Capítulo 7

Después de cerrar la puerta de su habitación, Drea cogió su ordenador portátil e introdujo la contraseña. Había estudiado esto a conciencia, no porque hubiese estado planeando desde el primer momento saquear la cuenta bancaria de Rafael y huir, sino por una especie de «por si acaso».

Si Rafael hubiera jugado limpio con ella, se habría conformado con seguirle la corriente manteniendo el statu quo mientras la quisiera, luego habría cogido sus joyas y se habría marchado. Eso era lo que esperaba que sucediese, y había desempeñado su papel convenciéndolo de que era completamente inofensiva para que él no tuviera que preocuparse por si ella veía o escuchaba algo.

Además, ¿qué pasaría si hubieran matado a Rafael? A las personas como él le pasaban ese tipo de cosas. No veía por qué habría que dejar todo ese dinero en el banco, sus cuentas congeladas, hasta que la policía entrara y se lo llevase todo.

Así que había hecho planes de futuro… su futuro.

La verdad es que no tenía ni idea de dónde o cómo Rafael guardaba los otros libros, los de la gran cantidad de dinero que no había sido blanqueado. No los había buscado, creía que estaba fuera de su alcance en lo que se refería a los riesgos que estaba dispuesta a asumir. Pero la cuenta bancaria que Rafael utilizaba para sus gastos personales, y desde la que hacía transferencias a la cuenta que había dispuesto para ella, bueno, era diferente.

El ático disponía de un módem para conectar los ordenadores; Orlando le había recomendado a Rafael que utilizase ese sistema en lugar del inalámbrico, ya que con el sistema inalámbrico era más fácil que alguien accediese a su información. El número IP del portátil de Drea era diferente al de Rafael, pero desde la salida del módem sólo se mostraba un número IP al otro lado, lo que significaba que si ella accedía a la cuenta bancaria de Rafael, para el banco el acceso procedía del IP correcto.

Conseguir la contraseña de Rafael había supuesto meses de miradas furtivas, observando sus manos y descifrando la secuencia de teclas que pulsaba. Si él hubiese cambiado su contraseña cada cierto tiempo, ella no habría sido capaz de descifrarla pero, como la mayoría de la gente, él no se preocupaba de hacer eso. Su contraseña tampoco era demasiado original: utilizaba el número de su teléfono móvil. Tenía dos teléfonos móviles, uno cifrado que le había conseguido Orlando y otro que utilizaba para sus asuntos ordinarios. Drea no sabía el número del teléfono cifrado, pero a menudo lo llamaba a su teléfono normal. Cuando logró descifrar tres de las teclas, se dio cuenta de cuál era la contraseña.

Entró en la página web del banco e introdujo la contraseña como si fuera Rafael, conteniendo la respiración hasta que la información de la cuenta finalmente apareció en la pantalla. Lo primero que hizo fue entrar en la configuración de su cuenta y cambiar la dirección de correo electrónico para que las notificaciones llegaran a su cuenta y no a la de él. Durante su investigación se enteró de que los bancos enviaban un correo a sus clientes cuando se hacía una transferencia poco habitual de demasiado dinero, y ella no quería que hoy Rafael recibiese ese correo.

Quién sabía cuánto tiempo pasaría antes de que a él -o peor aún, a Orlando- se le ocurriera entrar en su cuenta de correo electrónico. En un primer momento, cuando Rafael se diera cuenta de que ella había desaparecido, registraría su habitación. Él nunca se imaginaría que ella se dejaría toda su ropa, así que creería que le había pasado algo y pondría a sus hombres a buscarla. Por desgracia, eso también significaba que debía dejar su ordenador portátil porque él se daría cuenta inmediatamente de que no estaba. No le importaba; no había ningún archivo que necesitase guardar, ni tenía ninguna foto guardada en él.

