Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Drea y volvió rápidamente la cabeza, mirando en todas direcciones. Una sensación de peligro inminente se apoderó de ella, haciéndole desear poner el coche en marcha y pisar el acelerador. No veía nada fuera de lo normal, pero su instinto le gritaba ¡corre! y lo cierto es que estaba temblando por el esfuerzo que le estaba suponiendo quedarse donde estaba. Él no estaba aquí. Sabía que no estaba. Sólo cinco minutos más y todo estaría listo. Podría irse. Podría irse a Denver, donde pronto conseguiría los dos millones en metálico y entonces podría desaparecer hasta tal punto que ni siquiera él sería capaz de encontrarla jamás.
Había inspeccionado el aparcamiento a su llegada, hacía quince minutos, aunque no había forma de que ni él ni nadie supiera dónde se iba a encontrar con la Sra. Pearson. El único vehículo con gente dentro era un Chevy de cuatro puertas destrozado. El motor estaba en marcha para mantener el aire acondicionado en funcionamiento para combatir los treinta grados de temperatura del exterior. Sentada en el asiento delantero, estaba una anciana, los años y la fatiga surcaban su rostro; un niño pequeño lloraba atrapado en su sillita en el asiento de atrás. No representaban ninguna amenaza, a menos que el niño se escapara.
Reconoció a la Sra. Pearson en cuanto entró en el aparcamiento, entonces desvió su atención hacia el tráfico que pasaba. Justo detrás de la Sra. Pearson había un sedán rojo con una mujer al volante, luego un tipo en una furgoneta. Drea se quedó mirando al tipo, pero no pudo verlo bien debido al reflejo del sol en la ventana. Sin embargo, juraría que llevaba una gorra de béisbol y que estaba concentrado en su conducción porque no giró la cabeza para mirar en dirección a la Sra. Pearson.
Tanto el sedán rojo como la furgoneta desaparecieron calle abajo. Mientras la Sra. Pearson, carpeta en mano, se dirigía hacia ella apresuradamente a través del aparcamiento, Drea miraba con ansiedad la calle situada detrás de ella, preguntándose por qué se le había puesto la piel de gallina. Otro coche, también con una mujer al volante, pasó justo cuando la Sra. Pearson buscaba la manilla de la puerta. En cuanto ella dio un portazo, Drea echó los seguros de nuevo. Cada coche implicaba un ángulo muerto, y ella no quería que nadie se le acercase por detrás, se metiera en el asiento trasero y le pusiera una pistola en la cabeza.
– ¿Lo ha visto? -preguntó la Sra. Pearson, girando la cabeza mientras miraba a su alrededor.
– No, aún no. -Pero él estaba cerca. Lo sabía. El hormigueo en su columna vertebral, la instintiva sensación de peligro, la avisaban de que él andaba cerca.
Era más vulnerable ahora que ayer, o incluso que esa mañana, y era consciente de ello. Contratar el servicio de Internet había supuesto introducir su nombre en el sistema, había confirmado su presencia en la zona. Las cámaras de seguridad de la tienda de telefonía móvil la habían grabado, por lo que tenía que asumir que su cambio de apariencia ya no era un secreto.
Tal vez estaba atribuyéndole demasiado poder y habilidad, aunque no lo creía. Si ella tenía alguna habilidad era la de interpretar a los hombres, y su instinto le decía que él era capaz de encontrarla. También le decía que era el hombre más peligroso que jamás había conocido y, aunque había conocido a algunos asesinos fríos como el hielo que serían capaces de helarle la sangre a cualquiera, él estaba muy por encima de ellos, y eso era lo que hacía que se le pusieran los pelos de punta.
La Sra. Pearson abrió la carpeta y sacó varias hojas de papel.
– Rellene esto, fírmelo y estará todo listo.
Drea cogió los papeles, echando otro vistazo alrededor.
– Esté atenta mientras leo. Él es alto, alrededor de uno noventa, bastante atractivo y en muy buena forma. Pelo corto oscuro.
La breve descripción parecía muy inapropiada para un hombre cuya simple presencia parecía succionar todo el aire de una habitación haciendo que él dominara no sólo su espacio, sino también el del resto de la gente. Pero ¿cómo podría describir la manera en que se movía, su elegancia y velocidad, y al mismo tiempo hacer entender lo sumamente tranquilo que era? Decir que sus ojos eran como ópalos oscuros no tenía sentido porque uno no distingue todos esos colores a menos que esté muy cerca, y entonces sería demasiado tarde.
