Rafael Salinas abrió sigilosamente la puerta de la habitación de Drea y se dirigió hacia su cama. Había estado en esa habitación muy pocas veces, aunque hacía que sus hombres la registraran a menudo para asegurarse de que no se traía nada entre manos. La decoración que ella había elegido era tan recargada y cursi que resultaba empalagosa, y normalmente a él no le gustaba que le recordaran que su amante tenía tan mal gusto. Esta noche, por algún motivo, el exceso no sólo no le molestó sino que, por alguna extraña razón, incluso le conmovió. Su cuarto era como el cuarto de una niña a la que su complaciente madre le hubiera permitido decorarlo como quisiera, casi inocente en su exuberancia.
Ella estaba dormida, tumbada de lado de espaldas a la puerta, enroscada en un hermético nudo en el borde de la cama. Parecía más pequeña de lo habitual, como si hubiera encogido. La luz del vestíbulo se reflejaba en la ligeramente exótica forma de sus pómulos, enredados en la pesada maraña de su cabello rizado. Había llorado hasta desfallecer, e incluso en la oscuridad él era capaz de intuir la hinchazón de sus ojos.
No era un hombre inseguro; eso era para tontos y cobardes que no sabían ni lo que estaban haciendo, ni tenían las agallas suficientes para hacer lo que querían. Aun así, por primera vez en muchos años -décadas- se sentía paralizado por la duda.
Una mezcla homogénea de pánico, ira y confusión se revolvía en su barriga. ¿Cómo podía haber sucedido? ¿Por qué, de entre tanta gente, se sentía así por Drea?
Se sentó en la silla que estaba al lado de la cama, mirándola contrariado. Llevaba dos años con él, más que ninguna otra mujer, pero sólo porque era apacible y poco exigente. Él no tenía ni tiempo ni paciencia para aguantar quejas, pucheros ni exigencias. Sin embargo, estar con Drea era fácil; era tranquila, ligeramente boba y no le interesaba nada más que ir de compras y estar guapa. Nunca montaba ningún drama, no había rabietas, no exigía regalos caros o, peor aún, su tiempo. Nunca le había prestado mucha atención, simplemente estaba allí, siempre sonriente y complaciente cuando él tenía ganas de sexo.
Si hubiera tenido que reflexionar sobre ello, sin embargo, habría llegado a la conclusión de que el sexo era la única razón por la que estaba con ella. No quería que ese cabrón la tuviera, eso estaba claro, porque ningún hombre con cojones compartía a su mujer, pero sus opciones eran limitadas, y todas ellas malas. Si hubiera dicho que no, que era lo que en realidad su orgullo y su ego deseaban, habría perdido los valiosísimos servicios del asesino -servicios que necesitaría urgentemente cuando llegara el momento oportuno-. También existía la posibilidad real de que el asesino se tomase de forma personal su negativa y, aunque Rafael no tenía miedo de nadie, era lo suficientemente listo para saber que había personas a las que no convenía tocarles los cojones, y el asesino era una de ellas.
Así que se había tragado su orgullo y su carácter y había cedido; y eso no le había gustado una mierda. Había estado dándole vueltas toda la tarde, imaginándose a su mujer desnuda con otro hombre, e incluso se había sorprendido a sí mismo preguntándose si la polla del asesino sería mayor que la suya. Él no tenía que preocuparse por mierdas como ésa, así que le molestó la ligera inquietud que la duda le había provocado. Él tenía el dinero y el poder, y eso era lo que les importaba a las mujeres como Drea.
Pero aunque había visto la sorpresa reflejada en sus ojos cuando había accedido a entregarla al asesino, no creía que en realidad le importase demasiado. Después de todo, el sexo era su moneda de cambio. No era para tanto, ¿no?
