Capítulo 26

Una niebla gris y densa le nublaba la mente, privándola de cualquier tipo de pensamiento racional. Reaccionó como un animal salvaje, lanzándose hacia atrás con todas sus fuerzas, intentando hacerle perder el equilibrio, sacarle la mano con la que le cubría la boca para poder chillar, cualquier cosa para escapar. Mientras lloraba desconsoladamente se arqueaba y daba patadas, intentaba arañarlo, darle codazos, echaba la cabeza hacia atrás intentando darle en la boca o en la barbilla. Pero ninguno de sus movimientos estaban coordinados ni planeados; se movía por instinto animal, como un conejo intentando escapar de las fauces del lobo. Le podía oír diciendo algo, pero desde que había pronunciado su nombre nada tenía ningún sentido ni conseguía reconocer ninguna palabra.

La oscuridad era sobrecogedora, tanto en la cocina como en su mente. Sabía que había dejado encendida la lámpara de la sala pero parecía que la luz no conseguía penetrar hasta allí; el terror la ofuscaba por completo, excepto de su necesidad de luchar, de escapar. De algún modo, no sabía cómo, su desesperación le dio fuerzas y consiguió zafarse ligeramente de él.

Perdía el equilibrio y estaba desorientada. Cuando de repente apoyó todo su peso sobre un lado no pudo evitarlo y se cayó, medio enredada entre las sillas de la cocina antes de chocar contra el suelo. La silla se volcó y salió disparada deslizándose por el suelo; ella rodó por el suelo mientras intentaba ponerse de pie, gritar, pero no tenía el aire suficiente en sus comprimidos pulmones y lo único que pudo emitir fue algo similar a un leve balido.

Él se lanzó sobre ella como una pantera, cargando todo su peso sobre su cuerpo, aplastándola contra el suelo otra vez. De nuevo le cubrió la mano con la boca. Ella sacudió la cabeza intentando abrir la boca y morderle, cualquier cosa para librarse de su abrazo de acero. Al primer roce de sus dientes, él le apretó la mandíbula con la mano, presionando hasta el punto que el dolor le invadió toda la cabeza.

Aunque estaba casi paralizada por el dolor, trató de resistirse. Cuando intentó darle un puñetazo en la cabeza él cambió de posición y la inmovilizó clavándole los codos en los brazos. Ella se agitaba intentando desesperadamente levantar las piernas y colocarlas entre su cuerpo y el de él para poder utilizar sus poderosos músculos, darle un empujón y quitárselo de encima. Con un leve giro de cadera, metió una pierna entre las de ella y le puso una hacia un lado; repitió la maniobra y consiguió poner ambas piernas entre las de ella. Fue balanceándose de un lado a otro mientras avanzaba levantando las rodillas, abriéndole las piernas hasta cubrirle los muslos con los suyos, mientras que su fuerte torso la mantenía tumbada contra el suelo.

Se dio cuenta, horrorizada, de que estaba excitado; su erección, contenida por sus pantalones, le hacía daño al rozarse contra su pelvis. Se movió un poco hacia abajo para dejar de sentir aquel dolor en aquel lugar, pero prefería el dolor a notar aquel prominente bulto como intentando entrar en ella atravesando la tela de sus pantalones. Dios mío, ¿también iba a intentar violarla?

No podía soportarlo, no podía soportar que él le hiciese daño de esa manera. De todos los hombres que había conocido, sólo él la había tocado de verdad; sólo él había superado sin esfuerzo todas sus barreras de protección hasta romper un corazón que ella juraba que era intocable. Él le había enseñado de otra manera, le había enseñado por las malas que no era una mujer tan insensible como quería pensar. Saber que lo habían contratado para matarla fue durísimo, tanto que se había desmoronado hasta perder el control; pero en cierto modo la violación era peor porque no sólo mostraba su carencia de sentimientos, sino también un desprecio total. Hubiese preferido que la matase directamente.

Su inútil resistencia fue amainando poco a poco y sus vanos intentos de gritar se convirtieron en sollozos ahogados. De las comisuras de sus ojos brotaban lágrimas que se mezclaban con su pelo tras atravesarle las sienes. No soportaba mirarlo, no soportaría ver su cara aunque el torrente de lágrimas se lo hubiese permitido, así que apretó los ojos con todas sus fuerzas.

En ese primer momento de tranquilidad oyó el murmullo profundo de su voz.

– No voy a hacerte daño -dijo él rozándole la oreja con sus labios-. Drea, cálmate. No te haré daño. Nunca lo haría.

