasado nada importante en la ciudad en los últimos cuatro días; sólo el número habitual de atracos y asesinatos. No había habido ningún ataque terrorista, ningún hombre en bicicleta lanzando bombas, ningún suceso sensacionalista por el estilo. Gracias a que las cosas habían estado tranquilas, nadie prestaría atención a una revisión de las grabaciones de hacía unos días.

Por otra parte, ¿quería tomarse tantas molestias antes incluso de haber decidido aceptar el trabajo?

Qué demonios, sí. Quería saber cómo lo había hecho por propia diversión. Incluso estaba ligeramente orgulloso de ella; no se había dormido en los laureles. Salinas la había insultado gravemente, y al día siguiente ella había pasado a la acción. Sabía las trabas bancarias que había tenido que superar, conocía perfectamente la importancia de la sincronización porque él mismo había jugado a ese juego.

Rara vez se divertía y nunca había estado orgulloso de nada, así que el hecho de sentir ambas emociones a la vez era un poco desconcertante.

O no. Otra cosa que nunca hacía era engañarse a sí mismo. La forma en que se sentía estaba directamente ligada con la química que había reconocido tener con ella; no es que esa química fuera a salvarle la vida si él decidía aceptar el trabajo. La atracción era una cosa, pero dos millones eran dos millones.

Hizo la llamada desde su teléfono móvil desechable. Cuando la voz con acento de Brooklyn contestó con un seco «sí», él respondió: «necesito un favor».

No se identificó; no era necesario. Tras una larga pausa, la voz dijo «Simon».

«Sí», respondió.

Otra pausa, y luego: «¿qué necesitas?».

No intentó escaquearse ni eludirse. Tampoco esperaba que lo hiciese.

– Necesito tener acceso a las cámaras de vigilancia callejera.

– ¿En directo?

– No, a las grabaciones de hace cuatro días. Conozco el punto de partida. A partir de ahí…

Un encogimiento de hombros invisible se hizo patente en su tono de voz. A partir de ahí la búsqueda podría ir en cualquier dirección, aunque cuando investigara un poco a Drea tendría una idea más clara de lo que era posible que hiciera.

– ¿Cuándo lo necesitas?

– Esta noche.

– Tendrás que venir a mi casa. ¿A qué hora te viene bien?

Podía ser considerado. De hecho, hizo un esfuerzo para ser considerado; no le costaba nada, y un poco de buena voluntad podía marcar la diferencia algún día entre vivir o morir, escaparse o ser capturado.

– Sobre las nueve. Para entonces los niños ya estarán en la cama.

– Allí estaré. -Colgó, se volvió hacia el ordenador y se puso manos a la obra.

Averiguar que el nombre real de Drea era Andrea Butts no le llevó nada. No le sorprendió que su apellido no fuera Rousseau, aunque el «Butts» era un poco inesperado. Se habría sorprendido si su nombre real hubiera sido Rousseau. Una vez obtenido su nombre real, se metió en los archivos de tráfico para conseguir los datos de su carné de conducir. Conseguir su número de la seguridad social era un poco más complicado, pero en una hora se había hecho con él; después de eso, su vida era un libro abierto.

Tenía treinta años, había nacido en Nebraska, nunca había estado casada y no tenía hijos. Su padre había muerto hacía dos años y su madre… su madre había vuelto al pueblo natal de Drea, así que ya tenía algo que comprobar, aunque él pensaba que Drea probablemente fuese demasiado lista como para volver allí. Aunque se desenvolvería bien en la zona y cabía la posibilidad de que se pusiera en contacto con su madre. Había un hermano, Jimmy Ray Butts, en Texas, que actualmente estaba cumpliendo el tercer año de una sentencia de cinco por robo, así que ella no podría acudir a él para nada.

Eso era todo en relación con su familia directa; profundizando en la investigación podría encontrar tías y tíos, primos, tal vez algún amigo del colegio. Pero Drea se le antojaba como una solitaria que no confiaba en nadie salvo en sí misma, que no dependía de nadie excepto de sí misma.

Él entendía esa filosofía. En cuestión de filosofías, ésa era la que tenía menos probabilidades de acabar en decepción.

Exactamente a las nueve de la noche tocó el timbre y, al cabo de unos segundos, la voz con acento de Brooklyn dijo «sí» de la misma manera que había respondido al teléfono.

El asesino dijo «Simon», y la puerta sonó para abrirse. El apartamento estaba en el sexto piso. Aun así, él subió por las escaleras en lugar de coger el ascensor.

La puerta del apartamento se abrió mientras él se acercaba y un hombre inusualmente delgado y mestizo de aproximadamente la misma edad que él le hizo un gesto invitándolo a entrar.

– ¿Un café? -preguntó, a modo de saludo e invitación.

