Capítulo 18

Perdía y recuperaba el conocimiento. Prefería perderlo porque así no era consciente del dolor. El dolor era una zorra. Era la mayor zorra con la que jamás se había encontrado y la mayor parte del tiempo le superaba. A veces, cuando la medicación dejaba de hacerle efecto lo suficiente como para permitirle pensar pero para mantener el dolor a raya, o cuando la medicación se adueñaba de ella provocándole exactamente el mismo efecto, era cuando se daba cuenta de que ése era el precio que tenía que pagar por una segunda oportunidad. No había una curación mágica, no había un viaje fácil para volver a la tierra de los vivos. Tenía que sonreír y aguantar, aunque no había sonrisa y sí mucho que aguantar.

Todas las decisiones que había tomado en la vida, cada uno de los pasos que había dado, la habían llevado directamente a esa carretera desierta y al accidente. Ése era el punto en el que había salido y el punto al que la habían devuelto. No había ni desvíos ni atajos que la llevasen de la muerte a una curación total.

Con una claridad que ni siquiera las medicinas podían empañar, recordaba cada instante de lo que había ocurrido después de morir. Sin embargo, el momento actual era más confuso. A veces oía hablar a las enfermeras cuando estaban en su cubículo de la UCI; las palabras entraban y salían de su mente y a veces tenían sentido, pero otras veces no. Cuando entendía las palabras sentía un distante asombro: ¿un árbol clavado en su pecho? Era ridículo. Pero ¿no había visto algo así al mirar hacia abajo? Sus recuerdos de antes o durante ese momento estaban borrosos. Aunque el hecho de que la hubiese atravesado un árbol explicaría cómo se sentía físicamente, y por qué el dolor que sentía en el pecho se extendía a cada célula de su cuerpo. No tenía noción del tiempo, de qué día era, ni de nada más allá de la cama en la que estaba y de la incesante batalla que estaba librando con la Gran Zorra del Dolor.

Las enfermeras también le hablaban y le explicaban una y otra vez lo que le había ocurrido, lo que estaban haciendo y por qué lo estaban haciendo. No le importaba, siempre y cuando le suministrasen los calmantes que mantuviesen a raya a la Gran Zorra. Por supuesto, llegó un momento -demasiado pronto, a su entender- en que el cirujano ordenó que le redujesen los calmantes. Él no era el que sentía aquel dolor con el esternón partido a la mitad, así que, ¿por qué iba a importarle? Él era el que blandía la sierra y el escalpelo, no el blanco de aquello. Sólo tenía una ligera idea de cuál de sus visitantes era el cirujano, pero cuando se le empezó a aclarar la mente memorizó unas cuantas cosillas que quería decirle. De acuerdo, había tenido que cortarle el esternón por la mitad, pero, ¿hacer lo mismo con la medicación? Cabrón.

Si se suponía que todo lo que había visto y experimentado tenía que volverla dulce e indulgente, ahora que tenía una segunda oportunidad, no lo había conseguido. No se sentía ni dulce ni indulgente. Se sentía como alguien a quien le habían abierto el esternón por la mitad, le habían arrancado el corazón y lo habían utilizado como un balón de fútbol.

Mientras iba saliendo poco a poco de la niebla provocada por la medicación, durante un momento no pudo pensar en otra cosa que no fuese la Gran Zorra y en cómo superar la siguiente hora porque, sin el poder de los calmantes, ella y la Zorra eran compañeras inseparables. Para entonces las enfermeras la levantaban de la cama un par de veces al día y la sentaban en una silla para que pudiera incorporarse. Ya, como si la cama del hospital no pudiese levantarse hasta dejarla sentada para no tener que contener los gritos de dolor cada vez que la movían. Lo único que tenían que hacer era pulsar un botón y la cabecera de la cama se levantaría y, ¡hola!, ella podía quedarse allí tumbada y simplemente dejarse llevar como si estuviese surcando una ola.

Pero no, tenía que levantarse. Tenía que caminar, si a lo que hacía se le podía llamar andar. Ella lo llamaba caminar encorvada por el dolor arrastrando los pies, acción que conseguía llevar a cabo deslizando los pies en lugar de levantarlos mientras se peleaba con los tubos, las vías, las agujas y los drenajes que tenía por todo el cuerpo. Al mismo tiempo intentaba que no se le viese el trasero, porque la única ropa que podía llevar puesta -por llamarlo de alguna manera- era uno de esos miserables camisones de algodón del hospital, y ni siquiera lo llevaba atado, estaba como envuelta en él y llevaba un solo brazo metido por la manga. Le quitaron de un plumazo cualquier tipo de pudor que pudiese tener; un hospital no era lugar para tener intimidad, de ninguna clase.