Al principio sus palabras eran tan incomprensibles como lo habían sido antes, y aunque al final consiguió entenderlas no comprendía su significado. ¿Que no le haría daño? ¿Quería decir que la iba a matar sin que sintiese dolor? ¿Que no sufriría?

Muy noble por su parte.

Una oleada de ira, una ira de supervivencia, surgió en medio del dolor y del terror y volvió a arremeter contra él retorciendo la cabeza hacia un lado y clavándole los dientes donde pudo, que resultó ser su antebrazo, justo al lado de su gruesa muñeca. El sabor cálido y metálico de la sangre le invadió la boca, como si hubiese mordido una moneda. Él dijo «¡Joder!» con tono tenso, pronunciando la palabra con los dientes apretados, y con la otra mano le volvió a presionar la mandíbula en los mismos puntos que antes. Pese a resistirse, aflojó la mandíbula y él pudo sacar el brazo de entre sus dientes.

– Hazme un favor -murmuró él-. Si ves que sientes la necesidad de hacerme daño, es mejor que me des un puñetazo en un ojo en lugar de morderme. Por lo menos así no necesitaré ponerme la vacuna del tétanos.

De repente abrió los ojos y lo miró indignada. Él le devolvió la mirada desde una distancia de unos veinte centímetros, lo suficiente para que no pudiese darle un cabezazo, al menos no con su reducido campo de movilidad. A pesar de su primera impresión de profunda oscuridad, la cocina no estaba totalmente a oscuras; la luz de la sala de estar formaba una tenue y apacible franja sobre el suelo de linóleo y le permitía ver los ensombrecidos planos de su rostro y el brillo de sus ojos misteriosamente brillantes.

El silencio se instaló entre ambos, un silencio tenso y acalorado. Después de un rato inspiró, controlando la respiración y espiró del mismo modo.

– ¿Ya puedes escucharme? -le preguntó él por fin-. ¿O tengo que atarte y amordazarte?

Aquello le sorprendió y lo miró fijamente, confusa. Si iba a matarla podría haberlo hecho sin más, no tenía que atarla ni amordazarla. Él había ganado, dependía de su misericordia… si es que tenía alguna.

¿Querría decir que… había alguna posibilidad de que no la fuese a matar, y punto?

No tenía por qué haberse abalanzado sobre ella, pensó. Si su propósito hubiese sido matarla podría haberle disparado en cualquier momento. Había actuado tanto tiempo asumiendo que lo que quería hacer era precisamente eso, que sentía que el suelo se había hundido bajo sus pies. Si lo que creía que era real no lo era, entonces, ¿qué demonios ocurría?

De no haber tenido la boca cubierta se la habría abierto de par en par. Lenta y cuidadosamente, con dificultades porque él todavía la tenía agarrada, primero asintió una vez con la cabeza, hacia arriba y hacia abajo, y luego la sacudió negando igual de despacio.

Tomando sus movimientos exactamente por lo que eran, las respuestas por orden a sus preguntas, le dijo:

– Entonces presta atención. No voy a hacerte daño, ningún daño. ¿Está claro? ¿Lo entiendes?

Ella volvió a asentir con movimientos tan limitados como la primera vez. Él no se había relajado ni un ápice.

– De acuerdo. Voy a dejar que te levantes. ¿Necesitas ayuda?

Ella sacudió la cabeza, aunque realmente no lo sabía. La soltó lentamente mientras masajeaba los puntos de presión en su mandíbula haciendo menos doloroso lo que hubiera sido una auténtica agonía.

Rodó por el suelo con agilidad hasta ponerse en cuclillas y le pasó un brazo por los hombros para ayudarla a sentarse.

Andie permaneció sentada en silencio, aturdida. Después de sujetarla durante un rato le preguntó:

– ¿Estás bien?

Cuando ella asintió, se puso de pie con su elegancia y control característicos, fue hacia el fregadero, abrió el agua y metió el brazo debajo del chorro.

– Enciende la luz -le dijo sin mirarla.

Todavía en silencio por el shock, se puso en pie como pudo, fue hacia la puerta y pulsó el interruptor. Después de la relativa oscuridad anterior, la avalancha repentina de luz era tan cegadora que tuvo que parpadear mientras intentaba asimilar el increíble hecho de que el hombre que tanto la había aterrorizado durante meses estuviera tan tranquilo en su cocina limpiándose la sangre del brazo y de la mano.