Parte de él estaba convencido de que la encontraría limándose las uñas o viendo aquel condenado canal de compras que tanto adoraba, tan tranquila como siempre. En lugar de ello, se la había encontrado acurrucada en el balcón, llorando desconsoladamente. Eso le hizo sentirse como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Su aspecto le había dejado de piedra: tenía el pelo mojado y peinado hacia atrás, no llevaba maquillaje, sus ojos estaban hinchados a causa del llanto. Su rostro estaba pálido y con rojeces, como si estuviera conmocionada, y la expresión de sus ojos…
Destrozada. Era la única palabra que se le ocurría para describirla. Parecía destrozada.
Al principio pensó que había sido maltratada físicamente, que el muy cabrón era de esos que se excitaban haciendo daño a las mujeres, y una vez más Rafael se quedó atónito por una reacción inesperada, esta vez la suya: estaba furioso por el hecho de que alguien pudiera hacer daño a algo suyo, así de simple, le habían hecho daño a la inocente Drea. No importaba lo que le costara, ahora o en el futuro. Haría que dieran caza al asesino y que lo mataran.
Pero eso no era lo que había ocurrido. Ella estaba destrozada porque eso demostraba que él, Rafael, no la quería, y le había hecho abandonar la esperanza de que pudiese llegar a quererla algún día. Hizo encajar las piezas mentalmente, sintiéndose como si le hubieran dado otro puñetazo en el estómago.
El último golpe fue el que lo remató, acabando con él. Drea lo amaba.
Rafael todavía no se hacía a la idea. El amor no formaba parte del trato. Pero ahí estaba, pensando en dejarlo porque ahora sabía que él no la amaba y no tenía ninguna esperanza de que llegara a hacerlo nunca. El asesino ni la había tocado. Por muy increíble que pareciera no tenía por qué haber mentido porque él lo había organizado, se lo esperaba. No tenía nada que ocultarle, nada que necesitara ser ocultado. La desconfianza formaba parte de su naturaleza, por eso había revisado el ático. Ninguna de las camas parecía haber sido utilizada. Drea, recién salida de la ducha, el baño todavía húmedo, la ropa que había tenido puesta tirada en el suelo como siempre y una toalla usada hecha un gurruño. Tuvo que asumir que decía la verdad.
Se sentía traicionado porque ella no era como él se había esperado, como lo que estaba acostumbrado a tener. Ella no estaba con él por conveniencia, dinero y protección, o por cualquiera de las otras razones por las que las mujeres como ella normalmente enganchaban a un hombre. Estaba con él porque lo amaba. Se sentía confundido, y furioso, y -¡joder!- halagado. No quería sentirse halagado, quería que todo fuera exactamente como era antes. No debería preocuparle que ella lo amase, pero así era.
No debería preocuparle que se fuera; la podía sustituir fácilmente por otra. Las mujeres siempre acudían a él, nunca había tenido que salir a buscar una. Él lo sabía…, lo sabía y, sin embargo, sólo pensar en la posibilidad de perderla le hacía ponerse enfermo de pánico. ¡Él, Rafael Salinas, preocupándose por una mujer! Era como para reírse. Y sin embargo así era: él no quería perderla. No quería otra mujer. Quería a Drea. Quería comprarle ropa y zapatos y darle dinero para que se comprase todos los caprichos estúpidos que quisiera y, sobre todo, quería que ella lo amase. Eso era lo más ridículo del asunto, que él estaba dispuesto a todo si ella lo amaba, si alguien lo amaba.
Lentamente, sentado en la penumbra, empezó a pensar que tal vez se había enamorado de ella. No era posible, pero ¿cómo si no podía explicar ese sentimiento de pánico, esa confusión, ese dolor? No había querido a nadie o a nada desde que era un niño, cuando vivía en los peores barrios de Los Ángeles, donde había aprendido que tener aprecio a alguien solamente servía para dar a tus enemigos un arma para usar en tu contra. Tenía que dejar de pensar así, cambiar de idea ya.
Pero ese sentimiento que hacía latir aceleradamente su corazón y saltar su estómago era embriagador y, por primera vez en su vida, entendió por qué la gente hacía estupideces cuando estaba enamorada. Esa extraña mezcla de euforia y terror actuaba sobre él como una misteriosa droga, tan instantáneamente adictiva que ya necesitaba más.