Además, quería que Rafael supiera lo que había hecho -después de que ella hubiera tenido tiempo de sobra para escapar, por supuesto-. Quería que supiera que se las había hecho pagar. Cabía la posibilidad de que él no se diera cuenta de que su cuenta bancaria estaba vacía hasta que le devolvieran algún cheque, para lo cual podrían pasar días. Eso en el mejor de los casos, pero podría pasar que la pelota rebotara hacia ella. Sin embargo, no creía que fuera así; tenía intención de escaparse lejos y rápido. Tendría que cambiar de nombre, invertir algún dinero en conseguir un nuevo DNI que entorpeciese por lo menos la primera búsqueda, pero ella lo sabía todo sobre reinventarse a sí misma y la idea no le preocupaba.

Una vez resuelto el problema del correo electrónico, volvió a la información de la cuenta de Rafael y echó el primer vistazo a la última línea. Un súbito regocijo la invadió. Dos millones ciento ochenta y ocho mil cuatrocientos treinta y tres dólares y dos céntimos. Le dejaría los dos céntimos, pensó, porque sólo quería transferir cantidades redondas.

Quizá debería ser lista y quedarse sólo con los dos millones y dejar los ciento ochenta y ocho mil. Así no le devolverían ningún cheque inmediatamente, lo que podría inclinar la balanza a su favor. Por otra parte, como él había dicho, cien mil eran cien mil. Ese era el precio de judas que él le había puesto a ella, así que era evidente que ella valía cien de los grandes. ¿Por qué no iba a aceptarlos?

Dos millones cien mil dólares. Sonaba bien. Tecleó la información de su cuenta, libró todos los obstáculos electrónicos y con sólo pulsar una tecla se hizo millonaria instantáneamente. Esperó un minuto, entró en su propia cuenta y comprobó con satisfacción los bonitos y grandes números. Por si Rafael descubría de alguna manera lo que había hecho, cambió la contraseña para impedir que simplemente transfiriese de nuevo el dinero a su cuenta. Ahora él no podía tener acceso al dinero porque, para el banco, él se lo había dado a ella para que hiciera con él lo que quisiera.

El siguiente paso: transferir esa agradable suma de dinero a un banco diferente. No ahora, sin embargo; era demasiado pronto. Un correo electrónico rutinario informándole de la transferencia era una cosa, pero lo último que ella quería era provocar una llamada telefónica. Esperaría una hora, tal vez menos, antes de la hora de cierre del banco para transferir el dinero a dos cuentas diferentes: parte de él a un banco de Elizabeth, en Nueva Jersey, pero la mayoría lo ingresaría en el pequeño banco independiente de Grissom, Kansas, donde todavía conservaba la primera cuenta que había abierto en su vida. Ese banco, por ley, no podría facilitar a Rafael ningún tipo de información sobre lo que había hecho con el dinero después de ingresarlo en su cuenta.

No podía evitar sonreír. Rafael había insistido en que abriese la cuenta en ese banco para que a él le resultara más sencillo transferirle dinero cuando lo necesitara. Además pretendía que su nombre figurara también en la cuenta, pero no había ido con ella y de algún modo ella «se había olvidado» de esa parte de sus instrucciones, aunque obedientemente había ordenado que le enviasen a él los recibos para que pudiese llevar un control de sus gastos. Se había enfadado, pero no lo suficiente como para hacer algo al respecto porque había asumido que como controlaba cuánto y cuándo depositaba los fondos en su cuenta, también la controlaba a ella. Se había equivocado entonces, y se equivocaba ahora.

Punto por punto, repasó lo que había hecho hasta ahora intentando pensar en cualquier detalle que se le pudiera escapar. Añadió una fina sudadera negra con capucha a su bolsa para tener algo con lo que cubrirse la cabeza hasta que tuviera la oportunidad de cortarse el pelo. Podría llevarse unas tijeras y cortárselo ella misma, pero no quería que nadie se encontrase los largos mechones de pelo en un cubo de basura y sacase conclusiones. Se cortaría el pelo mañana, en una peluquería, donde la gente se cortaba el pelo constantemente y nadie le prestaría atención.