Se acercó a él con indecisión y se detuvo a un par de metros de distancia para no estar a su alcance. Le miró la herida del brazo, las marcas púrpura donde sus dientes le habían perforado la piel. Se le iba la cabeza y tuvo que agarrarse al borde de la encimera para sujetarse. Ella había hecho eso, ella, que jamás había sido violenta.

Empezó a tiritar a medida que la adrenalina que había fluido por su cuerpo empezaba a disiparse. El temblor empezó en los tobillos y subió hasta las rodillas hasta invadirla tan rápidamente que hasta sus órganos internos parecían agitarse y temblar. Los dientes le castañeteaban como las canicas rebotando en un suelo de ladrillo. Él seguía echándose agua en el brazo sin mirarla, aunque tenía que estar escuchando el castañeteo de sus dientes. Helada por su reacción, se abrazó a sí misma y apretó los dientes en un intento por detener aquel movimiento y aquel ruido.

– ¿De… de verdad necesitas la vacuna del tétanos? -le preguntó finalmente en voz muy baja. Por qué preguntó esa de entre todas las estupideces que podría haber dicho era algo que se le escapaba.

– No -dijo él brevemente-. Estoy al día con las vacunas.

Ella lo miró fijamente mientras se hundía por tercera vez en el mar de la confusión. No podía estar refiriéndose a vacunas infantiles, como el sarampión o la varicela, y el único tipo de vacunas que se le ocurría eran las vacunas de la rabia para los animales. Nada tenía sentido, estuviese en estado de shock o en un universo paralelo. Ella apostaba por el universo paralelo porque era imposible que él estuviese allí de pie en su cocina. Los límites de la realidad se difuminaban cuando él estaba cerca; su presencia era tan intensa que parecía atraer toda su atención igual que un imán atraía a las cuchillas de afeitar, haciendo que todo lo demás se desdibujase y se desenfocase.

– ¿Va… vacunas? -Parecía una tonta tartamuda pero aún seguía tiritando y era todo lo que podía hacer para controlar sus dientes.

– Para salir del país.

Se sentía como una idiota porque, por supuesto, sabía que hacía muchos de sus «trabajos» fuera del país, y la gente inteligente que va a países del Tercer Mundo se asegura de ponerse las vacunas adecuadas. Entonces volvió a sentirse como una idiota por centrarse en cosas mundanas como si tenía al día o no sus vacunas; pero su realidad había cambiado de forma tan brusca y drástica que no podía asimilarlo todo al mismo tiempo y sólo se sentía capaz de asimilar las cosas más pequeñas.

Lo miró de arriba abajo perfilando su altura y sus enormes y musculosos hombros. Las mangas cortas de su polo verde oscuro revelaban la fuerza fibrosa de sus brazos, pero no necesitaba verle los músculos para saber lo fuerte que era. Era un hombre pulcro y bien vestido que llevaba la camisa por dentro y un cinturón fino negro rodeando su estilizada cintura. Llevaba pantalones negros con la raya bien marcada y sus zapatos de suela fina estaban limpios, a pesar de haber estado antes bajo la lluvia. Casi con avidez, miró su pelo negro, todavía corto, y la barba incipiente que le oscurecía la barbilla. Absorbió los detalles de su aspecto y al rememorar los recuerdos sintió dolor y alivio al mismo tiempo.

Conocía el olor de su piel, como si la oliese todos los días, como si al despertar su oscura cabellera estuviese en la almohada junto a ella. Conocía el timbre de su voz, bajo y tan ligeramente áspero como siempre. Conocía su sabor, su forma de besar, la suavidad de sus labios, la forma, la longitud y la dureza de su pene. Sabía que todavía le asustaba más que nadie que hubiese conocido, pero no sabía cómo se llamaba, no quería saber tanto sobre él y no iba a preguntárselo de nuevo aunque el dolor de no saberlo casi la asfixiara. De ahí venía casi la mitad de su miedo; no sólo le temía porque era frío y letal, sino porque en cierto modo, por alguna estúpida razón, le podía romper el corazón, y era algo que ella siempre había intuido.

Tenía que preguntárselo. Aun sabiendo que se arriesgaba a sentir más dolor, tenía que intentarlo una vez más; y si esta vez no le decía nada entonces sabría que tenía que dejar de desear algo imposible. Quizá no pudiese hacer desaparecer sus sentimientos, pero sí podía detener la esperanza que le hacía mirarlo como una adolescente mira a una estrella del rock.