El nombre real de Scottie Cansen era Shamar, pero casi toda la vida le habían llamado Scottie porque los niños del colegio habían empezado a llamarle «Shamu» y a partir de entonces no volvió a responder al nombre de Shamar.

– No, estoy bien, gracias.

– Por aquí.

Mientras Scottie lo conducía a una pequeña habitación, su mujer apareció en la puerta de la cocina y dijo «no empecéis algo que os vaya a llevar horas porque yo me voy a la cama a las once».

Simon se giró y le guiñó un ojo como diciendo «por mí perfecto». En su rostro cansado se dibujó una sonrisa.

– Ni se te ocurra tratar de engatusarme. Soy inmune. Pregúntale a Scottie.

– Tal vez sólo seas inmune a sus engatusamientos.

Ella resopló y volvió a la cocina.

– Cierra la puerta si necesitas intimidad -dijo Scottie mientras giraba una desvencijada silla de oficina, parcheada con cinta americana, y dejando caer su flaco trasero en ella.

– No se trata de ningún secreto de estado -dijo Simon, y la coletilla implícita «esta vez» resonó en la habitación.

Scottie flexionó sus largos dedos como un concertista de piano a punto de interpretar una difícil obra. Empezó a teclear comandos tan rápidamente que sus manos eran una imagen borrosa. Empezó a rebobinar las imágenes. De vez en cuando se detenía para mirar alguna, hablando entre dientes de la manera que todos los técnicos informáticos parecían hacer, para luego continuar. Pasados unos minutos dijo: «Vale, estamos dentro. ¿Cuál es el punto de partida?».

Simon le dio la dirección del edificio y la fecha, y sentó su trasero a los pies de la cama, inclinándose hacia delante para poder ver. La habitación era lo suficientemente pequeña para que estuvieran casi hombro con hombro.

A menos que estuvieras viendo escenas de sexo o violencia, no había nada más aburrido que la grabación de una cámara de seguridad. Le dijo a Scottie que estaba buscando a una mujer rubia de pelo largo y rizado y eso sirvió de ayuda, porque así pudo pasar a cámara rápida todas las idas y venidas de las personas que no tenían rizos rubios largos. Finalmente Simon la señaló y dijo «ahí», y Scottie paró inmediatamente antes de rebobinar un poco la cinta.

Vio a Drea salir del edificio con una bolsa grande y abultada -se jugaría el cuello a que llevaba dentro otra ropa para cambiarse-, vio cómo tropezaba mientras se introducía en un Town Car negro. Scottie introducía los comandos cuidadosamente, saltando de una cámara a otra, siguiendo el coche hasta que éste aparcó en doble fila delante de la biblioteca. Drea salió, cojeando ligeramente, y el coche se fue.

Simon se acercó más a la pantalla, observando atentamente la salida. Ahí era donde debía de haberse cambiado. Había varias cosas que podía hacer con esa mata de pelo, aunque también necesitaría deshacerse de su llamativa chaqueta. ¿Qué podría hacer para mezclarse con el resto de los neoyorquinos? Vestirse de negro, eso era. Y se recogería el pelo, tal vez lo ocultase metiéndolo bajo la espalda de su camisa, o llevaría algo con capucha. Una capucha sería un poco inusual, dado el calor que hacía, pero la gente hacía cosas raras continuamente.

Intentó localizar su silueta, su bolsa, a alguien vestido de negro -que era casi todo el mundo-, a alguna mujer con el pelo cubierto o retirado hacia atrás.

Estaba satisfecho de lo rápidamente que había dado con ella.

– Ahí está -dijo.

Scottie detuvo la cinta.

– ¿Seguro?

– Seguro.

Conocía cada línea de ese cuerpo; se había pasado cuatro horas besando y acariciando cada centímetro cuadrado de él. Era ella, sin duda alguna. No había perdido el tiempo; en diez minutos ya estaba fuera, tal vez incluso antes de que su chófer hubiera encontrado un lugar para aparcar en los alrededores. Tenía el pelo más oscuro, tal vez se lo hubiera mojado, y se lo había retirado hacia atrás, iba vestida de negro de pies a cabeza, y caminaba sin ningún rastro de cojera, dando grandes zancadas sin un ápice de balanceo o sacudida.

Buena chica, pensó con aprobación. Audaz, decidida, prestando atención a los detalles; bien hecho, Drea.

No se lo puso fácil a Scottie. Caminó unas cuantas manzanas, cogió un taxi, y después salió del taxi y caminó algunas manzanas más antes de coger otro. Zigzagueó a través de la ciudad, pero finalmente entró en el túnel Holland y las cámaras la perdieron. Aún así, el hecho de que hubiera ido por el túnel Holland en lugar de por el Lincoln ya le aportaba mucha información.

Estaba sobre la pista. Drea podía ser buena… pero él era mejor.

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