Registró el cargo en su BlackBerry, la lanzó dentro de la bolsa y añadió un objeto final: una billetera vacía. Eso era todo, decidió. Lo que se estaba llevando era lo mínimo, sólo lo que necesitaba ahora. Estaba preparada.

Mierda, no, no lo estaba. Se dio una palmada en la frente mentalmente y fue corriendo hasta el armario para sacar la llave de su caja de seguridad del sitio donde la había guardado, pegada a la parte superior interna de una de sus zapatillas de casa de seda. Sin la llave no podía retirar las joyas que había atesorado en ella, ni los números de ruta bancaria ni los números de cuenta que también estaban en la caja. No se podía creer que hubiera estado a punto de marcharse sin la llave. Estaría indefensa, incapaz de hacer nada, y tendría que continuar adelante sin nada o arriesgarse a volver a por la llave, lo que significaría que Rafael podría descubrir lo que había hecho mientras todavía estaba a su alcance. La idea le hizo estremecerse. Aunque no lo hiciera, querría hacer el amor con ella esa noche, y sabía que no podría soportarlo. No sería capaz de fingir de nuevo, no sería capaz de ocultar lo que pensaba y sentía.

Yendo hacia la puerta, tosió varias veces para ocultar cualquier ruido mientras descorría el cerrojo, y la abrió. Fue hacia la sala y se detuvo en la puerta. Amado y Héctor la miraron.

– Ya me siento un poco mejor -dijo con la voz ronca-. ¿Puedo ir a la biblioteca?

Conocía sus órdenes, pero de todos modos lo planteó como una pregunta. Nunca había dado a los hombres de Rafael ninguna pista, actuando de la manera más sumisa y afable posible, y no quería cambiar su forma de actuar ahora.

– Cogeré el coche -dijo Amado con actitud resignada mientras se ponía en pie. Él y Héctor ya debían de haber estado discutiendo sobre esa posibilidad, y Amado debía de haber sacado el palito más corto. Héctor tendría que quedarse en el ático viendo los deportes, mientras el pobre Amado tendría que encontrar una plaza de aparcamiento cercana, quedarse en el coche y esperar su llamada.

– Me voy a cambiar de ropa y estaré abajo en un momento -prometió Drea. Sabía que no la creían, porque normalmente a ella le llevaba una eternidad arreglarse, pero hoy se arregló con una velocidad y un interés que hasta ahora nunca había mostrado. Se puso unos pantalones de seda color crema con una blusa sin mangas a juego, luego se puso una chaqueta de seda corta de color rosa fucsia. Ahora era tan reconocible y tan identificable que Amado no la reconocería cuando se cambiase de ropa, aunque pasara por delante de sus narices. Estaría buscando la chaqueta rosa y su mata de pelo rizado.

Deslizó las asas del bolso en su hombro, miró por última vez la habitación, diciendo adiós a Drea Rousseau. La representación había cumplido su función, aunque ya era hora.

– Adiós, Héctor -dijo mientras salía de su habitación y se dirigía hacia la puerta-. Nos vemos luego.

Él le dijo adiós con la mano como respuesta, sin dejar de mirar la televisión. Drea salió y se metió en el ascensor. Estaba sola. Cuando pulsó el botón de bajada y éste empezó a moverse, una sensación de ligereza y alivio empezó a invadirla, como si las cadenas estuvieran desapareciendo. Pronto, susurró su subconsciente. Pronto -dentro de sólo unos minutos- sería libre. Volvería a ser ella misma. Unos cuantos minutos más de fingimiento con Amado, y podría cerrar ese episodio de su vida.

Cuando salió al vestíbulo, dedicó su habitual amistosa y vacua sonrisa al portero. Amado se subió al bordillo mientras ella salía a la acera. Pareció sorprenderse ligeramente de verla aparecer tan pronto, pero saltó fuera del coche y abrió la puerta trasera del Lincoln Town Car negro para que ella entrase. Había miles de coches exactamente iguales a ése en Nueva York; todos los servicios de chóferes lo usaban. Rafael los usaba como coches personales porque se mezclaban con los otros, facilitándole despistar a cualquiera que lo siguiese.