– No sé quién eres -susurró con la voz quebrada y débil.

Él la miró durante un segundo, luego arrancó una servilleta del rollo que había junto al fregadero y empezó a secarse el brazo y las manos.

– Simon Goodnight.

Se quedó tan perpleja que dijo:

– ¡Ése no es tu nombre! -Y luego casi rió y lloró al mismo tiempo, porque al menos le había dicho algo. Se frotó los ojos y se enjugó la lágrima que empezaba a caérsele.

Él se encogió de hombros.

– Lo es de momento, igual que tú eres Andie Pearson, de momento.

– Andie es mi verdadero nombre. Bueno, Andrea. Cuando era pequeña siempre me llamaban Andie.

– Simon es mi verdadero nombre -replicó él mientras se secaba la sangre que le brotaba de las heridas.

Eso significaba que no se apellidaba Goodnight, que significaba buenas noches, y se alegraba, porque era una putada ir por el mundo con ese apellido. ¿Por qué lo habría elegido? ¿Por algún malicioso sentido del humor o porque era tan diferente a sí mismo que, en cierto modo, era otra especie de coraza de camuflaje? Estuvo a punto de volver a reír. Nada de Smith y Jones. Eran Butts y Goodnight, Traseros y Buenas noches, y si eso no sonaba a pareja de cómicos nada sonaría a tal.

Luego miró la sangre de las toallitas de papel y se le quitaron las ganas de reírse.

– Necesitas puntos. Te llevaré a urgencias.

– Puedo hacerlo yo mismo cuando salga de aquí -dijo él rechazando su ofrecimiento.

– ¡Claro, Rambo! -le soltó mientras se giraba hacia la destartalada nevera y abría la puerta del congelador. Sacó un paquete de guisantes congelados y se lo lanzó. Él se había girado para mirarla, probablemente para asegurarse de que no hacía nada fuera de lo que le permitía, así que no lo cogió por sorpresa y cogió los guisantes al vuelo.

– Entonces ponte esto en la herida para que no sangre, o no podrás demostrar lo duro que eres.

Él parecía divertirse, no porque estuviese sonriendo, sino porque se le arrugaron ligeramente las comisuras de los ojos.

– No soy tan duro. Antes utilizo un aerosol analgésico para insensibilizar la zona.

Eso significaba que se había dado puntos antes. Antes de que pudiese pensar en ello, él le hizo un gesto con la cabeza señalando la mesa.

– Siéntate. Tenemos que hablar.

Automáticamente ella se dirigió a la silla más cercana, pero él la cogió del brazo con la mano izquierda, recogió la silla que estaba tirada en el suelo con la mano derecha y la colocó en la otra esquina de la mesa, en la que estaba más cerca de la pared, antes de invitarla a sentarse y de coger la otra silla para él. Eso lo situaba a él entre ella y la puerta, una costumbre que podía ser que tuviese arraigada, pero que era totalmente deliberada. Si tuviese alguna intención de escapar estaría jodida o molesta, pero no estaba ninguna de las dos cosas porque a menos que la casa se incendiase no creía que pudiese reunir las fuerzas necesarias para escapar.

Se giró y se inclinó en la silla lo suficiente como para agarrar el paño de cocina que había colgado en uno de los tiradores del armario. Envolvió la bolsa de guisantes congelados en él, puso la improvisada bolsa de frío sobre la mesa y reposó el brazo sobre ella.

– ¿Has dejado el trabajo? -le preguntó.

– Sí -le dijo, porque no había ninguna razón para no decírselo. Le asustaba y le enfadaba al mismo tiempo que fuese tan intuitivo como para calcular cuál sería su próximo movimiento antes de que lo hiciese. Esto no era un juego de damas sobre un tablero con un número limitado de piezas y un número limitado de espacios. Podría haber hecho cualquier cosa. Podría haber ido directamente al aeropuerto o bien ponerse a conducir y no volver allí nunca más. Pero de todas las cosas que podría haber hecho de algún modo él sabía exactamente lo que haría, y la había esperado allí.

– Quizá puedas recuperarlo. -Le echó un vistazo, un rápido toque de su oscura mirada opalescente que en un instante catalogaba todo sobre ella-. No tienes que huir. Salinas cree que estás muerta.

Andie se volvió a abrazar, cubriéndose los codos con las manos mientras intentaba retener todo el calor que le era posible. Todavía estaba congelada, aunque por lo menos habían dejado de castañetearle los dientes.