Las enfermeras le hablaban todo el rato, animándola a cada paso que daba tanto si conseguía dar los dos pasos hasta la silla en la que la hacían sentarse, como si se las arreglaba para beber un sorbo de agua por sí misma o si conseguía comer una cucharada de compota de manzana cuando empezaron a dejarle comer comida de verdad. No paraban de hacerle preguntas para intentar hacerle hablar, procurando sacarle información, pero le había ocurrido algo más que haber recibido una milagrosa segunda oportunidad: había dejado de hablar.

Cuando estaba consciente, su cerebro nunca dejaba de funcionar, lentamente, pero seguía funcionando. Después de que el cirujano empezara a quitarle los calmantes sintió como si la cabeza se le inundase con pensamientos, más de los que su cráneo podía contener. Al principio, la falta de conexión entre su cerebro y su lengua le molestaba, pero a medida que sus pensamientos se iban aclarando se dio cuenta de que la causa de su silencio no era un daño cerebral, era una especie de sobrecarga de información. Hasta que consiguiese comprenderlo todo por sí misma, este cortocircuito verbal era la forma que tenía su mente de protegerla.

Había muchas cosas en las que tenía que pensar. No parecían saber quién era porque en cada turno una enfermera le preguntaba cómo se llamaba. Pero ¿cómo es que no lo sabían? ¿Dónde estaba su bolso? Tenía el carné de conducir en la cartera. ¿Le habían robado el bolso? Creía que no. Tenía un recuerdo; creía que era un recuerdo de él, del hombre, del asesino, cogiéndole el bolso y luego tirándolo en el coche. ¿Le habría cogido el carné de conducir? ¿Para qué demonios lo querría? Pero aunque no se le ocurriese una razón para que se llevase su carné, ésa tenía que ser la causa de que nadie supiese quién era. ¿Le había hecho un favor sin querer?

No estaba segura de quién era ella misma, ya no. Drea, la criatura que se había inventado, estaba muerta. Ella había sido Drea, pero ya no lo era. Nombres… ¿qué significaba un nombre? Para Drea había significado mucho. Había tirado a la basura a la sencilla Andie, y la sofisticada Drea había ocupado su lugar.

No había nada de malo en ser sofisticada, pero Drea tenía muchas cosas malas. Tumbada en el cubículo sin ventanas, incapaz de decir si era de día o de noche y con la única noción del tiempo que le proporcionaban los cambios de turno de las enfermeras que la cuidaban, se miraba a sí misma, a su antiguo yo, bajo la cruda luz de una nueva realidad.

Había sido increíblemente estúpida. En lugar de utilizar a hombres como Rafael y sentirse orgullosa de ello, ellos la habían utilizado a ella. Sólo habían querido su cuerpo y eso es lo que les había dado. Entonces, ¿cómo los había estado utilizando exactamente? Habían accedido a pagarle y ella había aceptado el dinero, así que eso la había convertido en lo que siempre había jurado que no era: una puta. Ninguno de ellos, especialmente Rafael, se había preocupado ni una pizca de lo que se le podía pasar por la cabeza, de sus sentimientos o sus intereses, de lo que le gustaba o lo que no. Ninguno la había visto como una persona porque a ninguno de ellos les había importado en absoluto. Había estado a su entera disposición. El único valor que había tenido para ellos era sexual.

Pero habían tenido un bajo concepto de ella porque ella misma lo tenía. No recordaba un solo momento de su vida en que se hubiese valorado a sí misma, en el que hubiese tenido un mayor nivel de autoestima. Durante su vida adulta nunca había tomado una decisión basándose en si era la correcta, si era lo que debería hacer; en lugar de ello, se había ido con el mejor postor, con el que más beneficioso fuese para ella. Ese había sido su único criterio. Tal vez la mayoría de la gente también utilizaba este criterio la mayor parte del tiempo, pero también se tomaba molestias para ayudar a sus amigos, sacrificaba sus necesidades materiales para proporcionárselas a sus hijos o a sus padres ancianos, o lo donaba a la beneficencia, o algo. Ella no había hecho nada de eso. Sólo le había importado Drea: al principio, al final y siempre.