Mientras Drea se subía al coche le pareció ver al asesino y el pánico congeló su corazón, su sangre. Tropezó y estuvo a punto de caerse, mientras sus pies se negaban a moverse. Amado la sujetó por el brazo.

– ¿Estás bien?

Miró alrededor buscando lo que la había alarmado, lo que le había hecho pensar en él. Él no estaba allí. No lo había visto. Miles de personas marchaban arriba y abajo por las aceras, pero él no era ninguna de ellas. No veía a nadie con esa ágil forma de moverse, o con esa particular manera de colocar la cabeza. Cerró los ojos, tomando aliento profundamente mientras intentaba calmar las aceleradas palpitaciones de su corazón.

Se apoyó en Amado durante un instante.

– Me he torcido un poco el tobillo -dijo con un tono ligeramente indefenso-. Lo siento.

– ¿Te has hecho un esguince?

– No creo. No parece importante. -Giró su tobillo derecho con cautela-. Estoy bien.

Mientras se subía al coche echó otro rápido vistazo alrededor. Nada. Había muchos hombres con el pelo oscuro, pero ninguno como él. Una breve visión de algo, de alguien, le había hecho acordarse de él, pero eso era todo. Él no estaba allí. Si él estuviera allí, ella se habría dado cuenta.

Drea alejó sus pensamientos del asesino. No podía permitirse distraerse o cometería errores, alguno de los cuales podía ser fatal. Tenía que concentrarse, y tenía que moverse con rapidez.

Cuando Amado subió a la acera delante de la biblioteca, ya se había vuelto a centrar.

– Estaré más o menos una hora, supongo -dijo distraídamente mientras él la ayudaba a bajarse.

– Tómate tu tiempo. Llámame cuando quieras irte.

Intuía por su tono de resignación que esperaba que ella tardara mucho más de una hora. La Drea que él conocía, que todos conocían, no tenía mucho sentido del tiempo y normalmente llegaba tarde. Si pensaba que algo llevaría «sólo unos minutos», siempre le llevaría por lo menos una hora, fuera lo que fuera.

– ¿Me das tu número? -preguntó-. Creo que tengo un bolígrafo…

Dejó que su voz se fuera apagando mientras empezaba a revolver en el bolso.

– Déjame tu teléfono -dijo él mientras un par de conductores furiosos tocaban el claxon.

Ella sacó la BlackBerry de su pequeña funda y se la dio. Él tenía mucha paciencia; ni siquiera suspiró mientras guardaba con rapidez su número en el aparato.

– Sabes cómo usar la lista de contactos, ¿no? -le preguntó, sólo para asegurarse.

– Rafael me enseñó -dijo ella, asintiendo con la cabeza y elevando la mirada hacia el cielo mentalmente.

La cacofonía de las bocinas se estaba haciendo más insistente.

– Tómate tu tiempo -dijo Amado mientras volvía al asiento del conductor.

A pesar de que los conductores estaban cada vez más impacientes, todavía esperó hasta que ella cruzó hacia las escaleras y comenzó a subirlas. Cojeó un poco, sólo lo justo para que él se diese cuenta. Los detalles eran importantes. No sólo buscaría su chaqueta rosa fucsia, sino también aquella delatadora leve cojera.

Una vez dentro, se fue directamente hacia el baño de señoras. Se encerró en una cabina, se cambió rápidamente de ropa y de zapatos y guardó sus cosas en la bolsa para deshacerse de ellas más tarde. Cambió de billetera, sacando el carné de conducir y las monedas de la cartera de Gucci que Rafael le había regalado y metiéndolo en la cartera sin marca que se había comprado en Macy's. Dejó las tarjetas de crédito en la de marca. No sólo porque usar las tarjetas sería un suicidio, sino porque si alguien poco menos que honrado encontraba su cartera y usaba sus tarjetas, enturbiaría su rastro mucho más.