La Sra. Pearson se tomó en serio su trabajo de vigía; no dijo nada mientras Drea volvía a centrar su atención en los papeles, pero Drea sentía el movimiento casi constante de la cabeza de la señora. La gente entraba y salía del aparcamiento, pero la mayoría eran madres apuradas, mustias por el calor, la mayoría con uno o dos niños arrastrándose tras ellas con el acompañamiento del sonido de sus chanclas sobre el asfalto.
El papeleo le llevó sólo unos minutos. Drea garabateó su firma y volvió a meter los papeles en la carpeta.
– No se imagina lo agradecida que le estoy por las molestias que se ha tomado -le dijo a la Sra. Pearson devolviéndole la carpeta y echando un largo vistazo a su alrededor mientras lo hacía. No había nada fuera de lo normal, pero aún sentía ese preocupante hormigueo recorriendo su columna.
– No debería tener que vivir su vida con miedo -dijo la Sra. Pearson con una nota de tristeza en sus ojos mientras miraba a Drea con simpatía-. Espero que finalmente consiga ser libre.
– Yo también -dijo Drea.
Cuando la Sra. Pearson se fue, Drea se sentó y observó el tráfico durante unos minutos más. No había aparcado al lado de la acera sino en un sitio mejor, en un espacio abierto, para no tener que perder tiempo dando marcha atrás si se tenía que ir apresuradamente. Desde donde estaba sentada en el aparcamiento podía ver la parte trasera de la tienda, el solar lleno de maleza que separaba la tienda de algunas casas. ¿Sería un callejón sin salida o podría usarse para volver a la avenida principal en un lugar diferente?
Una vez más no había hecho los deberes, y la invadió un sentimiento de furia contra sí misma. ¿Cómo esperaba salir con vida de ésta si no empezaba a prestar más atención a los detalles? Debería haber comprado un mapa de la ciudad nada más llegar, estudiarlo, aprenderse cada calle y cada carretera. Él seguramente sabía a donde daba esa calle.
Miró hacia el solar, preguntándose por un momento cuántos cristales rotos estarían escondidos entre la maleza, a continuación se encogió de hombros mentalmente y puso el coche en marcha. Volvió la esquina trasera de la tienda, se metió entre dos coches aparcados que probablemente pertenecían a los empleados de la tienda, pasó dando tumbos sobre uno de esos pivotes portátiles de hormigón que habían servido en su momento para bloquear el final del aparcamiento pero que ahora estaba en el medio del camino y se abrió paso a través del aparcamiento. El terreno era desigual, haciéndole dar tumbos, y la alta maleza azotaba los laterales del coche. Después hubo dos sacudidas cuando saltó sobre la acera y salió a la calle, las ruedas traseras derraparon un poco tratando de conseguir adherencia. Entonces el caucho se agarró al asfalto y el coche ganó velocidad precipitándose hacia el final de la calle que estaba a dos manzanas de distancia y donde, aleluya, podía ver una señal de stop y otra calle.
Desde donde estaba estacionado al final de la manzana, en frente a la tienda, Simon la vio rodear el edificio y atajar por el solar vacío de la parte trasera antes de dirigirse hacia el norte por la corta calle lateral. La furgoneta estaba en marcha, así que miró rápidamente si venían coches -ninguno-, soltó el freno y salió de la acera haciendo un cambio de sentido en medio de la calle para dirigirse hacia el oeste.
La calle lateral se acababa un par de manzanas más allá; ella podría dirigirse hacia el este o hacia el oeste. Él apostaba por el oeste. El banco de la Reserva Federal más cercano se encontraba en Denver, y ella tendría prisa por conseguir los dos millones en efectivo. Además, cuanto más al oeste, menos gente había, al menos hasta llegar hasta la Costa Oeste. La gente podía desaparecer y de hecho desaparecía continuamente en el vasto vacío de la región, pero se trataba de gente que vivía al margen del sistema, sin cuentas bancarias ni teléfonos móviles, incluso sin ni siquiera luz eléctrica a menos que tuvieran un generador. No se imaginaba a Drea viviendo así. Si era posible, ella elegiría la comodidad.