Ahora, la severa mirada con la que se analizaba a sí misma era implacable. Veía todos sus fallos, la básica falta de honradez con la que había vivido su vida. La única vez -la única- que no había interpretado un papel, fue cuando estuvo con él, pero entonces estaba demasiado asustada para mantener el tipo y, en cualquier caso, él ya la había calado. Él había sido el único. ¿Era por eso por lo que había respondido de esa manera tan exagerada ante él, tanto emocional como físicamente? No podía decir que le hubiese roto el corazón, porque obviamente ella no lo amaba, no lo había amado, no podía amarlo; joder, ¡si ni siquiera sabía su nombre! Pero, al mismo tiempo, su rechazo la había herido más que nada en el mundo, excepto la pérdida de su bebé, así que, obviamente, algo había habido. Pero no sabía qué, simplemente algo.

Alban, qué nombre tan tonto. Ella nunca le habría llamado Alban. Pero para allí, para ese lugar, el nombre encajaba perfectamente. Sin saber cómo, sabía que era un nombre antiguo, de siglos atrás. Y la mujer… no se había presentado, pero se llamaba… Gloria. Revisó mentalmente una a una a las once personas que la habían mirado y habían decidido si merecía o no una segunda oportunidad; sabía sus nombres tan bien como si llevasen carteles. Gregory, el enterrador. Gloria había utilizado su nombre, así que ése era obvio. Pero ¿y Thaddeus? ¿Y Leila? ¿Y todos aquellos cuyos nombres resonaron tan dulcemente en su cabeza cuando vio sus caras?

Su mente vagaba entre aquel mundo y éste. No quería dejar aquel mundo y estaba segura de que no quería estar en éste, con su fiel compañera, la Gran Zorra. Su segunda oportunidad no estaba en esta vida, era una segunda oportunidad para ganarse aquella vida. Si quería aquello entonces tendría que hacer esto.

Era cuestión de tomar una buena o una mala decisión, pensó mientras dejaba divagar su mente. Las malas decisiones estaban por todas partes. Tomarla era fácil, como recoger una fruta del suelo. Las decisiones buenas eran, la mayor parte del tiempo, las que eran difíciles, como subir a un árbol para coger la fruta que está en lo más alto. Aunque la buena decisión a veces estaba ahí, en el suelo, justo delante de ella, y lo único que tenía que hacer era inclinarse y recogerla. Pero en lugar de eso ella miraba a su alrededor y cogía una de las malas, aunque a veces tuviese que salirse de su camino para hacerlo. Así de desacertada había estado.

El hecho de tomar buenas decisiones no significaba que uno fuese un santo. Tenía suerte, porque incluso con las cosas nuevas que sabía no creía que jamás pudiese llegar a ese nivel. De hecho, todo este asunto empezaba a irritarla. De acuerdo, lo intentaría. Lo intentaría, aunque para ello tuviese que ir hasta el infierno; quizá fuese una mala analogía, pero quería volver a aquel lugar, quería volver a ver a Alban. Allí no era su madre, eso lo entendía. Pero durante un pequeño instante habían compartido la conexión más íntima, su cuerpo dándole la vida, y quería volver a sentir el eco de ese amor.

El personal del hospital interrumpía sus pensamientos una y otra vez, cada vez más preocupados por su silencio. Las enfermeras le hacían preguntas constantemente, le hablaban, e incluso le dieron un bloc de notas y un lápiz para ver si podía escribir. Podía, pero no lo hizo. No tenía ganas de escribir nada, como tampoco le apetecía hablar. Se limitaba a mirar fijamente el lápiz que le ponían en la mano hasta que se rendían y se lo quitaban.

El cirujano, al que todavía guardaba rencor, le examinaba los ojos con una luz brillante y le hacía preguntas a las que no obtenía respuesta alguna. Ni siquiera le dio un puñetazo cuando lo tuvo así de cerca, aunque se le pasó por la cabeza.

El cirujano llamó a un neurólogo. Le hicieron un encefalograma y descubrieron que sus sinapsis, o lo que fuesen, presentaban una fuerte actividad. Le hicieron un escáner cerebral en busca de daños que pudieran explicar su falta de habla. Hablaron sobre ella, justo al pie de su cubículo, como si la puerta deslizante de cristal no estuviese abierta y no pudiese escuchar todo lo que decían.

– Los médicos cometieron un error -dijo rotundamente el neurólogo-. No pudo haber muerto. Si se hubiera quedado sin oxígeno todo ese tiempo tendría, como mínimo, un importante daño cerebral. Aun teniendo en cuenta las variables más extremas, y ambos hemos visto casos así, si no hubo actividad cardiaca ni oxígeno durante una hora aproximadamente, por el amor de Dios, no puede ser que no haya sufrido ningún daño cerebral. No veo nada que explique la falta de habla. Quizá ya no pudiese hablar antes; quizá sea sorda. ¿Habéis probado con el lenguaje de signos?