Sin embargo no podía dejarla fuera al aire libre; eso sería demasiado fácil, demasiado obvio. Metió la cartera en la bolsa, tiró de la cisterna como si hubiese utilizado el inodoro y salió de la cabina.

Otras dos mujeres estaban en la hilera de lavabos. Drea se entretuvo lavándose las manos, retocándose los labios y acicalándose en general hasta que se marcharon. Rápidamente, se humedeció las manos y empezó a mojarse el pelo, el agua oscurecía el color y alisaba sus rizos. Cuando su pelo hubo estado lo suficientemente húmedo, se lo peinó hacia atrás, pegándolo a la cabeza, y lo enroscó en un tirante moño que sujetó de cualquier modo con un lápiz. El moño no tenía que durar mucho, sólo lo suficiente.

Sólo una cosa más. Humedeció una toallita de papel y se quitó todo el maquillaje que pudo. Después, salió del baño con su paso normal, sólo era una neoyorquina más, apresurada y concentrada. Nadie se fijó en ella.

Se dirigió a grandes zancadas hacía la salida. Sacó la cartera de marca del bolso, la sujetó pegada a su cuerpo y se paró al lado de una papelera. Lo más disimuladamente que pudo la dejó caer, y usó los dedos de sus pies para esconderla bajo la papelera donde casi no se podía ver. Alguien la encontraría, y rápido. Cualquier persona honrada la devolvería al personal de la biblioteca; cualquiera que no lo fuera cogería las tarjetas de crédito y se daría un atracón de compras. Las dos cosas le venían bien, aunque la segunda sería más engorrosa para Rafael.

Caminó rápidamente un par de manzanas, paró un taxi y dijo la dirección al conductor. Una ruta directa habría sido más rápida, pero también haría que fuese más fácil seguirla. Cuando salió de ese taxi, caminó un par de manzanas más y cogió otro. Cambió de taxi todavía una tercera vez antes de llegar a su destino final en Elizabeth, Nueva Jersey.

El tiempo se estaba agotando, el sol de la tarde estaba cada vez más bajo. Drea entró en el banco y solicitó el acceso a su caja de seguridad. Firmó, sacó la llave del bolso y una mujer delgada de origen asiático la guió hasta la pequeña sala cubierta desde el suelo hasta el techo con cajas.

La caja de Drea era pequeña, y estaba cerca del suelo. Tuvo que agacharse para introducir la llave. La joven cajera introdujo la llave del banco, giró las dos y abrió la puerta. Drea murmuró unas palabras de agradecimiento y la joven mujer sonrió mientras se iba, dejándola a solas.

Sólo le llevó un minuto coger lo que necesitaba. Sacó su ropa de la bolsa, después sacó de la caja de seguridad la bolsa de terciopelo con las joyas y la metió en el bolso. El único objeto que había además en la caja era un sobre de papel manila que contenía los papeles de sus cuentas. También lo metió en el bolso. Después rellenó la caja de seguridad con la ropa que se había quitado, volvió a cerrarla, y guardó la llave en su bolsa.

Salió del banco sin mirar ni a derecha ni a izquierda, apresurándose a desaparecer. Una vez en la acera, cogió otro taxi y pidió al conductor que la llevara a un motel decente. Él le respondió con un gruñido. Durante el trayecto, Drea cogió su BlackBerry y la información de su cuenta, y se puso manos a la obra.

Cinco minutos después, estaba hecho. Dos millones de dólares habían sido transferidos electrónicamente a su cuenta de Grissom, Kansas, y cien mil dólares a su pequeña cuenta del banco del que acababa de salir. Era demasiado tarde para que actualizaran su saldo ese mismo día, pero estaría listo a primera hora del siguiente. Esperaría hasta después de haber utilizado la BlackBerry para confirmar que las transacciones habían sido efectuadas antes de deshacerse de la PDA. Suspiró; echaría de menos ese pequeño trasto.