Si se equivocaba y ella se dirigía hacia el este, localizarla de nuevo le llevaría un par de días, pero no había tantas carreteras secundarias por las que ella pudiera ir. No es que no existieran, pero solían serpentear durante kilómetros para luego acabar bruscamente y, una de dos, o había que dar marcha atrás o atajar por el medio del campo, en cuyo caso mejor saber adonde coño estaba yendo y tener un vehículo todoterreno con una buena suspensión. Su coche era demasiado viejo para ir campo traviesa, y Drea era demasiado lista para intentarlo.
Sin embargo, ella podría considerar oportuno deshacerse de ese coche y hacerse con uno mejor, si había logrado reunir el dinero en efectivo suficiente para tener ciertas reservas. De hecho, él apostaba por ello. Tan pronto como llegara a Denver, donde se sentiría más a salvo porque podría pasar desapercibida gracias al mayor número de habitantes, cambiaría de coche.
Él tenía el depósito lleno de gasolina; estaba preparado para ir en cualquier dirección que ella eligiera. Pero ¿cuánta gasolina tenía ella? Si tenía que repostar, probablemente pararía en la gasolinera Exxon de la punta oeste del pueblo. No era una gasolinera grande, pero estaba en un cruce y tenía cinco surtidores a cada lado, así que ella no se sentiría cercada.
Él todavía no sabía lo que iba a hacer. La indecisión no era una de sus características, pero éste no era uno de sus trabajos habituales. Tal vez fuese porque le divertía que ella hubiese tenido las agallas de haber engañado a Salinas de la manera que lo había hecho, o tal vez fuese por aquella tarde de ardiente sexo que habían compartido, aunque en este momento él la estaba siguiendo porque, hasta que decidiera su plan de acción, no quería perderla. Tal vez simplemente estaba disfrutando de la persecución, preguntándose qué sería lo siguiente que haría.
Por otra parte, dos millones eran dos millones. Y, al contrarío que Drea, él ya tenía una cuenta en un paraíso fiscal -varias, de hecho- así que no tendría que pasar por las dificultades a las que ella se estaba enfrentando.
En algún momento, sin embargo, tendría que tomar una decisión firme, y ese momento se estaba acercando rápidamente. ¿Dejarla marchar o quedarse con los dos millones? ¿Dejarla marchar o arriesgarse a dar un golpe aquí, en Estados Unidos? Los asesinatos podían quedar sin resolver y de hecho quedaban sin resolver continuamente, pero él nunca olvidaba que las cosas aquí eran diferentes que en cualquier país subdesarrollado.
Echó un vistazo a su sistema de navegación. La carretera en la que ella se encontraba tenía una señal de stop en cada cruce, lo que la obligaría a ir más despacio. Estaba en la avenida principal donde había dos semáforos en la zona comercial, por llamarla de alguna manera, aunque en el resto de los cruces lo único que había era señales de stop. Llegaría a la gasolinera un par de minutos antes que ella.
Cuando llegase, se situaría delante de donde estaba la manguera de aire y saldría del coche, así que no importaba el lado del surtidor que ella eligiera, él tendría libertad de movimientos y mantendría la furgoneta entre ellos. Podía ser que ella tuviese el depósito lleno y no necesitara parar, lo que estaba bien; no conseguiría alejarse tanto de él como para que la perdiera, no en el par de segundos que a él le llevaría volver a la furgoneta.
La vio bajando hacia él a una velocidad moderada, no tan rápido como para que la parase la policía, pero tampoco demasiado despacio. Se cambió de sitio a medida que ella se acercaba, manteniéndose detrás de la cabina de la furgoneta de manera que ella lo pudiera ver sólo parcialmente en caso de que le diera por mirar hacia ese lado.
Ella no se detuvo. Paró en el cruce, miró a ambos lados y siguió recto, dirigiéndose hacia el oeste a través de Colorado.
Buena chica, pensó con aprobación. Ya había llenado el depósito, en lugar de haber dejado algo tan importante para el último minuto. Rodeó la furgoneta, trepó al interior de la cabina y volvió a la autovía situándose a escasos cien metros por detrás de ella.