– Si estuviese sorda ella misma utilizaría el lenguaje de signos para intentar comunicarse -dijo el cirujano secamente-. No lo está. No utiliza ninguna otra lengua, no intenta escribir, hacer un dibujo o siquiera indicar que nos oye. Si tuviese que compararlo con algo, diría que esta falta total de comunicación es un síntoma de autismo, lo cual no creo que tenga, porque mantiene el contacto visual casi todo el tiempo y hace todo lo que las enfermeras le dicen que haga. Coopera. Simplemente, no se comunica. Tiene que haber una razón.

– No, que yo vea -oyó suspirar al neurólogo-. Por la forma en que mira a la gente… es casi como si fuésemos otra forma de vida y nos estuviese estudiando. No intentamos comunicarnos con las bacterias. Es así.

– Correcto. Cree que somos bacterias.

– No sería la primera paciente que piensa así. Mira, lo que recomiendo es que llames a un psicólogo. Lo que le ha ocurrido es algo traumático, incluso según nuestras pautas. Puede que necesite ayuda para superarlo.

¿Traumático? ¿Lo había sido? Lo que había ocurrido antes sí que había sido traumático, pero la muerte… no. No recordaba haber sido atravesada. Sabía que había ocurrido, tenía el recuerdo confuso de verse a sí misma, pero aun así se alegraba de haber muerto porque si no nunca habría visto a Alban, nunca habría sabido que existía ese lugar tan hermoso, que había algo más esperando allí afuera. Esta vida no era lo único; había más, mucho más, y cuando la gente hablaba de «pasar a otra vida» estaba en lo cierto, porque el espíritu pasaba a ese otro nivel de existencia. Saber eso fue lo más reconfortante que podría haber imaginado.

Así que una psicóloga, la doctora Beth Rhodes, vino varias veces a hablar con ella. Dijo que la llamase Beth. Era una mujer guapa, pero tenía problemas en su matrimonio y en realidad estaba más preocupada por eso que por sus pacientes. Drea/Andie -¿o era Andie/Drea? ¿Cuál iba ahora primero?- pensaba que la doctora Beth debía de tomarse algún tiempo libre y concentrarse en lo que era importante, porque amaba a su marido y ella la amaba a él, y tenían dos hijos en los que pensar; así que deberían lavar sus trapos sucios y arreglar las cosas, y luego la doctora Beth sería capaz de prestar toda su atención a sus pacientes.

Si hablase le diría eso. Pero no tenía ganas de responder a las preguntas de la doctora Beth, al menos no ahora. Todavía tenía que pensar.

Por ejemplo: nadie sabía quién era. Para el mundo, Drea Rousseau/Andie Butts estaba muerta. Estaba a salvo de Rafael, a salvo del asesino. Realmente podría empezar de nuevo como la persona que eligiese ser. Eso podría ser un problema, porque una de las personas que venía habitualmente a su cubículo era un poli, un detective, que no la estaba investigando por ningún crimen ni nada, sólo por conducir un coche con una matrícula que no pertenecía a ese coche y por no tener carné de conducir, nada de gran naturaleza criminal, pero aun así había cosas por resolver. Era oficialmente «Jane Doe» y él estaba tan interesado en averiguar quién era como el personal del hospital.

Llegó el día en el que la trasladaron de la UCI a una habitación normal. Cuando las enfermeras la preparaban para el traslado, quitándole tubos mientras le hablaban y le decían lo bien que lo estaba haciendo y que la echarían de menos, de repente se centró en una enfermera en particular. Se llamaba Dina y era la más callada de la unidad de enfermeras, pero siempre era amable y nunca tenía prisa, y su preocupación era evidente por su forma de tocarla.

Dina iba a caerse. Andie/Drea vio como ocurría. No estaba claro, los alrededores eran confusos, pero lo vio. Dina iba a caerse por unas escaleras… por unas escaleras grises de hormigón, como las escaleras de un hotel o de un… hospital. Sí, Dina iba a caerse por las escaleras del hospital. Se rompería el tobillo y eso sería una putada porque tenía un bebé de diez meses que gateaba a la velocidad de la luz.

Estiró un brazo y le cogió la mano a Dina. Era la primera vez que iniciaba cualquier tipo de interacción con alguna de ellas. Las enfermeras la miraron sorprendidas.

Se humedeció los labios, porque después de todo este tiempo casi había olvidado cómo formar las palabras, cómo activar la tenue conexión entre su cerebro y su boca. Pero tenía que advertir a Dina, así que lo intentó de nuevo y por fin le salieron las palabras.

– No… bajes… por… las… escaleras -dijo Andie.

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