Drea se movió, atrayendo su atención hacia la cama. Un suave dolor se instaló en su pecho mientras la observaba girarse y elevar de nuevo las piernas formando una hermética curva, como si incluso mientras dormía intentara protegerse, hacerse pequeña e insignificante. Ella lo necesitaba, pensó, lo necesitaba para hacer de intermediario entre ella y el mundo para que se sintiera a salvo. Alguien como ella, ingenua, dulce y crédula, sería una presa fácil si estuviera sola.
O no estaba profundamente dormida, o la intensidad de su mirada la despertó. Abrió los ojos y, durante un momento, pareció no verlo sentado entre las sombras. Miró hacia la puerta abierta, parpadeó un par de veces y luego se frotó los ojos. Cuando lo vio, pronunció una exclamación en voz baja que todavía sonaba exhausta y ronca por culpa del llanto.
Rafael tuvo el impulso de hacer algo que hasta entonces nunca había hecho por nadie: quería consolarla. Quería quitarse la ropa y deslizarse con ella bajo las sábanas, abrazarla y susurrarle palabras tranquilizadoras -algo que hiciera desaparecer esa expresión vacía y destrozada de su mirada-. Lo único que lo detuvo fue la inseguridad de que lo rechazase, algo que hasta ahora nunca le había ocurrido. Su orgullo y su ego ya habían encajado hoy un duro golpe y no quería arriesgarse a ser rechazado. Mañana todavía habría tiempo de tentar un poco a la suerte.
– Sólo te estaba velando -dijo en voz baja intentando que sonara como algo natural, como si fuese algo que hiciera habitualmente.
– Estoy bien.
Pero no parecía que estuviera bien. Parecía como si no tuviera espíritu, como si nunca más fuera a volver a sonreír. Sentía una sensación de opresión en el pecho que le hacía difícil hablar. Se humedeció los labios y tragó saliva nerviosamente. Él le había hecho eso; la había herido tan profundamente que había destruido la alegría casi infantil que tenía antes. Tenía que ayudarla a reponerse, pensó intensamente. De alguna manera tenía que convencerla para que se quedara. No importaba los medios que tuviera que utilizar, siempre y cuando funcionaran.
Esa misma mañana, hace menos de doce horas, había estado preguntándole si quería algo, sirviéndolo, pululando a su alrededor para asegurarse de que todo estaba exactamente como él quería. Ahora simplemente estaba allí tendida, sin hacer ningún esfuerzo ni siquiera para mantener una conversación, y parecía que los separaba un abismo de miles de kilómetros. Si simplemente se hubiera puesto furiosa como hacían otras mujeres, pensó con frustración, él podría ponerse también furioso y no tendría ese sentimiento de impotencia. Pero Drea nunca perdía los estribos; él ni siquiera sabía si los tenía.
Una vez le había dicho bromeando a alguien que ella era tan profunda como una placa de Petri, y ahora deseaba que eso fuese así.
Se había reído de ella, ignorándola ante todo el mundo y no se había dado cuenta ni había notado que todo este tiempo ella había estado dedicándose a él en cuerpo y alma. Si amar a alguien era una putada, ser amado era infinitamente peor, imponiendo una sutil carga de preocupación sobre él. Hacía doce horas él era libre. Ahora estaba atrapado por sus sentimientos, encadenado de una forma tan eficaz como si los sentimientos estuvieran hechos de acero.
– ¿Necesitas algo? -preguntó levantándose. No podía seguir sentado junto a su cama como un imbécil.
Ella dudó unos segundos antes de responder, segundos en los que su corazón brincó esperanzado, hasta que ella dijo:
– Sólo dormir un poco. -Y se dio cuenta de que la pausa que había hecho se debía al cansancio más que a la indecisión.
– Entonces, te veré por la mañana. -Se inclinó sobre la cama y le dio un beso en la mejilla. Hace doce horas ella habría girado la cara para buscar su boca, pero ahora simplemente se quedó allí tumbada. Sus ojos ya se estaban cerrando antes de que se diera la vuelta.