Apagó la BlackBerry y suspiró de nuevo mientras se acomodaba otra vez en su sitio. Ya estaba hecho. Se había movido con rapidez, y estaba tan cansada como si hubiese corrido una maratón. Con suerte, en ese momento Amado estaría empezando a preocuparse y a impacientarse. No la había llamado, así que estaba claro que todavía no había ido a buscarla. Pero pronto lo haría. Cuando ella no respondiera al teléfono, iría a buscarla, imaginándose que tal vez había algún sistema en la biblioteca para bloquear las llamadas telefónicas, igual que sucedía en los casinos.

Cuando no la encontrara en la biblioteca, empezaría a preocuparse. Como pensaba que estaba enferma, pediría al personal de la biblioteca que registrara todos los lavabos. Después de que eso tampoco diera resultado, llamaría a Rafael.

Teniendo en cuenta que Rafael era desconfiado por naturaleza, lo primero que haría sería decirle a Héctor que revisara su habitación para ver si se había llevado sus cosas. Sólo cuando Héctor le informase de que su maquillaje todavía estaba en el baño, su ordenador todavía allí, su televisor aún encendido y que no se había llevado ningún equipaje con ella, Rafael empezaría a pensar que podría haberle sucedido algo y ordenaría a sus hombres que empezaran a buscarla. Se centrarían en los alrededores de la biblioteca. Si algún alma cándida había encontrado su cartera tirada y la había entregado al personal de la biblioteca, tal vez incluso llamase a la policía.

Eso sí que era divertido: Rafael Salinas, pidiendo ayuda a la policía. Pagaría por verlo.

Llamaría a los hoteles de la zona para ver si se había registrado. Teniendo en cuenta la estima en que tenía su capacidad cerebral, esperaría que ella hiciese algo obvio, lo cual era un importante punto a su favor.

No estaba tan lejos en términos de distancia real, pero estaba en un estado diferente y a Rafael no se le ocurriría ni en un millón de años que se hubiera ido a Elizabeth, en Nueva Jersey. Ni siquiera se esperaría que hubiese salido de Manhattan.

Más tarde, cuando descubriera que le había quitado todo lo que había podido, se centraría en su pueblo natal. Sabía que haría que la investigaran, que se enteraría de su nombre real y todo lo demás, pero eso no importaba porque ella no pensaba volver a su pueblo. No tenía intención de volver a ese lugar nunca más. Pensó que algunos de sus primos todavía vivían allí, pero ella no tenía contacto con ellos desde que se había ido y no tenía ninguna razón ni siquiera para mantener el contacto con ellos.

Jimbo, su hermano mayor, se había ido antes que ella y nunca había vuelto a saber nada de él. De todos modos, ya era hora. No era más que un perdedor. Sus padres estaban divorciados y, en cierto modo, ellos también se habían ido distanciando, centrándose en sus propias vidas y sin preocuparse demasiado de sus dos retoños. Drea también había perdido el contacto con ellos de forma deliberada. Sólo se tenía a sí misma, que era lo que ella quería.

El taxi la dejó en un motel que, al menos, parecía limpio. Eso era lo mejor que se podía decir de él. Para sólo una noche, se imaginó que podría soportar un sitio mucho peor que ése.

Se registró con un nombre falso, y pagó en efectivo. La aburrida recepcionista recitó una serie de normas e instrucciones, y le dio una llave. Estaba en el segundo piso. No le molestó porque no llevaba equipaje que tuviera que andar subiendo y bajando.

La alfombra de la habitación estaba sucia y gastada, los muebles estaban desvencijados, pero por lo menos la habitación no olía mal. Drea ignoró su alrededor y buscó una guía telefónica. Cuando finalmente la encontró -sujeta con una cadena- la abrió por las páginas amarillas, buscó una peluquería cercana al banco y empezó a llamar. Llamó cuatro veces antes de encontrar una que pudiese darle cita a las diez de la mañana.

Perfecto. Cuando abriera el banco por la mañana, iría a retirar sus cien mil dólares y después iría directamente a la peluquería para cortarse y teñirse el pelo. Entonces estaría lista para irse. Se compraría un coche de segunda mano, pagaría en metálico y se dirigiría hacia el Oeste.

Era libre.

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