– Entonces, ¿por qué me perseguiste? ¿Por qué me has estado vigilando?

– No he tenido que perseguirte -le respondió con frialdad-. Siempre he sabido dónde estabas.

– ¿Siempre? -repitió ella-. Pero ¿cómo?

– Te seguí cuando saliste del hospital.

¿Había estado allí? Durante todo ese tiempo, ¿había estado allí? Pestañeó, ya que la luz de repente era demasiado brillante y reveladora, y luego ella misma se dejó llevar por la intuición.

– ¡Fuiste tú quien pagó las facturas del hospital! -le soltó con un tono tan hostil como si lo estuviese acusando de cortar el suministro de luz en el centro comercial de la ciudad en Navidad.

Él hizo un movimiento con la mano para quitarle importancia a aquel hecho.

– ¿Por qué? -le preguntó-. Yo podría haberlo pagado. Ya sabes que tengo dinero.

– No quería que su dinero pagase tus cuidados. -Por la expresión o el énfasis que puso en sus palabras podría haber estado pidiendo una hamburguesa, pero su oscura mirada volvía a estar sobre ella y podía sentir su ardiente intensidad. No podía decir lo que pensaba, sólo sabía que de repente se estaba retorciendo en su asiento y un lento remolino de calor empezó a hacer desaparecer el frío que la azotaba.

– Pero… ¿por qué? Te contrató para matarme. De no haber sido por el accidente me habrías… sé que lo habrías hecho, ¡y tú también lo sabes! -Elevó la voz al decir las últimas tres palabras y dejó a un lado todo lo que podría haber dicho, conteniendo las ganas que tenía de gritarle.

– Quizá, no lo sé. -Su boca mostró un gesto hosco-. Podría decir que nunca acepté el trabajo, y oficialmente no estaría mintiendo, pero no puedo asegurarte lo que habría ocurrido si no hubieses tenido el accidente. Aunque me encantaría pensar que no lo habría hecho, he de decir que no lo sé con certeza.

– ¿Por qué no aceptaste el trabajo? -Sabía que lo estaba presionando, pero no le importaba. Estaba enfadada con él por un montón de razones, y una de ellas era el hecho de que estuviese tan tranquilo y bajo control cuando ella estaba hecha un manojo de nervios, y se sentía como si en cualquier momento fuese a estallar y a salir a la calle gritando-. Yo no significaba nada para ti. Y sigue siendo así.

Él se limitó a observarla con su característica expresión ilegible, lo cual la cabreó aún más.

– ¿Cuánto te ofreció? ¿No era suficiente? ¿Cuál fue el problema?

– Dos millones -le dijo con un tono tranquilo-. El dinero no era el problema.

¡Dos millones! Sintió cómo se quedaba sin aire. Rafael le había ofrecido la misma cantidad que ella había robado y tenía que saber que no sería capaz de recuperar el dinero debido al lío de leyes y regulaciones bancarias y fiscales, lo que quería decir que sus pérdidas ascenderían a cuatro millones. Miró al hombre que tenía sentado enfrente y se preguntó por qué no había aceptado el trabajo de inmediato.

– Entonces, ¿cuál era el problema exactamente?

Él se puso de pie suspirando mientras retiraba la silla hacia atrás. Puso una mano sobre la mesa y deslizó la otra bajo el pelo de ella para acariciarle la nuca, se inclinó y le cubrió los labios con los suyos. Ella se quedó en blanco y paralizada sin soltar sus propios codos; él le inclinó la cabeza hacia atrás mientras le agarraba el pelo, le tomaba la boca, se la abría, y se la moldeaba con la presión de sus labios. La exploró con su lengua y ella, medio entumecida, la aceptó y le dio la bienvenida tocándola indecisa con la suya.

La soltó y volvió a sentarse. Andie miraba fijamente a la mesa, inmóvil. En el silencio se podía oír el tic tac del reloj, el zumbido de la nevera, el débil eco de la máquina de hielo al soltar los cubitos recién hechos en la cubitera. Era irónico, pero ella, que rara vez se había sentido tan perdida en lo relativo a manipular a un hombre o en qué decir en cualquier situación para sacar provecho, estaba totalmente perdida. No tenía ni idea de qué decir y dudaba que a este hombre lo hubiesen manipulado alguna vez en toda su vida. Permaneció sentada en silencio, desesperada, y se negó a mirarlo.

– Supongo que estabas equivocada con lo de «nada» -le dijo él con un tono repentinamente malhumorado.

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