Rafael apenas había cerrado la puerta tras él cuando los ojos de Drea se abrieron como platos. Se estremeció. Era una buena actriz, pero sabía que no lo suficiente para esconder lo que sentía si él intentaba tener sexo con ella. No podía hacerlo de nuevo, no con él; tenía que escapar antes de que fuese algo ineludible, porque no se sentía capaz de mantener el control si lo hiciera.
Por lo menos, mañana Rafael estaría rodeado de su séquito habitual, a los que había echado esa mañana para hablar tranquilamente con el asesino sin que ninguno de ellos se enterase. Normalmente, la presencia constante de ese círculo interno de músculos pululando a su alrededor la ponía de los nervios, pero ahora se sentía agradecida por su anticipada compañía. Rafael tendría cuidado y la trataría como siempre, para que ninguno de ellos se enterase de lo que había pasado hoy; su ego no soportaría que se hiciera público. Tendría que cumplir su agenda de negocios, cualquiera que fuese. Estaría bien que tuviera que volar a otro sitio del país, pero si tuviera programado un viaje ella lo sabría.
Estaba actuando de forma… rara. Esperaba que se sintiera halagado porque ella estuviese enamorada de él, pero no esperaba que lo descolocara de ese modo. Traerle agua, velarla… sentarse en su cuarto en la oscuridad, ¡por favor! Estaba actuando como si le hubieran hecho un trasplante de personalidad, y eso le producía escalofríos. Si la idea no fuese tan ridícula, creería que estaba enamorado de ella. Rafael no quería a nadie. Hasta tenía sus dudas de que quisiera a su propia madre.
Pero si él creía que estaba enamorado de ella, al menos por ahora, a ella le daba cierta ventaja. Esa ventaja, por supuesto, era relativa, porque podía ser que él quisiera tenerla más cerca, y eso era lo último que ella quería. Necesitaba tener cierto tiempo para estar sola y poder así organizar sus planes y llevarlos a cabo.
Desde el principio de su relación con Rafael había empezado a dar pasos para asegurarse su futuro. Él le había regalado varias joyas, aunque ella en ningún momento había asumido que le dejara quedarse con ellas cuando la plantase. Para sortear dicha eventualidad, había hecho fotografías de cada una de las piezas y había mandado hacer duplicados de cristal -falsificaciones perfectas que le habían costado cientos de dólares, pero la inversión merecía la pena-. Cada vez que se ponía una de las joyas reales, cuando se la devolvía a Rafael para que la guardase en la caja fuerte lo que le daba era la falsificación. Rafael guardaba las falsificaciones y, cuando podía, ella se escapaba al banco en el que tenía una caja de seguridad sobre la que él no tenía ni idea.
Podría vivir durante un tiempo, y bien, con el dinero que obtendría de la venta de las joyas, pero eso no era suficiente. Que ella se hubiera quedado con las joyas le pondría furioso, pero eso no sería un golpe bajo, un insulto que lo hiriese en lo más profundo de su ser. Además, él le había regalado las joyas así que, de todos modos, eran suyas. Quería hacer algo que lo dejara en ridículo, que acabara con él.
Sí, era peligroso. Lo sabía. Pero lo había estudiado y, una vez que estuviese fuera de la ciudad tenía una ventaja; Rafael era un hombre de ciudad. Había vivido toda su vida en Los Ángeles y en Nueva York. La zona rural de Estados Unidos era tan desconocida para él como Tombuctú, en cambio ella se había criado en un pueblecito en medio del campo y sabía cómo pasar desapercibida, cómo mezclarse. Había muchos lugares donde podría reinventarse a sí misma. Él no se esperaría eso, porque la creía demasiado tonta como para burlarlo, pero muy pronto le demostraría lo contrario.
Tendría que moverse deprisa y no detenerse ni un momento, además de tener un plan alternativo para dirigirse hacia otro lugar en cada momento en caso de que algo fuese mal. Esperaba que algo fuese mal, de modo que cuando sucediera no le entraría pánico.
Tendría como mucho unas cuantas horas de ventaja. Si para entonces no conseguía estar fuera de Nueva York, podía darse por muerta.